Una suele enterarse al llegar a un lugar cuál es la razón por la que lo nombran de tal o cual modo. En Venado Tuerto porque la historia cuenta de un venadito tuerto que apacentaba en el lugar y era un referente de que las cosas estaban en su sitio.En Sauce Viejo porque había uno que sobrevivió a un incendio y quedó como prueba de que no todo se destruye.
En Casilda porque ese era el nombre de la hija del propietario de las tierras de la zona y quiso homenajearla de ese modo.
Pero cuando llegamos a Las Rosas no sabíamos si era por lo florido del lugar, y era lindo imaginar un lugar que en primavera se llena de capullos rojos, blancos o de color tè, y que precisamente eso sirviera para nombrarlo. Para no desilusionarnos si la razón del nombre era otra, decidimos no preguntar. Es un buen modo de seguir acomodando la realidad a la fantasía que suele ser mucho más amable cuando se la deja ejercer su función sin contrastes.
No vimos rosas pero era posible que las hubiera. Las calles amplias, arboladas y tranquilas. Con todas las hojas de noviembre en su armonía de verdes, formando un techo en los alto, fresco y luminoso. Salvo en Mendoza y gracias a las acequias nunca había visto tanta arboleda tiñendo de color el aire.
Al bajar del cole y mirar alrededor notamos que íbamos quedando solas. Nos preparábamos para el encuentro. Sentadas en un banco de madera pintado de blanco, hacíamos tiempo.
Porque sucedía que habíamos confundido el horario y era muy, muy temprano. Nos dimos cuenta cuando pasaban las minutos y confrontando los horarios advertimos que habíamos viajado en el colectivo anterior a aquel que correspondía con el horario pactado para la charla. De no haber sido así no hubiéramos tenido el registro que pudimos tener en ese rato de holganza y que dió lugar a este escrito.
Estábamos allí, pensando como pasar el tiempo y dónde tomar un café mientras esperábamos.
El loco del pueblo fue uno de los primeros en hacer su aparición. Cada pueblo tiene uno como cuenta Jorge Isaías, y éste después de saludarnos se fue al bar de donde salió comiendo una medialuna. Me decía Iliana que en las ciudades grandes los locos quedan desprotegidos, pero que en los lugares chicos entran a formar parte del paisaje, hacen mandados y la gente tiene con ellos una suerte de cuidado informal, que les permite vivir sin tanta zozobra.
También Cristina supo contarme del loco de Timbúes, que era un viejito que elegía vivir "libre como un pajarito" aún cuando desde la Muni le habían encontrado un lugar para asilarlo.
Bueno pero volviendo a lo nuestro. En la estación, la gente que pasaba lo saludaba a él que se comía su medialuna y nos saludaba a nosotras, que esperábamos tranquilas tomándole el pulso a este lugar nuevo en donde el próximo es prójimo aunque no se lo conozca o aunque sea un loco. Y eso nos hacía pensar que es mentira eso del fin de la historia y que la globalización no contamina necesariamente la cordialidad, que total es gratis y hace más llevadera la vida.
Y allí sucedió algo fuerte. Diríamos lo más fuerte de este viaje a Las Rosas.
Eran las cinco y media. Hora de lo insólito, de lo original, de lo inesperado. Las calles, las dos calles a que daba la estación, se fueron llenando de escolares que volvían con sus guardapolvos y mochilas. Pasaban en bicicleta niños de todas las edades. Algunos con sus hermanos en el asiento trasero. Otros pequeñitos en rodados que parecían de juguete. Nunca vi a tantos niños pedaleando con soltura y entusiasmo, saludando con naturalidad como una oleada que se deslizaba fluída.
Los pocos automóviles circulaban a paso de hombre. En motos o bicicletas más grandes algunas madres y algunos padres llevaban uno o dos niños de regreso.
Eso debía tener un significado para mí.Y necesitaba buscarlo.
En ese espacio amplio y de movimientos tranquilos había que ajustar los conceptos para usar la palabra calle. Si digo calle ahora, podré corregir la evocación de Urquiza y Corrientes con sus luces de neón pero también su sordidez y su vértigo, un domingo cualquiera por la noche. Y deberé incluir ésta nueva versión para la misma palabra.
Deberé incluir estas calles distintas. El techo verde, los movimientos pausados y la calma.
Pero aunque bellas y tranquilas a esas calles de Las Rosas, para mí, bicho urbano, le faltaba algo. Me pregunté qué era, qué era lo que no había y yo extrañaba. Hasta que pude pensar.
Me faltaba el smog, los bocinazos y los empujones que para mí hacían que las calles fueran calles. (Al fin nos quejamos del veneno pero lo anhelamos. Son nuestras eternas contradicciones.)
Queda una incógnita.
En ese lugar con un nombre poético, con saludos amables y cordiales, con calles arboladas, con niñitos en bicis que parecen de juguete, todos parecen ir alegremente hacia algún lugar.
Y yo me pregunto: hacia dónde van?
Tal vez sea bueno ignorarlo porque mientras haya gente que parezca convencida y transite la vida bajo árboles frondosos, en un lugar con nombre de flor, quién sabe...algo bueno puede suceder.
Y cuando me asalte la melancolía trataré de recordar a los niñitos en sus bicis de juguete pedaleando hacia algún lugar...trataré de recordarlo como antídoto para la tristeza, como prueba de lo vital que fluye, como legítimo y nuevo argumento necesario.
Noviembre 2003
21 dic 2020
En Las Rosas
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