1. Cuentos con chicos para grandes (2003 26 textos 50 páginas)

CUENTOS CON CHICOS PARA GRANDES

 

PRESENTACION

 

LOS      MENUDOS   HORRORES   “KAFKIANOS”  DE   LA   VIDA   FAMILIAR  COTIDIANA  EN  LOS   “CUENTOS   CON   CHICOS, PARA   GRANDES” ,   DE    MARIA    DEL    CARMEN    MARINI.

 

               Lo “kafkiano” (como expresión de lo absurdo) es algo tan autónomo que, incluso, se impone al mismo Kafka, de cuya literatura y nombre deriva, y que hubiese sido el primer sorprendido si alguien le hubiese dicho que él, Kafka, era “kafkiano”. Más aún, Kafka nunca supo que fue Kafka, por lo menos el Kafka que va a surgir de la publicación póstuma de sus dos obras capitales “El Proceso” y  “El Castillo”, gracias a la desobediencia de su amigo Max Brod, a partir de 1924. Luego, las obsesiones y pesadillas de este oscuro judío de Praga se apoderarán de la realidad y otro autor, Virgil Georghiu, podrá describirlas al mostrarnos los horrores de un mundo deshumanizado en su novela “La hora veinticinco”.

 

               Pero lo absurdo no se encarna solamente en las situaciones límites creadas por la guerra, también se da en las frías oficinas, tal como lo reflejó el genial Orson Welles en su adaptación cinematográfica de “El proceso”. Y por supuesto, en los mínimos y anodinos avatares de la vida cotidiana. Y ese es uno de los leit-motiv de esas pequeñas crónicas de la vida familiar escritas por María del Carmen Marini. Aunque ella lo niegue, como lo hace en “Cuento agrio”, diciendo que complico kafkianamente las cosas buscándole las cinco patas al gato. Pero el gato puede ser “El gato negro” de Poe, o los gatos misteriosos de Baudelaire. Y si no que me diga si no es “kafkiano” su “Día domingo” cuando un hecho tan simple y dominical como leer el “Clarín Revista” se le convierte, salvando las  distancias y los horrores en una imposibilidad casi metafísica como al protagonista de “El Castillo” el encontrar al dueño de éste. Si, ya la siento sarcástica a María del Carmen diciéndome a través de otro cuento: - No es para tanto...Es una exageración querer encontrar horrores “kafkianos” en una publicación como “Clarín Revista”-. A lo que yo le contestaría: -No, por supuesto que  “Clarín revista” no (aunque para ser sincero, debe también tener su cuota como reflejo de esta realidad), pero tus relatos “Crónica de un regreso”, “Cuento de un cumpleaños”, o “Paseo al parque de diversiones”, por no citar otros, tienen lo suyo-.

               Lo que ocurre es que en María del Carmen Marini, hay un especial sentido del humor. Humor ácido, agrio, cruel, a veces negro, que nace de una lucidez despiadada (para consigo y los demás), y que le permite captar detalles disonantes que nuestro bien aceitado e indulgente sentimentalismo pone en el rubro de las “pequeñas molestias de la vida”.

               Y es justamente ese humor al que, para mí, da ese especial sabor a estas “viñetas” de lo cotidiano que, por otra parte, están narradas en un lenguaje llano y ágil, diría casi periodístico.

               Y esto de “viñetas” tiene que ver con las viñetas reales y concretas que ilustran su primer libro “Criando malcriados”, y que le pertenecen. En ellas ya se despunta ese humorismo desbordando las intenciones pedagógicas de este breve ensayo en el que vuelca sus experiencias como madre y como psicóloga. Y traigo a colación este libro porque revirtiéndolo a éste, tendremos otra clave para interpretar lo que subyace en estos “Cuentos con chicos”, que vistos con humor y desde el humor, tratan de compartir el difícil ejercicio de las relaciones padres-hijos en un mundo en donde los valores tradicionales están en crisis.

              

               Veamos como ejemplo este fragmento del citado “Cuento agrio”:

               “¿Cómo le resultará a Anahí hacer las clases de Catecismo?. Tendría que haber venido ella a buscar el cuaderno de su compañera, pero todavía no la dejamos cruzar calle Mendoza...¿Qué va a pasar con Anahí, (su hija) si nosotros no cumplimos los preceptos?, le pregunté a Joaquín, el párroco. Por supuesto, no sabía. ¿Y qué va a pasar cuando sepan que nuestra hija va a la Iglesia, con los amigos agnósticos, escépticos e iconoclastas? ¡Bah!...Me importa un huevo...Apenas puedo hacerme cargo de mis contradicciones, y voy a ponerme a hacerme cargo de lo que digan los demás. Al fin, todos estamos buscando algo a lo cual adherir. He conocido dogmáticos católicos. Pero he conocido dogmáticos marxistas, lacanianos y peronistas, y todos me rompen las bolas por igual...”

               Y a continuación ironiza:...”Se va a internar (Anahí) en los misterios de la teología y no conviene que cruce Mendoza. ¡Qué cosa más loca!”...

               ¡Y es que el ejercicio de la misma vida se ha hecho tan arduo, como para dar cuenta de esos absurdos!              

               Bueno, será mejor que corte esta presentación y deje que el lector descubra por sí mismo “Los menudos horrores “kafkianos” de la vida familiar cotidiana en los cuentos con chicos, para grandes, de María del Carmen Marini”.

                                  Héctor Roberto Paruzzo. 1986

 

 

1-CUENTO DE UN CUMPLEAÑOS

               Las de cumpleaños suelen ser fiestas más bien tristonas. Como las de Navidad y Fin de Año. Tal vez porque impliquen un balance, un recuento de lo vivido y aprendido, de lo sufrido y gozado.

               Tal vez porque marcan el inexorable paso del tiempo transcurrido. Tiempo que llenamos con cosas (tener hijos, escribir libros, plantar malvones). O tiempo que se nos desliza subrepticio y silencioso como una cucaracha, yéndose para no volver jamás.

               Lo cierto es que el cumpleaños de mis dos-hijos-dos (nacidos en 12 y 14 de octubre) y la fiesta con que los celebramos, me había llevado a estas reflexiones.

Habíamos invitado a los amiguitos del barrio, compañeros de la escuela y a hijos de nuestros amigos. Un buen número de niños y niñas: pequeñitos deambulando curiosos por las cornisas y explorando incansables desde los resquicios de las paredes a las matas de pasto del jardín, pasando por la minuciosa exploración de los juguetes de la mesa de regalos, las galletitas y saladitos de los platos y la de sus propias orejas, dedos, cabellos y demás.

Niños y niñas medianos, desplegando más actividad que la imaginable. (Al menos más que la imaginable para esos candidatos de Pami que venimos a ser los adultos).

Y niños y niñas casi adolescentes, requetesabiondos, un poco pedantes, muy, pero muy de vuelta de lo que son las fiestitas infantiles.

Recordando las fiestas anteriores y dejándome llevar, me remontaba a años atrás, momento de los respectivos nacimientos, cuando sentí que podía llegar a ponerme muy, muy nostálgica.

Presentí un grave riesgo. Era como una tormenta que se iba preparando. Veía formarse los nubarrones negros, cargadas panzas de agua, subiendo desde el horizonte y copando el cielo.

¡Lo que se venía!

Si mis reflexiones avanzaban y mi nostalgia también la cosa podía llegar a ser muy dura.

Entonces cuando ya estaba en el borde, un poco moqueando por tantas cosas, tantos recuerdos, tantos anhelos, él, que llega al dormitorio y me pregunta: -¿Te pasa algo?.

¿Cómo explicar?. ¿Cómo explicar lo que una no se explica fácilmente ni a sí misma?. Entonces encontré una salida digna y le respondí: - Es el dolor de garganta -  Que siempre viene bien para no sentirse ridícula en esos casos.

Así  pues, me senté en la cama, me sacudí la nostalgia y me puse a escribir. Es lo que hice en vez de llorar por dos meses seguidos por el paso del tiempo, los bebés que se hacen grandes y el tiempo que pasa. Y salió ésto.

 

Había estado preparando la fiesta los últimos días. Muchas corridas, muchos detalles, mucho cansancio. Esa mañana completamos lo que faltaba: el arreglo final de las dos tortas. La de Anahí: el cuento de Hansel y Gretel con los personajes junto a la casita de chocolate. La de Pablo: dos gusanitos en medio de un jardín de flores y confites coloridos.

Cuando llegó el momento vestí y peiné a los chicos, cargamos las cosas en el auto y fuimos al club donde se haría la fiesta.

Anahí estaba radiante. Pablo más que emocionado.

Yo recordaba mis cumpleaños y que de niña, cada uno era ocasión de angustia. Yo no quería cumplir años porque no quería crecer. Eso y hasta ahí, era lo que podía decir. Había otra razón que nunca pude poner en palabras. Yo no quería crecer porque no quería que pasara el tiempo. No aceptaba las pérdidas que  podía suponer, sobrevendrían.

Pero ese era mi secreto, y cuando me preguntaban la razón por la cual no deseaba cumplir años, pese a lo seductor de fiestas y regalos, al ocultar mi secreto, claro, los argumentos que daba resultaban un tanto pobres.

Me consolaban prometiéndome pesarme en una balanza con sal. Según el mito, a los niños a los que se pesaba en una  balanza con sal, no crecían. Yo fingía creerlo y hasta el año siguiente escondía la angustia.

Recordé todo esto cuando Pablo desapareció de la sala que acabábamos de adornar. Lo habíamos descolgado de una rama en la que se balanceaba como un mono. Luego lo perdimos de vista. Buscamos por todos lados. En uno de los patios había un gran cartel: Prohibido jugar al fútbol. Pablo no estaba.

En otro de los patios, el de los árboles y la tierra removida. Pablo no estaba.

Apareció escondido en el baño, agarrado a su pelota nueva y con cara de pocos amigos. Dijo que era porque lo habíamos descolgado del árbol en el que jugaba a ser Tarzán. ¿Habrá sido por eso?. ¡Quién sabe...!

 

Los chicos empezaron a llegar. Uno, dos... después todos juntos, en malón. No faltaron ni los aullidos con que, según las crónicas, entraban al galope, espantando a los cristianos, mientras arrasaban casas y haciendas. Impacto psicológico que le dicen.

¿Pueden imaginarse como pueden jugar y relacionarse unos 50 chicos de entre 2 y 14 años en ocasión de una fiesta de cumpleaños?

               Los chicos más grandes se organizaron en un partido de pelota debajo del cartel que decía: Prohibido jugar al fútbol.

               Las nenas, adorables con sus vestidos de moños y alforcitas entraron a empujarse y atropellarse hasta que decidieron jugar a revolear a la mía, tomándola de brazos y piernas. Anahí, primorosa en su vestidito celeste estampado con flores, sandalias al tono y un lacito en el cabello, que juro que estaba perfectamente desenredado, liso y brillante cuando llegamos, iba y venía por los aires en manos de sus compañeras. Ya se había sacado los zapatos, su pelo caía desmadejado y suelto, el lacito olvidado en algún recóndito rincón.

 

               Pablo, por su lado, jugaba en la tierra removida del otro patio, a que era un astronauta como los de Galáctica, llegando a otro planeta, y recogía muestras del suelo que guardaba cuidadosamente en los bolsillos de su camisa inmaculada. Como llegaba un marciano debía tirarse de panza al suelo y deslizarse así para no ser descubierto.

Dos de los varones medianos jugaban a Kung-Fu y se repartían tortazos y puntapiés mientras otro les tiraba nísperos de una rama a su alcance.

 

               Un grupo de madres observaban impávidas, más bien acostumbradas. Un grupúsculo mínimo de padres ponía cara de circunstancias, que en este caso viene a ser cara de sacrificados.

               Una niñita muy dulce, de apenas unos 2 años hacía pis encima del zapato de un padre (no del suyo, de otro padre) que cuando se dio cuenta, me miró ¿¡a mi ¡? con profunda reprobación, como si yo tuviera algo que ver.

               Los chicos derramaban jugo, se tiraban maníes y preguntaban cuando íbamos a cortar la torta.

               En eso estábamos cuando llegó la animadora.

               Yo la había contratado por teléfono y así, por teléfono, ella me había explicado que haría una función de títeres y luego organizaría juegos con música.

               La animadora era una rubia tipo Bo Derek pero más opulenta.

               Bueno, la Bo Derek era hermosa. Y alta. Y rubia.

El sueño erótico de cada uno de los varones presentes.

               ¡Era la mina!.

               Es muy posible que tuviera 15 kilos más que yo. Pero es seguro que además tenía 15 años menos.

               Dió una función de títeres en que todos los chiquitos se engancharon viendo las alternativas de un payasito que durante todo el tiempo estuvo por ser atacado por un león. Cuando el león aparecía se inquietaban y gritaban avisando al héroe para prevenirlo y salvarlo.

               Los chicos más grandes, que formaban una patota que estaba en la pesada, le indicaban sobradores al león: “-¡Comételo, reventalo, hacelo pomada!-“

               Después que el héroe y el león desaparecieron tras la cortinita apareció Bo Derek. Se había vestido de nena con una pollerita muy corta, que apenas cubría las puntillas de su ropa interior. Se había hecho dos colitas con el pelo, puesto dos grandes moños y pintado pecas.

               Su sorpresiva aparición provocó impacto. La mirada de los padres presentes brilló. Conozco ese brillo. Creí ver que los colmillos de algunos crecieron levemente.

               Después vinieron los juegos, en que una zorra corría a los pollitos. A la voz de mando, los angelitos se largaban a la carrera por el patio. Las madres desprevenidas que quedaban en el camino, caían en la estampida y eran cruelmente pisoteadas. Yo tuve la precaución de pegarme aterrada a las paredes, mientras miraba pasar despavorida a la horda, por lugares en los que jamás volvería a crecer el pasto.

               Luego de un rato de corridas se sentaron a cantar bajo uno de los árboles: “_ Pulgarcito, Pulgarcito ¿dónde estás?, ¡dónde estás?... Una de las madres dijo arrobada: “- ¡Hija escuchá!. ¡Nuestra canción!- ”.

               Otra vino a preguntarme de dónde había sacado esa cara (se refería a mi cara de cansancio). Y de dónde había sacado esa descarada de pollerita corta. Que podía recomendarme para el próximo cumpleaños otra animadora fea y narigona, que aunque aburriera a los chicos no tuviera TAN entretenidos a los padres.

 

               Bueno, llego la hora de cortar la torta.

               Bo Derek me ayudó a distribuir los trozos de la torta y a repartir los globos, y luego se fue a cambiar.

Uno de los padres me felicitaba por mi gusto en elegir tal animadora. Otro me decía que tenía intenciones de contratarla para su propio cumpleaños, pero que, eso si, no invitaría a nadie. Sería un cumpleaños muy privado.

               La animadora salió cambiada y preguntó quién podía acercarla a su zona. Mi marido dijo con aire inocente que él podía llevarla. No registró mi mirada de odio y los dos partieron.

               Los niños, en su mayoría, habían desaparecido tan rápidamente como habían llegado, dejando desolados los campos verdes.

               Quedaban unos pocos que jugaban a tirarse puñados de tierra y a saltar por las ventanas.

               Dos se organizaron en un juego de ping-pong y los más chiquitos armaban rompecabezas.

               Cuando mi esposo volvió quiso jugar al ping-pong con otro de los padres, y para poder hacerlo, sacaron a los chicos de la mesa a empujones. Yo protesté enérgicamente por el atropello, pero los niños ya se habían ido al sector del patio con tierra removida, donde jugaban a hacer cavernas en las que se escondían.

               La madre de uno de ellos me decía comprensiva: “- La infancia es la infancia...Que jueguen si quieren, que el tiempo pasa pronto...-” con voz profunda y sabia, mientras un cascote nos pasaba cerca y otro de los nenes ensartaba un sándwich de choclo en el picaporte.

 

               Finalmente, muy finalmente, el ambiente se fue apagando y pudimos volver. El color de la camisa de Pablo era de un simpático pero indefinido marrón sucio.

               Anahí había perdido su señorío, su dignidad inicial y la cinta del pelo.

               Estábamos cansados, pero no puedo decir que descontentos. Además traíamos una caja colmada de juguetes. Muñecas, autitos, libros de cuentos, jueguitos de cocina, también de tocador. Un Ludo, un camión de bomberos, dos rompecabezas y mil cosas más. Todas hermosas.

               Lo que yo hubiera deseado en ese momento: echar a mi marido y a los chicos y sentarme en el suelo a jugar con todos esos chiches nuevos.

1981

 

 

2-CRONICA DE UN REGRESO

               Debí suponer que la tragedia se nos venía encima. Con la tormenta que empezó a levantarse.

               Las nubes parecían inocentes. Se fueron cargando y subiendo cada vez más oscuras.

               Entonces él sugirió distraído: -¿Y si nos vamos hoy?-.

Era el último día de vacaciones.

               Y no había sido precisamente un día de playa: fresco, ventoso, nublado.

               Así empezamos a barajar posibilidades: si nos íbamos ya, perdíamos un poco de la holganza de ese último día de veraneo. Si nos quedábamos corríamos un riesgo, el de que, en caso de desatarse la tormenta deberíamos desarmar la carpa bajo la lluvia y guardarla húmeda con todos los inconvenientes que eso supone.

               Analizamos, deliberamos y sopesamos las ventajas y desventajas de las decisiones posibles y como no llegábamos a resolver alguien propuso: -Votemos-. Mi familia cree en las tradiciones democráticas de nuestra patria bienamada.

               Las opciones eran: preparar todo e irnos esa tarde o esperar hasta la mañana siguiente. Serían las tres de la tarde. Pablo y yo votamos por quedarnos. Alberto y Anahí por irnos. Así pues empezamos a guardar las cosas. (Olvidé decir que mi familia cree pero no respeta demasiado las firmes tradiciones democráticas).

               Sacando a relucir mi espíritu científico, mi criterio analítico, mi riguroso sentido del orden y mis componentes obsesivos dije:- Voy a hacer las valijas muy prolijas.

               Eso presuponía separar la ropa limpia de la ropa sucia. La que deberíamos usar para viajar, y otra de abrigo que llevaríamos a mano, por si acaso.

               Además debía guardar en cajas las provisiones que quedaron sin usar y que podíamos llevar de vuelta (galletitas, te, café, aceite, fideos, sal, latas, azúcar) y tirar lo que no habíamos usado pero era descartable.

               Guardar la caja de herramientas, el botiquín y el costurero.

Las toallas, el detergente, los palitos de la ropa.

               Los caracoles que habíamos comprado, las piñas que los chicos habían recogido. Los libros que habíamos llevado y no habíamos leído y las revistas que siempre se acumulan en los viajes.

               Los libros de pintar, las ceritas y acuarelas de los chicos.

               El autito nuevo de Pablo, el collarcito de Anahí, el osito de peluche y la manta de conejitos.

               Los artículos de tocador: jabones, peines, dentífrico, desodorante, champú, crema de enjuague, bronceador y perfume. Y mis cosméticos, entiéndase sombras, rimmmel, delineador, rubor, lápiz corrector.

Debía además verificar que en el bolso de playa estuvieran los trajes de baño. Dos bikinis mías, dos de Anahí, más una enteriza, el pantaloncito de baño de Pablo y el de Alberto. Los gorros que cada uno había usado para protegerse, la salida de baño de  Anahí y la de Pablo. La lona de playa con barquitos estampados, la toalla y el toallón de cada uno.

               Además las ojotas, zapatos y zapatillas de cada uno.

               ¡Ah!. Y el equipo: colchonetas, mantas, mesita de camping, banquitos, sol de noche, hachas y pala, linterna, garrafa con hornalla, perchas.

               Y la carpa. Estructura de caños metálicos, sobretecho de lona y dormitorio.

               Todo tenía su lugar en valijas, bolsos de mano y cajas, cajitas y fundas de plástico.

               Me dije: - Es cuestión de organizarme al hacer las cosas y avanzar paso a paso y armoniosamente. (¿Dónde escuché antes esto?).

               Empecé con firmeza: -Ropa limpia aquí, ropa usada allá. Anahí sacá la muñeca que te la piso al doblar la colchoneta. ¡Pablo, dejá esa botella que no es Seven –Up, es detergente!. ¡Alberto!. No podés doblar el piso de lona de la antecarpa sin guardar el cajón de artículos de limpieza, la espadita de Pablo y las ojotas de Anahí.  No, dentro de la conservadora no van las ojotas...

               No me empujés Anahí, ya se que querés el Billiken, pero no me acuerdo dónde está en medio de este lío...¡Pablo!, no entierres mis pulseras y el collar de mostacillas que se van a perder.

               Este corpiño va acá, en la valija roja. ¿Qué hacen estos caracoles dentro del termo?.

               ¡No!. La esponjita de acero no va con el short de Alberto, ni las pinturitas en la pelela de Pablo...¿Y que hacen los palitos de la ropa con el libro de Humberto Eco?..

               ¡¡¡UFA!!!. Yo pongo todo junto en donde quepa...

               Mi riguroso sentido del orden, mi criterio analítico y mi espíritu científico languidecían entre la arena de adentro y afuera de la carpa que aumentaba, como aumentaba la oscuridad de los nubarrones en el cielo.

               Así empecé a meter cosas en cajas y valijas y cajas y valijas en el Citroen abollado que estaba estacionado estratégicamente frente a la carpa y estúpidamente al lado de un árbol de raíces insolentes. Si no me las tropezaba al poner algo dentro del auto, me las tropezaba cuando salía de él o para volver a la carpa.

               Resultado: magullones y puteadas.

               Resultado: las medias con el champú, el osito de felpa con mis bikinis y el detergente con los fideos.

 

               Cuando hubo que desarmar la carpa puse cara de entendida.

               Cepillamos y doblamos el sobretecho.

               Me puse a desmontar los caños de la estructura, articulados y unidos por resortes. Había que encontrar un botoncito, apretarlo y deslizar uno de los caños sobre el otro hasta separarlos.

               Había que poner bastante fuerza, me pellizqué tres dedos y se me cayeron sobre el pie izquierdo dos de los caños que había logrado prolijamente desarticular.

               Cuando terminamos de meter a presión en el auto todo nuestro equipaje (obviamente equipaje es un modo de decir) estaba sucia y transpirada, cansada y de mal humor.

               Fuimos con Anahí a los baños, con jabón y toallas y ¡claro!, la bolsita de los cosméticos.

               Una vez allí, confieso que tuve la tentación de zamparme en una ducha y dejar correr el agua sobre mí durante media hora. Pero no había tiempo. La consigna era precisa: salir pronto, lo antes posible para aprovechar en el viaje, todo lo que quedara de luz de día.

Así, me lave como los gatos, me pasé el peine sin insistir en desenredar y ¡eso si! Me pinté un poco para disfrazar la tarde de trabajos forzados.

               Supervisé a mi hija cuando se lavaba con la punta de los dedos los dos ojos y salimos apuradas para el auto, donde suponíamos, nos esperaban impacientes Alberto y Pablo.

               Suponíamos mal.

               No nos esperaban. En realidad esperamos nosotras.

               Un buen rato. Digamos media hora.

               Al cabo de la cual los irresponsables aparecieron fresquitos, con el pelo aún húmedo, recién bañados y  perfumados, listos para iniciar el viaje de retorno.

 

               A las 8 del anochecer gessellino salíamos para Rosario. Salíamos junto ala tormenta de copiosa lluvia, truenos y relámpagos que nos acompañaría la mayor parte del trayecto.

               Se acentuó a medida que anochecía  se tornó temporal sobre las 11 de la noche. Nos detuvimos a cenar y seguimos.

               Cada vez con más viento. Cada vez con lluvia más cerrada.

               ¿Qué podía suceder?. ¡Lo que sucedió!. ¡Se rompió el limpiaparabrisas...!

               Eran las tres de la madrugada.

               Pablo dormía sobre los bultos del asiento trasero.

               Alberto y yo, con Anahí en medio mirábamos la tormenta.

               Al dejar de funcionar el limpiaparabrisas, el agua (diría chorros de manguera, o baldazos, o cortina, o todas esas cosas juntas), caían con la mayor y la más fanática de las fuerzas.

               Cuando un vehículo venía en sentido contrario, la luz de los faros nos encandilaba al difundirse en el agua acumulada en el parabrisas, y quedábamos totalmente enceguecidos. Era riesgoso seguir. Pensaba en lo prudente de buscar un refugio y esperar a que amaneciera o a que pasara la lluvia.

               Tenía sueño.

               Alberto coincidía en lo de buscar un refugio, pero lúcido y despabilado como estaba tenía otros planes: confiaba en arreglar el limpiaparabrisas.

 

               Tengo que aceptar que Alberto tiene talento para las reparaciones. Pero yo era un tanto escéptica respecto al infernal aparatito. No tuve en cuenta su persistencia.

               Nos acomodamos en una estación de servicio bajo un alto techo de chapas que crujía con los golpes del viento. Me dije: -No todo es malo, dentro del auto se está confortable y calentita. Me arrebujé para dormir un rato.

               Pero Alberto y Anahí estaban exaltados, despiertísimos y además insólitamente alegres. Como disfrutando de una aventura que los mantenía pendientes e interesados. Alberto contó: -Uno, dos, tres...once tornillos. Si saco estos once tornillos queda descubierto el motorcito del limpiaparabrisas y veo qué es lo que anda mal. Cazó entusiasta la valija de herramientas, con lo cual Anahí se corrió y al correrse me incrustó el codo derecho en las costillas y se puso a mirar fascinada las maniobras de su padre. Por supuesto, con su codo en mis costillas. Yo rezongué y me removí en el asiento.

               Entonces Alberto que lo percibió, al igual que mi cara de mufa, dijo admonitorio pero cómplice: -No la toqués a mami que está nerviosa y pueden saltarle los tapones.

               Ante la afrenta, y pese a estar muerta de sueño decidí reaccionar con dignidad. Abrí parsimoniosamente la puerta, los miré a los dos con profunda reprobación mezclada con asco y salí como una reina ofendida del Citroen abollado.

               Me estremeció una ráfaga de viento. Caminé entre los autos y camiones estacionados y encontré un lugar más reparado donde dormían una ovejera gris con su cachorro color canela  tendido sobre ella, y el presunto consorte (digo, porque era de color canela) que me miraron silenciosos cuando llegué.

               En eso estábamos los cuatro, los perros y yo, pensando en los avatares de la vida, lo contingente de nuestras circunstancias que nos habían unido bajo el techo sacudido de aquella estación de servicio, cuando Alberto empezó a hacer funcionar el arranque ruidosamente, como parte de sus maniobras para reparar el limpiaparabrisas. Hacía un ruido infernal, un estruendo que podía, si no resucitar a un muerto, por lo menos si, despertar violentamente a cualquiera que intentara dormir en varios kilómetros a la redonda. Y había gente que dormía mucho más cerca que eso. Precisamente al ladito. En el interior de la cabina de los camiones que también se habían guarecido de la tormenta en ese galpón.

               Me di cuenta cuando vi bajar de un salto, del camión más grandote, a un urso de mirada asesina, feo, peludo y en camiseta. Debía medir dos metros y pesar 200 kilos. Furioso, con una mano se rascaba frenético y en la otra blandía amenazador una llave inglesa.

Cuando estuve convencida de que existía un  peligro, bajo forma de rudo camionero perturbado en su descanso, me acerqué displicente al auto y dije con voz estudiadamente neutra: -Hay camioneros enojados porque los despertaste.

              

               Entonces nos fuimos.

               Con tormenta y sin limpiaparabrisas.

               Avanzando muy despacio. Casi una carreta. Dando bandazos entre lluvia y frío.

               Me fui quedando dormida.

               Cuando me desperté miré con mi único ojo abierto un espectáculo singular.

               Alberto manejaba con una mano y con la otra, con una pinza de mango plástico hacía girar una piecita, que ponía en marcha las escobitas del limpiaparabrisas. Anahí iluminaba con una linterna el lugar preciso donde Alberto insertaba la pinza. Y aprovechando que yo me había despertado, me dieron a sostener un piolín que salía por la ventanilla y en su otro extremo estaba amarrado a una de las escobitas, piolín del cual debía tirar cuando amenazaban detenerse las escobitas.

               Así a fuerza de piolín, pinza y linterna avanzamos un trecho más.

Llegamos a otra estación de servicio donde volvía a dormirme.

 

               Al cabo de un rato Alberto me despertó triunfante: -¡Lo arreglé!. ¡Conseguí un alambrito y ya funciona!-. La lluvia había cesado y era de día.

               Me dijo: -Voy a tomar un café con leche calentito, ¿vos querés?.

No alcancé a responderle porque volví a dormirme. Pero cuando él volvía ya desayunado me desperté y me di cuenta de que si quería café con leche. Entonces me trajo una taza humeante.

               Cuando ya la terminaba, Anahí se despertó, me miró de reojo mientras preguntaba: -¿Qué tomas?. Yo también quiero.

               Alberto se quedó en el auto con Pablo dormido  y yo bajé a pedir algo para Anahí. Te con leche y galletitas. Cuando Anahí había tomado su te con leche, entró al bar Alberto con Pablo en brazos que también se había despertado.

               La señora detrás del mostrador, que nos había visto aparecer y nos había atendido por turnos, preparó una taza. Nos habíamos hecho tan familiares, que cuando sirvió el te con leche de Pablo se lo enfrió soplando y agitando la cucharita en círculos. Casi nos damos un abrazo al despedirnos.

               En un mundo tan poco hospitalario fue reconfortante encontrar a alguien con tanta paciencia que no cuestionara nuestra entrada por turnos anárquicos  y desorganizados.

               Como había amanecido nos dedicamos a mirar por la ventanilla las maravillas del campo.

                Miraba distraída cuando recordé que no llevaba los consabidos alfajores de regalo. Este año lo había olvidado. Pensé en subsanar mi olvido comprando en uno de los puestos sobre la ruta alguna cosa que sirviera de recuerdo de vacaciones.

               Bajé con Pablo y examinamos con aire prudente y sabio los frascos de mermeladas, dulces y jaleas que exhibía un puesto sobre la ruta. Bueno, casi sobre la ruta. Para llegar debimos saltar dos charcos y meternos en un zanjón. Elegimos en función de criterios astutos e inteligentes: los de más lindo color.

               Con la conciencia tranquila y los pies embarrados seguimos camino.

 

               Escuchaba las meditaciones teológicas de Pablo: -¿Quién hizo las vacas?. ¿Quién le dio forma a esa nube?.  Y las reflexiones de Alberto: -¿Vieron ese gaucho tomando mate al lado del caballo?. Vestido de gaucho. Si va al galope seguro lleva el termo. Termo con piquito para seguir con la mateada. Los otros termos son incómodos y extranjerizantes. (¡?¡?¡?)

               La mañana avanzaba. Si no nos fallaban los cálculos a mediodía estaríamos en casa.

               No nos fallaron. A las 12 estábamos en la puerta.

               ¡Hogar, dulce hogar!. ¡Al fin en casa!.

               Después de 16 horas de viaje: un baño, un  sandwich y a la cama.

               La paz del propio lugar. La calma del sitio al que se pertenece. La serenidad de la casa vacía y solitaria, extrañada en los últimos días, más en las últimas horas, casi hasta la desesperación en los últimos minutos.

               Cuando puse la llave, ésta encontró un obstáculo. Otra llave colocada desde adentro.

               Entonces llamé timidamente. Digamos al borde del desfallecimiento.

               Salió a atendernos mi hermano, alegre, con todas las maripositas y para nada culpable como hubiera debido.

               Mi hermano tenía la llave y la consigna de venir a regar las plantas. Y ese día además, y ya que estaba, había venido a hacerse un asadito con toda la familia. Dijo: - Pasen, pasen...¡pero qué sorpresa!. No los esperábamos hasta mañana...Acomódense donde quieran...Hagan como que están en su casa-

               La sobremesa  fue larga.

               No teníamos electricidad, la tormenta a había cortado.

               Y no estaban terminados los trabajos de albañilería que habíamos dejado encargados al irnos. Deberíamos ocuparnos de eso.

               Pero estábamos en casa.

               18982.

 

3-PASEO AL PARQUE DE DIVERSIONES

               Había llegado a Rosario en esos días. Y ofrecía un paraíso de juegos, todos accesibles con una sola entrada. Me entusiasmaba la idea que con ella se pudiera ir a la calesita, al tren fantasma, a los autitos chocadores, al gusano y a todos los demás, todas las veces que quisiéramos.

               Además había kioscos, equilibristas, payasos... parecía tonto resistirse a tantas tentaciones.

               Cuando se lo comenté a los chicos ya sabía que no podría echarme atrás. Que IRIAMOS.

               Alberto se borró con alguna excusa. Es habilísimo para las gambetas cuando se trata de paseos a zoológicos, circos, museos, plazas o afines. Nunca, por más que me esfuerce podré llegar ni de lejos a su fantástica capacidad para eludir el bulto y quedar como un duque.

               De todos modos, y sinceramente, yo también quería ir. Llevar a los chicos era la excusa para colarme en alguno de los juegos, en dónde, por edad y tamaño, me dejaran. O donde pudiera subir con la mentira descarada de cuidar a los chicos.

               El Don Fulgencio que habita en lo profundo de cada adulto y que yo abrigo en mi, con la esperanza de que no decline nunca, saltaba alborozado.

               Hice las recomendaciones de rigor y con la promesa de diversiones a mansalva (tanto que hasta accedieron a bañarse sin que tuviera que insistir) salimos los tres emperifollados. Yo con unas sandalias nuevas, blancas y hermosas.

               Ibamos radiantes a buscar la tierra prometida de los juegos sin límites: tantas vueltas como deseáramos en todos los juegos que se nos ocurrieran.

               Pagué las entradas magnánima, suponía que estaba comprando la dicha sin frenos, raudales de goce, alegría al por mayor. Todo eso lo llevaba en la mano, en potencia, listo para desplegarse, junto a los tres papelitos rotosos de las entradas.

               Pero Pablo me tiró de la pollera y me dijo que le comprara un poco más de dicha, dentro de una bolsita de celofán y en forma de praliné. Nos acercamos a la puerta con el praliné y ya nos salía al encuentro el vendedor de cubanitos de dulce de leche, con un dulce de leche muy sospechoso, pero Anahí insistió.

               Nos encontramos en medio de luces, gente y música. Nosotros, el praliné y los cubanitos. Todo ello no evitaba que se me metieran cascotitos por entre las tiras de las sandalias y me martirizaran los pies.

               Pero...¡no importa!. ¡Vamos hacia el paraíso!.

               Nos pusimos en la cola, no del paraíso sino de la rueda gigante, cola que era de una media cuadra, y avanzaba muy, pero muy despacio. Tardamos una media hora en llegar, durante la cual me encontré comprando una nariz de payaso para Pablo y un Tuiti con camiseta de Rosario Central para Anahí.

               Cuando nos tocó el turno el muchacho que manejaba la rueda y acomodaba la gente insistió en que los niños  no podían subir solos. Yo objetaba que mis niños eran capaces de escalar montañas, cuanto más de subir a una vulgar rueda gigante. Finalmente como no lo convencía, fingí estar haciendo un gran sacrificio y subí yo también.

               ¡Sabia decisión!. Porque cuando estábamos en el punto más alto del recorrido, cuando  miraba fascinada el espectáculo de la luces y la gente, muy lejos...allá abajo...desapegada del mundo y casi en éxtasis por la sensación de vuelo, sentí una débil aunque perentoria vocecita que a mi derecha decía: -Mami, yo aquí tengo miedo. A la que se agregó otra vocecita todavía más débil y apremiante  a mi izquierda diciendo: -Yo también. Me quiero bajar.

               Utilicé el resto de la vuelta en tratar de convencer a mis dos hijos de que aquel juego espectacular no era para nada peligroso, que lo disfrutaran mirando el hermoso panorama desde allí arriba, que se imaginaran que estábamos yendo en helicóptero...y que me defraudaban al descubrir que miedosos eran.

               Ellos decían a todo que si, como quien habla con un loco, y se mostraron aliviados cuando la vuelta terminó y pisaron tierra firme, es decir cascotitos firmes.

               Me dije: Luego de ésta debo ser más cauta. ¿Qué podría haber sucedido si los chicos hubiesen subido solos, como yo proponía y entraban a sentir ESO que sintieron allá arriba y a manijearse mutuamente en el asunto del terror?. Nunca lo sabremos, pero hubiera ido imprudente averiguarlo. A mi me quedó dando vueltas en la cabeza esa milonga sobre el filicidio de que tanto nos habla por TV Rascovsky.

               Firme en el deseo de ser más cuidadosa y de que ELLOS disfrutaran de su paseo, me encaminé a la calesita. Solo que en el camino había un kiosco de copos de nieve y otro de helados Laponia, así que a la calesita llegaron más tarde y medio pringosos.

               Pablo se subió sin problemas a un caballo tuerto y Anahí a un chancho discretamente pornográfico. Como la calesita no arrancaba me puse distraída a mirar a los otros chicos y a los otros padres. En eso estaba cuando Anahí llegó compungida y asustada y dijo que no iba nada a la calesita, “que había unos chicos que molestaban”.

               Anahí tiene 7 años, es delgada y tiene aspecto de Falina, la novia de Bambi. En el grupo que ella me señaló y que logré identificar como la barra brava, la patota, la mafia de la calesita, había unos 5 pibes de 13 o 14 años, morrudos, sólidos, casi con bigotes y haciendo alarde de músculos, agilidad y prepotencia. Jocosos, entre risotadas saltaban de caballos a delfines, de delfines a elefantes, arrancando una rienda aquí, un estribo allá, y atropellando en su demostración circense a los más chiquitos, que, si eran rápidos eludían los empujones y si no quedaban en el tendal de los basureados.

               Me dije: -Es la ley de la selva, la supervivencia del más apto, trasladada a una diversión infantil-. Y en voz alta: -Vamos hija-. Y en voz baja: -¡Grandulones aprovechados!-

Mientras buscábamos otro juego lejos de los vándalos, pasamos delante de un bar de donde salía un olorcito tentador. –Mami comprame un choripan-. –Mami , yo quiero un pancho y una coca-.

               Nos ubicamos para comer y después seguimos hacia los autito chocadores.

               Larga, larguísima cola y larga, larguísima espera. Lo que entretenía era el mundo que nos rodeaba, que si no era mágico, al menos era movido. Los altoparlantes vociferaban, la gente caminaba y nosotros charlábamos con nuestros vecinos de cola, apretándonos entre si, para que no se nos infiltrara alguno de los pibes que distraídamente se ponía cerca y trataba de ganar lugares para evitarse la amansadora.

Como estaba envalentonada, mandé al final de fila, con firmeza y voz muy autoritaria, a dos que querían ponérsenos delante. Mis chicos me miraron con respeto y asombro, después de la huida vergonzante de la calesita. Claro...esos infiltrados tendrían 8 años...por eso me animé. Habremos demorado cerca de otra media hora en llegar. Entre las hermosas sandalias blancas y mis pies habría una docena de cascotitos incrustados.

               Llegando a los autitos, Pablo fue al volante de uno, con Anahí al lado. Yo me quedé mirando hasta que una gordita desconocida me invitó a subir con ella.

               Subí y cuando los autitos empezaron a andar y a chocarse y a eludirse y a perseguirse, me olvidé de Pablo y Anahí.

Yo era Reuteman y los otros eran perversos Pickets y Fittipaldi. Con destreza de consumada volante yo avanzaba y eludía veloz los encontronazos de los adversarios. La carrera se desarrollaba en una pista resbaladiza y emocionante que permitía poner en juego toda la astucia, todo el coraje...

               La gordita sufría y gozaba asustadísima con mis virajes espléndidos y yo la animaba: -¡Vamos mi brava copiloto, hacia la victoria...!-

               Me volvieron a la realidad los muchachos que estaban a cargo del juego. -¿Ese nenito de pantalón amarillo es el suyo?. Porque se golpeó la boca y lo tienen en la canilla-.

               Largué el autito chocador, salí de la pista y corrí adonde estaba Pablo sangrando por la nariz y Anahí asustadísima. Un caballero comedido lo estaba lavando y me decía consolador: -No se preocupe, no es nada...Lo chocaron un poquito fuerte, pero se salvó los dientes y eso es lo importante...-

               Como necesitaba verificar los efectos del golpe por mi misma, me puse a revisarlo a Pablo, a Anahí y por si acaso al caballero que se retiró confuso. Me encontré pensando vertiginosamente en algún argumento con el cual calmar a los chicos después del susto. Me interrumpió Pablo, de quien yo esperaba escuchar alguna queja o algún reproche y que me espetó abruptamente: -Bueno, ¿y cuando vamos al tren fantasma?.

               Tomados de la mano salimos los tres. Pablo con hielo en la nariz, prestado por la gente del bar y envuelto en un minúsculo pañuelo que fue el único que encontré en mi cartera. Después de comprarles chocolatines (las culpas se pagan...) nos pusimos en la cola del tren fantasma. Cola que como todas las de los juegos importantes era larguísima.

               A nuestra izquierda los puestos de tiro al blanco ofrecían muñecos, saleros y cuadros de la difunta Correa, para los habilidosos con buena puntería. Esos si pude eludirlos.

               Ya los cascotitos los tenía incorporados a mis pies como si formaran parte de mi anatomía. Pero cuando pudimos sentarnos en el vagoncito que nos tocó en suerte, respiré aliviada.

               Me preguntaba como se sentiría mi hija a quien esos juegos no la seducen sino que la aterran. Como una dama y en silencio se sentó a mi lado. Del otro, Pablo, entusiasta, ya olvidado del accidente y lleno de expectativas.

               Mientras nos deslizábamos por las vías y girábamos violentamente en cada curva, palmoteó, gritó y se rió a carcajadas con los degollados, cajones de muertos que se abrían, arañas peludas que se venían encima, esqueletos bamboleantes y cabezudos horribles.

               Yo recordaba, mirándolo a Pablo, que en mi tiempo todos los niños éramos temerosos y nos angustiaba lo macabro. ¡pero estos muchachos de hoy...!. Irreverentes, desafiantes, para nada asustados de los monstruos y esperpentos. Creo que si Drácula se tropezara con Pablo, debería retirarse ofendido al ver que lo toman en solfa.

               En cambio Anahí es distinta, impresionable, aprensiva...Por eso lo primero que hice cuando bajamos (y Pablo pedía otra vuelta) fue preguntarle como estaba. Me respondió: -Bien, yo no vi nada porque estuve con los ojos cerrados todo el tiempo. Como el tren fantasma me da miedo no miré. Pero en cambio me gustaría un globo de esos...-

               Me señaló un lugar en donde además de los globos había molinetes, yo-yos y otros chiches.

               Ya se había hecho muy tarde. La gente se había ido raleando, las luces declinaban, la música languidecía.

               Todavía quisieron dar una vuelta en unos  carritos insólitos, que parecían sulkys mecánicos, con toldos de colores y adonde el encargado me autorizó a subir, porque era tarde, había poca gente y vio las ganas en mi cara.

               Después, con toda la carga de experiencias, nos fuimos del parque.

               Alberto nos esperaba despierto.

               Habíamos demorado bastante.

               Mientras me descalzaba, lo primero que hice al llegar, Pablo y Anahí le contaron nuestra aventura. Y yo me preguntaba cuándo, ¿cuándo?, ¡cuándo!, acabaríamos de crecer.

1982

 

4-DIA DOMINGO

               Los domingos son especiales. ¿Días de ser uno mismo?. No hay trabajo, no hay escuela, no hay compromisos formales. Me dije: 24 horas para hacer lo que se me de la gana. Pensar, leer, escribir, charlar...

               ¿24 horas de libertad?. ¡Vana ilusión!.

               Cuando, con los ojos todavía cerrados aquel domingo busqué a tientas mis chinelas, las encontré ocupadas. Pablo las había usado como nave espacial para jugar a “La guerra de las Galaxias” y había dispuesto en ellas a todos sus muñequitos: Hans Solo, la Princesa Leila, Ben Kenobi...y también, junto a los héroes, a los malvados Silones.

               Me resigné a ir descalza al baño, y en el camino tropecé con la camisa de Alberto hecha un bollo y tirada sobre el piso. La llevé a lavar, lo mismo que a las medias y el pullover regados en el dormitorio.

               Recordé nostálgica que otros domingos tardaba en encontrar mi ropa interior extraviada en la noche, en quién sabe que heroicas y libidinosas gestas.

               Quise arreglarme el pelo, pero Anahí se había llevado las pinzitas y los ruleros para jugar con sus muñecas, así que me lave la cara y dejé para más tarde el operativo embellecimiento.

               En la cocina el espectáculo era desolador. La noche anterior, después que yo me había acostado, dejando toda la vajilla limpia y en orden, el hambre no se había suspendido y Anahí se había perpetrado (preparado no es un término que alcance para designar el hecho), digo, se había perpetrado un sándwich con salchicha, lechuga, muuucha mostaza (quedaban las miguitas) y un café con leche (quedaba la taza sucia).

               El resto de te, en la otra taza, debía haberlo dejado Alberto. Y el yogurt por la mitad, debía haberlo empezado Pablo y quedó sobre la mesada.

               Tener una familia independiente es una gran cosa, cuando son capaces de tomar iniciativas, algunas audaces, para calmar el hambre de cualquier cosa a cualquier hora. Lo malo es que dejan la cocina hecha un chiquero porque la iniciativa les llega hasta donde les llega la necesidad, y entre sus necesidades no está la de evitar la coexistencia con hormigas, moscas y cucarachas que llegan cuando ellos se van.

               Mientras ordenaba la mesada puse a hervir agua para el desayuno con la esperanza puesta en el paseo que seguramente haríamos por ser domingo. Alberto ya estaba agarrado a su diario ¿cómo diría?, con una fuerza, con un tesón, con una entereza...entre admirables y enternecedores.

               Me puse a vestir a los chicos. Vestir a Anahí es sencillo. Prácticamente consiste en supervisarla, abotonar donde ella no alcanza y tironear de los bordes para que la camiseta quede sin pliegues, las medias derechas y prolijas y los puños dispuestos como corresponde.

               Pero vestir a Pablo es una empresa de envergadura. Requiere la astucia de un diplomático y la habilidad de un karateca. Requiere de la seducción para persuadir y de los mamporros para convencer.

               Cuando queda razonablemente cubierto con su equipo de gimnasia y calzado con zapatillas, puedo sentir que he cumplido con mi deber y relajarme. Pretender peinarlo ya es demasiado.

               Así, decía, cuando terminé de vestir a los chicos, lavar las tazas y tender las camas, me senté bufando. Me preguntaba: -¿Quién dijo que los domingos son días de descanso?. Yo me canso menos durante la semana trabajando en lo mío, que hoy, haciendo como que es feriado, pero sometida a régimen de trabajos forzados.

               Miré a mi alrededor y vi sobre la mesa el suplemento de Clarín. Lo tomé y vi que en la tapa se mencionaba que en los juegos de video se gasta más que en discos y cine. ¡Generación intoxicada que no disfruta de las relaciones humanas y que vive atrapada por las máquinas!, pensé con asco. Y abrí la revista.

               Alguien me la sacó de un manotazo. Era Pablo absorto contemplando la contratapa, que mostraba una propaganda con una zapatilla gigantesca y un texto que juraba que quien usara Adidas España podría volar más que correr, deslizarse como en un tobogán y lograr todos los goles que se intentaran. Además que se sentiría para siempre feliz y no volvería a tener gripe, ni aplazos, ni urticaria.

En ese momento Anahí me llamó para que le hiciera las trencitas Bo Derek, así que me levanté mientras Pablo seguía con los ojos clavados en la fotografía de esa alpargata pretenciosa. Y se me cruzó cuando lo dejaba con la revista si serían muy severas las condiciones. Digo...las condiciones para ingresar a un convento de carmelitas decalzas. De esos con voto de silencio y ABSOLUTA RECLUSION.

 

Cuando después de almorzar intentaba sugerir que me gustaría dar un paseo a algún lugar, Anahí ya estaba recibiendo a una amiguita que llegó a visitarla y Alberto se ponía su ropa de trabajo y se iba a la carpintería-taller de laborterapia familiar, a fabricarle una nave espacial a Pablo, así dejaba tranquilas mis chinelas.

Anahí con su amiguita, se puso a recortar vestiditos de un trozo de tela, que DESPUES  descubrí que era un repasador nuevo. Como las frustré en sus actividades de alta costura, me dijeron que entonces se pondrían a hacer comiditas.

               Me quedé pensando por qué justo a mí tenía que tocarme una hija TAN femenina. Días antes, había estado leyendo un artículo (Revista Mujeres No 2) en que se comentaba críticamente un libro de lectura: “Páginas para mí”, el mismo que Anahí estaba usando en su segundo grado. En el artículo se señalaba, como se actúa sobre las niñas subrepticiamente, condicionándolas para la tradicional división de tareas en femeninas y masculinas. El libro de lectura muestra a la protagonista, una nena, cosiendo, barriendo y cocinando. Y a su hermano construyendo aviones y jugando en la calle.

               Decidida a buscar la nota para mostrársela a Anahí me encaminé al consultorio donde ¡horror! Mi escritorio estaba siendo usado como mesa de cocina en donde se cortaban prolijamente las verduras (pétalos de malvones, hojas de begonias y de mi hermoso potus nuevo) y se disponían en platitos.

               Los caracoles con que adornaba uno de los estantes del modular habían sido desalojados para dejar lugar a las cacerolitas. Y las obras completas de Freud salieron de otro de los estantes para que entraran la licuadora en miniatura, una balancita y un puñado de frutas de plástico.

               En mi psicoanalítico diván, la clientela del restaurante, una docena de muñecas, esperaban su turno para ser atendidas por las dos sofisticadas cocineras, quienes justamente sobre la revista Mujeres No2, estaban amasando empanadas de engrudo.

               Pegué un grito corto y me dispuse a un trabajo largo.

               Desalojadas las del gremio gastronómico, rehice el orden, como para que la habitación pareciera un serio lugar de trabajo y no un campo de experimentación de armas biológicas.

               Cuando terminé con los muebles y el piso, salí, cerré cuidadosamente la puerta y me dejé caer en una silla. Llevaba en la mano algo con lo que empecé a apantallarme porque la limpieza me había acalorado. Ese algo era precisamente el Clarín revista, así que lo abrí buscando la nota que me había interesado.

               Cuando me estaba acomodando, Alberto que llegaba con la nave espacial recién construida miró sobre mi hombro y dijo: -¿A ver?-. Y para ver tomó la revista y se puso a mirarla con interés. Yo estaba abriendo la boca para protestar cuando Pablo gritó en mi oreja: -¡Quiero la leche!-, al tiempo que hacía que me amenazara su robot Stormtrooper con una pistola amarilla de rayos láser. Para no ser perforada por los rayos láser me puse a preparar el te, mientras pensaba en las posibilidades de exilio. Digo...de exilio en alguna islita desierta con palmeras y playas doradas, de esas que hay en algún archipiélago perdido de los mares del sur..., si no es tan linda como la de Gauguín no importa.

 

               Tomamos café los grandes, te con leche los chicos, lavé todo y cuando pensaba en pasar de mi limpia cocina a mi limpio consultorio con idea de hacer algo más interesante que fregar, Pablo quiso que jugara con él y su nueva nave espacial.

               Alberto ya estaba escuchando con fervor ejemplar el noticioso y el mundo doméstico se le había desdibujado. Anahí jugaba con su amiguita a la telenovela Mariana. En la dramatización ambas se disputaban el amor de un imaginario Luis Enrique, entre adulterios flagrantes, secretos siniestros, abandono de hijos reencontrados 20 años después y toda la gama de situaciones que son habituales en dichas telenovelas.

               Sin poder escabullirme fui a jugar con Pablo, y tuve que meterme en la piel (¿piel?) del robot Arturito, seudónimo de Artt-Detoo R2 D2, y seguir la acción que él me proponía. Cuando en la trama se le cruzó que siguiéramos el juego en el agua, fingiendo una guerra en el mar, decliné la invitación, que hubiera significado meterme con Pablo en la bañera. Como estaba entusiasmado con su idea, aceptó que lo dejara en el baño calentito y yo pude huir de las guerras intergalácticas a otros espacios y actividades más pedestres y cotidianas. Por ejemplo leer el suplemento de Clarín (así no podrían volver a reprocharme que vivía en un “mundo pequeño”).

               La revista Clarín estaba sobre la mesa, abierta en la nota que me interesaba. La tomé con miedo, echando miradas furtivas a mi alrededor. No había moros en la costa. Fijé mis ojos en el papel, cuando Anahí que acababa de despedir a su amiguita irrumpió preguntando: -¿Oia, ese es el suplemento de Clarín?. ¡Dame que quiero ver la página de los chicos!- y me la quitó muy aplomada y segura y se fue. La vi desaparecer con la revista en la mano, preguntándome si no era una niñita demasiado aplomada y segura.

               Como Pablo ya reclamaba que fuera a sacar a sus muñecos intergalácticos y a él de la bañera y Alberto decía que tenía hambre y: -¿Qué hay de comer?-, decidí que si con la reclusión con las carmelitas descalzas, o con el exilio en la isla desierta había problemas, siempre me quedaba el recurso de ofrecerme como voluntaria para viajes interplanetarios, pasaje de ida, por favor.

1983

 

 

5-ENTRE GRACIELA ALFANO Y YO HAY ALGO PERSONAL

               Y no solo porque ella es hermosa y rubia. Las mujeres delgadas y morenas tenemos cierto viejo resentimiento con las rubias fuertes que traemos desde lejos. Desde aquellas   viejas experiencias infantiles de trigueña flaquita. Allí descubrimos los privilegios acordados a la odiosa prima solo por ser rubia. Descubrimiento que confirmaríamos en la adolescencia, pues en estas pampas, los rasgos de los europeos del norte son los que de entrada aseguran un lugar.

               Bueno, por todo eso y por algo más, es que entre nosotras hay una cuestión pendiente. Ese “algo más” es lo que puso Pablo y que me propongo contarles. Pero tendría que ubicarlos...

 

               Cuando nació Anahí, yo pensé que ya está.

               Que no debía esperar nada más de la vida.

               Porque esperar otra cosa sería una exageración.

               Porque ya lo tenía todo.

               Si alguien saca el premio mayor de la lotería, o acierta como único ganador al prode, tiendo a creer que tal sujeto sería muy tonto si volviera a apostar porque dos veces no se le va a dar.

               Así que cuando la tuve a Anahí y la vi crecer creí que ella era el premio gordo, la máxima aspiración cumplida, la reparación narcisística que la vida me daba. El factor que equilibraría todas las desventuras, contrariedades y tropiezos del mundillo que nos toca vivir.

               Yo salía a pasear con Anahí como quien va a una fiesta y la mostraba como quien abre las puertas de un tesoro. Perdonen la soberbia, pero por  primera vez temí la envidia de los otros.

               Para decir algo, puedo decir que han asociado su carita a la de los niños que pintara Mariette Lidys, con los grandes ojos húmedos. Tiene una gracia espontánea que la hace capaz de seguir todos los ritmos. Ha bailado todo, hasta el ruido de la licuadora y el timbre del despertador. Desde los sonidos de martillar un clavo hasta los de lijar una madera. Además se mueve por el mundo con una candidez que la hace invulnerable. Como la que le hizo responder en su tarea de lengua a la pregunta: -¿Qué animalito te gustaría tener en tu casa y sacar a pasear?- con: -¡Me gustaría tener un elefante!-.

               Por todo esto yo sentía que ya está.

               Que con Anahí estaba bien.

               ¿Qué más podía querer?.

               Y...podía querer el bis. Otro hijo.

               Y por ahí ¿quién sabe?...hasta en una de esas, varón. Para “hacer la parejita” como decían mis tías y Vicenta, mi vecina.

               Puesto que todas mis aspiraciones habían sido colmadas, pensaba que debía estar preparada, porque la cosa no podía repetirse igual, ni yo debía esperarlo. No es cuestión de abusarse, ahora me quedaba ser humilde. Yo creía que era imposible que el otro hijo llegara a equipararse en gracia, lucidez y armonía a mi nena.

               Con que fuera común y corriente estaba bien, me decía a mi misma.

               ¿O cualquier bebé normal nos parecería deslucido al lado de ella?.

 

               Vino Pablo. Todo, de entrada, fue muy diferente.

               Anahí se había desplazado dentro de mí con la suavidad de una bailarina clásica. Pablo me hizo conocer literalmente lo que son las patadas. El parto de Anahí había sido solemne y pleno de dignidad. Como correspondía a su ubicación de primogénita, al aparato conceptual de Leboyer acerca de la no violencia, que habíamos asumido con toda seriedad con el equipo de obstetricia, y al hecho de que ella ya era una dama desde entonces. El parto de Anahí estuvo rodeado de una contención emocionada de muchas cosas líricas y románticas.

               El parto de Pablo fue un show. Porque el mismo equipo de obstetricia era tres años más viejo y ya no se tomaba las teorías con respetuosa unción, porque yo ya no era una primípara inocente sino una secundípara canchera, y porque Pablo era más cabezón y más apurado de lo que había sido su hermana en su momento.

               Lo cierto es que así, medio abruptamente nació, y entre las cosas que primero me sorprendieron de él estuvo su cara inmensamente adulta, tan seria y concentrada, que esa expresión en un bebé metía miedo.

               No puedo decir que fuera hermoso, pero había en el algo de encanto inquietante  en él.

               Fue creciendo tranquilamente, más allá de mi alerta dubitativa, y, a lo sumo me dirigía una mirada sobradora mientras chupaba un pedazo de gomapluma o la cinta de su Moisés.

               Como demoraba en hablar su padre lo interpelaba: -¿Y?. ¿Cuándo vas a decir algo?-. Y me preguntaba a mi: -¿Qué pasa con éste?-.

               El nos miraba fijo, entrecerrando los ojos, sabio y enigmático, como si supiera mucho de la vida y estuviera de vuelta de muchas cosas y en tanto masticaba un trozo de malvón que se había apropiado en sus incursiones por el patio.

               Cuando empezó a decir algo entramos a sobresaltarnos. Empezábamos a advertir la que se nos venía encima.

 

Creo que fue entonces cuando recordé la profecía de mi dentista, que cuando estaba esperando a Pablo me dijo: -¿Ojalá que sea varón y que así veas como se pegotean los muchachos y sus madres!.

               Me lo dijo como respuesta y justificación al escándalo que yo le hiciera, porque por quedarse a tomar mate con su mamá, el muy irresponsable me plantó en un turno. Como yo era una embarazada respetable no podía vengarse con el torno, entonces lo hizo con esa especie de maldición gitana. Yo dije ¡bah!.. .y levanté la nariz con desprecio. No iba a tener en cuenta tales paparruchadas.

               Pero lo cierto es que cuando Pablo habló (cuando a él se le dio la gana, por supuesto) yo entré en un estado de deslumbramiento y fascinación que me remitió al pegoteo anunciado por mi dentista meses antes.

               Porque no se largó con las trivialidades comunes, sino que cuando habló fue para formular planteos filosóficos y teológicos fundamentales, con una elocuencia, precisión y fluidez dignas de un orador consumado y desde una retórica impecable.

               Lo hacía en los horarios y situaciones más insólitas. Por ejemplo, a las cuatro de la madrugada, cuando uno no logra conectar dos neuronas, él venía despabilado y exigente y nos largaba una andanada de preguntas y cuestionamientos en este estilo: -Hoy quiero saber algo de la vida...¿Por qué el mundo da vueltas?. ¿Y cómo se hacen las tormentas?. ¿Y cómo se fabrica la gomina?. ¿Y...-

               A veces se quedaba reflexionando y luego de rumiar un rato sus ideas nos apabullaba con conclusiones que eran enunciados con fuerza de dogma. Por ejemplo: -El jamón es una especie de mortadela.

La nariz es la casita del aire y de los mocos. La cabeza es una cosa redonda con pelos por fuera y pensamientos por dentro.

               Una vez preguntó: -¿El paraíso existe?-.

               Después de ingentes esfuerzos logramos hilvanar unos cuantos argumentos titubeantes, barajando los pocos datos teológicos, filosóficos y científicos de que disponíamos.

               Y cuando terminó de escucharnos agregó socarrón: -Yo pregunto si el árbol paraíso existe-.

               Cuando caímos en que se hacía el sabiondo, nos miraba desde una posición de franca pedantería y aprovechaba para burlarse de nosotros siempre que podía, empezamos a cuidarnos.

               No fuera cuestión que el mocoso nos hiciera pasar por boludos.

               Me di cuenta cabalmente una vez que se coló cuando me estaba maquillando. El miraba absorto el despliegue de potes y frasquitos a los que yo iba echando mano (y esperanzas) en la tarea de embellecerme. Miraba y miraba y me di cuenta de que estaba por decir algo.

               Pensé que iba a decir: -¡Qué linda estás!-. En vez de eso me largó: -Pareces The Kiss-.

               Pero por otro lado, cuando era cariñoso, sus argumentos más enternecedores pasaban por unos mimos que me dejaban totalmente desarmada. (¿Sería el pegoteo anunciado por mi amigo dentista?).

               Advertí pronto lo enamoradizo que era. Y Graciela Alfano empezó a gustarle desde chiquito, cuando la vio sonriendo rutilante, desde los afiches de una película musical. Afiches en los cuales se la veía con una flor roja en el cabello. Dijo: -Me gusta la chica de la flor-.

               ¡Claro!. En ese cosquilleo de descarga eléctrica que yo empezaba a sentir, debía estarse cumpliendo la profecía-maldición-advertencia de mi dentista cuando me dijo: -¡Ya vas a ver...!-.

               Porque realmente que a Pablo le gustara tanto Graciela Alfano a mí me producía ciertos efectos. Empezaba a crear una cuestión personal entre nosotras.

               Intenté decirme: -¿Qué tiene ella que no tenga yo?-. Y...si...varias curvas más y varios años menos. Pero...¿Y qué?. A mi me gusta Serrat, hasta fui a verlo al Estadio a pesar de los bastones largos y los dogos de colmillos afilados de la poli, y Pablo lo único que preguntó cuando me vio partir, fue si volvería a casa o me iría con Serrat después de la función.

 

               Bueno, pero volviendo a ese asunto personal que tengo con Graciela Alfano, puedo contarles que yo empecé a sentir que podía pisar con mi Citroen a esa pizpireta teñida y quedarme sin culpa, cuando Pablo me dijo: -¡Gracila Alfano me gusta tanto!. ¡Cómo para casarme con ella!-. Debió ver mi expresión desolada. (¿Cómo?. ¿No es que los niñitos de 5 años desean desplazar al padre y casarse con la madre?. ¿Freud estaba equivocado?).

               Se dio cuenta del efecto de sus palabras e intentó arreglarlo. Se apuró a agregar: -Pero vos también me gustás...Con vos me gusta...me gusta...-. Buscaba desesperadamente un argumento, yo casi podía ver la lucha que se libraba en el interior de su cabeza, exprimiendo dendritas y cilindroejes, para extraer la frase consoladora. Lucha que se reflejaba en su cara hasta que se iluminó, y pudo decir triunfal, porque había encontrado algo con lo cual compensarme de la afrenta de querer casarse con otra.

               Aclaró la garganta y dijo contento con una voz cantarina, seguro de sí mismo y de decir algo brillante: -¡Con vos me gusta conversar!- (Recordé a Nora Eprhon: En mis fantasías sexuales nadie me ama nunca por mi mente)

               ¡¡¡Con vos me gusta conversar!!!. Mejor se hubiera quedado callado.

               Está bien. Se ve que mi lugar no es el de Yocasta para este Edipo. ¿O los Edipitos ya no vienen como antes?. Esa vuelta me resigné al papel de consultora, interlocutora, amiga (-Con vos me gusta conversar-.) de un Pablo enamorado de Graciela Alfano.

               En otra oportunidad lo conminé a bañarse antes de entrar a la cama. Había juntado sobr sí: arena, barro, salsa blanca, chocolate y plastilina. Cuando salió de la ducha reluciente, no pude menos que comentarle: -Ahora estás tan limpito, que vas a poder acostarte donde quieras-, recordando su preferencia por ir deambulando por las de todos  hasta recalar en la cama grande.

               Pablo preguntó velocísimo: -¿Con Graciela también-. Yo, con un hilito de voz, porque ya suponía aquien se refería, me arriesgué: -¿Con qué Graciela?-. Respondió: -¡Con Graciela Alfano!-.

 

               Pero lo que hace irreductibles los términos del conflicto que tengo con ella  es lo último que pasó.

               Pablo estaba sentado en mi falda, y tal vez, para persuadirme de algo, empezó diciendo: -¡Qué linda sos!. Linda como Graciela Alfano...-

               ¿Quería seducirme para convencerme de algo?. Y luego agregó: -Tengo ganas de jugar a la casita robada-.

               ¡Ah!. Era eso. Reconozco el estilo. Su padre también recurre a seducirme para convencerme de jugar. A algo.

               Pero Pablo es el poeta en miniatura de mi cuerpo. Cuando dice: -¡Qué linda sos , yo me emociono porque recuerdo cuando comparaba mi ombligo a una cavernita donde podrían guardarse de la tormenta los hombres prehistóricos, y a mis pechos a iglús en donde se cobijarían los esquimales del frío. Y esas imágenes son tan hermosas que si me dice: -¡Qué linda sos!- yo entro a ser fácilmente seducible y puede llegar a convencerme de cualquier cosa, hasta de jugar a la casita robada.

               Esa vez me miró detenidamente y dijo: -Pero tendrías que ponerte una flor roja en el pelo-.

               Se acercó más y con actitud crítica: -Y teñirte de rubia-.

               Y luego, poniendo su cara delante de la mía, observándome minuciosamente y en un tonito levemente reprobador: -Y hacerte estirar la piel para parecer más joven-.

               Concluyó muy firme: -¡Con todo eso serías como Graciela Alfano!-.

 

               Yo sentí que podía optar por la variante rápida, tipo cicuta. O la alternativa oriental, mejor harakiri que bonzo. Porque el estilo melancólico de colgar al amanecer de un sauce será más folklórico pero no me convence porque es tan cachi...

1983

 

 

6-LAS UNAS Y LAS OTRAS 

               Había escuchado los más variados comentarios.

               Como a Alberto no le atraen demasiado ni Lelouch, ni el ballet, y como además ¡oh sorpresa!, entre todas las películas prohibidas llenas de crímenes sangrientos, adulterios con el cartero y tráfico de chupetines impregnados de drogas duras, ésta era sin restricciones, la invité a la flaca, mi hija, casi 8 años y toda la armonía que puede entrar en un metro veinticinco.

               Nos sentamos juntas, acomodamos los trastes para un buen rato y miramos la película, mientras masticábamos tratando de no hacer ruido los caramelos que habíamos llevado.

               Seguimos con interés la historia. Muchos personajes, muchas situaciones y Jorge Dom bailando el Bolero de Ravel como un Dios ante la torre Eiffel, en un alarde de genio, habilidad, poesía , que nos dejó a las dos totalmente fascinadas. Salimos del cine sumergidas todavía en el clima de la escena final.

               Era la última función de la noche, de modo que el paseo se constituía en toda una aventura para las dos minas de la familia, solas y caminando el centro a tan altas horas.

               Nos fuimos a un bar a tomar café y comentar lo que habíamos visto. Y el hecho es que la danza y quien la danzaba nos había capturado. Le aseguré a mi hija: -Siempre he sido una madre muy consecuente, pero mirá que si se me cruza el Jorge Dom, ya no se...-. Ella se rió con cierta incredulidad. Me conoce como si la hubiera parido. Luego volvimos tarareando esa bellísima música.

               Y a la noche soñamos que Jorge Dom nos hacía bailar con él, y cada vez éramos más etéreas y durante uno de los saltos nos elevábamos sostenidas por sus brazos y seguíamos danzando en el aire, en un vuelo maravilloso y sin final.

               Me preguntaba ¡qué cualidades debía reunir un hombre para flechar con igual intensidad a una niña de 7 años y su madre, muy adulta y muy formal, es decir, a mí. Algo mágico debía irradiar para dejar rendidas las mujeres a su paso, y tal vez no solo a las mujeres...

               Pero además algo debía estar pasándonos a nosotras para que respondiéramos a su hechizo.

               Yo recordaba que la flaca otras veces ya se había sentido tocada por esa mezcla de admiración, interés y vergüenza que le enrojece los cachetes. Pero mi economía libidinal, diría algún amigo psicoanalista, debía estar dando un vuelco, porque a mí los hombres, en general y excepto uno, me dejan fría. ¡Qué cuernos estaba pasando esta vez?

               La respuesta quedaría pendiente. En fin, por esta vez podíamos recurrir al despertar primaveral para dar cuenta de la efervescencia desatada.

 

               En cuanto a la flaca puedo contar que al día siguiente se había olvidado de Jorge Dom, porque cuando manejaba, me puse a tararear el Bolero de Ravel, y me ordenó imperiosa: -¡Cantate algo más alegre má...!. Luego suspiró profundo y me dijo: -Este es el día más feliz de mi vida...! Porque le dije a Felipito G. que yo gustaba de él...Al fin, tenía que decírselo.si o si, así que me decidí y hoy le dije y resulta que él también y entonces nos hicimos novios...!-.

               El Felipito G está en la foto del 2do grado, y es un gordito sonriente tirando a blandito, que por supuesto, yo jamás voy a sentir que pudiera ser merecedor de mi princesita.

               Pero, si soy sincera, creo que aunque viniera un fulano con la pinta de Ricchard Geere, la guita de los Rotschild, la sabiduría de Confucio, la inteligencia de Einstein TAMPOCO tendría créditos suficientes para llevársela. Aunque se, que alguna vez un barbudo en jeans desteñidos, quizá con granitos y desgreñado la enamorará, y suponiendo que ella lo ame, yo fingiré como una dama que lo acepto, aunque esté segura que el barbudo no tenga méritos suficientes y que será mi magnificencia la que le permita estar cerca de ella.

 

               Estaba en eso cuando la flaca se puso a dar suspiros profundos y románticos para fines más prosaicos que la rememoración de su idilio con el Felipito G..

               Se puso a inflar un globo. Lo inflaba y dejaba que se le desinflara en la cara con toda la fuerza y se reía con ello. En una de esas, el globo, inflado más allá de lo que resistía le explotó en la cara. Y allí, de la explosión del globo se pasó a la explosión del llanto. Lloraba por el globo roto y por el susto y las lágrimas le caían a raudales saliendo de sus ojos inmensos (son tan grandes que una tiene la impresión de que si alguien se cae adentro de uno  de ellos se ahoga). Caían a raudales, le mojaban la cara y hacían charquitos en el suelo. Entonces la alcé y la consolé y después que se había tranquilizado le propuse pensar en algo. En algo que no combinaba: -Si sos tan grande como para que sientas que este es el día más feliz de tu vida, porque el Felipito G. y vos se hicieron novios, ¡cómo puede ser que llorés por un globo roto?. Ella tampoco sabía.

 

               Días después tuvimos otro hecho que contribuyó a la confusión. Fue en la fiesta de su cumpleaños. Había muchos nenes y nenas.

               Las nenas jugaban a la estatua o bailaban con el último cassette de Los Parchís. Los muchachos se entusiasmaban con la pelota que los hacía correr y ponerse enrojecidos y transpirados. Después jugaron juntos, nenes y nenas, pero eran juegos extraños de perseguirse y empujarse.

               Las niñas corrían por el patio, pegando grititos histéricos. De cerca las seguían los varones sin que yo pudiera enterarme bien, con qué propósitos. Al parecer tampoco ellos estaban muy enterados, porque en medio de las corridas escuché a uno que preguntaba: -Che...¿ y si las alcanzamos, qué?-.

               Otra cosa que observé en este cumpleaños, a diferencia de otros anteriores, fue que los chicos se cortaron solos, que los adultos, casi, casi, daba la impresión que fastidiábamos, y salvo para servir la naranjada y cortar la torta, no hacíamos falta. Cuando algún “grande” se acercaba, ellos se iban o se quedaban silenciosos interrumpiendo el parloteo.

               Cuando la fiesta terminó y llegamos a casa, la flaca hizo un comentario que me dejó pensando.

               Ella ordenaba sus regalos: collarcitos, hebillitas para el pelo, libros de cuentos, un juego de La Oca, un rompecabezas, un conejito vivo que le suscitaría más tarde hondas reflexiones, un camisón delicioso estampado en florcitas...De pronto, levantó la cabeza, me clavó la mirada y dijo algo que me clavaría una convicción. Dijo: -Oia,...este año no me regalaron ninguna muñeca-. La convicción  que me clavó es la de que mi niña está creciendo.

               Lo refirmó su hermano (5 años) cuando antes de dormirse me preguntó: -¿Cómo se llama esa prima...la del vestido turquesa, esa con el pelo así...-.

-        Se llama Lucrecia, ¿por..?-.

- ¡Ah1. Porque está linda esa nena...-.

Yo, con todos los celos derramándoseme por la voz y sintiéndome malvadísima traté de persuadirlo: -¡Qué va a ser linda si es flaca y tiene alambritos en los dientes!-.

               A lo que él, reflexivo contestó: -¡Si, tiene alambritos, pero igual está linda. Me gusta esa nena.

               Pensé: Esa brujita seductora ha engualichado a mi bebé. Así que opté por el silencio digno y me retiré con desdén advirtiendo algo. Que si a la flaca, con 8, la deslumbra Jorge Dom, ya no recibe muñecas y juega a empujarse con el Felipito G. y los otros chicos, y si al ciruja de 5 YA!!! Lo conmueve una pulguita con ortodoncia, más vale que vaya pensando qué hacer con mi vida.

               Tal vez en uno de los geriátricos de PAMI haya un lugarcito para mi marido y para mí.

1983

 

7-EN BUSCA DE LAS ALAS PERDIDAS

               Todo empezó con Luis.

               Porque yo nunca les hablé de Luis.

               Es mi primo. Y el primer hombre que durmió conmigo.

               Solo que en aquel entonces tendría unos 5 años.

               A mi no me causó mucha gracia que mi mamá lo acomodara en mi cama. Creo que desconfiaba un poco de lo que sería la estadía en mi casa de ese intruso. Luego supe que tenía razón en desconfiar. Por los efectos de lo que sería ese encuentro y los que siguieron.

               Lo habían traído porque su hermanita tenía varicela. Para evitar que se contagiara. El no se contagió de la varicela. Pero me contagió a mí. De audacia, fantasía, irreverencia y temeridad.

               Yo era una nena que jugaba con las muñecas, vestía polleritas con enagua almidonada, pedía permiso para levantarme de la mesa, decía salud si alguien estornudaba y pedía las cosas por favor.

               Además les cedía el asiento a las viejitas, me callaba cuando los grandes hablaban y jamás decía palabrotas. Un verdadero modelito. De boluda.

               Luis era un reo. Un Huckelberry Find del subdesarrollo. Vivía en el barrio del abasto. Andaba solo por la calle, desde el corralón del padre a la casa de su abuela.

               Tenía una patota que se agarraba a las pedradas con la de la otra cuadra. O en la que se combinaban para distraer al kiosquero, y así robarle los carambones Lerithier.

               El era ágil, rápido, travieso y fabulador.

               Contaba historias imaginarias como si fueran reales y hacía que la realidad pareciera un juego de imaginación.

               No conocía el respeto por la sagrada autoridad de los adultos, y siempre estaba dispuesto a correr riesgos, descubrir cosas, meterse donde debía y donde no debía por puro gusto.

               Me hizo conocer recovecos del parque independencia, subiendo a la Montañita, no por el camino principal, sino por atajos en donde nos sentíamos valerosos alpinistas.

               Me mostró las maravillas de las barrancas, donde podíamos jugar a los exploradores, en la zona del Parque de la Ancianidad.

               Me llevó a las Quebradas del Saladillo, en donde nos zambullíamos en las fosas más profundas y saltábamos al agua desde las cornisas más altas, con el delicioso placer de hacer algo peligroso.

               Con él, yo me animaba.

 

               Un 1º de Mayo, como su padre no usaba la jardinera para el reparto, me vino a buscar para dar una vuelta en el percherón. En pelo no más.

               Lo dejó atado en la puerta de calle del departamento donde yo vivía. Era en calle Córdoba al 3.900. Pasaban autos, ómnibus, tranvías, camiones y motocicletas, y ese día, doy fe, los conductores miraban el matungo atado a mi puerta, como no pudiendo creer, con los ojos abiertos como huevos fritos.

               Otra vez, años más tarde, me llevó desde mi casa hasta la mismísima Facultad, en pleno centro y que en aquel tiempo era refinada, en el caño de su bicicleta y pedaleando como un descosido. Para devolver el gesto de asombro de la gente atildada que nos veía llegar pusimos la cara de nada  más rotunda que nos salió. Confieso que me dolió el traste una semana, pero valió la pena.

               La que me parecía fantástica era su capacidad de hacer lo que se le daba la gana. El suyo además, siempre fue un mal contagioso: reírse. Yo sabía que estando con él, íbamos a encontrar de qué reírnos. Al fin, nos complementábamos: él tenía la decisión de hacer lo que a mi se me ocurría y no me atrevía.

                Al fin era como un realizador de fantasías...Los temerosos nos quedamos sentando cabeza y pavimentándonos el alma...El es la clase de loco que nos reivindica.

              

               Luego vinieron con la juventud paseos más calmos. Yo lo llevaba al Museo Estevez, para que conociera a cabecita de Venus de 300 años a. C., y los tapices, y los gobelinos, y las piezas de jade y el “Jonás saliendo del vientre de la ballena”, antes de que se lo afanaran.

               También me acuerdo que vimos juntos “El rehén”, antes de que el clan Stivel se separara, y estaban todos, Bárbara Mujica, Marilina Ross, Emilio Alfaro, Norma Aleandro...y lo más extraordinario era tal cantidad de puteadas n el escenario.

               Después fue “Nacha de noche”.

               Y hasta “Una lección de anatomía”, que nos conmovió y que charlamos después de la función. (Allí yo aprendí, desnudo colectivo de por medio, que el tamaño de los genitales de los caballeros no es proporcional a su estatura y complexión física. Esto es, que un grandote tipo ropero, podía resultar más bien modesto a la hora de la verdad, y un pequeñín enjuto en cambio, sorprender y asombrar. Claro, yo era un poco tímida, por eso, debo reconocer que salí del teatro sabiendo más de la vida).

 

               Cuando se fue a vivir a la Capital, lo visitaba algunos fines de semana. El vivía en un departamento choto de un ambiente.

               Yo ya estaba casada, porque a todo esto el tiempo había ido pasando, iba con mi amigo y nos amontonábamos todos, y nos reíamos todo el tiempo. Y este era un tiempo distinto. Un tiempo en que se rompía la rutina que me había ido metiendo en trajines ligados a un trabajo seriote, al cuidado de hijos que primero mamaban, después gateaban y por último filosofaban.

               Trajines en los que por ahí, aunque me publicaban un libro, seguía fracasando con las plantas, al punto en que hasta los helechos de plástico se me secaban.

               ¿Y Luis?. El seguía viviendo insólitas aventuras...como taxista en las violentas calles, desde Constitución a Recoleta, en Brasil como cosmetólogo de damas paulistas, a su vuelta como guía turístico, como vestuarista de desfiles para Sudantex, como líder sindical en el gremio de textiles y al fin como ejecutivo de GRAN  empresa GRAN.

               Una vez le dije: -No es por ser corrosiva y disolvente, pero creo que vamos a llegar a los 90 años, encorvaditos y desdentados, y vos me vas a decir. -¿A qué no adivinas, prima, en qué ando ahora?-. Y seguro que no voy a poder adivinar.

               Es que su disposición a cambiar de ocupación, de residencia o de estilo de vida, lo marcaban como el traste de más mal asiento que una pueda pensar.

               Siempre tenía novedades que contar y programas ingeniosos que sugerir. El Mercado d las Pulgas (que mis hijos rebautizaron La Feria de los Piojos), el Restaurante flotante del Tigre. O los carritos de la Costanera.

               Además de los amigos insólitos, como aquella modelo negra hermosísima, y además de las revistas porno, que yo miraba solo de reojo.

               La última vez nos esperó con un paseo sorpresa: -En Atlanta funciona una pista de patinaje sobre hielo-.

               ¿Atlanta?. Mi hijo abrió los ojos. El sabe que de este tío, se puede esperar cualquier cosa.

               Si, Atlanta. Y dijo o más suelto: -Podemos ir en tu Citroen...-. ¡Irresponsables!. Como cuando saltábamos en las quebradas del Saladillo a la fosa más profunda desde la cornisa más alta.

               ¿Manejar en Buenos Aires?

               -Si, dale...desde Congreso a la cancha de Atlanta es un ratito. Si pasamos por Corrientes ves el Obelisco todo empapelado...-.

               Con él me animo.

               Manejar en pleno centro. Hasta la cancha de Atlanta. Si, la de los kilombos de la interna del Justicialismo...La de la pista de patinaje.

               El marido escucha preocupado mientras finge leer el diario: - No rompan el auto!-.

 

               Busco mis llaves. ¡Vamos Mari todavía!.

               Bocinazos, veinticinco carriles de cada lado como meteoros que me pasan zumbando...¿por qué tantos coches en la calle?. ¿Adónde van, a un incendio?.

               Tengo la sensación de haberme tragado un hipopótamo que me retoza adentro y que desplazó el estómago y los ovarios hasta la garganta. Pero llegamos. Sin duda la proeza del día está cumplida.

               Triunfal pero agotada me tiro en una silla del bar.

               ¿Patinar?.

               -¡No, vamos...¿estás bromeando?. Trajimos al nene... andá vos con él, yo no me anoto-.

               (Vengo a Buenos Aires para un Congreso de Salud Mental, soy seria, soy adulta...Si me caigo en el hielo me reviento).

               Se lleva a mi hijo y se calzan los patines.

               Me muero de envidia cuando los veo deslizarse al compás de “Sobre las olas” y “Danubio azul”. Estoy verde como la acelga de ganas de estar también yo allí, patinando, volando...

               Me juro a mi misma: Voy a entrenarme, y para el próximo Congreso, en vez de sesudas sesiones voy a tener pista de hielo...

 

               Por eso, esa tarde de sábado, mientras batía una Exquisita de chocolate, que es hasta donde llega mi talento en repostrería, me acordé de la que comí en Atlanta mientras esperaba y envidiaba.

               Los chicos abrieron la puerta del horno para que pusiera la torta a cocinar.

               Les pregunté: -¿Me ayudan a patinar?. Prometan que no lo van a contar y que si me caigo de culo no se asustan-. Juraron con solemnidad.

               Me calcé los patines y me sostuvieron. Uno de cada mano. Con ellos, me animo.

 

               Despacito me llevaron deslizando. Primera vuelta.

               Mi hija dice: -Te suelto un poquito, pero estoy al lado. Si te vas a caer, te agarrás de mi. (Pienso: de estos 9 años me puedo sostener como de una grúa).

               Segunda vuelta alrededor del patio y mi hijo dice: -Dame la mano para ir más rápido- (Pienso:  de esta mano de 6 años llego patinando al Polo).

               Tercera vuelta. Ellos caminan, corretean y saltan a mi lado, mientras yo patino, patino, patino ¡y no me caigo!. ¡¡¡Atlanta nos espera!!!.

               No tendré el cinturón de volar (ese que soñé desde chica y que después usó el chanta de James Bond) pero puedo patinar in caerme. El patio es chico para mi vuelo. Me deslizo rápida, diestra y feliz.

               De pronto mi hija, siempre la más, (¿la única?) responsable grita: -¡La torta!-

               Debo convencerlos de que bien vale chamuscar una torta si es el precio de recuperar la capacidad de vuelo.

               El tío Luis lo entendería. Al fin, él siempre estuvo a favor de correr riesgos.

 

               Como Susy, mi paciente.

               Me prestó el cassette d Baglieto para que lo escuchara. Dijo que una de las canciones, El Témpano, la refleja. Es de Adrián Abonizio.

               “La lucha es de igual a igual

               contra uno mismo

y eso es ganarla.

               ...Vivo para no perder

               Voy al fuego como la mariposa

               Y no hay rima que rime con vivir...

 

               Susy es la huérfana más huérfana que conozco. Y también, tal vez por eso, la más madraza. Loca linda. Gracias Susy. No solo por El Témpano. También por eso que dijiste: -Cuando una ha vivido y se ha golpeado, puede hacer dos cosas, o ponerse en hija de puta para siempre, o volverse a arriesgar a sentir      Y agregaste: -¡Má si, yo me arriesgo!-.

               Se supone que yo la ayudo.

               Se supone que yo soy la cuerda.

Se supone que yo se.

               Se supone que ciertas cosas debería decirlas yo.

               Que contesté muy formal: -Ajá.

               Y pensé: -Y yo ¿me arriesgaré?.

               Esta noche, escuchaba a Baglieto, quería escribir esta historia, la ayudaba a mi hija con Sujeto y predicado, ordenaba un poco los papeles y me acordaba de Susy, de Luis.

               Puse el cassette y me fui a patinar.

1983

 

8-HISTORIA DEL TRACTOR SOBRE EL PECHO

               ...Porque al fin y al cabo, si a la angustia todos la describimos más o menos de la misma forma..., y..., ha de ser porque la sentimos igual.

               Hay algo reconfortante en eso.

               Como cuando era chica y descubría que el papá de una nueva amiga también era de Huracán, o la mamá le compraba al mismo lechero. Era como estar más cerca, como conocerla mejor, como poder confiar más.

               Por eso, escuchar hablar de lo que yo llamaba el tractor sobre el pecho, para referirse a eso con otros nombres, como la viga en el corazón, o una losa que no deja respirar y que infaltablemente está allí al despertar, además de darme una sensación de complicidad reconfortante, me confirmaba en ciertas certezas, me proveía de una sabiduría a rajacincha. Más allá de los textos de psicología profunda.

               Así, charlando con la gente fui pudiendo extraer algunas conclusiones que les cuento por si sirven: 1- La angustia se siente así (viga, tractor, mole). 2- Todos pueden sentirla, independientemente de sexo, edad, credo, raza o ideología. (O sea, la angustia es esencialmente democrática, y a todos puede sacudirnos un garrotazo en cualquier momento). 3- Suele intensificarse en momentos de cambio, crisis o crecimiento varios.

 

               Algo de eso (viga, tractor, mole) creo que es lo que sentía Juanjo la mañana que salíamos de vacaciones. Juanjo es el íntimo amigo de mis hijos. El vecino que vuelve a su casa para dormir, porque todavía no se anima a quedarse. Que tiene a esa como residencia alternativa, pero que en realidad, en donde pasa sus días, peleando, jugando, comiendo y bañándose, es en nuestra casa y con mis chicos.

               Y como mis chicos se iban de vacaciones, estaba echado allí, en un sillón, envuelto en una manta, iluminado por el sol que atravesaba los vidrios color caramelo y lo envolvía en una luz rojiza, que no conseguía ni despertarlo del todo, ni quitarle la tristeza.

               Percibí esa tristeza, que era más que tristeza, porque a los 8 años los amigos empiezan a ser tan importantes, 15 días son una eternidad de tiempo, y Córdoba se puede pensar tan remota como Gobi, Katmandú o Tasmania (puesta a elegir lugares exóticos). Así que Juanjo angustiado fue lo último que  despedimos cuando salimos de vacaciones.

               Al rato nos habíamos olvidado un poco de él,  porque la mañana soleada en la ruta era nuestra,  porque las sierras, la peperina y los burritos nos esperaban. Y porque por suerte una  puede olvidar. Pero la imagen volvería varias veces.

              

               Córdoba, hermosa como siempre con sus caminos sinuosos. Y en el camping, nosotros, un poco más viejos, montando la estructura, amontonando los bolsos y haciendo la zanja, que alrededor de la carpa nos protegería de las inundaciones.

               Yo me juraba a mi misma (como todos los años), mientras le daba con el hacha primero y con la pala después, a la tierra dura de la pintoresca Córdoba: -Nunca más, nunca más. Si no me juran que vamos a un hotel cinco estrellas, conmigo no cuenten. Y seguía haciendo la zanja. Justo antes de la hernia de disco y el infarto, paraba.

               Ibamos haciendo postas, de modo que antes de morir, largábamos y otro tomaba las herramientas y seguía, hasta que todo quedó montado, zanjeado y a punto, para empezar las vacaciones.

               Una zambullida en el lago que tiene diferentes colores, según la luz se refleje en él, y pesca para los varones, que jamás consiguen más que frustraciones, pero persisten heroicos, caña en mano, como cruzados medievales, sosteniendo la espada flamígera de las reivindicaciones masculinas.

 

               Uno de los paseos fue al Torreón, que todas las veces visitamos y que ésta vez conquisté del todo, cabalmente. Porque años anteriores, yo me había metido por los pasadizos, había recorrido el laberinto y había subido a la torre hasta donde mi prudencia me permitía, que era justo, justo, un tramo antes del final. Ese tramo tenía que hacerlo en una escala de hierros empotrados en la pared, por la cual trepar como un mono.

               Los que son ágiles y diestros en el uso de su cuerpo, no entenderán tantos escrúpulos para subir por esa escala, que al fin, no es distinta de tantas otras. Los que son como yo, si entenderán. Entenderán las vacilaciones que pasan por decirse: -Si subo y me caigo, me hago percha. Si no subo y me quedo con las ganas, me voy a decir boluda por el resto de mi vida. ¿Subo o no subo?-.

               Entenderán el miedo previo, el sudor frío y la gloria de alcanzar las alturas. Porque este año si. Con mi hija. Subimos por la escala. Llegamos a la cúspide. Miramos el paisaje. Nos sacamos fotos que testimoniaran nuestra valentía.

               Una vez abajo ella me dijo: -Me temblaban las rodillas y creí que iba a caerme...¡Qué miedo tuve má...!. ¡Pero, que suerte que subimos!-.

               Yo contesté escueta: -Se puede subir cuando una es suficientemente grande. Cuando se creció-.

               Lo que no dije es que quien más había crecido, había sido yo.

               Por supuesto, cuando contábamos el hecho, bostezábamos con displicencia, nos sacudíamos una pelusita imaginaria y fingíamos indiferencia. Como si conquistar la cima del Everest fuera cosa cotidiana para nosotras.

 

               En el camping, un grupo de chicos de la carpa vecina empezaron a jugar con los nuestros.

               Tardé varios días en reconocerlos a todos.

               De los padres solo puedo decir que debían tener un gran sentido del humor. Un enorme sentido del humor. Porque los chicos eran cinco. Tres varones caballerosos y dos gentiles damitas.

               La rubiecita de ojos claros, Barbarella, se parecía a los dibujitos de las estampas de libros de cuentos. Preciosa con sus rulos suaves y la mirada tan diáfana.

               Cuando fuimos con ellos a La Cumbrecita, yo caminaba con Barbarella hacia la confitería Lizbeth, y anticipando el momento le pregunté: -Y...¿vamos a comer ricas tortas?-.

               Ella respondió: -No, porque me da cagadera-.

               De ahí en más, abrí los ojos y cerré la boca, porque advertí tardiamente que las niñitas rubias de aspecto angelical, ya no vienen como antes.

               La madre supo preguntarme, mientras la observaba de reojo, cuáles eran esas civilizaciones donde a las niñas se las podía casar a los tres años.

               La más pequeñita, Fofi, siempre se las arreglaba para estar parapetada detrás de una capa de tierra. No importaba cuan diligentemente se la hubiera bañado, peinado y perfumado segundos antes. Ella se sentaba en el suelo y entraba a hacer túneles y fortalezas y en menos que canta un gallo ¡zaz!, había un pegote polvoriento detrás del cual podía suponerse que estaba la Fofi, eso si, siempre sonriente.

               De los varones, Seba, el mayor que era tan educado y responsable se hizo amigo de Anahí, que a mi pesar también es tan educada  y responsable.

               Con la mamá de Seba coincidíamos en que ambos (él y Anahí) eran hijos como para lucirse, hijos tan bien hechos que parecían for export. Debía ser por su condición de mayores que se los veía tan sensatos.

               Yo creo tanto en el juicio de Anahí y respeto sus opiniones de tal modo que es mi consultora en todo tipo de asuntos. Es la primera que lee mis mamotretos y sugiere y corrige y apuntala. Por ahí me pregunto si no es demasiada exigencia para una niña, pero confío en ella porque es serena y reflexiva y tan adulta que parece mi madre.

               Con Pablo otro es el cantar. Cuando al mediodía almorzábamos todos juntos y lo veía recoger el puré con el hueso de la pata del pollo, en vez de usar tenedor, y chuparlo y relamerse, me sentí discretamente avergonzada.

               Me decía en ese momento: -¿Cómo, con qué cara podía haber dado yo cursos en la Escuela para Padres?. (¡Ah!. Claro, en aquel tiempo yo tenía la sabiduría de los manuales, no tenía aún hijos y por tanto la ignorancia ilustrada me hacía omnipotente!).

               Pensaba en ésto, mientras Pablo le daba lengüetazos, al mejor estilo, al puré del huesito, en el comedor pituco de Belgrano con tanta gente refinada alrededor.

 

               Bueno, los chicos se llevaban bastante bien, salvo Pablo y Barbarella, minuciosamente ocupados en pelear. Me puse en medio varias veces, tratando de explicarle a mi retoño de ombú, que a las niñitas rubias hay que tratarlas con delicadeza, mientras tanto, ellos se pateaban fervorosamenete y me empujaban a un lado para poder agarrarse mejor de los pelos.

               Fuera de estas escaramuzas, todos los integrantes de la patota hacían excursiones dentro del camping y algún paseo muy lindo a un barco hundido.

               Por primera vez mis chicos jugaban con un grupo así. Salían a caminar, se quedaban charlando hasta tarde, se sentaban a dibujar. Yo los veía andar juntos, compartiendo cosas, y a la noche, cuando ellos quedaban conversando me adormecía hasta escuchar: -Hasta mañana Anahí.- con que invariablemente Seba se despedía después de acompañarla hasta la puerta de la carpa.

 

               Pero las vacaciones tan cortas se terminaron.

               La mañana que nos despedíamos me pareció notar algo en Seba. Tenía una carita triste, triste...No nos miraba casi y le costó decirnos chau.

               Me acordé que hacía poco había vivido algo parecido. ¿Cuándo?. ¡Ah, si...!. Fue cuando salíamos de Rosario y nos despedíamos de Juanjo...

               Porque la expresión de Seba era parecida...Y claro, a los 10 años, los amigos son tan importantes, para las próximas vacaciones falta tanto, y Rosario queda tan lejos de Buenos Aires, que es como decir Gobi, Katmandú o Tasmania...

               Y ese dolor que creí adivinar en Seba me hizo pensar en eso, que los que saben llaman angustia pero que yo describo como el tractor en el pecho.

               Recordé a Janus Korzack cuando dice: “...los niños lloran más, no porque sean más llorones, sino porque sienten más hondo y sufren más”.

               Y que como escribe Benedetti: “...no seamos sectarios, la infancia es a veces el paraíso perdido, pero a veces es un infierno de mierda”. (Por ejemplo, cuando se han de perder amigos recién encontrados en una vacaciones, en Córdoba).

 

               Porque es cierto que vivir es ir ganando y perdiendo cosas...y yo que parezco adulta, que debería saber de estas cosas, me encontré preguntándome: ¿Se acostumbrará una, alguna vez al dolor de perder?. Digo...si una se hace vieja y sabia, ¿se acostumbrará una al tractor en el pecho, hasta que pese menos?.

1984

 

 

9-CUENTO AGRIO

               Tortitas negras, medialunas, zepelines.

               Tortitas negras, medialunas, zepelines.

               Tortitas negras, medialunas, zepelines.

               Tortitas negras para Alberto, medialunas que le gustan a Anahí y zepelines de dulce de leche me pide Pablo. ¡Ah!. Y mi vieja me encargó pan integral y hoy almuerza con nosotros.

               ¡Qué complicado es ir a comprar el pan, que en vez del pan se convierte en esta catarata de nombres que tengo que recordar sin olvidarme de ninguno. Se me arma kilombo, tengo que hacer malabares para cumplir con todo. A las 11 tengo un turno. Espero no cruzarme con el paciente cuando vuelva con la bolsa de pan. Ya bastante me aguanta con vaqueros (Prenda fantástica si las hay, porque no se le notan las manchas de deditos, como comprobé cuando Anahí gateaba). Si además me ve haciendo las compras, en vez de estar estudiando  “El yo y el ello”, se va a poner a pensar en qué manos está. ¿Y en que manos está?.

              

               Malabares me hace pensar en abalorios. En “El juego de abalorios”, Herman Hesse tiene un escrito, “Existencia Hindú”, que es un cuento circular, me decía mi amigo poeta en la charla de El Cairo. En el cuento circular, el final engarza con el principio, vuelve a la misma escena, cierra el ciclo y deja la posibilidad de que todo no haya transcurrido más que en la mente del lector. ¡La puta!. Me hace pensar en el eterno retorno de Nietszche. Al que no conozco es a Proust y su “Búsqueda del tiempo perdido”. ¿Tendrá que ver?. Aunque tras el que yo ando es el tiempo encontrado...

               Tiempo circular, tiempo perdido, tiempo encontrado...Le voy a preguntar, siempre sabe de obras y autores.

               Pero... a estos intelectuales no se sabe cómo tomarlos, porque también decía que mis cuentos eran kafkianos por la cuota de absurdos. ¿Kafkianos?. Yo solo cuento lo que me pasa. Si a a veces los relatos son extraños y sarcásticos...pues ha de ser porque soy tan melancólica que si escribiera en serio, terminaría inundando las hojas que quedarían hechas una porquería húmeda y amocosada.

               ¡Kafkianos!. ¡Qué ganas de complicar las cosas y buscar segundos sentidos a lo que es diáfano y transparente!.

               Como aquel otro que decía que mis dibujos eran deliberadamente ingenuos, de línea intencionadamente infantil. Yo juro que los hice lo mejor que pude para que ilustraran mi libro. Si salieron así, fue sin premeditación. Ha de ser porque no soy Goya, ni Caloi.

 

               Tortitas negras, medialunas, zepelines. Dos de cada uno y cuatro pancitos de esos. Lo digo rápido para asegurarme que no me olvido. ¡Ah!. Y un casero. Se me escapaba lo más importante, porque es un pan gordo que dura mucho. Mañana ya tengo pan, no necesito salir a comprar porque éste aguanta.

               Once menos cuarto. ¡Llegaré a tiempo para mi paciente triste?. Tengo que pasar a buscar el cuaderno de Catecismo de María Laura para llevárselo a Anahí que faltó la última clase. Y tengo que buscar en el Eclesiastés (*) el escrito sobre el tiempo que vi en la Abadía y quiero releer.

               ¿Cómo le resultará a Anahí hacer las clases de Catecismo?. Tendría que haber venido ella a buscar el  cuaderno de su compañera, pero todavía no la dejamos cruzar calle Mendoza.

               Cuando yo era chica creía que el único pecado era decir malas palabras. Como mi mamá si las decía, me imaginaba que ella se iba a ir al infierno, mientras mi papá y yo, que no éramos mal hablados, iríamos al cielo y viviríamos eternamente juntos en el paraíso. Fantasías edípicas que le dicen. Porque decirle fantasías “eléctricas” no me suena.

               ¿Qué va a pasar con Anahí si nosotros no cumplimos los preceptos?, le pregunté a Joaquín, el párroco. Por supuesto, no sabía.

               Y qué va a pasar cuando sepan que nuestra hija va a la Iglesia, con los amigos agnósticos, escépticos e iconoclastas?.

               ¡Bah!. Me importa un huevo.

               Apenas puedo hacerme cargo de mis contradicciones, y voy a ponerme a hacerme cargo de lo que digan los demás...

               Al fin, todos estamos buscando algo a lo cual adherir. He conocido dogmáticos católicos. Pero he conocido dogmáticos marxistas, lacanianos y peronistas y todos me rompen las bolas por igual.

 

               Cuando voy a cruzar Mendoza se me tira un auto encima. Pienso que realmente no es exceso de cautela tratar que Anahí no cruce sola todavía.

               Se va a internar en los misterios de la teología y no conviene que cruce Mendoza. ¡Qué cosa más loca!.

               La pibita de la esquina de Avellaneda pide a los automovilistas aprovechando el semáforo. Se escurre entre un paragolpes y otro y se para frente a las ventanillas cerradas. La llamo, y para que me escuche le doy unas monedas. Entonces le digo, no que no cruce entre los autos (sería mucho pedir a quien está necesitada), sino le digo que tenga mucho cuidado con los autos que se lanzan como animales. Me queda por decirle, ahora tendrá 7 años, que dentro de poco deberá seguir teniendo cuidado con los autos, pero que además deberá tener cuidado con los hombres que manejan esos autos, con los otros hombres, con la cana –que está armada y anda suelta- por si acaso..., con la vida.

               Tengo que apurarme. Después del paciente, el trámite de OSPLAD para mi vieja y acordarme de que hoy Pablo tiene turno con la dentista, primera vez. Me pidió una capa hasta el suelo, con lentejuelas dice. Y guantes y botas para vestirse como Luke Skywalker en “El regreso del Jedi”. Cada vez que nos cruzamos me pregunta si ya se la terminé.

               Dejo el pan, le alcanzo el cuaderno de Catecismo a Anahí y atiendo a mi dubitativo triste que empieza: -Si le dijera que me va mal, sería fanfarrón-.

               ¡Ah perfecto!. ¡El día pinta espléndido!.

               Elena faltó, así que tuve que hacer yo las compras. A mi paciente de las once le va peor y la dentista le va a poner el torno a mi retoño de ombú, a mi único hijo  varón, que además me chantajea con que le haga pronto una capa hasta el suelo.

               Dan ganas de putear.

               ¿Qué dice el Eclesiastés que hay tiempo para todo?.

               No hay tiempo para nada. Dan ganas de putear.

               La primera mala palabra que dije fue joder (¿?). Ahora ya no me parece TAN mala palabra. Estaba en quinto año del secundario y me salió tan rara, que Ochi, mi compañera de banco dijo que parecía Nat King Cole en castellano.

               Y la ultima que aprendí a decir y que es de lo más desfachatada es coger. Todavía no me sale muy bien. La palabra digo.

               En cambio el Pablo (es “el” Pablo) putea con una fluidez, con una soltura, con una armonía, que resulta casi poético.

               No hay caso, ciertas cosas hay que aprenderla de chico. Después ya no es lo mismo.

 

               Al fin yo creo que sobre tiempos, no coincido con el Eclesiastés, y si con el Bergman de “Fanny y Alexander”, cuando sobre el final ese personaje dice: - Si nos quitan los subterfugios que nos damos para vivir perdemos la razón...Si el tiempo que va desde el nacimiento hasta que somos viejos, y que creíamos que era el tiempo más importante, pasa tan fugaz y ya tenemos la muerte encima...entonces amemos, amemos que es lo mejor que podemos hacer.

               Y también siento mío ese tiempo circular del que él hablaba, que nos trae mágicamente el pasado, o que mete el pasado en el presente y logra que no sepamos si es ayer u hoy.

               Total...seguiremos excluidos del misterio como siempre. Podremos tener una actitud más contemplativa o más activa, pero ¿quién nos garantiza que cambiamos de lugar?.

               Yo he sentido que viajaba más cuando dejaba mi cara de nada, mi cara de estar escuchando y me sumergía en mis propias reflexiones, más de lo que es capaz de trasladarme Aerolíneas o Air France.

               Hay ocasiones que facilitan eso de dejar la cara de nada y tomármela detrás del hilo de mis locos pensamientos. Son ocasiones especiales, en que una puede estar en silencio. Por ejemplo, acompañando a Misa a Anahí. O en las clases de epistemología (¿qué cuernos es eso?) de Raúl  S.. Yo pagaba en dólares cada clase para hacer como que oía, y me daba una oportunidad tramposa para poder pensar sin interrupciones las cosas que necesitaba pensar.

               Creo que las ideas más brillantes que pude acuñar, los descubrimientos más sutiles, los razonamientos más elaborados y las decisiones más inteligentes las he podido hacer surgir de mí, dejando mi cara de escuchar y tomándomelas a algún recoveco interior, en medio de un Ofertorio, cuando el ruido de la gente al moverse me indicaba que había que arrodillarse, o en medio de alguna de las clases de Raúl.

               Si, ya se. ¿Qué hubiera pasado si en ese momento me interpelaban?. ...Y, siempre hay recursos. Por ejemplo: -No tengo tomada posición al respecto...Deben sedimentarse las cosas que he pensado hasta ahora...Estuve siguiendo la exposición, pero no veo claro...

               También puedo ausentarme, irme a mi mundo de adentro cuando voy a comprar pan.

               Comprar pan es compatible, pero no si se me complica con otras cosas (Tortitas negras, medialunas, zepelines) en las que tengo que gastar atención, en vez de en mis propios  pensamientos.

               A veces esos viajes por dentro se ponen peligrosos cuando nos llevan muy lejos. No vaya a suceder lo que le pasó a Lili, que enfrascada en lo suyo, se acercó a la ventanilla de la Estación, y en vez de pedir un boleto a Perez dijo: -Deme un Particulares cortos. Y el empleado quedó con las neuronas crispadas como para que lo atendiera Matera.

 

               Y hay maneras y maneras de comprar, boletos, cigarrillos y otras cosas.

               Yo voy y compro: un casero, un pollo y una planta de lechuga.

               Y los pongo en la bolsa mientras sigo pensando en las lentejuelas de la capa, en la orden de OSPLAD y en el tiempo circular, para decidir si me gusta más el de Bergman, el del Eclesiastés o el de Herman Hesse.

               Pero hay quienes no. Mi prima por ejemplo. Nononononononó... Ella va y dice: -Un pan fresquito, no muy tostado, ni tan blanco. Ese gordo no, que tiene mucha miga. Y ese de los crostones tampoco, que no me gusta. ¡Ese!. Ese que está justo ahí (debajo de todos los otros).

               Bueno, y para llevarse un pollo toda una historia. Un pollo de dos kilos justos. No tan amarillo que trae mucha grasa ¿no tiene uno más flaco?...pero que sea tierno. ¿no estará criado con hormonas, no?. Y ya que está, los menudos, que los hago con arroz...

               Y para una lechuga, juro, elige entre las distintas plantas, como quien elige escuela para los hijos, descarta una muy arrepollada, otra muy verde, otra muy blanca. Y luego se va con su compra como quien hubiera hallado pepitas de oro. Es un martirio ir con ella al Supermercado porque además habla todo el tiempo. Y con ello, como exige que la escuche, no me deja hablar conmigo misma, es decir pensar.

 

               Y sin embargo...a veces también comprando se escuchan cosas... Como cuando esperaba mi turno junto a otros y ella (87 años, pelo blanco) hacía bromas y charlaba con todos. Hasta con los que estábamos metidos dentro de nuestras circunvoluciones cerebrales, hasta a los que se agitaban impacientes zapateando y resoplando por la espera, hasta a los que miraban de reticentes con cara de culo. Ella (87 años, ojos claros) comentaba cosas, largaba chascarrillos muy andaluces, y cuando le tocó el turno charló con la dueña mientras la atendía. Y cuando iba yéndose nos tiró una frase (87 años, voz alegre), una frase que yo conocía. Que yo había escuchado muchas veces, pero que solo esa vez oí.

               Solo dijo: -Saber vivir es la clave, que vivir cualquiera sabe.

               Y...para saber, pregunto yo ¿dónde es que dan los cursos?.

1984

 

(*)ECLESIASTES

               Hay un tiempo para cada cosa y un momento para hacerla bajo el cielo.

               Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y tiempo para arrancar lo plantado.

               Un tiempo para dar muerte y un tiempo para sanar; un tiempo para destruir y un tiempo para construir.

               Un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para los lamentos y otro para las danzas.

               Un tiempo para lanzar piedras y otro para recogerlas; un tiempo para abrazar y otro para abstenerse de hacerlo.

               Un tiempo para buscar y otro para perder; un tiempo para guardar y otro para tirar afuera.

               Un tiempo para rasgar y otro para coser; un tiempo para callarse y otro para hablar.

               Un tiempo para amar y otro para odiar; un tiempo para la guerra y otro para la paz.

 

10-CARTA A MI PADRE

               Murió el último de los patriarcas, el “jefazo”, el “malo” de corazón de manteca. El ogro de papel de barrilete.

               Pero...¿por qué tenías que morirte ahora? ¿Por qué antes de que pudiéramos hablar? ¿Por qué tenías que morirte sin que nos dijéramos todo lo que teníamos para decirnos?

               Por pudor...Capaz que por eso...Pero...andá a cantarle a Gardel! ¡Si hasta da bronca! De cuantas cosas nos hemos privado por pudor, porque mirá que era difícil hablar con vos...Siempre como avergonzado, sin que pudiéramos saber lo que estabas pensando, lo que te estaba pasando, lo mucho que sentías las cosas.

               El mismo pudor, la misma vergüenza que te llevó a ocultar tu cuerpo cuando la enfermedad se fue adueñando, minando tus fuerzas, quitándote vigor.

               La llamada fue un sacudón. Dejé todo, y volé a tu lado sin vacilar. Mi lugar estaba acá. ¿para qué?. Para acompañarte en la recta final. Para pelear con la bruja horripilante. Descarnada muerte, rival odiada. Pero vos ya estabas en el túnel, en ese canal de otro parto, que se iba estrechando día a día, y podíamos acompañarte hasta el límite, pero solo hasta allí y no más. Hasta la puerta de esa vida que había transcurrido con nosotros.  Habíamos estado reteniéndote por más tiempo del posible. Si vos ya no querías...Te ibas dejando llevar hacia las márgenes sin resistir...

               Fue tu vida, ensombrecida en los últimos años por la declinación, la enfermedad y la tristeza. Fue tu muerte. Solo tuyas. Nadie podría vivirlas por vos. Solo intentar, como intentamos nosotros acompañarte para que nos sintieras a tu lado. Pero sabiendo que ante la muerte estamos solos. Sabiendo que ese tránsito era intransferible, y que ni aún amándote como te amamos podíamos detener tu paso que se deslizaba allá, hacia muy lejos.

               No puedo recordar cómo, en relación a qué, supe con certeza que morirías pronto. La muchacha debió ver algo en mi cara. Ella limpiaba los largos corredores vacíos. Dejó de pasar el trapo por el piso y me habló con una sabiduría que espantó la angustia: -El ya vivió lo que tenía para vivir. Bien o mal tuvo años de vida y aunque quisieras tenerlo para siempre, eso no es posible...-

               Entonces recordé que vos mismo, dijiste algo parecido cuando murió tu madre. Yo estaba a tu lado, cuando a pesar del dolor pudiste decir calmadamente: -Ella ya cumplió con su misión en la vida- Y lo decías con serenidad. Con una resignación como la que yo empiezo a sentir.

               Y también recordé a aquel santazo, Francisco, y lo que me explicaba cuando yo era tan joven y me sentaba por horas a su lado a escucharlo, porque siempre estaba diciendo cosas que atesorar. El fumaba y tomaba ginebra y convidaba a los profesores que se querían quedar a charlar con él. Yo siempre quería, me sentaba como Mafalda en su sillita al lado de esa enciclopedia parlante que tenía todas las respuestas. Aquella vez él dijo: -La muerte no es violenta con los viejos. Piense en el hombre como un fruto que va madurando en la planta. Si tiene el tiempo de cumplir todo el ciclo, cuando está maduro, ya listo, cae naturalmente, por si solo. Pero... en cambio, pruebe a arrancar de la misma planta un fruto verde y verá como se le desgarra en la mano, porque el que es joven no está listo para morir-

               Y pensé, viejo, que vos habías cumplido el ciclo.

               Sabía que habías sido el octavo de una serie de doce hijos de una familia como las de entonces. Y cuando naciste, tu madre, castigada por la fiebre del puerperio debió dejarte, a su pesar , en otras manos. ¡Cómo debiste necesitarla en ese tiempo! Niño necesitado de madre. Viejo necesitado de aire. Aire para el niño cuya madre se ausenta y llora sin consuelo. Madre para el viejo al que le cuesta tanto seguir respirando, seguir viviendo.

               No fuiste jardinero ni poeta, sino un oficinista gris, pero pusiste tus sueños en nosotros y debemos portarlos como nuestra responsabilidad.

 

               La habías elegido a los 17 años. Ella era la más linda y cuando la viste te dijiste: -Con esa chica me voy a casar-. Vos ibas en bicicleta llevando un tablón al hombro a la carpintería de tu padre. Ella caminaba hacia el taller y saltaba un charco que la lluvia había puesto en la vereda. Y a vos te pareció que era un ángel que levantaba vuelo.

               Luego, después , llegaríamos nosotros. Y puedo recordar cuando al entrar a la casa la levantabas en brazos y la hacías dar vueltas así, y ella reía y todos estábamos alegres y yo sentía que estaba muy bien eso de tener como padre al hombre más fuerte y como madre a la mujer más linda. Y me asombraba que pudieras levantarla como si fuera liviana como una pluma.

                Mis recuerdos más remotos te traen como un gigante trigueño fuerte y alto como una montaña, que a los otros les metía miedo con su aspecto de fiereza. Todavía me veo levantando el brazo para llegar hasta tu mano y tomarme de ella. Tan alto eras y tan chica yo.

Eras un coloso a veces sonriente y a veces ceñudo. Escondía mi chupete cuando llegabas. Sabíamos que había que tomar cuidado de no enojarte, porque entonces... Nunca llegué a averiguar que hubiera sucedido entonces. No me animé y ahora pienso que hubiera sido bueno saberlo...

Era la época en que reconocía los domingos, porque ese día vos ibas al fútbol y antes de salir me regalabas una moneda de níquel para que me comprara caramelos o halados.

Eras tan contradictorio...¡Qué poco te conocimos! Y cuanto empeño ahora en reconstruir tu imagen con los pedazos que surgen de mi memoria. Un relato de mi madre cuenta que siendo yo muy chica, enfermé y no daban con el alivio. Y vos estabas tan angustiado, te sentías tan impotente que te tiraste en una manta  en el suelo, cerca de la cuna, y te quedaste allí como montando guardia un par de días, sin hablar, ni comer, con un abatimiento que se evaporó cuando viste que me recuperaba y recién entonces te pudiste poner en marcha.

 Tan importantes éramos para vos que una vez te escuché comentar acerca de mi hermano, que cantaba a voz en cuello en la casa de arriba: -Me gusta oírlo cantar, no importa lo que canta...Es porque si canta me parece que está contento.- Así de simple.

¡Qué vulnerable debiste ser bajo esa mascarada de fuerza y fiereza con que nos asustaste de chicos y en la que te combatimos rebeldía tras rebeldía. Al fin, tu autoridad estaba allí para que batalláramos con ella  mientras nos forjábamos. Pero hubiera sido bueno poder verte también en tu indefensión y en tu debilidad, además de esa firmeza y solidez que era lo que  mostrabas de vos mismo.

Y tu fuerza pasó a ser un mito que proteger, porque de algún modo nos servía.

Y ahora después de contradicciones, autoritarismos, rebeldías, desencuentros y reconciliaciones de toda una vida, acá estamos. A tu lado.  Eso debe querer decir algo. Debe querer decir que entonces no estabas tan equivocado. Que entonces valió la pena luchar, vivir y jugarse a fondo.

Somos las historias que no escribiste, los árboles que no plantaste. Somos árboles e historias en carne y hueso para seguir adelante. Para seguir adelante con las pelotudeces en las que vos encontraste significado para vivir. Porque...¿quién te dijo todo eso de la sinceridad, de la honradez, de la generosidad...Todo ese verso de ir con la frente bien alta porque no se ha jodido a nadie...Y ¿sabés?, resulta que ahora, renegando y medio a contramano, de vuelta de tantas decepciones, habiéndome ejercitado en la ironía y habiendo hecho profesión del cinismo...resulta que ahora, esas pelotudeces yo también me las creo.

Será porque vos estás en mi, en nosotros, no muerto sino sembrado. Y será por eso que se que luego, cuando todo pase, sin cuestionármelo mucho, bajaré la cabeza para volver a la lucha y embestir en el ruedo, como un toro, medio a ciegas como vos. Y volveré a hacer todas las cosas en las que estoy jugada. Todas las cosas que quedaron postergadas este tiempo, este último tiempo que he vivido a tu lado que es el de tu muerte. Estos días en que la malvada bruja de la guadaña fue quedándose con tu aliento, mientras tu tonto corazón seguía latiendo tercamente. Pero...Cuanto nos quedó por decir. Y tal vez haya sido mejor así...sin grandes escenas de tragedia griega. Sin despliegues escandalosos de neorealismo italiano. Al fin, si tu muerte tuvo dignidad ha de ser porque tu vida también la tuvo.

Y además, si en el transcurso de toda una vida no dijimos casi nada...¿por qué íbamos a tener que decirlo todo ahora?. Solo tuvimos unos pocos gestos pero te quedaste en ellos con suficiente peso, como para que te sienta bien vivo y bien presente. Tal vez porque eran verdaderos.

Recorrimos el penoso camino del elefante hasta el final. Tu pulso se quedó en mis dedos.

Y todo esto me duele, claro. Pero puedo comprenderlo. Esta dentro de cierto orden natural que no destruye, que no socava, que no violenta nada. Es cierto que hubiéramos querido que vos vivieras más. Pero sobre todo hubiéramos querido que vos quisieras vivir. Y desde hacía tiempo, el tiempo de la declinación, parecías tan cansado, tan sin ganas, tan aceptando vivir solo para complacernos...

Tu muerte me duele, claro, pero puedo comprenderla y eso hace que duela menos. Comprender que, como tantas veces me dijeron en estos días- a veces sin saber qué decían- que es ley de la vida que los ancianos mueran.

Y tu muerte, con ser tan muerte, lo es menos que otras, violentas, injustas e incomprensibles como la muerte de la confianza, de las ilusiones, que nos deja vivos pero lacerados.

Y tu muerte me abate y me desgarra pero no me mutila, no me empobrece. Me deja entera para ser quien soy y pensar lo que pienso.

Me duele pero no me ensombrece. Me duele pero no es dañina, ni me llena de resentimiento, ni me lleva a abominar de la vida y desear morir.

No cambia mi dirección. Solo lentifica mi marcha, porque me exige pensarte y me exige acostumbrarme a no tenerte. Y me exige recordarte, ahora que estás, pero de otro modo.

1984

 

 

11-SUPERPOSICIONES

               Le presté atención cuando dijo: -Tus escritos son ácidos, peor: tóxicos. Da la impresión de que no quisieras a nadie y anduvieras con la Bic en riestre, amenazando a pacíficos ciudadanos, como el escorpión con su aguijón en alto. Te estás pasando de la raya y resultando ciertamente venenosa y absolutamente insoportable.

               Yo me ruboricé levemente, bajé los ojos algo avergonzada, como siempre que me dicen cosas y con mi voz más dulce musité: -Andá lisonjero, a todas les dirás lo mismo...

               Entonces él me contestó con un exabrupto irreproducible, y además muy injusto, porque mi abuela no tiene nada que ver. Además mi abuela era una señora digna, una señora como Dios manda, y no como esas locas contestatarias de ahora.

               Y pensé: ¿Desde qué lugar escribo, para que me digan venenosa e insoportable?. Desde el lugar de muchas...Parodiando a M. M. Podría decir: desde el lugar de ser humano mujer, blanca, alfabetizada, cristiana, heterosexual y fértil. Podría agregar de clase media (media estúpida según Mafalda), de edad media y seguir analizando.

               Lo de mujer blanca, más o menos...No de balde somos latinoamericanas, No es casual lo del pelo y los ojos negros y la piel aceitunada. Somos producto del eclecticismo racial. A los abuelos europeos levantando orgullosamente la nariz frente a “esta gente del país”, “estos negros” se les infiltró algún indio o algún africano, que por suerte metió la pata (la pata es un modo de decir) y les contaminó la pureza de sangre, ese mito.

               Mito que me (nos) oprimió desde el vamos, porque de la cruza de una madre blanca y un padre trigueño se cumplió lo de la dominancia (Mendel contento) y eso me hizo posible la primera lección acerca de prejuicio y discriminación que hube de digerir, medio atragantada, porque claro, no había racionalidad en eso. Además porque tenía el claro registro de que si a mi padre lo había delirado Jean Harlow, a mi marido Marilyn, a mi hermano Jessica Lange y a mi hijo Madonna, poco podía hacer en la vida para no sentirme desdichada.

               Debieron pasar muchos años para convencerme de que Negra, Turca podían solo constatar un hecho y nada más.

               Bueno, en cuanto a lo de alfabetizada, hubo algo de trampa en eso. Porque si bien cuando estudiaba, algo aprendía, como no trabajaba seguía dependiendo, fuera del circuito productivo, y por tanto protegida de la crueldad de este mundo sórdido. Esto es, algo NO APRENDIA, y era a cabalgar un sueldo propio que me permitiera meterme en la realidad, ser conciente de mis fuerzas y ser conciente de mis límites. Al fin, trabajar es esa otra escuela imprescindible para estar del todo alfabetizada.     

               Lo de un poco cristiana y bastante heterosexual, viene a cuento de que después de todo, si una lo piensa bien “amar al prójimo” sigue siendo el mandato más abarcativo y el que tiene más sentido. Si el prójimo además, se parece al Juanma Serrat, ese deber es casi, casi...un placer.

               Y en cuanto a fértil, fecunda, fructífera, ésta parece una nota imponderable,  importantísima e imprescindible. Mujeres, si vamos a tener la osadía de pensar, primero debemos haber demostrado debidamente que podemos parir. De lo contrario, los epítetos más suaves que nos llegarán pasarán por marimachos histéricas que no han sido bien servidas, y los más graves son los que nos pondrán más en peligro, a saber: lesbianas, socialistas o los dos.

               ¡Bueh!. Pues estoy en regla, soy fértil, por tanto libre de críticas, he parido y criado dos hermosos hijos que ahora cuestionan ironizan y me dicen : -Mari,. No jodás...- Y todo ello me da crédito ante eventuales críticos, todo ello parece que me permite hablar, porque yo he vivido la maternidad, por tanto se, por tanto tengo existencia.

               Yo no se que tiene que ver pensar con parir, pero es como si no se cumpliera la condición de parir, pensar fuera poco confiable y un poco antinatural.

               Ahora bien, es cierto que la que puede pensar, la que tiene fuerzas, la que dispone de energías para emplear, además de la función materna, en alguna otra mística, es porque está muy convencida.

Y yo estoy muy convencida.

               ¿Y yo estoy muy convencida?.

               Porque porto contradicciones y superposiciones que me ponen en jaque.

               ¡Tantas superposiciones!.

               Por ejemplo, después de escuchar las más variadas historias, integrarme al ritmo familia- casa- chicos, donde las historias no son menos variadas ni exóticas.

               Luego de escuchar, con cierto asombro, que el tímido de las 17 tiene babosas (¡babosas!) debajo de la mesada, en lugar de combatirlas, como les tiene lástima, les pone milanesa picadita, viene el turno de la señora de las 18, madre de un granujiento de 14 años que esta vez vino con la remera impregnada con algo que él juraba que era Patchouli, pero que ella pensó que podía ser marihuana, así que por si acaso, le hizo un escándalo. Luego viene la chica de las 19 que, en esta oportunidad recupera un recuerdo: el de cómo una vez construyó un barrilete y al tratar de remontarlo por una ventanita del altillo (no tenía terraza) lo hizo moco.               Digo, después de estos menesteres, dejo la guarida, la cueva donde trabajo, y entro en el hogar, dulce hogar. Donde mi hija y sus dos amigas del alma alternan danza con charla. Donde mi hijo con patota ad-hoc juega a que era Robín Hood, con ballestas, flechas y espadas, al grito de ¡Unidos venceremos, desparramados ¿qué hacemos?. Mientras mi sobrina, vino a mirar la telenovela (algo así como “Yolanda Luján, ama y señora peleando con su destino”, u otra igualmente horrible), pero vino con un amigo tan adolescente como ella, que quedó abandonado en la cocina, mientras fuma y mira aprehensivo en todas direcciones, preguntándose desconcertado : ¿quién lo va a echar?. Porque Elena le barre encima de los pies porque quiere terminar e irse, los chicos le pasan por encima en la estampida, porque están huyendo de los caballeros del rey Arturo, que son los “malos”. Y yo le echo encima una mirada de odio porque si.

               Entonces, después de cenar, siguen las superposiciones, porque yo quiero mirar la T.V., donde en el noticioso Sábato dice cómo los han hostigado a quienes integran la Comisión, pero que eso no es nada, atendiendo a lo que debían escuchar y registrar, y oyéndolo se me ponen brillosos los ojos, y mi hijo que me ve la cara, se angustia y me pregunta: -¿Mami, apago la tele?- Y yo siento que no debo perder este momento, y lo detengo y le explico que no, que no hay que apagar la televisión, porque tampoco se puede apagar la realidad cuando nos golpea. Que tenemos que conocerla y no hay otra.

               Y todo ésto, mientras mi hija me pide que le ayude a estudiar los 10 Mandamientos, y yo puteo porque le enseñan, como a mi en su momento, el primero incompleto (sin hacer referencia al amor al prójimo y a la medida según la cual amarlo).

               Y luego tengo que ayudarla a coser la tortuga de paño que hicieron en actividades prácticas, tortuga que por supuesto se llama Manuelita. Esto mientras insisto en que mi hijo se bañe (las rodillas con jabón, por favor). Recordando que me falta terminar de fichar el libro de Ireneus Eibl Eibesfeldt, que analiza el peso de lo congénito y lo adquirido en el desarrollo de las conductas altruistas,

               Y entre as babosas de las 17, el Patchouli de las 18, la danza, Yolanda Luján, el Noticioso de la tele y Moisés con sus tablas, me termino preguntando: ¿Qué, de todo ello me representa más?.

               Porque yo doy gracias a la vida, que me ha dado tanto...(como Violeta). Me ha dado el fondo de sus ojos claros, y la marcha de mis pies cansados por los charcos de mi ciudad, y me ha dado sonidos y palabras, que a veces alumbraron el alma del que estoy amando y otras veces no...

               Y leyéndolo a Amado Nervo (con ese nombre, como para que no sintiese lo que sentía) también puedo aceptar  que en mi rudo camino, soy en parte arquitecta de mi propio destino, Que las mieles o hieles que encuentro tienen que ver con lo que previamente puse...Pero que no estoy un carajo en paz con la vida. Que la he de seguir peleando, porque en eso consiste estar vivo.

               Y cuando me bajoneo, también Caloi y Borges me dicen verdades, cuando Diógenes, el linyera reflexiona: -Al fin, viví lo mío. Amé, fui amado...Lo único que me faltó fue ser felíz-.

               O cuando el viejo Georgie confiesa: He cometido el peor de los pecados que puede cometer un ser humano:  He establecido un vínculo...

               Pero sobre todo, sobre todo, o a pesar de todo, se que el sol se va a colar, porque voy a dejar la puerta abierta. Gracias Eladia. ¿Qué sería de mi sin vos?.

               Y gracias Fito. Porque a mi también, todavía me emocionan ciertas voces, todavía creo en mirar a los ojos, todavía tengo en mente cambiar algo. Todavía, a Dios gracias, todavía !!!

1984

 

12-LOS CHICOS ADULTOS   (o la apología del Citroen)

               Como era medio tarde pensé: A lo mejor están dormidos y me libro de que me pregunten por qué vuelvo a esta hora. Pero ni bien abrí la puerta, ella estaba enfocándome con los ojos como reflectores: Confieso Sargenta ¡confieso!...Si, estuve en la movilización.

               Me miró, miró su reloj pulsera de color rosa pálido TAN femenino, me volvió a mirar, volvió a mirar su reloj y aseveró más que preguntó: - No comiste. ¿Te preparo algo?

               Si decía que me había comido una pizza en la esquina hubiera comentado: -Te van a hacer bien esas porquerías ...

               Así que mentí: -N...no, no. No comí, pero tampoco tengo hambre.

- Bueno, pero algo TENES que comer. Te preparo una hamburguesa.

Me senté resignada a comerme una hamburguesa sin hambre con tal de no discutir.

Mientras ella se dirigió muy resuelta a la heladera.

Como estornudé aprovechó para seguir en el mismo tono: -Y no te llevaste la campera. Te dije

cuando salías, pero total...

Dejó en suspenso y yo pensé: ¿Por qué la hija de una, de solo diez años tiene que ser así?. Así, tan

sensata, tan responsable, tan maternal... Hay algo que no es coherente, que no “junta” como decía ella cuando era chiquita de 2 años y se tironeaba de una remera azul y un pantalón rosa porque no iban bien.

Yo fui una buena hija, lo juro, no di disgustos a mis padres. Mis viejos no se hicieron malasangre

conmigo. Siempre pasaba de grado. Nunca llevaba materias. No me escapaba sin permiso. Volvía a la hora estipulada. Y no traje más que un par de novios a casa. Realmente fui dócil, obediente y respetuosa. Les hice caso. Pero ¿voy a tener que seguir haciendo caso para siempre?

               Primero mis padres, ahora mi hija. ¿Es que no puedo cuidarme por mí misma?. ¿Es mi destino estar en  este lugar de adolescente tardía? Y...ha de ser porque todavía hay algo adolescente en mí.

               Si le comentaba que había ido a la movilización me hubiera mirado sin decir nada, pero con reprobación, como diciendo: -Después estás toda rota y mañana no te podés levantar. Igual a lo que hubiera dicho mi madre en tales circunstancias.

               Recordé que conocía a un muchacho que protestaba porque él era muy ordenado, y la madre dejaba la ropa tirada y creaba el caos con estar un rato en la casa. Cuando el se ponía pesado con sus reclamos de prolijidad ella le decía que si la seguía persiguiendo con ese asunto de la limpieza se iba a mandar a mudar. Que se iba a conseguir un trabajo de maestra en el sur (era jubilada) y se iba a ir.

               Y también conocí a una chica que vivía con su madre. Ambas trabajaban y estudiaban. Cuando su mamá se demoraba más de lo previsto esta chica se alarmaba enormemente. Decía que temía que le sucediera “algo” (¿rapto, violación?). Y una vez que había corridas en el centro y la madre tardó en llegar, se angustió tanto, que cuando ésta volvíó, entre recriminaciones y llantos logró arrancarle la promesa de que llamaría por teléfono la próxima vez que fuera a demorar más de lo previsto.

               Bueno, yo pensaba que parecidas a ese muchacho escrupuloso y a esa chica aprensiva y sobreprotectora me estaba resultando mi muchachita. Y pensaba en qué rasgos complementarios en mí estaban dando lugar a que ella fuera tan responsable. Y bueh!. Alguien serio debe haber en cada familia, como para que se haga cargo ¿no?

               Mordisqueaba sin ganas mi hamburguesa, y Pablo que estaba dibujando una escena y escribía un texto en el código secreto que se había inventado me dijo: -Hoy estuvimos paseando en la casa de unos amigos de Franchi. Franchi es su amigo del alma.

               -Debían ser ricos- reflexionó Pablo. –Tenían unos estantes con muñequitos de La Guerra de las Galaxias, como 50 muñequitos. Y el Plastikano grande (a él le compramos el mediano). Y nos dieron el te en una mesa con mantel de tela, no como éste (riguroso plástico). Y nos sirvieron en tazas de porcelana (yo uso Durax hasta que se rompa). Y un platito al lado de la taza para untar las galletitas, y un paquete de manteca entero!-

               Ahí protesté enérgicamente: -¡Nosotros también compramos la manteca en paquetes enteros!. ¿Qué te creías vos?

               No creía nada, y siguió: -Y tienen un AUTO. No un Citroen (como nosotros). Un AUTO. (¿Y cuál...Toyota, Mercedes, Jaguar?). Un auto “güenísimo” con el volante forrado de una felpa suavecita como piel. Y apoyacabezas y apoyabrazos. Y relojes en el tablero, con agujitas. Como tres relojes de esos. Y ¿sabés qué?, ¡tenía un pasacassettes!. Y cuando abrías la puerta se encendía una luz roja. Y cuando el auto andaba, por una rejillita de adelante entraba más aire que con las ventanillas abiertas. ¿Cuándo vamos a comprar un auto así má?-

               En eso pasó Alberto, escuchó la pregunta y le hizo un gesto de burla a Pablo. Me dirigió a mí una mirada de complicidad y desapareció. Al fin el Citroen que tenemos (estamos por el cuarto Citroen y por el segundo hijo, los Citroens todos usados, los hijos todos nuevos a estrenar) es consecuencia de habernos juramentado con respecto a que estilo darle a nuestra vida.

               Entonces, ante el reclamo de Pablo, me pregunté cómo llegaría a pesar aquel comentario de un ex -paciente que dijo de nosotros: -Que cosa esta gente... trabajan, trabajan, trabajan y siempre tienen ese Citroen choto en la puerta. Y lo dijo con franca desaprobación, casi con desdén.  Y  mi pregunta incluía otra: si pasados los años y sumadas las demandas tendría que empezar a preocuparme por comer a horario, prever si refrescará y cuidar las apariencias cambiando nuestro Citroen abollado por un AUTO.

               Hasta ahora había podido cumplir  con aquella promesa que  me hiciera a mi misma en la adolescencia, pero ¿podría cumplir siempre?. Me había comprometido a:1- No hacer del lograr guita y status una meta en la que gastarme más de la cuenta y 2- Seguir dándole SIEMPRE a la amistad la importancia que tiene y el tiempo que merece.

               De pronto aquellas metas se hacían más difíciles de sostener. Y me acordé de aquella charla con Lelé que decía con absoluta convicción: -A los adultos los odio cuando se olvidan de ser niños, los odio y por eso jamás voy a ser adulta, aunque tenga 97!

               Y yo adhería fervorosa y decía: -Yo tampoco, yo tampoco...

               Pero...¿podrá evitarse esto de venir adulto?

               Y puesta en el brete por la pregunta de Pablo: ¿Cuándo vamos a comprar un auto así má?- yo sentí que tenía que asumir la defensa, la reivindicación, casi hacer la apología del   Citroen.

               Porque elegir un Citroen es algo más que elegir un objeto de cuatro ruedas destinado a transportarnos por estas pampas húmedas. Elegir un Citroen es una decisión política y poética. Así elegir un Citroen excede lo que se creería en una primera aproximación.

               Es una cuestión  que tiene que ver con lo científico, en tanto es una elección más reflexiva y fundada que otras, con lo ideológico en tanto está vinculado a la civilización de la flor, diría casi hasta con lo religioso, en tanto entronca con cuestiones éticas y axiológicas. Y es una cuestión que también entronca con lo socio político que pasa por ocupar ciertos lugares del espectro, que no son los de los fastos.

               Porque un Citroen no es como los otros autitos de los llamados “chicos”, Fiatinos y Renoletas, que disimulan con su diseño la humildad originaria. Y por supuesto está a años luz de los Ford o los Peugeot que ya responden a otras expectativas. Ni hablar de la relación de un Citroen con un Mercedes o un Toyota.

               Un Citroen es feo sin disimulos, sin maquillajes. Pero noble, rendidor, sencillo, resistente, sincero y aguantador. Además de ser feo, es algo así como rebelde, inconformista, contestatario. No intenta aparecer distinto de lo que es. Y no es hermoso, ni es veloz, ni da prestigio.

               Por todas estas razones, no es solo un vehículo para trasladarse, un motor sencillo con una carrocería sin remilgos. Es “eso otro” tan impregnado de connotaciones que si no logro explicárselo a mis  hijos, me voy a sentir fracasada.

               Si tuviéramos blasones, emblemas, escudo de familia, en él figuraría ciertamente como parte de nuestra  historia. Y en mi estaría inscripto  en el mismo nivel que el odio a la sopa de la niñez y el amor a los poemas de la adolescencia:  como ineludible. Relacionado a preservar ciertas cualidades, con no gastarse, con crecer pero no con sentar cabeza. Con venir grande, pero no más de lo imprescindible. Como para ir llegando con gusto a la adultez, sin renuncias que nos avergüencen, a pesar de que, ya se, es difícil sin agachadas y a veces no se puede preservar toda la pureza.

               Andar en Citroen es como quedarse en el borde, en le margen de ese universo formal de las burocracias, de las indexaciones, de los dólares, de los plazos fijos, de la loca carrera en la que se termina perdiendo lo más valioso.

               Por todo eso es que me sentía, me siento tentada a comprometerme públicamente a no usar nunca otro auto. Como una manera quijotesca de no claudicar, de seguir siendo rebelde, de no ser del todo adulta jamás. (Gracias Lelé)

               Porque convengamos que seguir  a nuestra edad con un Citroen requiere coraje. Es como hacerle pito catalán a las convenciones, como seguir olvidándose de los vencimientos, como no ponerse corbata. Y a eso no cualquiera se anima. Es quedarse en un estilo compatible con los picnic, con los campings, con el trabajo y la visita a los amigos.

               Pero que nos excluye de otros lugares, de otras situaciones. Por ejemplo ¿con que cara llegar en Citroen al Colón...o al Jockey Club...o al Consejo Deliberante? (sin ironía)

               Es como si en vez de pasear en yate eligiera el Pequeño Remolcador. Algo así con pertenecer no al Jet-set sino al Helicóptero-set.

               ¿Vieron la página de Sociales en La Capital?. Bueno, a nosotros nunca, nunca nos van a poner allí...Si alguna vez no llegan a ver es porque trucaron la foto.

1984

 

13-PARCHES PARA LOS HUECOS

               Los hijos, como ya se sabe, llenan todos los huecos. Incluso los huecos de los domingos. Quien decía esto, por supuesto, lo decía despectivamente, levantando las comisuras e los labios con desprecio y entrecerrando los ojos con desdén. O sería para que no le fuese a los ojos el humo del enésimo cigarrillo encendido con displicencia a lo largo de la charla. Bah!... charla es un modo de decir porque él hablaba como quien dicta cátedra y yo escuchaba concentrada por el brillo y fluidez de su discurso, fascinada como siempre que alguien habla con elocuencia y seguridad aunque no sepa de que cornos habla o después se venga a descubrir que en realidad hablaba boludeces.

               El mensaje implícito esta vez era: quienes no tenemos los huecos emparchados somos los que podemos capturar el sentido profundísimo de la vacuidad de la existencia. Somos los que podemos, es más: debemos, estamos obligados, somos los elegidos a buscar las respuestas a las hondas cuestiones metafísicas, a desentrañar los enigmáticos designios de los tiempos...delante de un café en El Cairo o Saudade, mientras por largas horas arreglamos el mundo, o al menos divagamos sobre él (Hablar al pedo que le dicen).

               Pensé que su desprecio tenía que ver con que es cierto que los hijos en la vida nos meten en cuestiones tan pedestres como el puré de zapallo, la tabla del 3 y los porotos de las germinaciones. Y nos sacan de elevadas reflexiones acerca del ser y la nada, el materialismo histórico e histérico y alguna otra cuestión igualmente abstrusa e importante, porque se nos quema el arroz, desborda la pileta o dónde está esa plastimasa para trabajo manual?.

               Pero quien esgrimía su desdén sobre la burda, ordinaria manera en que los hijos nos emparchan los huecos es porque, pude suponer después, no tiene a su cargo, no conoce, alterna o dialoga con niños. Yo diría que es porque no ha visto ningún niño. Porque a veces, éstos, más que llenarnos los huecos con cargas de sentido, nos marcan las faltas con fina y cruel ironía.

               Yo diría que no la conoce a la flaca, que cuando yo entro despistada y pregunto qué hora es, me mira sobradora, disca 113 y me pasa el tubo sin dejar lo que está haciendo. O a Juanjo, el vecinito tímido, que cuando quise averiguar si el jueves de todos los santos y el viernes de todos los muertos iban a ser feriados me dijo: -Si ponés la TV en el noticioso de las 8 seguro que dicen...- Y me lo dijo como quien aviva giles.

               Porque una viene recibiendo afrentas, pero resiste. Resiste a pesar de que la hija del alma, parida con entusiasmo y sin aspirinas, diga que OTRA mamá hace mejor las pastafrolas. Una necesita seguir creyendo que es irresistible.

               Al fin lo decía mi papá, y ahora lo dice mi hijo, aunque por otro lado no me crea, aunque le de mi palabra de que uno más uno es dos y necesite ir a verificarlo en su calculadora, esa maquinita que yo no me atrevo a tocar y que él maneja con toda soltura.

               Y estar medio desinformada y no querer tener  que ver con máquinas no tiene por qué ser algo vegonzante. Por otro lado no está previsto ni reglamentado en  ningún lugar, excepto Suecia, el pedido de divorcio a los hijos. Se trata de vínculos indisolubles y de por vida.

               Y no es solo con los propios hijos. Teniendo hijos, es decir, teniendo los huecos emparchados, los otros niños también vienen a formar parte de este universo. Especialmente los amigos del barrio, lo pienso a diario y lo verifiqué el otro día.

               Pablo se había traído del campo un animalito que pasó a ocupar la categoría de doméstico a falta de otro. Era un gusano oscuro todo cubierto de pelos canosos e hirsutos. El gusano y   yo nos mirábamos fijo a ver quién le metía más miedo a quién.

               Recuerdo que de niña en mi casa teníamos un canario. Ese era nuestro animalito doméstico. Pero los tiempos han cambiado y el gusto de los niños también.

               Alberto le hizo una jaula de tela de alambre y los chicos le ponían lechuguita. De vez en cuando se escapaba y los encontrábamos paseándose por ahí.

               Como un día deapareció, yo me alarmé pensando que podía surgir en cualquier momento, desde cualquier lugar, y como había venido creciendo bastante desde que lo trajimos me temía un mal encuentro.

               Por eso abría con cautela la puerta del placard, la del botiquín del baño y corría suavemente las cortinas de la alacena, no fuera cosa de que el bicho me saltara a la cara convertido en gorilón robusto y bien nutrido desde  las profundidades del armario. Me hacía recordar a Alien, el octavo pasajero, viajando de incógnito feroz y asesino.

               Pensaba en esto esa tarde, pero no obstante, en un acto de arrojo, metí la mano en la alacena y busqué la manga que me habían prestado para decorar la torta. Era el cumpleaños de Alberto y yo había resuelto agasajarlo con una torta. La había horneado durante la tarde (había salido medio chueca) y ahora debía decorarla con crema chantillí.       

               En eso estaba cuando Franchi, el vecinito del fondo, atravesó muy resuelto el comedor y dirigiéndome una enigmática sonrisa oriental se metió en mi dormitorio. (Cuando a Franchi le preguntan si el papá es japonés dice que no, que  viene de Córdoba).  Fue derecho a la mesita de luz de Alberto. Yo pegué un respingo. El abrió el cajón. Yo me sofoqué pensando qué cosas privadísimas podría encontrar. El metió la mano mientras a mí se me cortaba el aliento. Y la sacó sosteniendo a Chewbaca, el amigo del príncipe Luke Skywalker y se fue a seguir jugando a La Guerra de las Galaxias. Parece que esa semana los tesoros más apreciados se guardaban en el cajón del que les hablé.

               Recordé que en la casa de mis padres el dormitorio de ellos, el de la cama grande, era un lugar reservado y prolijo, con cierto misterio y solemnidad. Un lugar de respeto y recogimiento, con algo de catedralicio, donde no había que meter bochinche, ni correr, ni saltar. Un lugar al cual los chicos teníamos que llamar antes de entrar. A la cama sólo teníamos acceso si estábamos enfermos, y formaban parte de la terapéutica, como los otros mimos indispensables: que mamá se quedara al lado, nos mostrara viejas fotos, nos compraran revistas o algún chiche extra.

               Ahora me sucede que para ocupar un lugarcito en la cama, muchas veces, tengo que desalojar a codazos y empujones a críos propios, ajenos y prestados para poder ver al Agente 007.  ¡En fin!.

               Volví a lo mío y mientras me movía en la cocina, traté de no hacer ruido, sobre todo para no despertar a Alien, pero también para que no me escuchara Alberto que se iba a bañar y era el destinatario de la torta con que quería sorprenderlo cuando saliera de la ducha.

               Me movía tratando de hacerlo rápida y silenciosamente, bueh...más o menos, ya que podré asumir otras dignidades, pero las que tienen que ver con la armonía,  gracia y precisión de los movimientos no son mi fuerte. Después de descubrir que me sentía, al decir de Liliana Hecker como “un bofe pensante” inicié mis clases de gimnasia que sirvieron para condolerme de mí misma en lo que llamaría “mi oligofrenia corporal”. Coordinar brazo izquierdo con pierna derecha sigue siendo tan difícil como “Los prolegómenos  a la metafísica del futuro”. Como la cinta de Moebius que toma Lacán. Y no me resigno  al fracaso y persisto heroica. Podría decir como Cecilia Absatz que en el fondo estoy esperando a que alguien descubra  la verdadera diosa que soy, debajo de la anécdota incidental de la torpeza para ir, venir, abrir, cerrar, alcanzar, ser.  Al fin, de algo servirán tantos esfuerzos (pierna derecha, brazo izquierdo) si una sigue teniendo ínfulas.                Así seguí moviéndome entre la heladera y la mesada, buscando un bol y diciéndome: no importa la chuequez de la torta, total con la crema chantillí se arregla.

               Como anochecía los mosquitos entraron por la ventana y empezaron a picarme los tobillos.

               Si soltaba la manga para rascarme, la crema chantillí que estaba poniendo en la manga se iba a desparramar en la mesada. A todo esto Alberto cantaba “Oh, sole mío” bajo la ducha.

               En eso entró Migue, el otro amiguito de Pablo comiendo una albóndiga y fingiendo indiferencia se limpió en mi cortina.

               Los mosquitos me picaban, la manga se atascaba y Migue seguía hacia el placard de los juguetes, bajo la escalera, a buscar el sable de Sandokán, pero en la búsqueda se le desparramaron la caja de rastis y la de autitos.

               Anahí llegó a pedirme permiso y plata (¿o plata y permiso?) para ir INMEDIATAMENTE a comprarse un candi, y me tironeaba para que soltara la manga y buscara la billetera.

               Alberto cantaba “La donna e movile”, pero no iba a ser indefinidamente. Y yo quería apurarme, no fuera a suceder que saliera y viera la torta sin terminar de decorar, cuando Mari, la hermanita de Migue, que estaba en el lfondo con los chicos entró llorando porque los grandulotes feos, malos y abusadores la echaban de sus juegos. A ella que es pequeñita, tierna,  y delicada. Venía con la congoja pintada en el rostro, los ojos color miel inundados de lágrimas que se derramaban y rodaban por las mejillas y le mojaban el cuello. Parecía un surtidor. Estaba tan ofendida que daba pena y se veía tan indefensa y vulnerable que daban ganas de protegerla. Por eso la recibí debajo de mi delantal done se acurrucó como un pollito.

               En ese refugio se ve que se sintió mejor porque asomó la cabeza y cuando vió que se acercaban los grandulotes feos, malos y abusadores, que seguro venían a dar explicaciones y veían mi cara de pocos amigos, se me adelantó y empezó a gritarles:-¡Boludos, pelotudos...boludos, pelotudos...- con lo cual, además de dejarme muy sorprendida, hizo absolutamente innecesaria mi intervención. Esa tierna criaturita ya sabía valerse por sí misma. Los insultos desentonarían con su estilo angelical, pero bastaban para poner a los muchachos en su lugar.

               Mari gritaba: -¿Boludos, pelotudos-, Anahí pedía candi, los mosquitos me picaban, Alberto terminaba de bañarse y los grandulotes feos malos etc. Daban explicaciones, mientras yo, con la manga atascada sobre el bizcochuelo chueco me preguntaba: ¿Es posible conjugar repostería, dramas domésticos e  interrogantes metafísicos?.

               Al fin, es cierto que los niños llenan todos los huecos. Pero cuando pueda darme una vuelta por El Cairo o Saudade, después de desatascar la manga, tengo un par de cosas que decirle a mi amigo, el despectivo. O mejor, llevo la crema chantillí escondida, y cuando esté cerca se la planto en la cara, como en las películas de Los Tres Chiflados.

1984

 

 

14-ESO DE LA POESIA DE LOS NIÑOS ES UN GLOBO

               ...Porque estos hijos míos tienen un realismo que mata. Paseábamos frente al Monumento a la Bandera y caminando por Avenida Belgrano, frente a la Casa de la Cultura, yo miraba a mi alrededor contentísima con la mañana soleada, el contraste poético del lila de los jacarandás florecidos, el rojo de los ceibos, las estatuas de Loa Mora que nos esperaban en la vereda de enfrente con sus gestos quietos.

               Yo les hablaba a los chicos de las bondades de la oxigenación del aire en las zonas arboladas y de cómo las plantas, el agua, son necesarias para la vida. No como esa porquería del smog de las fábricas y de los autos que nos contaminan el aire...Y ni hablemos de las empresas de productos químicos que impunemente sueltan venenos  dañaninos.

               En eso estábamos, pero había algo desagradable en el ambiente, a pesar del sol, los árboles y las avecitas, y yo no acertaba a darme cuente de qué era.

               Pablo bramó entonces: -¡Hay olor a caca de perro!-

               Yo husmeaba sin terminar de saber de qué se trataba.

               -Pero no...parece...tengo la impresión de que hay olor a algo podrido...- A lo que Anahí, práctica, dijo señalando en charco nauseabundo frente  a nosotros: -¡Qué te va a parcer!.¡Qué vas a tener la impresión...Es olor a podrido. ¿No ves el agua estancada?.- Un gran charco negro y viscoso era causante y responsable de la ruptura de la magia.

               Pablo la completó: -¿Y éste es el aire puro del que nos hablás?.

 

               Seguimos caminando. Pablo y yo nos dábamos culazos y nos hacíamos zancadillas y ella caminaba al lado muy digna, mirándonos seria porque en la calle no se hacen papelones, y “si alguien nos ve, me hacen pasar vergüenza”. Llegamos casi a Córdoba, empezamos la subida y para que no se hiciera pesada pensé en inventar algún juego. No tuve tiempo. Para ellos caminar es poco. Saltar, escalar y correr está más acorde a su modo de andar por este mundo.

               Pablo se trepó como un gato por el costado  del Monumento y cuando lo miré estaba   montado irrespetuosamente a cocollito de ese urso barbudo y musculoso, todo desnudo pero más  bien modesto, que está agarrado de un pez y mira ceñudo como  si se lo fueran a quitar. Pablo le palpaba la cabeza, los potentes bíceps, escudriñaba dentro de sus orejas y de sus fosas nasales,  y el urso, por supuesto seguía firme, con la mirada perdida en el horizonte.

               Hombres como ese son de antología, pero está mejor donde está que en otro lado. ¿Qué haría metido en esta realidad de Rosario alguien como el barbudo de mármol?. No podría incluirse en una banda musical, ni en un equipo de teatro (se requiere ser flaco, pelilargo y de musculosa), ni en una repartición oficial (son pálidos, formales y anteojudos). A lo mejor, como camionero el forzudo  si podría encontrar lugar.

               El asunto es que los convencimos a Pablo de que se dejara de joder con el urso y fuimos subiendo por  Córdoba. Venía bien preparada para la caminata porque antes de salir mi hija me había visto vacilar entre un par de sandalias turquesa y las zapatillas cualunques de yirar y había dicho: -Andá en zapatillas. Así que podía darme cuerda para rato.

               Cuando alcanzábamos la peatonal, además de los kioskos de revistas y flores había tal cantidad  de venta de cachivaches y cachivachitos que no nos alcanzaban los ojos para mirar todo. Relojes, muñecos de paño, anteojos de sol, vajilla, remeras  brasileñas, artesanías de  barro cocido, porquerías de plástico, chalinas japonesas, juguetes de Taiwán, medias de  lana de colores, carteras de  paja, palitos para hacer  burbujas con un aro en la punta.

               Yo me quería detener a mirar cada una de esas cosas que constituían una especie de Mercado de las Pulgas, pero de cosas nuevas y estirado como un fideo a lo  largo de calle Córdoba. Y Anahí me tironeaba protestando cada vez que me paraba y miraba el reloj como indicando que le estaba haciendo perder su precioso tiempo. Le decía: - No seas aguafiestas...-   y seguía prendida y prendada de todas esas cosas   maravillosas e inútiles salidas como de una lámpara de Aladino, versión para el tercer mundo, y ella ponía cara de resignación por tener que usar su mañana en semejantes pavadas y además creo, por tener una madre a la que todavía  la engatusan con espejitos y  cuentas de colores.

               A Pablo lo  tenía bien  agarrado, no fuera cosa que en la montonera lo perdiéramos y volviéramos  a casa sin nuestro unigénito varón.

               Uno de los riesgos caminando con  Pablo es que lee todos los carteles, deletreando como corresponde a su calidad de alumno de primer grado, y pregunta todos los significados, como corresponde a su  cualidad de chico curioso.                            

               Entonces, frente a las pintadas, el riesgo es para una por tener que ponerse a buscar explicaciones sobre todo, sobre el por qué de la rabia de los que dicen que son la rabia, el por qué Mengano es traidor y vendido, por qué ¡Viva Pepito y no te mueras nunca!, por qué Cornelio es el hombre que el Sindicato necesita, por qué los muchachos festejan los bigotes del Alfonso y por qué en estas pampas un bisonte anda pegando topetazos.

               Y hay que reconocerlo con humildad: una no se las sabe a todas.

               El otro riesgo caminando con Pablo, es que no se aburre pero pide todo lo que ve. Esta vez se conformó con una Rodhesia. Anahí aceptó unas figuritas de Sarah Kay del Shopping Center,  al lado de radio Nacional. Yo miraba las estampas de colores de esas nenas tan delicadas y al verla medio parecida no sabía si enorgullecerme o embroncarme. Por como es de linda, seria y responsable. Nunca transgrede los “Prohibidos” y a mí me da no se qué cuando se queda en el borde del pastito, mirándolo con ganas, pero sin atreverse a pisarlo, porque un  cartel lo decreta. ¿Qué le hicimos a  esta chica para que sea así?.

               La vez que fuimos al Museo Histórico, había un carruaje hermoso en el sector de la época Colonial. Estaba totalmente restaurado, brillante y con el tapizado de pana verde impecable y flamante. Lo vimos a través de los vidrios biselados de las ventanillas. Pablo y yo quríamos sentarnos para ver cómo era, pero Anahí no nos dejó entrar porque temía que viniera el guardia y nos retara.

               Cuando la próxima vez visitamos el Museo, todavía con las ganas y ya envalentonados quisimos hacerlo, ya no pudimos, porque estaba cerrado con un candado que habían puesto en ese lapso.

 

               Bueno, volviendo al paseo: cuando avanzamos más allá de Corrientes, vimos las luces de La Argeliana. Los chicos se quedaron mirando. Pablo señaló la escultura de un Buda sonriente. Me preguntó quién era y qué hacía. Le expliqué lo mejor que pude lo que conocía acerca de los principios del budismo, en lo que tiene que ver con la renuncia a sí mismo y la búsqueda de  la serenidad perfecta. Acerca del a lucha contra las pasiones, los propios  deseos y codicias. Y le hice un paralelo con el cristianismo  por este asunto del cultivo de la humildad, de la mansedumbre y la búsqueda de un estado de gracia, cultivando el desapego y centrando la vida en la oración y la meditación.

               Pablo escuchó, reflexionó y dijo: -Si, si...pero medio falluto el Buda ese. Porque habla mucho de renuncia y humildad pero mirá todas las joyas que tiene...

               Se refería a que en la escultura en cuestión el Buda sostenía unos frutos dorados y estaba profusamente adornado de guirnaldas y collares. Los criterios de mi hijo, como se verá son bastante lineales y simplistas, pero no dejaban de señalar una contradicción a la que estamos atentos los suspicaces.

               Para cambiar de tema y viendo lo embobados que estaban con tanta cosa suntuosa y exquisita les conté: -¿Saben que cuando era estudiante yo una vez vine aquí a ver si  me daban trabajo?. Habían sacado      un  aviso en el diario pidiendo una empleada y como era un lugar tan lindo yo vine. Pero no me tomaron, no me dieron el empleo.

               Pablo me miró. Miró las vidriera tras las cuales el brillo de las arañas de caireles, la suavidad del alabastro, el pulido de los mármoles, el torneado de las maderas nobles decían de un mundo fastuoso y principesco. Volvió a mirarme y dijo: -¡Claro!, no sos tan fina.

               Pensé en putearlo pero tuve que reconocer que allí deberían emplear para que no desentone a alguien con el estilo de Graciela Borges por lo menos.

               Entonces agregué en mi descargo y para intentar una cierta reivindicación: -Bueno, pero al fin me vino bien que no me dieran el empleo, porque así pude adelantar en la carrera, recibirme antes y...

               -¿Cuántas horas trabajarías si estuvieras empleada aquí?- preguntó rapidísimo Pablo. Quería saber si lo dejaría más o menos horas y ese era un dato importante para juzgar la cuestión.

-Las mismas, pero haciendo algo que es vender, que a mí no me sale, no me gusta. Además el sueldo de los empleados de comercio es una porquería-, les dije recordando a mis mutualizados de OCECAC y sus quejas.

Arrancamos de la vidriera que guardaba al enigmático Buda, bajo las luces aristocráticas y pensé que

Buda se quedaba sonriendo irónico, porque quién sabe en cuanto tiempo no había escuchado tantas insolencias juntas.

1984  

 

15-CARTA DE NAVIDAD

               Este va a ser un diciembre distinto.. Porque vos te fuiste viejo.

               Me gustaron siempre los diciembres. El calor que se viene y los helados de la nochecita. Las clases que terminaron y todo el tiempo para jugar. ¡Ah! Y las fiestas...Los negocios iluminados y con guirnaldas. Papá Noel con ribetes de piel blanca en su traje rojo, eternamente sonriente, eternamente sonrosado. Cargado con paquetes con cintas de colores asomándose de su bolsa.

               Mi hermano y yo armábamos el pesebre. Las montañas con papel madera y con nieve de algodón en las  cumbres. Poníamos un laguito hecho con un espejo, con los bordes escondidos en la arena.

               En aquel tiempo no teníamos arbolito. Poníamos junto al pesebre un helecho, el más lindo, que mamá nos prestaba. Las imágenes eran figuras de distintos estilos, tamaños y materiales...No obstante a mi me parecía hermoso.

               Estas van a ser las primeras fiestas en las que no vamos a estar todos juntos. Tal vez no te nombremos. Tal vez nos escondamos para que tus nietos, los chicos, no nos vean. Se que cuando den las doce, no nos diremos nada, pero estaremos pensando lo mismo. Y no se hasta dónde darán mi fuerza y mis buenos propósitos. Los buenos propósitos que tienen que ver con proteger, con no turbar a los que nos acompañen.

               Algo así como tratar de no escandalizar a los inocentes con nuestro dolor y nuestra nostalgia.

               Por lo que te decía de mis hijos que se merecen una madre serena y me apoyan para serlo. Como aquella noche en que entraron súbitamente. Era unos pocos días después. Yo había permanecido más o menos como de costumbre, un poco más callada y hasta ese momento no me habían visto llorar. Entonces aparecieron con las caritas serias y preguntaron qué pasaba. Yo les respondí: -Es que estoy triste, extraño al abuelo...

               Entonces mi hijo dijo una sola cosa, desde sus seis años que funcionó como el argumento más categórico: -Pero estamos nosotros.

               Es cierto viejo, vos no estás, al menos no como te teníamos antes, pero están ellos, y está la vida y desde ella todo lo que espera, todo lo que demanda, todo lo que apremia.

               Y hay una segunda razón. Es cierto, vos has muerto. Vos viviste y estuviste y luego este mayo te acompañamos hasta que fue preciso  despedirte. Estuvimos a tu lado. No dudo de que si percibiste algo hasta el final fue eso: que estábamos ahí. Y si nosotros estábamos ahí entonces fue porque vos estuviste con nosotros antes, siempre. Porque si, vos has muerto. Pero yo puedo decir: tuve un padre.

               Murió porque era viejo, estaba enfermo y cansado y no pudo llevar más lejos su tiempo. Ya había agotado todas las prórrogas. Pero mientras vivió fue una presencia clara, neta, sólida. A veces buscada como puerto y marco de referencia. Otras combatida con la vehemencia con que se lucha para crecer. Siempre como un modelo con el que confrontarnos y del cual deslindarnos para ser nosotros mismos. Y siempre un apoyo incondicional con el cual contar.

               Y el haberte tenido a vos de padre no es banal, produce efectos. Por eso creo que cuando esperemos las doce serenos, no estaremos fingiendo, habrá dolor, claro. Pero lo más verdadero es que vas a estar con nosotros porque vos quedaste. Y ya no vas a poder faltarnos nunca aunque hayas muerto porque te tenemos adentro. Y te tenemos adentro con amor, con bronca, con la admiración de la niñez, con las rebeliones de la adolescencia, con los acuerdos de la juventud en que ya nos pudimos medir de igual a igual. Con los respetos mutuos de después de crecer. Con ese orgullo de cada uno por el otro que disimulábamos adentro y pregonábamos afuera. Con una ternura desaforada, con todo lo que vos eras.

               Y me acuerdo que de los días de la despedida, en aquel mayo, yo iba caminando por las calles y encontraba gente. Distinta gente que solía preguntarme: -¿Cómo estás?-, a quien hubiera podido responder: -Mal, mi padre está muriendo. Pero ¿sabés?, muchas veces dudé antes de decirlo...y no por mi...Sino porque quien hablaba conmigo era tan miserablemente huérfano aunque su padre viviera, y su dolor y su pobreza tan grandes, que hubiera parecido un gesto de soberbia hacer referencia a vos, a lo que eras, a quien eras, y con ello marcar la falta en el otro. Tal vez fue cosa del destino que se revelara esa verdad para mi en esos días. Que me tropezara con tantos huérfanos desde siempre, para que pudiera advertir que aunque estuvieras yéndote, ya nos habías nutrido con lo mejor de vos.

               Algo así creo que es lo que podré pensar este diciembre cuando callemos. Cuando eludamos mirarnos. Cuando lleguen las doce y nazca el niño y veamos que vos, viejo, te fuiste para quedarte de este modo.

               Y te encuentro en el perfume de tu ropa, esa que quedó en los estantes de la cómoda. Y también en aquel papel, cuando al abrir un cajón era tu letra en las anotaciones. Y una vez  en la cola del banco, cuando creí ver tu espalda varios metros delante y rogué que el hombre no se diera vuelta para poder seguir pensando que eras vos. Pero sabiendo que era imposible porque tenía tu mano cuando morías. Y me quedé tercamente cuando cerraron la caja y te acompañé hasta que pusieron la lápida y ya no quedaba nada por hacer allí. Pero yo se que estás de otra manera. Lo confirmé cuando Anahí dijo mirando el papel plateado de una envoltura de cigarrillos: -Con este papel el abuelo me hacía anillitos.

               Así puedo sentir como real que estás conmigo, que me acompañás como una bufanda que me abriga  aunque los otros no vean, aunque yo misma olvide a veces que la estoy llevando. Y es así porque te tuve cuando más te necesitaba, cuando de chica me llevabas a conocer las cosas que te emocionaban: la casa de tus mayores, las calles del centro iluminadas los domingos, los desfiles del 20 de junio en calle Córdoba.

               Mi hermano no pudo cantar más desde que te fuiste. Fue como si se le partiera la voz. Y yo recuerdo que aunque hablabas poco, dijiste una vez que te gustaba escucharlo cantar, te hacía pensar que estaba alegre.  Y mi madre sintió que la mitad de ella está con vos desde entonces, pero que parte de vos se quedó en ella.

               Para mi no hubo nunca dudas de que te llevaba inscripto con tal vigor, que ni la muerte habría de desdibujarte. Lo que quedó de vos en mí es el valor de la tenacidad, de la insistencia en llevar adelante la propia vida, a pesar de obstáculos y desalientos. El valor de sostener las propias decisiones y soportar las contingencias sin aflojar. En suma: el valor del aguante, que no es resignación sino entereza.

Y porque soy terca como vos, voy a seguir. Un poco triste pero no importa. Si mi hija recuerda: -Con este papel el abuelo me hacía anillitos.- es que está todo en orden. No te has ido del todo.

1984

 

16-HISTORIA SIMPLE

               Luis debía encargarse  de  decoración navideña del vestíbulo. Lobbie le dicen los cultos. Importante el hotel. Cerca del obelisco el hotel. Sobre la avenida de 25 carriles donde nos aterramos los  provincianos.

               Turistas extranjeros, alfombras espesas,  mucha madera lustrada, dólares, nose cuantas estrellas pero varias.

               Entonces Luis se dijo: -¿ Qué presupuesto me asignan?-. Y para salir de dudas fue a preguntarle al gerente. El gerente irritado, al borde del colapso contestó: -¡Todos, todos, todos me piden plata...La gobernanta pide plata, el de mantenimiento pide plata, la lencera pide plata...¡Ahora usted también me pide plata!. ¡Yo no tengo plata! ...arréglese con  lo que hay en la casa para el decorado navideño...

               Entonces Luis precisó, cosa de estar seguro: -¿Me da carta blanca? – Y le brillaron los ojos.

 

               La gobernanta austera preguntó: -¿Una escalera?

               Luis repitió: -Una escalera.            

               -¡Ah! ¿ Y de que altura?- intentó determinar la gobernanta.

               -No, la altura no importa, más o menos así. La mano de Luis hizo un vagoroso gesto en el aire.

               -¡Ah! ¿Y para subir adónde?-

               -¡Para subir a ningún lado Jesusa, es para fabricar un árbol de Navidad...

               -¡Ah! Para fabricar un árbol de Navidad.- Sin demasiado asombro, sin ningún comentario, eso si, meneando la cabeza con resignación, Jesusa le mostró varias.

 

               El pintor preguntó con su voz más  neutra: -¿Verde claro o verde oscuro?

               -Verde inglés.

 

               El carpintero se aseguró: -¿De terciada o de aglomerado quiere la estrella?

               -De terciada.- sentenció solemnemente Luis.

               Y después de ponerla con un clavo en la punta, buscó un balde, de esos de construcción, el menos abollado que encontró, y lo llenó con esferas doradas que se asomaban de los bordes. Lo colgó cosa de que cayera hasta más o menos la mitad del pino, perdón, digo de la escalera, sostenido por una soga blanca.

 

               -¿Delante de la puerta de entrada o delante del ascensor?- preguntó el conserje, divertido.

               -Delante del espejo- indicó Luis, contundente.

 

               El pasajero uruguayo dijo entusiasmado: -¡Fantástico! ¡Parece una creación de la Minujín o de Polesello!. Un árbol que simboliza el esfuerzo por ascender, la lucha para resolver las dificultades, el impulso por alcanzar las metas...

 

               Los compañeros le dijeron: -¡Te pasaste flaco...ésto va a dar que hablar!-

               El gerente, pálido, no dijo nada. Solo se llevó la mano al pecho (lado izquierdo) y contuvo la respiración.

 

               La prima dijo: -Contámelo con detalles, que ésto es para escribir un cuento...

 

               El vecino del bar de al lado dijo irónico, señalando el suyo, comprado en Casa Tía: -Vení, mirá...esto es un arbolito de Navidad...Si andaban tan mal las cosas, hubieras avisado, viejo...

               Luis lo miró despectivo y respondió: -Nadie, nadie ve tu arbolito que es como el más común de los arbolitos. Si no estuviera, sería lo mismo. Es tan exactamente igual a todos los otros que pasa desapercibido...

 

               El periodista canchereó cuando vino a tomar las fotos: -¿Y qué es lo que viene a  representar?

               Luis contestó: -Puede representar distintas cosas...cada uno le da la interpretación que quiere...Yo intenté mostrar un medio para salir de la mierda en que estamos sumergidos...- El periodista cortado,ya no más canchero, dijo: -Bueeeeno...voy a sacar unas fotos...

 

               La voz anónima del teléfono dijo: -¿Qué mamarracho es ese? ¿Quieren uno mangos para comprar un arbolito en serio?-

 

               Entre tanto, la escalera, impávida, se enseñoreaba burlona y   jactanciosa, impregnada del espíritu de la Navidad. Y Luis, con una guiñada cómplice, me mandaba la foto, para que lo viera retratado al lado de su creación, mezcla de delirio punk y travesura surrealista.

Navidad el 84

 

17-ACERCA  DE  LEALTADES  Y  TRAICIONES

               Mis vecinos mecánicos son amables. Gordos, robustos, alegres, gente común con la que  una espera poder tener siempre relaciones cordiales. Cuando se mudaron, y hasta tener la propia electricidad, necesitaron una  vez hacer una conexión desde casa, para proveerse, y se la cedimos con hospitalidad  por ser recién llegados al barrio.

               A su vez, ellos me ayudaron a desencajar el Citroen las dos o tres veces en que se  me quedó atascado en la cámara sin tapa del garage (con una rueda en el pozo, y  el resto todo ladeado). Ellos venían enseguida y con los dos dedos índices, tomaban al auto del paragolpes y : ¡Uno, dos, hop!, lo volvían a poner con sus cuatro ruedas sobre el piso. Buena vecindad, le dicen.

               Pero he aquí, que los dos robustos mecánicos, tal vez para asustar a incautas lauchitas, trajeron un gato. El gato vivía entre las tuercas, tal vez un poco aburrido de juntas y retenes, carburadores y    embriages, que, entre nosotros, no se que atractivo pueden tener.

               De vez en cuando espiaba con disimulo de gato hacia el lado de mi casa, donde, como en toda casa, pasan cosas entretenidas. No se que habrá podido juzgar, pero parece que empezó a evaluar la posibilidad de mudarse. Y meditando profundamente, debe habérsele ocurrido la idea de adoptarnos.

               Todo el mundo sabe que hay que ser muy, pero muy soberbio para decir: -Yo tengo un gato.

               Porque los gatos no se tienen. Ellos tienen a sus dueños. Por el tiempo que se les cante, con indolencia, insolencia y desparpajo, como quien hace un favor... y solo en tanto se sientan bien tratados, mejor servidos y formalmente reverenciados.

               Como buen gato cauteloso, éste del que les hablo, empezó  a observarnos, para ver que decidía respecto a nuestra adopción.

               La primera vez que lo noté, me miraba fijamente, sentado sobre un montón de arena, un domingo a la mañana en que yo barría n la vereda la tierra que quedó desparramada, después de sacar el cedro del frente para transplantarlo a Funes.

               Yo trabajaba y sudaba esforzadamente. El gato me miraba, me miraba y me miraba. Irrespetuoso y para nada solidario. No digo que agarrara otra escoba  para ayudarme a barrer, pero por lo menos podría haber mirado para otro lado, cosa de no hacerme sentir la humillación de estar allí trabajando, puteando y agitándome mientras todos dormían.

               Luego lo vimos acostado en el techo del Citroen. Y los chicos, ese fue el minuto fatal, quisieron llevarle leche: -Porque seguramente el gatito se sentía solo, ya que en día domingo el taller queda vacío y los mecánicos ni asoman.- fue lo que dijeron.

               Yo sabía que nuestra vida estaba a punto de cambiar. Pero como Pablo hacía tiempo que pedía un animalito doméstico...Y como en la opción un gato obliga menos que un perro porque es más independiente... Y como no los conformaban los gorriones, tacuaritas y palomas que bajaban al fondo a comer semillitas...

               La última vez que le habían preguntado si tenía algún animalito nos hizo quedar como el culo respondiendo: -Si. Tengo moscas, hormigas, cucarachas, bichos bolita y polillas.- Esto dicho mirándonos torvamente y mascullando con bronca, como para ver que efecto  producía.

               Así pues, ese domingo pensé que había llegado el momento de dejarle cuidar, alimentar y mimar a un animalito en casa.

               Bueh! El gato se fue instalando. Del techo del Citroen pasó a la puerta de entrada. De la puerta de entrada a los sillones de la sala. De los sillones de la sala a las sillas de la cocina. Lo alcancé a frenar en la puerta de los dormitorios (aunque no se por cuanto tiempo), con el estentóreo grito de Snoopi: -¡Estúpido gato!- Y él en lugar de huir asustado,  con altanería se pegó la media vuelta, me midió de arriba abajo casi con desprecio y se fue lentamente, con lo que me dejó pagando.

               Los chicos, pendientes de él, han festejado cada uno de sus movimientos, y él despreocupado, se ha dejado amar, como buen divo que es. (Tal vez sea eso lo que no le aguante. Hasta su llegada ese lugar era el mío.)

               El último paso para aceptar que nos adopte hubiera sido la consulta a la veterinaria, para ver que podría necesitar un gato chico, blanco y negro, común y corriente pero con aspiraciones de emperador. Pero antes que eso pensé que debíamos ponernos en orden con los vecinos.

               Como ellos, de vez en cuando, lo venían a buscar y lo llevaban al taller, pero el gato insistía en reaparecer por casa, era evidente que se mantenía bastante firme en su decisión de tomarnos como nueva familia. Así, decidí tratar formalmente la situación a fin de resolverla amigablemente, y de que no creyeran que estábamos sustrayéndoles el gato. ¿Cómo se llama al hurto de un gato?

               En fin, quería decirle que lo nuestro no era un robo sino la aceptación de los hechos consumados. El gato nos había elegido, tal vez por el halago de dos niños rindiéndole pleitesía, dándole leche y caricias, jugando con él.

               El mecánico más gordo dijo que estaba bien, que nos quedáramos con el gato. Que tendríamos que hacer la transferencia, como se hace de los autos y que en este caso sería una transferencia muy original. Pensé: -¡Oh! ¡Qué ocurrente...!-  Luego siguió contándome que el gato, a veces los va a visitar y que él lo embroma diciéndole: -¡Ah gato traidor hijo de puta...! Sos peor que las mujeres, que les ofrecen pieles y joyas y se van por detrás, dejando a quien sea...

               Yo dije de nuevo: -¡Oh! ¡Qué ocurrente...!- y me retiré a meditar sus palabras.

 

               Lo primero que se me cruzó fue: -Pero...¿qué se cree? ¿Es que nació de una almeja, de una lechuga o lo trajo la cigüeña? ¿Y cómo va a decir que todas las mujeres son traidoras como este gato traidor? Nos hace caer en la volteada a la madre que no es una lechuga, a mi a quien está hablando en este momento y a todas las otras mujeres, sean fieles o tramposas que andan por allí.

               Lo segundo que se me ocurrió es que tal vez la traición y la lealtad no estén igualmente distribuidas en el reino animal. Se que Lorenz, mi etólogo favorito,  tiene un capítulo memorable que se llama “La fidelidad también existe”, en donde se refiere a los perros de raza Chow como depositarios y máxima expresión de dicha cualidad, la fidelidad.  Dice: ...“Se entrega totalmente a un solo dueño, o bien, cuando no encuentra un verdadero dueño o lo ha perdido, no pertenece a nadie. En este caso se hace como un gato, con lo cual significo, que puede vivir junto a los hombres, aunque sin establecer una profunda relación con ellos.”...

               Así entonces, podría  ser justo atribuirle al gato menos fidelidad de la que tendrían otros animales. Pero ¿es lícito equiparar al gato con las mujeres como si fueran más traidoras?. ¡Con quienes traicionan las mujeres que traicionan?. En general con hombres, que a su vez están siendo desleales ...

               Así que lo tercero que se me ocurrió es que la capacidad para ser leal o desleal está distribuida en el género humano con bastante equidad.

Onetti escribe: “Dios no es racista (ni sexista agregaría yo), tal vez nos desconcierte a veces, pero tengo pruebas de que es imparcial cuando reparte la tilinguería entre  los mortales”.

Por eso ahora, y siguiendo esa línea de reflexiones, voy a prepararme para la próxima charla con mi vecino, el robusto mecánico. Y  si surge el tema, puedo persuadirlo para que piense  este asunto de las lealtades y traiciones, y, por ahí revise algunos puntos de vista.

Pero de lo que estoy más segura, es de que por si acaso, y como tengo bronca, voy a aprender karate.

               1986

 

18-EN  DEFENSA  DE  MIS  ALAS

               No, yo no soy un  ángel. Cuando hablo de defender mis alas me refiero a  las de la imaginación, acosada a hondazos por los cuatro costados, en  estas obligaciones prosaicas del vivir, que me arrinconan para que me ocupe de cosas presuntamente importantes: pagar impuestos, mirar las ecuaciones en el cuaderno de mi hijo, cumplir horarios, aparecer como una señora sensata. Digo presuntamente porque bien se, que en verdad me arrinconan para que deje de delirar, de imaginar, de soñar. Parece que es peligroso.

               Yo creo que esta disposición para imaginar me viene de mi abuelo andaluz, que no conocí, pero del que me contaron que era un rico tipo, vago y alegre. Que había aprendido solo, sin maestros toda una cantidad de cosas, entre ellas a nadar en el mar y a tocar la guitarra. Se llamaba Antonio Alfonso.

               Y me recuerda a aquel otro Alfonso: Alfonso Alonso Aragón para más datos, que en tantos carnavales se adueñara del cetro de transitorio rey. Y este Alonso Alfonso rey, me trae a aquel Alonso. Alonso Quijano, “el bueno”. El de las historias de caballería que combatiera con los molinos de viento.

               Y de los tres: mi abuelo Antonio Alfonso, el rey Alfonso Alonso y el ilustre caballero Alonso Quijano...pues no se cuál de los tres fue más Quijote.

               De mi abuelo se dice que provenía de una familia de gitanos pobres y audaces. Poco se cuenta de sus principios en Argentina. Poco se cuenta (porque es la parte dudosa del relato) de cómo y cuándo se instaló en Rosario el grupo familiar, poniendo algo así como un cafetín  en la zona de Pichincha (nunca me dicen por qué) y cómo entonces las tres hermosas hermanas mayores trabajaban allí para ayudar a sus padres (no me cuentan en qué cosa). Y como entonces mi abuelo, en trance de casarse consiguió un empleo en ferrocarriles, por intermediación de un inglés rico e influyente, amigo de la familia (¿y enamorado de una de las tres chicas?). Y con ese empleo como principio, mi abuelo partió destinado a algún pueblito de campaña. Allí comienzan los relatos más consistentes y minuciosos de mi madre, porque los que se refieren a épocas anteriores son deshilvanados y en retazos (¿por acción de la censura?).

               Lo que recuerda mi madre de mi abuelo es que tenía una linda voz. Cantaba por bulerías, enhebraba largas verónicas, estudiaba los registros de sus hijos haciéndolos poner a su alrededor (de ella decía que chirriaba como un grillo) y... meta fandango. Mientras otros inmigrantes laburaban hasta los domingos “para hacerse la América”, él hacía de su vida un largo domingo y permitía, como quien le hace un favor, que América lo dejara ir viviendo.

               Lo que también se dice de él, es que era un tipo imaginativo, con visión de futuro, que chumbaba a sus amigos, contándole sus figuraciones. Por ejemplo les decía que habría un tiempo (en ese entonces recién existía la telegrafía sin hilos y el biógrafo era un invento raro de unos franchutes al que no se le veía ningún futuro) en que podía verse  en una pantalla y por algún aparatejo que ya se inventaría, lo que estaba pasando    en cualquier lugar del mundo.

               Todos al escucharlo se miraban socarronamente y decían: -¡Qué andaluz más loco...pura fantasía. Mira si vamos a poder ver acá lo que pasa en otro lado...Qué tío más chalaó!

               Lo mirarían con sarcasmo, como ahora me miran a mí algunos, incluyendo a los irrespetuosos de mis hijos, cuando les hablo del invento que yo anhelo: el cinturón de volar. Un cinturón sencillito y liviano, con una pequeña botonera que permitirá el ascenso, el desplazamiento y el descenso, con solo pulsar los botones. Estoy convencida de que no se trata de nada tan exótico, y de que lo van a a poder lograr en poco tiempo. Lo que no se, es si se podrá industrializar y comercializar tan pronto. Esto es, si tendrá suficiente difusión como  para aspirara tenerlo y usarlo antes de que yo sea tan viejita, que eso me impida sacar el registro. Cuando alguien se ríe de la seguridad con que planteo lo del cinturón de volar, yo lo miro con desprecio, recordando que también se burlaban de mi abuelo, el Julio Verne de estas pampas. Abuelo que fue de veras un visionario, un tipo fantástico, aunque se murió tan pronto.

               La mujer, mi abuela, que si conocí porque lo sobrevivió muchos años y era igual a la abuelita del dibujo de Malandrín, la que protege al pajarito Twiti, le tenía mucha paciencia.

               Además de paciencia le tenía muchos hijos. Uno casi todos los años. Algunos morían, otros crecían, más o menos flacos, más o menos libres. El caso es que cuando él murió (no había suprimido licores ni cigarros...porque: “A vivir, a vivir, que el morir es un tris”) ella se quedó con una docena de hijos que terminar de criar, alguno tan pequeñito que aún tomaba el pecho.

               Una podría pensar: ¡qué andaluz más irresponsable...!. pero hasta dónde se puede planear la vida, hasta donde se puede anticipar la muerte...El vivió su gitanería, a como se le dio la gana, y algo se prolongó en los hijos que lo recuerdan como al loco lindo que les enseñó nada menos que a cantar. Y se prolonga también el los delirios de sus nietos. Seguro que este abuelo andaluz tiene que ver con la defensa de mis alas.

               Y por allí pienso que esta capacidad de delirar es antagónica de esa otra capacidad de razonamiento puntual, riguroso, sistemático y productivo, que aunque me lo proponga, solo me sale de vez en cuando. No importa, mis amigas igual me quieren, y hasta compensan mis fallas. Por ejemplo Lili, que empezó siendo mi alumna, pero que siguió estudiando con tanta seriedad, que ahora, cuando necesito fundamentos teóricos para alguno de mis panfletos...la tengo de referente para consultas serias. Así, yo escribo un testimonio virulento acerca de la condición femenina, como “La adolescencia del segundo sexo”, que hace que algún miedoso diga que estoy más loca que una cabra. Y entonces ella sostiene y amplia el testimonio con un ensayo de medulosas conceptualizaciones en que recorre Freud, lo fertiliza con Irigaray, lo atraviesa con Safuan e Israel y lo critica con Olivier. Desde entonces ya nadie se anima a decir que mis gruñidos son irrelevantes, porque con el trabajo bibliográfico que ella plasmó, es imposible rebatir nuestros argumentos. Verdadera tarea en equipo.

               Pero a mi  me sigue fascinando  la irracionalidad. Sin ir muy lejos, yo podría haberlo despertado a Alberto con varias noticias, a modo de telegrama surrealista, y él se hubiera quedado pensando, en medio de las brumas del sueño, si no me habría alucinado. Podría haberle dicho: -Se suicidó un alumno. El gato volvió a hacer pis en el living. Anahí está resfriada. -Todo lo cual era rigurosamente cierto.

               Pero tuve escrúpulos en hacerlo, porque ¿cómo meter en una misma bolsa lo trágico y lo banal. No estamos acostumbrados, aunque en realidad así es como se dan las cosas en lo cotidiano. La muerte está mezclada con la vida, pero tendemos a verla como tan solemne , que pareciera que hay que hacer punto y aparte para hablar de ella. Como dijo el Cuchi Leguizamón: “La muerte es una vulgaridad con aspiraciones de eternidad”, pero cuesta darse cuenta.

Yo ya tengo varios amigos del otro lado, del lado de la muerte, y me puedo imaginar a mí misma, llegando para reanudar las relaciones que quedaron interrumpidas.

               Para empezar, tengo allá a mi padre, con el que me quedaron  cosas por discutir, aunque creo que ni aún toda la eternidad nos alcanzaría para concordar en algunas. De todos modos sería  un alegrón verlo.También hay allá un par de maestros viejos y sabios. Como Tramontín, que fue mi primer profesor, de mi primera materia, en mi primer año en la Facultad, y con el que conversaríamos luego tantas veces. Es que más tarde de esos primeros principios, hubo muchos después. Y allá está también Fray Francisco Sussino, director del Colegio en  el que di clase por tanto tiempo. Que era un genio, y el hombre más bondadoso, al lado del cual me sentaba en las horas sandwich, como Mafalda en su sillita, solo para oírlo, porque siempre que hablaba, decía tantas cosas importantes, y enseñaba con tanta generosidad, que no se desperdiciaba ni uno solo de los segundos pasados a su lado.

Bueno, también hay allá un par de amigas y una prima, ero que se fue temprano, dejándonos a todos con la palabra en la boca.

Y si sigo con el recuento, también del otro lado hay hasta un ex novio de la adolescencia, que me había llegado a conmover, pero con el que no pasó nada, porque era tan displicente que no se ajustaba a mis demandas. Yo no me hubiera enganchado con nadie que no languideciera jurando amor eterno, que no me diera la certeza inconmovible de su adhesión...Porque a narcisismo, el de aquella edad, y a aires de reina, los de entonces.

Y este ex novio era medio indolente. Por ahí llamaba, por ahí no...así que nunca le di mucho crédito y el romance no prosperó. De todas formas, si lo encontrara allá...quien sabe...sería alguien con quien continuar el juego de la seducción.

Ni menciono la muchedumbre de tíos y tías que esperan tras el límite, porque con la mayoría no teníamos mucho en común antes y no creo que pudiéramos tenerlo después. Salvo me tía Lola, que fue tan dulce y tan paciente, y que solo tenía hijos varones, y me había tomado más como hija sustituta que como sobrina predilecta, y me dejaba subirme a su falda gigantesca como un médano y peinarla por horas. Y que además tenía fantasía.

Ahora es difícil encontrar gente con fantasía. Hasta los chicos vienen siendo tan adultos, es decir, tan insoportablemente racionales, que desmienten la frase de Lelé cuando dijo: “Yo quiero seguir siendo chica, a los adultos los odio, no los quiero, por eso jamás voy a se adulta”. Porque ahora hasta los niñitos vienen adulterados, es decir hechos adultos  antes de tiempo.

               Nelli Casas contaba de un niñito de pre jardín que al relatarle su maestra el nacimiento de Jesús y de cómo había sido en un establo, preguntó alarmado: -¿Pero...esa familia no tenía Obra Social?. – Faltaba que agregara: -¡Qué desaprensivos!-

               Yo recuerdo otro que escuchaba a gesta de Sn Martín. Le contaban la parte de la historia en que llega a San Lorenzo. El reflexionaba sobre el asunto cuando le surgió una duda: -San Martín, para entrar al convento y subir al mirador ¿tuvo que presentar una nota, o lo dejaron entrar así nomás...?-Valga esto como ejemplo de lo que es vivir en medio de burocracias.

En otra oportunidad, con la visita de los reyes de España a Rosario, hubo quien preguntó, viendo  pasar el coche fastuoso que conducía a sus reales majestades, entre aclamaciones de gallegos entusiastas: -¿El auto tendrá vidrios blindados? Digo...por si hay alguno con rifle con  mira telescópica...-

Se trataba en todos estos casos de comentarios totalmente espontáneos de niñitos pre-escolares de familias cualunques, lo que me lleva a pensar que las cosas están cambiando, y los niñitos ahora son distintos de lo que eran y van perdiendo “esa magia de la infancia”.

               Así, yo me refugio en los viejos, en los que están y en los que, como mi abuelo andaluz, se fueron tocando la guitarra, tomando manzanilla y pitando un negro, mientras los hombres serios los miraban torvamente, porque los vagos no eran capaces de asumir sacrificios, deberes y responsabilidades (palabras todas ellas horribles como sopa).

               Me consuelo cuando encuentro gente que aún conserva una buena dosis de fantasía. Para ponerla  prueba siempre hay oportunidades, como cuando el sifón se descompuso y hubo que llevarlo a arreglar. Yo podría haber dicho: -Falla el mecanismo, se gastó una pieza y no funciona.-  O podría haber dicho:- La soda sale despacio y con poca fuerza...- Todas ellas explicaciones largas, engorrosas y además parciales e incompletas.

                                       En cambio, cuando ella pregunto:- ¿Qué tiene?.- yo decidí ponerla a prueba y mirándola de reojo contesté muy

                                       seria: -Está triste.-

No se inmutó, pero percibí que me había entendido perfectamente. ¡Oh maravilla, me entendió, y no tuve que decirle ni una palabra más!

Cuando me lo devolvió arreglado tenía ganas, cuando menos de darle un beso, y cuanto más, de contarle de mi cinturón de volar.

1986

 

19- LA INTRUSA ( versión heroica)

               Apareció un día.

               Absolutamente bella.

               Absolutamente enigmática.

Absolutamente desdeñosa.

               Clavó en mi sus ojos inmensos, rasgados, como de verde cristal transparente.

               Pero la mirada quedaba allí, no me permitía ahondar en ella, fría, cautelosa, tal vez especuladora.

               Me pregunté qué misterio escondía. Qué secreto albergaba tras su silencio impasible.

               ¿Por qué tanta desconfianza?. ¿Por qué tan retaceada su entrega?.

               Nada en ella era corriente, ordinario. La piel impecable, el gesto, soberbio.

               Caminó majestuosamente hacia mí, pero eludió mi contacto.

Su vientre combado lleno de vida nueva, no disminuía la gracia y dignidad de sus movimientos.

               Pero ¿por qué tan altiva distancia?. Si yo ya estaba rendida...

Me recordaba vagamente algo, o alguien...¡Claro!.

               Era una película: “El futuro es mujer”, en donde Ornella Mutti, también los ojos luminosos e inescrutables, también el embarazo redondeando su figura, se instalaba en la vida de una mujer, para convertir el cosmos en caos.

               Ahora ella estaba allí, y yo, como esa mujer que había visto cambiado su mundo, la recibía como si ello fuera un privilegio. Sin preguntar de dónde venía. Sin indagar nada. Disfrutando solo de la magia de esa presencia fascinante, esquiva, seductora hasta la alienación.

               A su lado, todas las otras cosas se deslucían y pasaban a un segundo plano. Los otros intereses, los otros afectos, las otras fidelidades.

               Mi madre, vieja y sabia dijo: -Estás enamorada.

               Y fue como si yo escuchara: -Estás perdida.

               Era cierto...la miré casi suplicante.

               Pero su mirada no arrancaba desde adentro, sino desde la fría superficie de cristal de sus ojos increíbles, y no decía nada, no prometía nada, no concedía nada.

               Tal vez se iría pronto llevándose su hechizo.

               Tal vez dejaría su cría, como signo y recuerdo de su paso por nuestras vidas.

 

               Lo que yo presentía es que no se quedaría con nosotros.

               No estaba hecha para quedar con nadie. Salvaje, libre, aventurera...

               Extendí mi mano hacia ella, pero se retiró entre indolente y despectiva.

               Supe que nunca sería mía.

               Que defendería ferozmente su independencia sin dar un palmo más de lo que se le antojara.

               Aún así yo la amaba. ¿Tal vez por eso yo la amaba?.

                Entonces fue que mi compañera salió del consultorio protestando.

               -Gata de porquería  malcriada, otra vez hizo pis y mojó los Seminarios de Lacán. Y decime...¿qué vamos a hacer si tiene los gatitos acá?.

1986

 

20- MEFISTÓFELES ( versión sofisticada)

               El gato absolutamente negro, de expresión inmutable, nos mira desafiante. El gesto alerta, los movimientos pausados, contenidos, como deslizándose siempre al borde de la tragedia. Concentrado en una vigilancia tensa.

               Su color como de noche cerrada y lo siniestro de su actitud han hecho que alguien lo comparara al gato de Poe, mensajero de lo demoníaco.

               Extático, mirándonos con fijeza deja que crezca y crezca la pregunta: -¿Cuándo, cuándo saltará para enterrarnos garras y colmillos desgarrando con saña?

               Y la espera es más angustiosa por su inmovilidad de estatua.

 

               Pasamos cautelosos y sólo cuando es imprescindible, a prudente distancia. Apenas levanta la cabeza y clava en nosotros el resplandor amarillo de sus ojos.

               ¿Cómo anticipar, cómo prevenir el momento dramático en que la violencia de su ataque estalle y  llegue para abatirnos?

               Enigmático y feroz, con una crueldad impasible, indiferente a la tensión de esta espera interminable que él promueve con su vigilancia, solo dale de ella pocas veces.

               Cuando se despereza, de un salto se instala en nuestro regazo, ronronea y después de hacerse un ovillo se queda a dormir la siesta.

1987

 

21-HISTORIA CON GATOS (versión doméstica de las dos últimas historias)

               Siempre quise tener un jacarandá, y uno creció solo en el patio, en un verano generoso. También quise que alguno de mis hijos tuviera los ojos azules del padre. Por algo había elegido tal padre para mis hijos. Pero en vez de eso tengo un gato que cuando era bebé tuvo los ojos azules. Algo es algo.

Las historias con gatos empezaron hace tiempo.  Primero llegó Malandrín, ( ver “Acerca de lealtades y traiciones”) un gato atorrante de ojos amarillos. Después Ornella (como la Mutti en “El futuro es mujer”) con rutilantes ojos verdes, y como ella embarazada.( ver “La Intrusa”). Yo me inquietaba, vagamente censuradora, y le hablaba acerca del embarazo que portaba, siendo madre soltera, sin atreverme a usar el termino deshonor –tan anticuado- pero en verdad algo recriminadora. Ella me miraba indiferente y después me daba la espalda y me dejaba hablando sola. Y como este asunto de las madres solteras es tan controvertido, yo terminaba callándome y ella seguía impasible y digna.

               En realidad Ornella parece una gata, pero tengo la sospecha de que se trata de una princesa rusa sobreviviente de las masacres de octubre, que alcanzó a escapar, junto con Anastasia y otras damas de la nobleza.

               Por último llegó su hijo, el bebé (ver “Mefistófeles”) nacido en el placard de Pablo, primogénito y único de madre aristocrática. Sus veleidades tal vez se deban a su condición de sobreprotegido de dos madres ansiosas, Ornella y yo. A consecuencia de tantos cuidados maternales ha tenido un desarrollo peculiar para un gato, al punto de que las malas lenguas lo catalogan como ambiguo, demasiado delicado...Yo me indigno porque lo que creo es que está confuso en cuanto a su identidad. Y no es para menos, entre Ornella y yo cuidándolo con tanto esmero y siguiéndolo con mirada aprensiva en sus correrías. Y si está confundido es entre si es gato o chico, entre su filiación felina o humana.. Nos sucede de echarnos a temblar sólo de saberlo allí, amenazante y silencioso, tanto más amenazante cuanto más silencioso.

               He admirado los ojos azules desde siempre. Y abrigaba la esperanza de que alguno de mis hijos los heredaran, pero los dos tienen ojos castaños. En cambio, este bebé gato, cuando abrió los suyos, tuvo los de color más azul que yo hubiera visto, y aunque luego viraran al verde y más tarde al amarillo, me brindó en ese momento la satisfacción de un deseo largamente acariciado. Fue como si se realizara, en forma tardía, temporaria y por un sendero no tradicional un viejo anhelo.

               Su madre, su otra madre digo, le habla en distintos tonos y la he visto tomarlo con las manos para ponerlo a la teta. Y también sostenerlo firmemente, como yo lo sostengo a Pablo para peinarlo, cuando él, como Pablo, se quiere borrar. La he visto protestar airada una vez que la dejamos inadvertidamente afuera y separada de su hijo. También avergonzarse con mirada culposa cuando lo retábamos porque había hecho pis en el felpudo. En una oportunidad en que lo retamos más fuerte porque había roto unos papeles lo llevó al patio para lamerlo consoladora y como desautorizándonos.

               Y el bebé, por su parte, ha tenido respuestas conmovedoras. Una vez se alteró visiblemente cuando en un programa de televisión escuchó llorar a un niño. Pero cuando me metió del todo en el bolsillo fue cuando se inquietó por Pablo, que lloriqueaba en una silla con dolor de panza. La daba vueltas alrededor, se subía a su falda, le tocaba a cara y  parecía querer abrazarlo, como si advirtiera lo difícil de la situación y se angustiara y solidarizara como un hermano preocupado.

               Ahora ya se comporta como un adolescente desmañado e indolente. Tras su primera escapada volvió a las cuatro de la madrugada, pero está tan mal acostumbrado, que en lugar de volver con expresión contrita o al menos ser cauteloso y tratar de pasar desapercibido, se creyó con derecho a ser atendido ¡a esas deshoras!. Y maullaba plañidero al lado de la cama grande, hasta que mi marido se hartó y lo fue a atender.

               Yo me quedé furiosa por su desconsideración, porque si se va de joda, que después se aguante, al fin, él elige. Para colmo, ahora me mira con los ojos entrecerrados, desde su experiencia de haber ido a correr aventuras, misterioso y en silencio. Medio despectivo, porque al fin, yo solo soy una madre burguesa que no sabe casi nada de la vida. Su otra madre lo deja correr, sin hacerse grandes problemas, se ve que es más sensata que yo.

               En cuanto a Malandrín, el gato adulto, al verse desplazado por la aparición de Ornella y el nacimiento del bebé, se dejó de cuidar y acicalar como lo hacía, como si se hubiera echado al abandono. De sus correrías volvía herido y maltrecho. Lo atendíamos con algo de culpa, pero volvió a irse otras veces, tal vez resintiendo que ya no era el único. Para colmo Ornella parecía no considerarlo digno de su alcurnia y hasta el bebé arqueaba el lomo y le mostraba las uñas.

               Un anochecer, con expresión que tal vez reflejaba su decepción de vivir, nos hizo pis encima de los pies a cada uno y se fue para siempre. No entendimos su conducta irracional...pero...¿quién sabe lo que piensa un gato?

1987

              

22-CARTA A GLADIS

               Hace tiempo te dejé un nene de 6 años, preguntón, menudo y castaño, sin señas particulares, que respondía al nombre de Pablo. No Pablo Picasso, ni Casals, ni Neruda.

Pero más importante para mí que todos ellos, aunque ellos hayan sido genios, porque se trataba de Pablo, mi hijo.

               Y vos sabés que “La maternidad es un extraño compromiso de narcisismo y altruismo, sueños, sinceridad, fe, devoción y cinismo”, todo junto como en el tango Cambalache, que hace que cuando debemos dejar a nuestros hijos, las madres sintamos que nos jugamos enteras. Al dejar a un hijo, una parte de si misma va a quedar separada y expuesta.

               Tal vez aceptar el crecimiento de los hijos sea entrenarse en ir dejándolos cada vez más tiempo en distintos espacios. La escuela fue uno de los primeros espacios en que lo dejé a Pablo, de tu mano hace cuatro años. Y lo dejé un poco aprehensiva y un poco celosa porque ¿quién era esa maestra?, ¿tendría experiencia?, ¿tendría paciencia?, sabría entenderlo?. Hoy me lo devolvés más grande, más fuerte, más bueno. Y todas esas preguntas tuvieron respuestas.

               Cuando te conocí aquel primer día de clase del primer grado, la inquietud nos invadía a todos quienes esperábamos en ese patio.  Los chicos expectantes, las madres especulando qué hacer, para parecer menos nerviosas, y las maestras preguntándose quiénes les darían más trabajo, si los chicos o sus madres.

               Vos agrupaste a los chicos a tu alrededor y los llevaste a conocer la escuela y nosotras respiramos más tranquilas cuando los vimos seguirte confiados y alegres.

               Después vinieron estos años en los que te fuiste dando cada día, en cada clase. Se te llegó a ver con bastante vanidad (te hacía falta un babero) cuando hablabas de los progresos de “tus chicos”, que habían sido “nuestros chicos” y que desde entonces y para siempre serían tuyos y nuestros. Pero eso fue algo que se iría dando en este tiempo. Y las madres pudimos entenderlo, a pesar de que, como te decía, el grupo “madres” categorizado dentro de la especie humana, género femenino, número singular, o peor, plural... es bastante peculiar. Especialmente en lo referido a los hijos, territorio compartido con el grupo maestras.

               Este grupo “maestras” dentro de la citada especie humana, tiene como principal característica la de padecer distintos y agobiantes fardos.

Padecen el trabajo demoledor, porque aunque sean tan simpáticos como los nuestros, reconozcamos que 30 pibes son muchos. Padecen las presiones de la jerarquía, de los supervisores pidiendo la ejercitación, de los directivos exigiendo el cumplimiento del papeleo, y los gritos de los porteros  que no dejan pasar cuando están con el lampazo. Padecen lo magro de las asignaciones, que siguen pareciendo un chiste. Maestras que a veces tropiezan con la indiferencia de la comunidad que les demanda más y más en aras de una mistificada vocación, llamándola apostolado para encubrir que se trata de un trabajo: creativo, enriquecedor y complejo, pero trabajo al fin. Y que sea un trabajo no requiere que se dejen afuera los sentimientos. Así que con dichos sentimientos puestos y a cuestas retoman cada día la tarea de formar personas . Y padecen también (en este recuento parcial e incompleto) la intrusiva presencias del grupo “madres”, especialmente demandante y absorbente. Es que las maestras son para las madres y las madres para las  maestras muy especiales. Hay maestras que pasan a ser, como vos, una presencia importante  para la familia. Sobre todo a través de los comentarios de los chicos que nos azuzan a la competencia cuando afirman: -Mi maestra me lo dijo.- Y entre líneas puede leerse: -Entonces vos callate.

Y a esa maestra que sos, es a la que hablo saliéndome del lugar solemne de discursos rimbombantes donde se habla de lauros sagrados, de epopeyas heroicas, de prístinas vidas y de prohombre ilustres como se suele hablar en el día del maestro. Al fin los patriotas que hicieron posible la educación del pueblo ya tienen sus historiadores y a mí me interesa más hablarle a una maestra como vos, maestra de estos chicos que son los nuestros. Chicos, que debo confesarlo no siempre miraron con simpatía a Sarmiento, ese señor ceñudo que “se inventó la escuela”, como decía aquel niñito de primer grado. Pero chicos que, también debo confesarlo, siempre amaron fervorosamente a su primera maestra. Maestra que se convirtió en aliada cuando logró de nuestros hijos aquello en lo que a veces fracasamos: convencerlo de que las orejas limpias, los cordones atados y el pelo cepillado no son una antigüedad. Chicos que a veces nos vieron como cómplices y secuaces en el delito de amargarles el fin de semana con tareas difíciles.

               Al fin las concepciones sobre educación han variado desde aquellas que situaban al maestro en el lugar del saber y definían al niño como tabla rasa. Hubo otras impregnadas con algo de verdad y algo de cinismo que definieron la educación como la represión sistemática de la personalidad infantil en la que intervienen padres, escuela y programas televisivos para niños.

               Una posición más ecuánime nos llevaría a plantear que el mejor sentido que podemos darle a la propia vida es el de un aprendizaje y una enseñanza permanentes en que damos y recibimos -dentro y fuera de la escuela- todo lo que consideramos valioso para vivir. Proceso en el que todos estamos involucrados pero en que debemos respetar el derecho de cada uno de equivocarse por cuenta propia.

               Creo que más allá de ironías podemos luchar por una educación que sea un encuentro entre personas en el que se buscan sentidos en un mundo caótico, en una realidad contradictoria que la hizo decir a Mafalda: -Al fin uno no sabe si lleva su vida adelante, o si la vida lo lleva por delante a uno...- y también reflexionar:- Si para manejarse en la vida a uno mismo, hubiera que rendir examen ¿quién sería el machito que tendría carnet?.-

               Así pues, me gusta pensar la educación como espacio de intercambio en donde a veces se alternan los papeles y el que está enseñando aprende y el que aprende puede decir una palabra de sensatez y cordura. Nuestros niños pudieron pronunciarla muchas veces. Y yo creo que la maestra que, como vos, pudo escucharla, la maestra que, como vos, encuentra que los chicos la alegran, la divierten, la entusiasman, tiene suerte. Son las maestras que pueden llevar adelante a tarea con espíritu de libertad.

               Supe que podría escribir esta carta porque sos una maestra muy querida por los chicos y les cuesta mucho dejarte. Y si sucede esto es porque pudieron hablar con vos y vos con ellos, más allá de operatorias, germinaciones, divisores y dividendos, ecosistemas...y todas esas cosas horriblemente difíciles  e imprescindiblemente curriculares. Y todo esto, el que pudieran hablarse y escucharse, en ese ámbito de afecto y alegres descubrimientos, me hizo pensar que mi hijo también había tenido mucha suerte, y que había estado en  buenas manos.

               Maestras y madres hemos coincidido en el interés por los chicos y nos hemos invertido a nosotras mismas en esa creación artesanal que es la custodia y guía de los que vienen y también tienen mucho para enseñarnos.

               Y lo cierto es que vos entraste a formar parte de sus vidas mientras enseñabas el abecedario, las tablas, el valor de la solidaridad y les hablabas de las cosas que los chicos escuchaban fascinados. Así nos fuiste ganando también a las familias, que te incorporamos como a alguien que entra en las realidades cotidianas. Y no te voy a decir más, porque nos emocionaríamos como sonsas y se supone que vos y yo somos muy serias, formales y responsables y no perdemos tiempo en pavadas. Y se supone también que las dos somos adultas que piensan que no es cuestión de andar haciendo papelones porque deben despedirse.

               Valga ésta como despedida, de quién cobardemente pone papel en medio, para eludir el riesgo del chubasco de otro modo de homenaje y de saludo.

1987

 

23-EL LABERINTO  DEL TERROR

               Funcionaba en el Italpark, desde las 8 de la noche. Cuando mi hijo vió de que se trataba ya supo que quería ir. Y yo supe que sería difícil disuadirlo. Alberto y Anahí se borraron olímpicamente, tienen clase para la gambeta. Quedaba yo como eventual compañera para el recorrido. Delante de la puerta un cartel anunciaba: “Por las situaciones de extrema tensión a que se verán expuestas, se recomienda a las personas sensibles e impresionables abstenerse”.

               Para él ese cartel puso la pizca de estímulo que faltaba. Para mí puso la espina de la duda. ¿Ir o no ir? Que en ese momento venía a significar ser o no ser. En caso de ir ¿cómo atravesar con dignidad las instancias del miedo? De no ir ¿cuál excusa podría permitirme zafar sin que se notara el verdadero motivo?

               Mi hijo debió adivinar mis reflexiones porque preguntó: -¿Vos sos sensible e impresionable? ¿Te late fuerte el corazón cuando te asustás?- ¿Yo qué podía hacer? Puse cara de profundo desprecio como queriendo decir  ¡Por favor...! La suerte estaba echada.

               No podría eludir el túnel con sus monstruos, oscuridades, alaridos, rechinar de féretros y arrastrar de cadenas. Tendría que sobrellevar las palpitaciones, la agitación de la respiración, la sequedad de la boca, la contractura del estómago, el temblor de las rodillas y el castañetear de los dientes sin decir ni mus.

               El tema era ¿cómo disimular el miedo ante mi hijo para no perder prestigio ya que bastante desprestigiada estoy pues solo soy su madre y él es un niño de diez años muy representativo de lo que son los niños de diez años. Ustedes sabrán entender.

               Además como les decía yo solo soy una madre, es decir alguien que lo único que puede es gestar, parir, amamantar y criar, lo cual significa limpiar colas, secar lágrimas y mocos, ayudar con la tabla del 8, la composición de la vaca y el dibujo  de la casita de Tucumán. Pero que fuera de esos no tiene otros méritos.

               En fin...creo que hablo de resentida, porque a esta altura y después de jugar al Terminator, al Come-cocos y  al Scrabel que son unos juegos para intelectuales en los que siempre pierdo, ya me miran con desdén y me dicen en la cara: -¿Y vos qué sabés? ¿A quién le ganaste?

              

               Volviendo al asunto del laberinto, estaba la alternativa de que no fuera tan terrorífico después de todo, y que haciéndole pata a Pablo para recorrerlo, eso me hiciera ganar brillo ante sus ojos y además de compartir la noche con él charlando y paseando, él pudiera sentir: -¡Qué piola es mi vieja...me acompaña dónde otras se borran.- Y así levantar algunos puntos en su estima. Es decir que lo que yo planeaba era seducirlo desvergonzadamente.

               Cuando vi la gente que esperaba haciendo cola, chicos, chicas, familias pensé: -Si todos estos puntos, algunos con cara de opas, se aguantan el terror del laberinto...¿cómo no me lo voy a aguantar yo que soy  adulta, tengo experiencia, leo a Lacán, parezco sensata y hago linda letra?

               Al final de la cola, dos muchachos con actitud sobradora nos miraron con curiosidad cuando nos colocamos detrás de ellos. Me marcaron solo un momento, antes de que la mirada se les perdiese detrás de unas adolescentes espléndidas. Luego llegaron otros cuatro chicos  y se acomodaron en su lugar. Uno de ellos ya conocía y comentaba que la cuestión era así: había que ir caminando por túneles oscuros en los que se nos aparecían personajes siniestros, fantasma, monstruos y otras yerbas.

               Cuando nos íbamos acercando y ya llegaba nuestro turno, mi hijo se iba entusiasmando y yo me iba inquietando. El recorrido se iniciaba en un pasadizo oscurecido con nichos a ambos lados  y féretros que se abrían sigilosamente mientras íbamos pasando. Solo miré de reojo.

               En la primera curva  nos salió al paso un encapuchado con túnica oscura que agitó los brazos, pegó un grito estridente y se fue blandiendo su garrote de tergopol a asustar a otro grupo.

               Los cuatro muchachos del grupo de atrás me habían propuesto abrir camino, de lo más protectores. Me recordaron a aquel taxista que después de llevarme una medianoche ordenó: -Usted vaya tranquila, que yo espero que entre en su casa-. Tal vez supuso que tenía miedo o que debería tenerlo siendo  mujer en medio de la noche hostíl. Yo obedecí docilmente en vez de mandarlo al carajo, reivindicando mi derecho a cuidarme sola, porque estoy segura que lo guiaban buenas intenciones y un espíritu caballeresco. Y soy una convencida  de que las buenas intenciones aunque sean quijotescas valen.

               Bueno, esta vez los chicos de atrás asumieron la tarea de cuidarnos dirigiendo la osada expedición y yo los dejé. Venía bien a mis fines de disimular el susto. Seguimos entre  hombres lobos, vampiros, esqueletos y bestias peludas que se agitaban detrás de los barrotes de sus celdas y   golpeaban con estruendo. Mi hijo ya se había hecho compinche de los muchachos, así que estaba medio olvidado de mí.

               En un momento del recorrido el pasadizo se abría en un recinto amplio que figuraba un templo egipcio con una escultura de Ramsés o   alguno de los tipos esos, y a continuación había un corredor con una docena de sarcófagos abiertos que mostraban sus momias inmóviles, hasta que ¡claro!... una de las momias entró a menearse, salió del sarcófago y se nos vino al humo. Huimos atravesando un pasillo y subimos una rampa que nos metió en otro tramo: un cementerio con algunas cruces ladeadas. Frente a nosotros, una mano esqueletizada salía de entre la   tierra floja, lo que hacía pensar en zombies a punto de emerger, o en el ingenio e la mecánica al servicio de la recreación. Algún talento había detrás del diseño de ese aparato que tenía en movimiento perpetuo a mano y brazo difuntos.

               Salimos del cementerio entre urnas chirriantes y en un par de vueltas desembocamos ante un cilindro giratorio, atravesado por un precario puente, que deberíamos recorrer, metiéndonos en el cilindro para caminarlo a lo largo. Entrar en ese cilindro era tentar a los dioses.

               Mi sentido de orientación y equilibrio es el de una paloma mensajera... pero sin cerebelo y con los canales semicirculares atrofiados, es decir: mi sentido de la orientación y equilibrio es muy deficiente. Algunos lo llaman cretinismo topográfico, otros: oligofrenia espacial. Consiste en confundirme derechas con izquierdas y perder el rumbo con demasiada facilidad.

               Y aunque el puentecito que caminábamos estuviera quieto, el cilindro que nos rodeaba por completo,  por arriba, por abajo y por los costados, al girar daba tal sensación de movimiento que parecía que girábamos con él.

               El mareo me hizo pensar seriamente en vomitar y eso podía ser el colmo del deshonor.Allí en medio de ese cilindro anaranjado con manchas de colores que daba vueltas, vacilando sobre el puentecito, mi miedo a los fantasmas se transformó en miedo al papelón. Llegué al otro extremo agarrada a la baranda como un náufrago a su tabla de salvación. Ya del otro lado y superado el trance, me acosó un esperpento con máscara de calavera y capa negra, al que miré fríamente,  ya repuesta e mi temor de vomitar. Me fui y él se quedó desalentado agitándole la capa a los que venían más atrás.

               De allí desembocamos en una habitación más amplia. En una mesa como una camilla había un muñeco cuadrado y macizo, con zapatones con plataforma y cabezota sobre cuello con tuercas. Si, era Frankestein, que al llegar nosotros se levantó y nos entró a perseguir con pasos demasiado rápidos para lo que se espera del mito.

               Lo que yo quería a estas alturas era terminar de recorrer el laberinto, lo antes posible y dejar de tropezarme en la oscuridad, de escuchar golpes atronadores, y que enmascarados con caretas de gomas se me aparecieran a la vuelta de cada curva haciéndome ¡buhh...!

               Ya estaba un poco cansada, así que cuando uno se acercó sigilosamente fingí no verlo para seguir más rápido. Pero él esperó y levantó los brazos para asustarme. Fue entonces que pensé que le debía el homenaje de un pequeño sobresalto. Mostrarme indiferente hubiera sido ofensivo. Al fin , los enmascarados estaban allí muertos de calor bajo caretas y trapos, golpeando por todos lados con sus garrotes y cadenas, toda la tarde pegando gritos como boludos para ganarse unos mangos. Al menos merecían un gesto de reconocimiento. No hubiera podido seguir de largo y hacerlo sentir un inútil. ¿Cómo ser tan desalmada con un cristiano que se estaba ganando la vida  como se puede? Así que dije: -¡Oh1- pegué un salto y seguí con la conciencia en paz.

               Pablo a esta altura se los tomaba en solfa, les tironeaba la ropa y les manoteaba el garrote, porque es más irrespetuoso que yo.

               Cuando salíamos, lo que pensé fue que la misión había sido exitosa. Pablo podría jactarse con sus amigos de que había estado en el laberinto del terror. Y yo podría jactarme ante él que no había tenido que sacarme rígida de espanto.

               Pero toda la aventura creo que me sirvió para convencerme de que no hay caso...se hable de lo que se hable, lo que insiste es el tema de si conviene disimular lo que se siente, o simular o que no se siente.

               Yo había tratado de disimular ante mi hijo un miedo que si sentía para tratar de ganar su respeto, pero terminé simulando un sobresalto que no estaba, pero que debería haber estado, para cumplir con los que  trabajaban allí  tratando de aterrorizarnos.

Como siempre, en este asunto de andar en el mundo, el drama es: ¿cuáles sentimientos ocultar? ¿Cuáles mostrar?

Otoño 1988

 

24-REBELDIAS Y ADOLESCENCIAS (a distintas edades)

               Me critica porque unto mucho paté en el pan, pero eso tiene que ver con que mi mamá que era hija de inmigrante pobres siempre me ponía menos de lo que yo quería.

Además protesta porque tomo sol cerca de mediodía y me alerta sobre el ozono, el cáncer y esas cosas. Las últimas vacaciones me recomendó que llevara el toallón grande de “Frutillitas” porque es más esponjoso, y me enseñó a usar el aparatito para calentar agua: -No se enchufa nunca fuera del agua, se lo coloca en el recipiente y después se enchufa, y no se toca el agua, ni el recipiente mientras está enchufado. Acá esta la yerba, el mate y la bombilla. El termo te conviene tenerlo en este bolso.-  Me dio todas las recomendaciones como si yo fuera opa y después se fue.

A veces se sabe poner pesada como cuando le comenté que había un conjunto gris acero de remera y buzo de hermoso hilado que tenía impreso al demonio de Tasmania y dijo como desaprobando la elección: -¿Y si te compraras en ese color gris acero un traje chaqueta fino y sobrio?.

Y lo que colmó la medida fue lo que pasó el otro día. Habíamos quedado en encontrarnos a las cinco, pero como yo venía de una reunión y la reunión se había alargado llegué un poco tarde.

Ibamos a ir a la función del Planetario. Me miraron llegar con el ceño fruncido. Mi mamá no tanto, pero ella tenía ese gesto de institutríz inglesa que le conozco.

Yo entraba jadeante y despeinada. Les dije:- En un momento estoy.- mientras me bajaba el cierre del jean y tironeaba de los botones de la camisa para ir ganando tiempo. Ellas ya estaban cambiadas e impecables, con las carteras en la mano y me siguieron con la mirada.

Cuando me saqué el pantalón y vieron la tanga mínima que tenía debajo, mi mamá comentó: -¿No tenés frío con esa bombacha tan chiquitita?. Ella se apuró a responder: -Ya le dije que la tire y use ropa interior como la gente...-

-¡A mi marido le gustan!-protesté. Si a él le viene bien ¿a ustedes qué les importa?-

Y de puro rebelde encendí un pucho, mientras me terminaba de vestir, para que vieran que yo hacía lo que quería. ¡Siempre tengo que desafiarlas! ¡Siempre!

Yo había dejado en el camino las zapatillas, mientras buscaba los zapatos, y ella ostentosamente las sacó del medio, tomándolas por las puntitas de los cordones, entre los dedos pulgar e índice.

Mientras terminaba de acomodarme la polera torcida, me pase el peine y dije: -Ya estoy.- con un poco de remordimientos porque habían tenido que esperarme.

Ellas estaban cuidadosamente arregladas y lucían tan bien...

Cuando subimos al ómnibus, yo no encontraba cambio, así que ella se dispuso a sacar los boletos, con gesto de acentuada resignación, como diciendo: -¡Ya sabía!

Ella siempre tiene cambio. En  realidad porque siempre tiene plata. Mi mamá dice que es porque es organizada y no como yo.

Quien la viera con el cabello limpísimo cayendo grácil, el conjunto celeste pálido tan de su estilo, la mirada digna y la voz mesurada...y me viera a mi a las corridas, y con gesto de culpable crónica, nadie diría que es mi hija.

1987

       

25-CUSTODIANDO LA MAGIA

               Lunes por la mañana. Difícil levantarse, bajarse de la cama y entrar en el mundo. Consigna: debo pensar en el trabajo, en las tareas pendientes, en los trámites a realizar y en estos escritos que van cerrando y completando  un viejo anhelo. Debo pensar, o mejor dejar que se piense en mí, más allá de mí...y por si acaso estar alerta. Puede surgir alguna ocurrencia, y será la oportunidad de redondear esta puesta fragmentaria de una etapa: la que transcurrió en estos años de ocupar lugares, de ejercer funciones como madre, aprendiendo  como hija de otra madre, como madre de estos hijos.

               Ya está. Una idea emerge y se despereza: comparar la presencia de la madre con la del orgasmo. Imprescindibles, ineludibles, inabarcables. ¿Y qué tal escrito como una sentencia solemne? Por ejemplo: “La madre es como el orgasmo. No se advierte su importancia cuando están, cuando se tienen. Pero si llegan a faltar ¡ay!...Huérfanos y anorgásmicos del mundo ¡uníos a llorar vuestras desdichas! Nada completará esa falta. El tango tiene razón: hay vacíos imposibles de llenar.

Tomo un café mientras sigo pensando: ¿Qué quiero escribir acerca de lo materno, en estas crónicas que tomaron el crecimiento de todos? ¿Y como quiero que sea el escrito: irónico, despectivo, afectuoso, implacable, trágico, burlón? ¿Y si fuera todo eso?

               Escucho: -Ma...- Giro la cabeza alerta a la cama grande, donde mi hijo quedó durmiendo para escándalo de educadores, a despecho de psicoanalistas y con la segura sanción de tías severas y bigotudas. El gato me acompaña, en la silla de al lado y cuando me acerco me acaricia la mejilla con su manito suave y peluda.

               A veces no he podido entenderlo, ni a él, ni al que llama desde la cama grande, ni a la lady que trabaja en la habitación de arriba.

               No pude entenderlos, pero recuerdo lo que dijo Shirley Mc Laine a Frank Sinatra en aquella película: - El que ama no necesita comprender.

Puedo hacerme cargo, puedo ser madre. Puedo. Ser madre de ellos y también a veces de otros que no tuvieron, o tuvieron tan poca que no alcanzó, o tan sofocante que les hizo cantar: “...que me hiciste mal y sin embargo te quiero...”

¿Y cómo es que puedo? ¿Cómo es que sostengo esta tarea empeñándome en destrabar el crecimiento interrumpido, en acompañar los primeros pasos trastabillantes? ¿Por qué la asumo de este modo?

Tal vez porque tuve, tengo, tendré madre.

“Dar la vida es un acto que empeña toda nuestra responsabilidad. Es casi una declaración de fe personal”, escribió Giselle Halimi. Y mi mamá, sin haber leído jamás a Giselle Halimi, tomó esto al pie de la letra. Por eso es que puedo asumirla como parte de mi columna vertebral, o envolverme en ella como en una segunda piel.

Tal vez la convicción más firme que me delegó, para que a mi vez la transmitiera a los que vienen, es el valor de la lucha y de que aunque el mundo siga girando a los tumbos, aun vale la pena jugarse y vivir.

Porque por suerte, mi madre no es una santa. No es la noble viejecita fregando ropa en el piletón en helados amaneceres de invierno. No es de esas madres abnegadas que se inmolan por los suyos y luego pasan la factura amargándoles la vida con reproches.

No es una madre como las del tango ¡gracias a Dios!

Afortunadamente es una vieja loca, divertida, puteadora y mal hablada. Capaz de chantarle las verdades al más pintado. Capaz de irreverencias colosales. Capaz de un optimismo a toda prueba. Capaz también y sobre todo de disfrutar de muchas cosas: de las conversaciones, de la compañía de los otros, de las bromas.

Sus frases favoritas son dos, una tomada de las libretas de José y bien digna de ella por lo irrespetuosa ante el misterio: “Morir es como dormirse sin  tener que levantarse a hacer pis”. La otra de Albert Schweitzer: “Los hombres pretenden gobernar el mundo, sin haber aprendido a gobernarse a si mismos”.

Pero la anécdota que la pinta por entero como maestra fue lo que dijo después de que un auto nos atropellara , retrocediendo en la puerta del supermercado, y no tirara a las dos sobre el pavimento con susto y magullones: Se puso de pie, se sacudió la ropa, se alisó el cabello y soltó: -¡Al fin..! ¿que es la vida si no levantarse después de las embestidas que nos mandan al suelo?

Si puedo aprender eso, ya está.

                                 1989

 

                                    26- CARTA A MIS HIJOS

                                                                                ...el nacimiento de mis hijos fue una invitación a un mundo sin soledad. Desde que

                                                                                nacieron jamás me sentí solo. Y ya no hacés nada como lo hacías antes.

                                                                                Esa soledad metafísica que a veces sentía en forma angustiosa se terminó.

                                                                                                                                                     Marcelo Birmager

 

Quiero decirles

de manera clara y contundente

(y dejándolo por escrito)

que ustedes

son lo más importante que me pasó en la vida.

Lo más bello, grandioso y plenificante.

 

Cuando en los tiempos de tristeza me decía:

“-No importa, alguna vez algo habrá de sucederme

que compense los dolores

y barra las angustias.-“

no sabía aún qué podría ser.

Y ese algo sucedió. Y fueron ustedes exactamente como son.

Y así, si alguien me preguntara, hoy puedo responder:

“-Mis hijos son la reparación que la vida me dio.-”

 

Por eso

es que nada me deben.

Yo les adeudo

la gloria de parirlos

y la aventura de acompañar

la maravilla del crecimiento

día por día.                                                  

 

Si algo lamento

es no haber utilizado más tiempo juntos

y en el disfrute de la mutua compañía,

más oportunidades en compartir las cosas cotidianas,

y sobre todo,

más estabilidad y equilibrio

para responderles

cuando me requerían.

Porque aunque eso es lo que hubiera querido

y lo que hubiera debido,

sólo hice lo que pude

(que como ustedes sabrán no siempre coincide

con lo que se quiere, ni con lo que se debe).

 

Lo que ahora soy

incluye las experiencias que compartimos

con sus baches y sus glorias.

ustedes me potenciaron

 y eso me llena de gratitud

en la serenidad de saber

que ya está.

Que es así,

y que está bien.

 

Los amo.

Fueron, son, la hija y el hijo

que quise

tal y como los había anhelado.

 

Fuiste mi hija, la primera,

la que me inauguró en las tareas de la maternidad.

La que me acompañó

en el descubrimiento de la magias y conjuros,

la que me develó el misterio de mi posibilidad de crear.

La que me inundó de calma,

la que con su generosidad

me sitúa en la esperanza

de que la paz y el bien son posibles.

 

Y fuiste me hijo,

el último en el que ejercitaría

el diálogo de cada momento

cuando me habitaste,

el último en que desplegaría

la ternura de amamantar.

El último con el que, en la edad de las preguntas

buscaría las respuestas a todos los porqués.

el que ahora, acechador lúcido,

guerrero impecable

me enseña los desafíos a las soberbias del yo.

 

Por ser la primera

me abriste un lugar hermoso

que conocería de tu mano.      

Por ser el último

me diste la oportunidad

de transitarlo dándole todo su valor.

Los dos me constituyen.

En los dos me siento ser.

 

 Octubre 1998-

 

 

 

 

 

INDICE

0-Presentación

1-Cuento de un cumpleaños

2-Crónica de un regreso

3-Paseo al parque de diversiones

4-Día domingo

5-Entre Graciela Alfano y yo hay algo personal

6-Las unas y las otras

7-En busca de las alas perdidas

8-Historia del tractor sobre el pecho

9-Cuento agrio

10-Carta a mi padre

11-Superposiciones

12-Los chicos adultos ( o la apología del Citroen)

13-Parches para los huecos

14-Eso de la poesía de los niños es un globo

15-Carta de Navidad

16-Historia simple

17-Acerca de lealtades y traiciones

18-En defensa de mis alas

19-La intrusa

20-Mefistófeles

21-Historia con gatos

22-Carta a Gladis      

23-El laberinto del terror

24-Rebeldías y adolescencias

25-Custodiando la magia

26-Carta a mis hijos

 

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