17 dic 2020

El barrio

En la calle de los locos y los perros, siempre está pasando algo.
Frente a la Facultad, el quiosquero encarcelado entre chocolatines tiene una mirada triste. O tal vez, me parece a mí.
Desde la cochería de la otra cuadra, salen a diario los entierros. Vienen por Santa Fe, doblan por Francia.
Los veo desde el balcón pasar frente a la Facultad  con su cortejo de autos grises que siguen al que va adelante con el féretro y las flores. Allí toman hacia El Salvador con la ceremonia de costumbre.
Un domingo a la mañana, eran también muchas motocicletas las que se sumaban. Jóvenes con cascos, solos o con acompañante seguían la procesión.
Después supimos que un integrante del grupo de los motoqueros había muerto en un accidente. Los que formaron parte de su guardia de honor lo despedían.
 
Los locos son varios y vienen del Agudo Ávila que está en la esquina de Suipacha. Una mujer de expresión melancólica que pide cigarrillos, el anciano tímido y sonriente que se para al lado del quiosco, un muchacho que está como ajeno, mirando el vacío. Una obesa de expresión ausente que espera monedas.
 
En el verano, en el refugio de la parada de colectivos, una familia se instaló unos días. Conservaba los ritos de clase media. El jefe de familia sentado, leía el diario tomando mate, con la radio apoyada en un banquito y su perro a los pies. Más allá, en un carro y envueltas en plástico, sus pertenencias.
 
En el baldío, al lado de Unplugged, que antes se llamaba Tejedor, también puedo ver desde el balcón a una familia de gatos.
Hay uno gris, soberbio, que se asoma desde un pilar y mira pasar la gente. Otro manchado con la nariz negra. También una gata tricolor bizca y mansa.
Frente a la Facultad hay un grupo de perros, con el collar de Perros Comunitarios.  Un ovejero parece el líder, siempre lleva una botella de plástico entre los dientes y los otros se la disputan.
Sobre Córdoba están los perros del mendigo. Ahora que él no está (lo llevaron en ambulancia hace días, me contó Camila) quedaron huérfanos, él los cuidaba con cariño. Se sumaron al otro grupo. Es frecuente verlos torear a los autos y colectivos.
 
Camila es de Neuquén. Estudia biotecnología. Cuando la conocí, como su timbre suena al lado del mío, había bajado a abrirle la puerta a Noelia que me visitaba y que llegó antes de darme tiempo a que yo, que venía de la calle, estuviera para recibirla. Camila  la estaba invitando a esperarme en su departamento.
Con Noelia pensamos que Camila era muy gentil, pero arriesgada. Dudamos entre advertirla de los riesgos de hacer pasar a personas desconocidas o dejar que siguiera siendo así…
Pensé que la mejor decisión tenía que ver con preservarla, con “no escandalizar al inocente” y esperar a que fuera aprendiendo.
Una de las últimas veces que nos cruzamos en el palier, venía de donar sangre, porque uno de los profesores los había convocado a hacerlo, ya que hay pocos donantes y grandes necesidades.
Así que sigue siendo así, luminosa.
A pesar de algún episodio que le va dejando sabiduría. Un par de veces tomamos café y me mostró las fotos de sus vacaciones en San Luis.
Además la admiro porque se animó a algo maravillosos. En un campo de entrenamiento cercano, hizo un salto con un instructor desde un avión y en caída libre (hasta que él abrió el paracaídas en el momento justo). Y pudo tener la experiencia de vuelo que quedó filmada y que yo pude ver.
 
También cerca está Guido, que es de Chaco y estudia Psicología.
Es cordial y parece siempre contento.
En el piso escuchábamos la música de Sabina que él ponía, y el año pasado, los viernes ensayaba con una chica de hermosa voz algunas canciones.
 
Elisa y Gisella comparten un lugar. Estudian fonoaudiología.
Ale ya está en el medicato y es muy tímido.
Juan Pablo que aspira a ser abogado, es además mi ángel de la guarda, que resuelve los problemas prácticos, como destapar el desague o cambiar el fluorescente del techo.
Creo que me ven como a una especie de tía, a la que le cuentan de sus exámenes.
Cuando lo pienso, mi piso es el mejor del edificio.
 
Lo más espectacular que pasa en el barrio es “la bajada de Medicina”, que todos los diciembres se despliega con todo su colorido.
En una fecha, que se mantiene en riguroso secreto, hasta ese día, los alumnos del último año tienen su celebración.
Empieza con una bomba de estruendo temprano. Es la que convoca  y desde entonces van llegando los disfraces más insólitos.
Hay música y máquina de nieve y baile toda la mañana frente a la Facultad.
Se desvía el tránsito para que señoras serias y censuradoras no tengan nada que decir, y todo el mundo festeja. Los familiares toman fotos a las odaliscas, a los hombres de las cavernas, a los bomberos, a los velludos disfrazados de bailarinas, a los equipos de diversos deportes, a los que representan escenas de sala de cirugía. He visto a alguno disfrazado de caja de cartón gigante, a  otro de ducha con cortina de plástico. Al de más allá, de exhibicionista con un pene gigante de goma que se erectaba escandaloso cuando abría  el guardapolvo.
 
Esta fiesta en el barrio me divierte, me hace reír, me da otra dimensión de las cosas.
Es el último juego de esta etapa. A partir de aquí, inician otra.
Se les viene encima la vida en serio, está bien que se despidan así.
        
Las esquinas de mi barrio siempre están llenas de estudiantes. En el ciber de enfrente compro chocolates y a veces leo mis correos. Laura está a cargo algunas veces. Ella es del sur.
Una vez me preocupé cuando uno de los pacientes del psiquiátrico compraba cigarrillos, y ella estaba sola. Al día siguiente le pregunté si tenía celular. Dijo que no había problema, que era un loco manso que venía con frecuencia.
Otra vez, era un hombre alto, con el antebrazo lleno de cicatrices el que bromeaba mientras se llevaba una cerveza. Me inquietaron las huellas de múltiples cortes y me hicieron pensar en algo: en  automutilaciones. Pensé que esas marcas podían ser las que quedaron en un expresidiario, de alguna protesta del pasado.
Pero pese a esos encuentros bizarros, a Laura no se la ve prevenida, ni triste.
 
A veces me cruzo con Daniel, y èl me habla de libros. Nos quedamos arreglando el mundo un rato, para luego volver, cada uno a lo suyo.
 
Por la noche la historia en mi barrio sigue, y en el silencio y en la soledad ya no escucho en la noche, el silbo del tren como en la infancia.
Ni el run-run de las locomotoras. Ni los sonidos metálicos de los vagones durante las maniobras con las que se enganchaba uno y se desenganchaba otro.
Vagones que quedaban como casitas móviles, hace tiempo que no están. Y en la playa de la Estación de los Franceses, como se la llamaba entonces, las vías fueron levantadas y en el parque trazaron senderos.
Ahora se la conoce como Estación Terminal.
El Patio de la Madera (remozados galpones del viejo ferrocarril) es lugar de Convenciones y Congresos.
 
Ya no escucho en la noche, el silbo del tren como en la infancia.
En cambio escucho los sonidos en la habitación: el tic tac del reloj, el goteo de una canilla, el zumbido de la heladera.
En el edificio el ascensor se detiene en el piso de arriba. Un despertador hace oír su suave chicharra. Una puerta se abre en algún lugar.
En la calle debió cambiar el semáforo pues los autos aceleran y se precipitan camino al centro. Uno de los perros del mendigo de la media cuadra, ladra. Alguien habla más allá de la ventana y la voz sube.
 
Por la mañana se escuchan en breve intervalo, las chicharras de los despertadores. Las cortinas se van levantando. Empieza la actividad y todos nos ponemos en marcha.
El edificio empieza a pulsar y con los ojos aún llenos de sueño, empezamos el día.
Esa esquina de mi barrio, con sus locos y sus perros,  tiene allí mucho de pueblo y mucho de feria.
Creo que tiene mucho de vida.
 
Abril del 2009

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