3 dic 2020

Otras dos mujeres

 A Olga
 
               Rosa y la Pepi crecieron juntas. Rosa era la niña de la casa y Pepi la muchacha que ayudaba en los quehaceres, pero que estaba en la familia desde siempre. En aquel tiempo era frecuente tener trabajando cama adentro a chicas del interior. De chiquilina y a medio criar, pues se decía que era huérfana, la había traído el padre de Rosa, y quedó con la familia y se acostumbró a la casa y nunca volvió al campo.
               Cuando los padres de Rosa murieron, la Pepi se quedó con Rosa que ya se había casado. Se había casado, pero como trabajaba como dentista tenía necesidad de alguien en la casa. Por eso cuando nació Rosita la criaron entre las dos.
               A Rosita el prestigio de su mamá dentista y de su papá médico la envalentonaba con las chicas del barrio. Además tenía las carpetas más lindas y el delantal mejor planchado. En las carpetas la ayudaba la mamá y el el delantal estaba Pepi atenta y diligente y era como tener dos mamás.
               Pero cuando Rosita creció empezó a tener un secreto que no se atrevía a hablar con nadie. Un secreto que le roía el corazón, que le ensombrecía el carácter y enturbiaba sus proyectos. Porque ella iba a las mejores escuelas, y tenía entonces amigas de familias prestigiosas y ricas que la incluían en sus fiestas, tenía una mamá que era toda una señora y que además tenía el reconocimiento de las otras mamás por el trabajo que realizaba. Pero en ella crecía cada vez más una duda. No se veía parecida a su mamá. Se veía parecida a la Pepi. La misma cara redonda. Los mismos ojos negros. Sólidas y robustas las dos.
               En cambio Rosa tenía la frente alta y las manos finas y la piel más clara.
               Se sentía avergonzada de pensarse hija de la sirvienta, cuando su lugar en el mundo parecía garantizado por el prestigio de esa otra mamá especial, de la que cualquiera se enorgullecería.
               Desde la adolescencia la duda se fue haciendo certidumbre porque al crecer el parecido de Rosita con la Pepi se acentuó. Y así creció partida entre dos lealtades hacia esas dos mujeres que la amaban y desde ese amor adivinaban su sufrimiento.
               Creció desconforme con su destino que le había permitido situarse en un lugar que tal vez no era el suyo, que le había permitido acceder a privilegios, pero que la confundía y la llenaba de resentimiento. Sospechaba un fraude en toda esa realidad que constituía su vida. Se sentía ella misma un fraude.
Rosa y la Pepi la miraban con amor y sin palabras.
El tiempo pasó. Rosa primero y la Pepi después murieron.
Cuando nació su primera hija una circunstancia la deslumbró: la beba era el calco de Rosa. La misma frente alta. Las mismas manos finas.
Parecía una réplica en miniatura de esa dama tan distinguida, de esa señora afable pero con algo de inaccesible que se había dicho su mamá y le había garantizado un lugar en el mundo. La bebita era su pasaporte a la legitimidad. Se decía que casi no parecía su hija pues Rosita se había visto a si misma con algo de tosquedad. Sin embargo...buscó las fotos de cuando ella era beba. Había algunas en que estaba con Rosa y la Pepì y las dos sonreían mirándola.
Se comparó a si misma en sus fotos de niñita con esa hija que nacía para dar vuelta sus mitos y su mundo. Buscó fotos más antiguas aún. Allí estaban: Rosa y la Pepi en la adolescencia. Una fotografía en el parque. Las dos de pie, tomadas de la cintura. No recordaba esta foto. La acercó para mirarla mejor. Eran las dos parecidas, recién lo advertía. La misma cara redondeada, los mismos ojos negros. Hasta la misma estatura. Cualquiera lo hubiera notado Era este, un parecido muy evidente. Como el que se da algunas veces entre hermanas.
Pero ya no estaban para preguntarles.
1994

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