Al despertar escucho el bochinche que meten los gorriones en el jacarandá, justo frente a mi dormitorio. Un ratito más tarde, de la escuela que está al otro lado de la calle, un tocadiscos afónico vuelve a recordarme que: “…alta en el cielo, un águila guerrera, audaz se eleva, en vuelo triunfal…” Cualquier mañana de éstas le bajo la audacia de un hondazo.
Trato de estirarme pero mi hijo, que anoche se pasó (película de terror mediante) me incrusta las rodillas en los riñones, y del otro lado, mi marido me clava los codos en las costillas. Esto de dormir con dos hombres podría ser fascinante en otras circunstancias (según plantea avanzados), pero a mí, estar entablillada entre las huesosas presencias de cónyuge y retoño, ya se me está haciendo pesado. Me deslizo por lo pies de la cama, el único lugar que creo libre, pero me encuentro empujando al gato, que me mira altanero, como si yo fuera la intrusa.
Entonces, fuera ya de esta cama promiscua, me tiro en la ducha, que por lo menos es un lugar privado. Y recuerdo, la ducha es un buen sitio para recordar en esta temprana hora.
Vuelven los versos de María Tiberti:
…Tu alma, tu alma
Prado de luces, y cuchillos y tréboles
Luchando contra las albas, los otoños y las viejas cosas”.
¿Así que ella también luchaba contra las albas?...¡Menos mal…no soy la única!
¿Y no era Cecilia Absatz la que diferenciaba el mundo de la noche del de las mañanas? El mundo de las mañanas…Pollera escocesa tableada, olor a jabón y un orden en la vida. Un orden difícil y exigente…Más los lunes.
Como se queja Susana Torres Molina: “…Ir a trabajar, destino de los imbéciles; levantarse temprano, tragedia de los mediocres. ¡Y por si fuera poco drama, invierno…!”.
Este parece ser un lunes de invierno, más lunes que los otros. Trámites pendientes, con la escribanía, con el estudio jurídico, con el banco, con la escuela, también consultas…
Empezar temprano: “Al que madruga, Dios lo ayuda”. “Primero el deber después el placer”.
Pero, la puta que lo reparió…¿Quién me hizo TAN responsable?
No, la vieja no, ella se toma su tiempo para vivir para joder y cuando puede trampea a las distintas burocracias que se le ponen por delante.
¿Y yo? ¡¿A qué viene tanto respeto reverencial por la ley?!
Ojalá hubiera heredado de ella, en vez de la artrosis, sus dotes para tomarse la vida en solfa…! Porque la vida es toda una cuestión. Y este asunto de crecer va dando trabajo. Crecer desde que era chica, y me portaba como grande hasta ahora, en que soy grande aunque me sienta chica.
¿Soy grande?
Soy del tiempo en que Tribilín se llamaba Dippy, las vueltas a la manzana eran toda una aventura y las rubias empezaban a jugar un papel en mi vida: eso que nunca sería.
Hoy el mundo es diferente. Nos invaden Mazinger y Robotech. Para vivir aventuras ni se necesita dar vueltas por el barrio, y aquellas rubias fueron arrasadas como Marilyn.
Hoy el mundo es diferente, pero hay cosas que me hubiera gustado que mis hijos conocieran y ya no están: el bazar Manavella con sus vidrieras iluminadas, especialmente la de los juguetes. Los cigarrillos Comander. Los higos y granadas que crecían en los árboles del barrio y se obsequiaban entre vecinos al llegar el tiempo de la fruta.
El hielero que sostenía sobre el hombro, apoyado en una bolsa de arpillera, el bloque transparente que rompía con unos ganchos temibles. El barquillero que convocaba con su clank-clank a toda la pibada, ansiosa de girar la ruleta que decidiría cuántos barquillos se ganaban. El afilador que pasaba por las casas con su silbato que era como un trino convocando a las vecinas. (Hoy tenemos el ulular de ECO, las estridencias de las bocinas Sorpasso y alguna que otra sirena de bomberos o brigada antibombas. Y en vez del ruido del tenedor batiendo el huevo para las milanesas, el zumbido de la multi-procesadora que funciona en la cocina).
Mis hijos tampoco conocen Ocalito y Tumbita, el perro Batuque ni la vaca Aurora. Seguro que no entraron en una casa con sótano misterioso y carbonera oscura, como la de mi abuela paterna, sótano que atisbábamos cuando bajaban a buscar vinos y carbonera donde amenazaban ponernos cuando rompíamos más de la cuenta.
La otra abuela vivía en el barrio del Abasto, en una casa con un fondo inmenso donde había catorce higueras con higos negros y blancos, y tenía en la parte de atrás un cañaveral donde jugábamos a los exploradores. La abuela de mis hijos (mi vieja) sólo tiene un patio embaldosado con unas helechos mustios en macetas descoloridas…Para nada sugieren imágenes de acechanzas en la selva tropical, como aquel cañaveral que les cuento.
Es que las casas ya no son lo que solían ser. Ni los Bancos, ni las Iglesias son los templos de otrora. Falta el estilo solemne que sabían tener. Se ven señoras en ruleros, bebés en cochecito, un pensionado con su bolsa de verduras, una gorda con vaqueros y un perro que seguía a su dueño a pagar el impuesto inmobiliario.
Tampoco los médicos son los mismos. Me acuerdo del consultorio de Torresetti (él me curó la urticaria, que me daba los cubanitos de dulce de leche) y que atendía en un lugar majestuoso: las paredes revestidas de maderas y diplomas. El escritorio gigantesco y lleno de cajones, y hasta la actitud: ademanes medidos, concentrada atención, prescripción escrita en el recetario clásico con una pluma fuente de oro, de los remedios mágicos; y en dicho consultorio una pintura inmensa representando una escena temible, dos colosos gigantescos y musculosos luchando con serpientes que los enroscaban. Él me explicó que las serpientes representaban a los vicios que aprisionan a los hombres para quitarles su libertad.
Uno de los últimos médicos que tuvimos ocasión de consultar, además del aspecto adolescente, llevaba indolente el guardapolvo abierto sobre los vaqueros arrugados, tenía las manos en los bolsillos y tal aire de despiste mientras nos hablaba en el pasillo, que si no hubiera sido por las circunstancias, hubiéramos salido huyendo. No pudimos hacerlo, y luego, una vez que lo conocimos mejor, nos culpamos por aquella primera apreciación apresurada que lo descalificaba, sólo en base a lo desmañado de su aspecto.
También en aquel tiempo de mi niñez, los policías eran buenos y merecían nuestra confianza. Ustedes recuerdan aquella advertencia: “Si te llegás a perder lo que tenés que hacer es buscar un vigilante, y cuando lo encuentres, sólo a él decíle lo que te pasa, él te resolverá el problema porque los vigilantes están para eso…para devolver a su casa a los chicos que se pierden”. (!)
¿Y recuerdan aquellos tiempos de la adolescencia en que se consideraba como una cualidad importante en los muchachos, una de la que se oye hablar poco: que fueran respetuosos. Esto quería decir en aquel tiempo, que no se hicieran propuestas deshonestas. (Aunque una tuviera muchas ganas de que le hicieran la más deshonesta de las propuestas). Mi abuela se hubiera escandalizado con tales sugerencias, pero mi abuela era bastante mentirosa. Con ella y mi mamá iba a las procesiones del Sagrado Corazón de María. Y con mi papá a los desfiles del 20 de junio en calle Córdoba, y él siempre me avisaba cuando pasaba el “11 de Infantería”, porque allí había hecho la colimba.
El me legó la melancolía veneciana (ciertos matices del gris) y esa terquedad de empujar ciegamente como un toro, que aún no se si es mérito o defecto. Y mi vieja, un sentido común tipo topadora y cierta ironía para mirar las cosas burlonamente, un poco de Andalucía, pero me basta.
Crecer fue también cuidad en mí, ese cacho de Andalucía para que no se me disolviera en los canales venecianos cuando inundaban todo.
También crecer fue aprender cierta poesía urbana encontrando belleza en las hileras de lapachos y jacarandás en primavera, ya que nunca pude ver los campos de lino, que dicen que son azules. Y mirar la magia de los letreros luminosos duplicados en el suelo, las noches de lluvia, tan fascinantes para mí como debieron serlo para los indios, los espejitos con que los sedujeron desvergonzadamente los conquistadores.
Los adelantos de la técnica que vinieron en los últimos tiempos a estas pampas, importados y escasos, me siguen pareciendo, de puro sub-desarrollada “cosas de mandinga”: radiodespertadores, relojes lapicera y las computadores chiquitas, que ni pila llevan.
Y en este recuento nostalgioso, me pegunto por esta vida, tan distinta ahora. Tal vez no como en el tango, según Cátulo Castillo: “una herida absurda”, pero sí con algo de “trámite engorroso o alegre charada”, como plantea Fernández Tiscornia. Como silogismo o milagro, como “flor misteriosa y perfumada”, como propone mi amigo Abel, o como caramelo gigantesco, según el poeta Sandro Tedeschi, o apenas como un boceto que no hay tiempo de completar.
Y así sigo como urraca de las palabras, guardándolas a todas, hasta que alguna vez saco una del escondite, para ofrecerla como se ofrece una rosa o zamparla como un garrotazo.
Sintiendo que tengo toda la campaña hecha y las confirmaciones necesarias desde que mi hijo me aseguró que no importaría si no fuera su madre, porque me tomaría en adopción (!) y desde que mi madre se pudo envanecer por la nota que me hicieron en Ecos, máxima aspiración de rosarina con pretensiones (aunque la nota no se la pueda mostrar a mis amigos intelectuales, porque me dirían tilinga y me mirarían con asco).
Sintiendo también, que aunque viva mil años, hay cosas que seguirán en el misterio…Por ejemplo: por qué mi hija pueda sonreír SIEMPRE al despertar, cuando otros nos sentimos tan miserables…y también por qué este hijo, más que hijo, me salió una experiencia surrealista, como cuando canta el himno y yo me hago cruces, porque se refiere a los “soretitos unidos del sud”. O cuando especula si: “…el Hitler, ese, para hacer todo lo que hizo ¿Tendría un ayudante?”. O cuando pasa, sin solución de continuidad de una pregunto: ¿Cómo se creó el Universo” a otra: “¿Por qué chocho, cuchufleta y cachucha se escriben con ch?”.
En fin, conservando, pese a los amaneceres de día lunes, en invierno, una pizca de locura, de irreverencia, porque si no cómo haría para seguir creciendo…? ¿Cómo haría para sobrellevar la nostalgia
1987
8 dic 2020
Homenaje irreverente a la nostalgia
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