8 dic 2020

Melancolía de los domingos

Tarde de domingos. Salimos con mi hijo, y de los programas posibles no engancha uno, el que dan en el planetario. Por Navidad, cuando intentamos ver “La estrella de Belén”, no conseguimos localidades, esta vez dan “La guerra de los mundos” y tampoco logramos entrar. No nos desalienta mucho el fracaso, y decidimos caminar.

Lo hacemos por el centro, donde se encuentran las cuatro jugueterías que recorremos ritualmente cada vez que estamos en la zona. Empezando desde Rioja vemos la de la escalera, con sus naves interplanetarias, héroes rubios y villanos monstruosos. Tomamos San Martín y en la Galería Rosario, vemos las vidrieras colmadas de animalitos de peluche y autos a pilas. En la vereda de enfrente, en la galería revestida de mármol color panteón, vemos la juguetería de los japoneses amables y media cuadra más allá, en esa galería nueva que tiene arbolitos bajo el cielo abierto, la cuarta fuente de tentaciones, aunque tenga un angelito en el cartel.

Mi hijo se pega a las vidrieras, elige, descarta, calcula precios y evalúa el tiempo de ahorros que le demandaría tal robot, o cuánto falta para la Navidad o el día del niño, en que puede anotarse para alguno de los regalos que desea.

El mira las vidrieras, y yo lo miro a él mientras va atardeciendo y la gente pasa. Un muchacho con un bolso, una gorda muy gorda, un matrimonio formal (trajeado él, con tacos y aritos ella), una pareja de la mano, muy rubia ella, muy trigueño él. Luego un adolescente vestido exóticamente y con el cabello hasta los hombros. Todos son hermosos y me parecen tristes. Entonces me detengo y advierto que no es cierto. Ni son hermosos, ni tal vez estén tristes. Yo debo estar triste, porque atardece en domingo: día y hora de la melancolía.

No soy nada original. Hasta a Julio Iglesias le sucede, lo dijo en un reportaje.

¿Y cómo es que todo se ve triste los domingos al caer el día?

Lo que siento es una fea mordida en el alma. Entonces me pregunto: ¿Qué coartadas le doy a la tristeza para que no me arrincone, para que no me demore en averiguación de antecedentes? Rápido, rápido…un argumento que pueda plantear con supuesta seguridad, tal vez zafo y logro que no me atrape…

Pienso en lo que puede contraponerle, las cosas proyectadas…sí, debo escribir dos cuentos y un artículo para el congreso de abril. Eso es serio, eso tiene sentido, es muy convincente… Además están los alumnos y están los pacientes que creen y esperan. Que apuestan a que soy razonable, sensata, fuerte y a que estoy bastante entera. La confianza que ellos tienen, también es un argumento con el cual apuntalarme en esta hora perversa, en dónde, ¡Maldito sea!, se me ocurrió plantearme: ¿Y ahora qué?


No le voy a comentar a mi hijo estas reflexiones, él no vino a darme argumentos por los cuales vivir. Más bien debería recibirlos de mí, pero…¡mierda!, no se me ocurre alguno verdaderamente sólido. Debe ser porque es domingo y anochece.


Y su padre quedó allá, agarrado a su martillo, como de una tabla de salvación, con olor a madera y protegido de los avatares del mundo por una capa de fino aserrín que, seguro lo aísla de la angustia, de las angustias existenciales…Mientras tenga madera para serruchar, lijar y clavar ya tiene excusas, ya sabe por qué vivir.

Lástima que no hablemos de estas cosas…Tal vez pudiera tirarme un argumento con el cual darme una tregua a esta opresión de garfio oxidado, mientras camino la peatonal y mi hijo hace cálculos para saber cuándo tendrá el transformen rojo con rayas plateadas, y con eso ya tiene sus días encaminados.

Pero…¿Qué deberé hacer por él más tarde, cuando también a él los atardeceres de domingo lo inunden de tristeza?

Yo aprendía a gambetearla y voy sobreviviendo. Reconozco que a veces al precio de simular que estoy ocupada en cosas importantes, y otras al de huir cobardemente. En el fondo sé que todas son pobres excusas frente al paso del tiempo y a las pérdidas que nos despojan.


Este es un asunto de lo más difícil. Entendí cabalmente lo del tango: “fiera venganza la del tiempo”, cuando empecé a ver envejecida a la que era la más pizpireta del grupo. Y cuando él, que era “el novio de América”, pasó a ser un abuelo levemente confundido (decimos que se convirtió en pollo patriarca en vez de decirle gallo viejo, porque queda más solemne). Y cuando mi gato, que era un fatuo narcisista que se la pasaba acicalándose, empezó a volver de sus correrías dañado y desalentado por la empresa de crecer y fijar su territorio…Se le veía decaído y decepcionado, como si la vida no le estuviera resultando como la planeaba.

Tal vez nos suceda un poco a todos, no sólo a Malandrín, mi gato.

Nos sucede cuando la búsqueda de motivos para trascender, se convierte en un rastreo de excusas para sobrevivir (escribir dos cuentos y un artículo, regar las plantas, criar los hijos, cumplir con los que creen en una).
 

Porque hay que sobrevivir. Con contradicciones y todo. Con mordida en el alma, angustia existencial, conciencia del tiempo y de la muerte o como carajo se quiera llamar. ¿No tiene eso cierta grandeza?

Sobre todo, porque, no nos engañemos, sabemos bien que son sólo intentos. Y como dice la canción, las más de las veces, consisten en “inventarse una esperanza para volver a vivir”. Para ello habrá que ser capaz de desentenderse del otoño. No asumir esa lucidez de atardeceres de domingo. Y en la lucha entre Venecia y Andalucía…seguir apostando por Anadalucía.
Otoño-invierno 87

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