1 dic 2020

1. CUENTO DE UN CUMPLEAÑOS

               Las de cumpleaños suelen ser fiestas más bien tristonas. Como las de Navidad y Fin de Año. Tal vez porque impliquen un balance, un recuento de lo vivido y aprendido, de lo sufrido y gozado.

               Tal vez porque marcan el inexorable paso del tiempo transcurrido. Tiempo que llenamos con cosas (tener hijos, escribir libros, plantar malvones). O tiempo que se nos desliza subrepticio y silencioso como una cucaracha, yéndose para no volver jamás.

               Lo cierto es que el cumpleaños de mis dos-hijos-dos (nacidos en 12 y 14 de octubre) y la fiesta con que los celebramos, me había llevado a estas reflexiones.

Habíamos invitado a los amiguitos del barrio, compañeros de la escuela y a hijos de nuestros amigos. Un buen número de niños y niñas: pequeñitos deambulando curiosos por las cornisas y explorando incansables desde los resquicios de las paredes a las matas de pasto del jardín, pasando por la minuciosa exploración de los juguetes de la mesa de regalos, las galletitas y saladitos de los platos y la de sus propias orejas, dedos, cabellos y demás.

Niños y niñas medianos, desplegando más actividad que la imaginable. (Al menos más que la imaginable para esos candidatos de Pami que venimos a ser los adultos).

Y niños y niñas casi adolescentes, requetesabiondos, un poco pedantes, muy, pero muy de vuelta de lo que son las fiestitas infantiles.

Recordando las fiestas anteriores y dejándome llevar, me remontaba a años atrás, momento de los respectivos nacimientos, cuando sentí que podía llegar a ponerme muy, muy nostálgica.

Presentí un grave riesgo. Era como una tormenta que se iba preparando. Veía formarse los nubarrones negros, cargadas panzas de agua, subiendo desde el horizonte y copando el cielo.

¡Lo que se venía!

Si mis reflexiones avanzaban y mi nostalgia también la cosa podía llegar a ser muy dura.

Entonces cuando ya estaba en el borde, un poco moqueando por tantas cosas, tantos recuerdos, tantos anhelos, él, que llega al dormitorio y me pregunta: -¿Te pasa algo?.

¿Cómo explicar?. ¿Cómo explicar lo que una no se explica fácilmente ni a sí misma?. Entonces encontré una salida digna y le respondí: - Es el dolor de garganta -  Que siempre viene bien para no sentirse ridícula en esos casos.

Así  pues, me senté en la cama, me sacudí la nostalgia y me puse a escribir. Es lo que hice en vez de llorar por dos meses seguidos por el paso del tiempo, los bebés que se hacen grandes y el tiempo que pasa. Y salió ésto.

 

Había estado preparando la fiesta los últimos días. Muchas corridas, muchos detalles, mucho cansancio. Esa mañana completamos lo que faltaba: el arreglo final de las dos tortas. La de Anahí: el cuento de Hansel y Gretel con los personajes junto a la casita de chocolate. La de Pablo: dos gusanitos en medio de un jardín de flores y confites coloridos.

Cuando llegó el momento vestí y peiné a los chicos, cargamos las cosas en el auto y fuimos al club donde se haría la fiesta.

Anahí estaba radiante. Pablo más que emocionado.

Yo recordaba mis cumpleaños y que de niña, cada uno era ocasión de angustia. Yo no quería cumplir años porque no quería crecer. Eso y hasta ahí, era lo que podía decir. Había otra razón que nunca pude poner en palabras. Yo no quería crecer porque no quería que pasara el tiempo. No aceptaba las pérdidas que  podía suponer, sobrevendrían.

Pero ese era mi secreto, y cuando me preguntaban la razón por la cual no deseaba cumplir años, pese a lo seductor de fiestas y regalos, al ocultar mi secreto, claro, los argumentos que daba resultaban un tanto pobres.

Me consolaban prometiéndome pesarme en una balanza con sal. Según el mito, a los niños a los que se pesaba en una  balanza con sal, no crecían. Yo fingía creerlo y hasta el año siguiente escondía la angustia.

Recordé todo esto cuando Pablo desapareció de la sala que acabábamos de adornar. Lo habíamos descolgado de una rama en la que se balanceaba como un mono. Luego lo perdimos de vista. Buscamos por todos lados. En uno de los patios había un gran cartel: Prohibido jugar al fútbol. Pablo no estaba.

En otro de los patios, el de los árboles y la tierra removida. Pablo no estaba.

Apareció escondido en el baño, agarrado a su pelota nueva y con cara de pocos amigos. Dijo que era porque lo habíamos descolgado del árbol en el que jugaba a ser Tarzán. ¿Habrá sido por eso?. ¡Quién sabe...!

 

Los chicos empezaron a llegar. Uno, dos... después todos juntos, en malón. No faltaron ni los aullidos con que, según las crónicas, entraban al galope, espantando a los cristianos, mientras arrasaban casas y haciendas. Impacto psicológico que le dicen.

¿Pueden imaginarse como pueden jugar y relacionarse unos 50 chicos de entre 2 y 14 años en ocasión de una fiesta de cumpleaños?

               Los chicos más grandes se organizaron en un partido de pelota debajo del cartel que decía: Prohibido jugar al fútbol.

               Las nenas, adorables con sus vestidos de moños y alforcitas entraron a empujarse y atropellarse hasta que decidieron jugar a revolear a la mía, tomándola de brazos y piernas. Anahí, primorosa en su vestidito celeste estampado con flores, sandalias al tono y un lacito en el cabello, que juro que estaba perfectamente desenredado, liso y brillante cuando llegamos, iba y venía por los aires en manos de sus compañeras. Ya se había sacado los zapatos, su pelo caía desmadejado y suelto, el lacito olvidado en algún recóndito rincón.

 

               Pablo, por su lado, jugaba en la tierra removida del otro patio, a que era un astronauta como los de Galáctica, llegando a otro planeta, y recogía muestras del suelo que guardaba cuidadosamente en los bolsillos de su camisa inmaculada. Como llegaba un marciano debía tirarse de panza al suelo y deslizarse así para no ser descubierto.

Dos de los varones medianos jugaban a Kung-Fu y se repartían tortazos y puntapiés mientras otro les tiraba nísperos de una rama a su alcance.

 

               Un grupo de madres observaban impávidas, más bien acostumbradas. Un grupúsculo mínimo de padres ponía cara de circunstancias, que en este caso viene a ser cara de sacrificados.

               Una niñita muy dulce, de apenas unos 2 años hacía pis encima del zapato de un padre (no del suyo, de otro padre) que cuando se dio cuenta, me miró ¿¡a mi ¡? con profunda reprobación, como si yo tuviera algo que ver.

               Los chicos derramaban jugo, se tiraban maníes y preguntaban cuando íbamos a cortar la torta.

               En eso estábamos cuando llegó la animadora.

               Yo la había contratado por teléfono y así, por teléfono, ella me había explicado que haría una función de títeres y luego organizaría juegos con música.

               La animadora era una rubia tipo Bo Derek pero más opulenta.

               Bueno, la Bo Derek era hermosa. Y alta. Y rubia.

El sueño erótico de cada uno de los varones presentes.

               ¡Era la mina!.

               Es muy posible que tuviera 15 kilos más que yo. Pero es seguro que además tenía 15 años menos.

               Dió una función de títeres en que todos los chiquitos se engancharon viendo las alternativas de un payasito que durante todo el tiempo estuvo por ser atacado por un león. Cuando el león aparecía se inquietaban y gritaban avisando al héroe para prevenirlo y salvarlo.

               Los chicos más grandes, que formaban una patota que estaba en la pesada, le indicaban sobradores al león: “-¡Comételo, reventalo, hacelo pomada!-“

               Después que el héroe y el león desaparecieron tras la cortinita apareció Bo Derek. Se había vestido de nena con una pollerita muy corta, que apenas cubría las puntillas de su ropa interior. Se había hecho dos colitas con el pelo, puesto dos grandes moños y pintado pecas.

               Su sorpresiva aparición provocó impacto. La mirada de los padres presentes brilló. Conozco ese brillo. Creí ver que los colmillos de algunos crecieron levemente.

               Después vinieron los juegos, en que una zorra corría a los pollitos. A la voz de mando, los angelitos se largaban a la carrera por el patio. Las madres desprevenidas que quedaban en el camino, caían en la estampida y eran cruelmente pisoteadas. Yo tuve la precaución de pegarme aterrada a las paredes, mientras miraba pasar despavorida a la horda, por lugares en los que jamás volvería a crecer el pasto.

               Luego de un rato de corridas se sentaron a cantar bajo uno de los árboles: “_ Pulgarcito, Pulgarcito ¿dónde estás?, ¡dónde estás?... Una de las madres dijo arrobada: “- ¡Hija escuchá!. ¡Nuestra canción!- ”.

               Otra vino a preguntarme de dónde había sacado esa cara (se refería a mi cara de cansancio). Y de dónde había sacado esa descarada de pollerita corta. Que podía recomendarme para el próximo cumpleaños otra animadora fea y narigona, que aunque aburriera a los chicos no tuviera TAN entretenidos a los padres.

 

               Bueno, llego la hora de cortar la torta.

               Bo Derek me ayudó a distribuir los trozos de la torta y a repartir los globos, y luego se fue a cambiar.

Uno de los padres me felicitaba por mi gusto en elegir tal animadora. Otro me decía que tenía intenciones de contratarla para su propio cumpleaños, pero que, eso si, no invitaría a nadie. Sería un cumpleaños muy privado.

               La animadora salió cambiada y preguntó quién podía acercarla a su zona. Mi marido dijo con aire inocente que él podía llevarla. No registró mi mirada de odio y los dos partieron.

               Los niños, en su mayoría, habían desaparecido tan rápidamente como habían llegado, dejando desolados los campos verdes.

               Quedaban unos pocos que jugaban a tirarse puñados de tierra y a saltar por las ventanas.

               Dos se organizaron en un juego de ping-pong y los más chiquitos armaban rompecabezas.

               Cuando mi esposo volvió quiso jugar al ping-pong con otro de los padres, y para poder hacerlo, sacaron a los chicos de la mesa a empujones. Yo protesté enérgicamente por el atropello, pero los niños ya se habían ido al sector del patio con tierra removida, donde jugaban a hacer cavernas en las que se escondían.

               La madre de uno de ellos me decía comprensiva: “- La infancia es la infancia...Que jueguen si quieren, que el tiempo pasa pronto...-” con voz profunda y sabia, mientras un cascote nos pasaba cerca y otro de los nenes ensartaba un sándwich de choclo en el picaporte.

 

               Finalmente, muy finalmente, el ambiente se fue apagando y pudimos volver. El color de la camisa de Pablo era de un simpático pero indefinido marrón sucio.

               Anahí había perdido su señorío, su dignidad inicial y la cinta del pelo.

               Estábamos cansados, pero no puedo decir que descontentos. Además traíamos una caja colmada de juguetes. Muñecas, autitos, libros de cuentos, jueguitos de cocina, también de tocador. Un Ludo, un camión de bomberos, dos rompecabezas y mil cosas más. Todas hermosas.

               Lo que yo hubiera deseado en ese momento: echar a mi marido y a los chicos y sentarme en el suelo a jugar con todos esos chiches nuevos.

1981

No hay comentarios:

Publicar un comentario