21 dic 2020

Madres

 Ella me contó el proyecto de sus hijos: la escalada a Los Gigantes, esta vez un tramo más lejos que en los años anteriores. Me dije : con esas iniciativas para vacaciones los hijos saben còmo aterrarnos.Tal vez todos los hijos. Porque allí, confesémoslo, pensé como madre. Y recordé la lista de peligros con que solemos alertarlos.
(Yo había confeccionado  en una oportunidad una lista de los peligros que podían acechar a los míos, en orden creciente, de menor a mayor, y que eran los siguientes: accidentes, borrachos, patotas, ladrones y la cana. Pero estos son peligros en la noche urbana. En el caso que ella me planteaba los riesgos son otros).
Pero convengamos que en general, los recursos con que cuentan los hijos (los suyos y los míos) los ponen en mejores condiciones para afrontar la aventura. Quiero decir que saben de peligros y los reconocen con más sagacidad de la que esperamos.
En este caso, estos hijos, los de la escalada a Los Gigantes, ya tienen edad suficiente como para estar terminando medicina uno y promediando ingeniería el otro. Así que el mayor bien puede llevar su botiquín salvador de contingencias y al menor lo acompañan los instrumentos necesarios para orientarse en la montaña. Entre ellos uno muy sofisticado que capta las señales satelitales y puede indicar latitud y esa cosas  complejas y específicas de las que saben los geógrafos, los meteorólogos y demás. O sea que los chicos, desprovistos no van. Pero a las madres cualquier reaseguro les parece poco y yo la entiendo.
La adolescencia se ha prolongado y aunque la madurez asuma otras formas cuesta adaptarse al crecimiento de los hijos, a quienes ayer nomás les limpiábamos los mocos y los ayudábamos con la tabla del tres.
Lo que ellos saben, suele ser lo que necesitan saber y por eso el desdén con que nos escuchan, y  si pueden ser condescendientes es  porque los divertimos con nuestras aprehensiones.
Así pensando en el botiquín y en esa brújula de ciencia ficción le dije:- Lo único que vas a poder decirles es que se lleven una bufanda
"Llevate una bufanda", a eso se reduce la sabiduría materna en sus consejos a hijos aventureros.
Y lo comprendo desde la propia experiencia. Porque los hijos aprenden tan rápido que pronto nos superan. Y recordé que suele ser tan rápido como lo fue en la primera partida de ajedrez que jugué con mi hijo hace años, y en donde su desempeño fue tan brillante, y el mío tan lamentable que en pocas jugadas me había hecho jaque y entonces perdí la dignidad y quise tirar el tablero al patio. ¿Como un chiquilín así me podía revolcar ?
¿Acaso no soy una profesional responsable que ha aprendido lo necesario para suscitar respeto? ¿Acaso no soy una mujer madura con sabiduría de la vida? ¿Acaso no lo tuve en la panza cuando él era solo una cigota? Todo eso me dije entonces. Pero lo acaecido era una pequeña muestra de lo que vendría. ¿Qué lugar nos queda entonces a las madres? ¿El de las que preparan pastafrolas?
Al fin es cierto que las madres estamos para sorprendernos por los crecimientos de nuestros hijos, pero como ella  solía decirle al menor, tan científicista y tan tecnocrático él. "Me podrás ganar a muchas cosas, pero a grande no".
Y a ella le había sucedido el conmoverse cuando vió por primera vez a su hijo mayor con la chaquetilla y más cuando se superpuso a  esta imágen el recuerdo de él en su primer día de jardín enfundado en su guardapolvo a cuadritos. ¿Tanto tiempo había pasado?
A mi me pasó algo similar cuando a la vuelta de Barcelona y después de sucesivos cambios en el color del pelo, con mechitas, rubio, anaranjado, verde, mi hijo se rapó y al crecer el cabello, lo que vimos es que tenía canas. ¡Ya tenía canas! ¿Y cómo se hace para ser madre de un hijo que tiene canas, me pregunté entonces...?
En fin, como escribía Cristina Wargón, las madres somos todas deleznables, pero puede establecerse una clasificación entre ellas. Así están las abandónicas, están las sofocantes y están las "ponete un saquito". Me parece que ella y yo pertenecemos a esta última categoría.
 
Yo sabía que ella tenía una relación profunda con sus hijos y que venía baqueteada por los crecimientos. Que a veces hay una suerte de relación telepática entre madres e hijos que asombra y que se expresa en anécdotas increíbles.
Pero eso da para otra historia.
 
Volviendo al proyecto de sus hijos y a la inquietud que a ella le generaba, me contaba que la primera vez que  quisieron escalar eran mucho más jóvenes, apenas adolescentes.
Y que ella accedió después de muchas insistencias, pero con la condición de ser de la partida, esto es, con la condición de acompañarlos en la empresa.
 
La excursión era a El Champaquí.
Cuando llegaron a la base, en Villa Alpina ella contrató a un guía de la zona, que los acompañaría en el intento.
El proyecto era salir muy temprano y regresar en el día. Así que a las cinco emprendieron la marcha y empezaron a subir. A las siete ella ya estaba cumpliendo con el máximo de esfuerzo que le era posible, así que quedó instalada a la vera de un río en un lugar que se llama El Paraíso del Champaquí,  con la recomendación de esperarlos hasta la vuelta. El lugar era muy bello pero muy, muy solitario. A lo lejos un puntito que se veí apenas: era una casita. El guía comentó que era de una pareja de hippies amigables a los cuales podía recurrir si hiciera falta, pero que supiera que acostumbraban a andar desnudos.
Debería esperar doce horas. Y las esperó con la conciencia del paso del tiempo, apenas interrumpido por la presencia de vacas tan curiosas como suelen ser las vacas, con sus grandes ojos lánguidos y  la de un par de lugareños que pasaron a media tarde y tras saludar amablemente siguieron su camino.
Lo demás, el río, los árboles, el paisaje serrano y la reflexión sobre lo que estarían viviendo los exploradores.
Al cabo del tiempo prometido y al atardecer volvieron  los tres, habían hecho cumbre, los chicos estaban eufóricos, y el guía satisfecho por la misión cumplida. Solo que con ellos venía una tormenta.
 
El guía se adelantó con la propuesta de conseguir un taxi que los llevara desde la base del cerro y tranquilizándola en que los chicos sabrían volver sin contratiempos porque los había visto desempeñarse y estaba convencido de su pericia para hacer las dos horas de descenso que faltaban. "¡Estos chicos sube y bajan cualquier montaña!"
 
Cuando se desató la tormenta ya estaban los tres bajando. Pronto en medio del  granizo, de la oscuridad, de la soledad. Y del miedo.
Los hijos descendían ágiles y la ayudaban entre las piedras sin que hubiera un sendero visible y azotados por el agua. Y ella se tragaba la angustia. Hacía un recorrido minuciosos por las palabrotas que destinaría al escurridizo guía, que debiera haber quedado con ellos hasta completar el regreso, aunque siendo la dama que es, es difícil imaginarla en tal trance.
La lluvia arreciaba y el cielo se quebraba en relámpagos y resonaba en truenos. A tientas, a los tumbos, golpeados por el granizo siguieron la marcha. En algunos momentos se detenían, los hijos deliberaban entre sí, ella los observaba mientras decidían el rumbo y luego continuaban. La estaban protegiendo y ella lo advertía.
En determinado momento, caminando los tres, uno tras otro en la noche y en la lluvia, ella que hacía tiempo no rezaba se dijo : -Si hay alguien allí que escuche, te pido que cuides de ellos...
No era una plegaria convencional, tal vez ni siquiera una plegaria pero mirándolos se sintió más serena.
Y un resplandor se insinuó por un momento ante ellos. El hijo mayor y ella cruzaron las miradas sin decirse nada.
Aquel resplandor había aparecido como desde el suelo, desde la nada, solo por un momento y se había desvanecido.
¿Respuesta? ¿Mensaje? ¿Presencia de ángeles? ¿Trampa de la imaginación? ¿Por qué descreer de lo que ignoramos? Porque estamos tan domesticados en la absoluta racionalidad que cualquier otra aproximación nos sobresalta. Pero el hecho de que no podamos explicar algo no significa que no existe.
Ella se cuidó de comentar este aspecto de lo sucedido por el pudor de las burlas que pudiera suscitar, y con el fin de cuidar la apariencia de sensata y reflexiva tan necesaria en el ejercicio del rol materno, más aún, del rol materno de hijos adolescentes.Pero supo, y ese saber le quedó sedimentado y le sirve ahora, que contar con instrumentos de alta tecnología para orientarse en la montaña, está muy bien. Pero que contar con el ángel de la guarda no está nada mal.
 
Porque esa excursión al Champaquí fue más que una aventura a relatar, tuvo aspectos de descubrimiento del potencial que albergaban, tuvo ribetes de una recorrida metafísica, y tuvo toques de humor.
¿Dejó un sentido a descifrar?
 
Tal vez esta historia debería tener un desenlace, pero me gusta dejarla picando como serie de reflexiones. Sobre el lugar de las madres en la vida de los hijos ("Ponete un saquito" o lo que es lo mismo "Llevate una bufanda").
Del lugar de los hijos en la vida de las madres para completar ese sentido que ninguna otra experiencia aporta y que como me confió Iliana, le permitió sentir que una pieza encajaba al fin en el engranaje para que su vida funcionara a pleno desde que nació Julián.
O como para, como escribió Marcelo Birmager, superar para siempre esa soledad existencial, que nunca, pero  nunca  más registraría después del nacimientp de su hijo.
Tal vez para aceptar también la cuota de misterio de este universo vasto, enigmático y maravilloso. Un universo en el que solo podemos abarcar con nuestro pensamiento fragmentos, chispazos. Un universo respecto del cual sería  sería soberbio y pretencioso esperar saberlo todo.
 
Verano del 2004

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