3 dic 2020

El incidente

 A Guadalupe
 
               La casona es antigua y suntuosa. Está construida en medio de un parque y separada de la vereda por altas verjas que protegen el  césped y las flores. Da sobre el boulevard más tradicional de la ciudad.
               El edificio es lindo, pero el jardín es precioso. En el edificio funciona de día un secundario y a la noche un terciario. Hay dos directoras, una para cada sección. La fanática del jardín es la del secundario. ¿Y cómo lograr que un jardín se preserve en una escuela donde transitan, potrean y retozan adolescentes urbanas entre los 13 y 18 años?. Se logra con prohibiciones estrictas. A las flores se las mira de lejos. Ni pensar en acercarse. Y las alumnas están domesticadas, ni las miran. En todo caso, nada más que de reojo.
               El terciario es otra cosa, vienen alumnas más grandes que no están en la efervescencia de la edad difícil.
               Y justamente en el terciario pasó esto. Casi a fin de año, una noche calurosa.
Lupe y Ana, profesora y alumna terminaron la tarea, era una evaluación con la que Ana establecía su regularidad en la materia que dictaba Lupe y ganaba el derecho al examen final. Bajaron del aula y las sorprendió el silencio y la quietud de la casa. Era el último viernes de noviembre. Comúnmente los cursos se retiraban a las 10 de la noche y la gente de secretaría también. Quedaban un rato más los porteros encargados de ordenar todo y cerrar con llave.
Pero ese viernes a la noche, justo ese viernes a la noche, serían las diez y media, pasó algo inusual. Pasó que en esos últimos días de clase previos a los exámenes y ya instalada la primavera, con los alumnos alborotados por el fin de curso, los administrativos cansados por la tarea del año, la Directora anhelando el término de las actividades y las porteras planeando su fin de semana, la urgencia por irse era mayor. Y sucedió, sí, sucedió que todos se habían ido.
               Sin verificar la planta alta, y por tanto sin advertir que en un aula del primer piso quedaban sumergidas en los recónditos secretos de la geografía una profesora y su alumna.
               La luz de la sala de la entrada estaba encendida, tal como era rutina que estuviese. Todas las demás apagadas. Las puertas de secretaría cerradas con llave. El teléfono en la mesa de recepción con candado. La puerta de calle herméticamente cerrada.
               Profesora y alumna, adultas las dos, responsables las dos, incrédulas las dos, se miraron. Estaban encerradas en el edificio sin poder dar crédito  a lo que les estaba pasando. Las habían dejado olvidadas allí, ese viernes a la noche y hasta donde podían ver, aisladas del mundo exterior.
               Sin acceso al teléfono, con la puerta cerrada, pudiendo mirar a través de los vidrios fijos, pero sin poder hacerse oír hasta la calle, por esos mismos vidrios que les permitían ver hacia fuera pero que no dejaban que se escucharan sus llamadas. Volvieron a revisar puertas, ventanas y cerraduras en la esperanza de encontrar alguna posibilidad de salida. Todo clausurado, con candados y cerrojos prolijamente instalados asegurando que allí no podrían entrar eventuales invasores. Ni tampoco salir ellas.
               Volvieron a la sala iluminada y tras los vidrios de la puerta, nunca más sólida, trataron por señas de llamar la atención de quienes pasaban allá lejos, más allá del parque, por las aceras de una calle que parecía estar en la lontananza.
               Lupe se preguntaba que posibilidades habría de que sus hijas se sorprendieran por su demora, de allí pasaran a preocuparse e intentaran rastrearla. Siendo viernes a la noche y contando con que habitualmente tenían programas para salir, era difícil que hasta la mañana siguiente pudieran advertir la situación y hacer algo.
               Ana se intranquilizaba por las especulaciones en que estaría su marido ante su demora y además porque esa noche sin falta debía confeccionar el disfraz de conejito a su nene, que debía actuar al día siguiente en la fiesta de fin de año de su jardín.
               Las dos hacían señas desde atrás del vidrio de la sala a los que pasaban por el boulevard. Pero claro, nadie miraba. ¿Qué tiene de particular un edificio antiguo, para colmo, escolar, para que puedan querer mirarlo quienes en un viernes a la noche pasan por allí.
               Hasta que dos chicas que caminaban por la vereda, si se quedaron mirando porque el edificio era significativo para ellas. Eran alumnas del mismo, que egresaban del secundario en el turno vespertino y volvían de festejar el fin de las clases.
               Primero miraron azoradas. Luego parecieron comprender, y tras vacilar saltaron la reja en la parte más accesible, que daba precisamente al cuidado jardín. Desde allí se acercaron a la entrada.
               Ana y Lupe se sintieron revivir. A los gritos y a través de los vidrios, les dieron instrucciones para localizar a la Directora de la noche por teléfono y avisarle que estaban encerradas, para que viniera a abrirles. Pero las chicas volvieron al rato con la noticia de que en el teléfono respondía el contestador automático, por tanto no había esperanza de conseguir la llave. Pero tenían una sugerencia, que era que la Directora del Secundario vivía cerca y ellas podían ir a plantearle el problema.
               En tanto, se habían acercado vecinos a la reja y las chicas que eran las que saltaban al interior, iban y venían transmitiendo la noticia y recogiendo opiniones. Algún comedido avisó a la policía y al rato llegó un móvil que pudo comprobar lo eficientes que eran las medidas de seguridad que protegían al edificio, que se mostraba como una verdadera fortaleza, un búnker. La Directora del Secundario, mienta sucedía esto, había sido localizada, pero se negaba a venir a abrir, o proveer la llave argumentando que era responsabilidad de la autoridad en el turno de la noche resolver el problema. La escena iba tomando ribetes de teatro del absurdo.
               Lupe tenía hambre. Por la abertura rectangular del buzón las chicas le alcanzaron un triple y sugirieron que con una pajita podía tomar una coca, si se la sostenían desde afuera. Ana se lamentaba por el disfraz de conejito que no llegaría a terminar si no las rescataban pronto. Los policías después de haber fracasado con puertas y ventanas se dedicaron a esperar con ellas y tratar de tranquilizarlas. Insistieron en reclamar la presencia de la Directora esquiva, que tal vez por eso consintió en ir a llevarles la llave. Llegó rauda en un automóvil imponente, y con ademanes airados de reina magnánima o molesta, abrió primero la reja y luego la puerta de la casona y las cautivas pudieron salir entre vítores.
               También habían llamado a las familias y en el ínterin las hijas de Lupe habían llegado en un taxi, así que, cuando ya pasada la media noche, Lupe y Ana estuvieron afuera, las aclamaciones se escucharon en toda la manzana y las llevaron prácticamente en andas.
               Después que la Directora abriera la reja y luego la puerta con gesto de perdonavidas, recién se volvió y su mirada recayó en el jardín al lado del cual había pasado con la llave en la mano y la nariz levantada. Y fue allí que tomó contacto con la realidad, antes de que las prisioneras salieran y la multitud la empujara, y el alegre bullicio marcara el fin de la aventura. Y la realidad era que las chicas en las idas y venidas desde la calle a la casa, al saltar las rejas, recordaban las prohibiciones que habían regido durante todos sus años escolares respecto al parque, de uso prácticamente vedado: ese jardín del que la alumnas habían sido espantadas como cachorras imprudentes. Ese paraíso prohibido que no habían podido transitar ni para oler una rosa. Así que, en esta oportunidad, mientras entraban y salían escalando la reja y atravesando el parque, lo que cantaban gozosamente consagrando su venganza era: -¡Pisamos las prímulas, pisamos las petunias, pisamos las margaritas, pisamos, pisamos, pisamos...
               Desde esa noche la Directora de Secundario está más irritable e intolerante de lo que ya sabía ser.
               A Lupe, las hijas la gastan, llamándola “la encerradita”.
               Ana se consagró como confeccionista de disfraces infantiles en tiempo récord.
               Y al jardín se lo ve medio deteriorado, como un poco deprimido.
1994

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