1 dic 2020

2. CRONICA DE UN REGRESO

 
               Debí suponer que la tragedia se nos venía encima. Con la tormenta que empezó a levantarse.
               Las nubes parecían inocentes. Se fueron cargando y subiendo cada vez más oscuras.
               Entonces él sugirió distraído: -¿Y si nos vamos hoy?-.
Era el último día de vacaciones.
               Y no había sido precisamente un día de playa: fresco, ventoso, nublado.
               Así empezamos a barajar posibilidades: si nos íbamos ya, perdíamos un poco de la holganza de ese último día de veraneo. Si nos quedábamos corríamos un riesgo, el de que, en caso de desatarse la tormenta deberíamos desarmar la carpa bajo la lluvia y guardarla húmeda con todos los inconvenientes que eso supone.
               Analizamos, deliberamos y sopesamos las ventajas y desventajas de las decisiones posibles y como no llegábamos a resolver alguien propuso: -Votemos-. Mi familia cree en las tradiciones democráticas de nuestra patria bienamada.
               Las opciones eran: preparar todo e irnos esa tarde o esperar hasta la mañana siguiente. Serían las tres de la tarde. Pablo y yo votamos por quedarnos. Alberto y Anahí por irnos. Así pues empezamos a guardar las cosas. (Olvidé decir que mi familia cree pero no respeta demasiado las firmes tradiciones democráticas).
               Sacando a relucir mi espíritu científico, mi criterio analítico, mi riguroso sentido del orden y mis componentes obsesivos dije:- Voy a hacer las valijas muy prolijas.
               Eso presuponía separar la ropa limpia de la ropa sucia. La que deberíamos usar para viajar, y otra de abrigo que llevaríamos a mano, por si acaso.
               Además debía guardar en cajas las provisiones que quedaron sin usar y que podíamos llevar de vuelta (galletitas, te, café, aceite, fideos, sal, latas, azúcar) y tirar lo que no habíamos usado pero era descartable.
               Guardar la caja de herramientas, el botiquín y el costurero.
Las toallas, el detergente, los palitos de la ropa.
               Los caracoles que habíamos comprado, las piñas que los chicos habían recogido. Los libros que habíamos llevado y no habíamos leído y las revistas que siempre se acumulan en los viajes.
               Los libros de pintar, las ceritas y acuarelas de los chicos.
               El autito nuevo de Pablo, el collarcito de Anahí, el osito de peluche y la manta de conejitos.
               Los artículos de tocador: jabones, peines, dentífrico, desodorante, champú, crema de enjuague, bronceador y perfume. Y mis cosméticos, entiéndase sombras, rimmmel, delineador, rubor, lápiz corrector.
Debía además verificar que en el bolso de playa estuvieran los trajes de baño. Dos bikinis mías, dos de Anahí, más una enteriza, el pantaloncito de baño de Pablo y el de Alberto. Los gorros que cada uno había usado para protegerse, la salida de baño de  Anahí y la de Pablo. La lona de playa con barquitos estampados, la toalla y el toallón de cada uno.
               Además las ojotas, zapatos y zapatillas de cada uno.
               ¡Ah!. Y el equipo: colchonetas, mantas, mesita de camping, banquitos, sol de noche, hachas y pala, linterna, garrafa con hornalla, perchas.
               Y la carpa. Estructura de caños metálicos, sobretecho de lona y dormitorio.
               Todo tenía su lugar en valijas, bolsos de mano y cajas, cajitas y fundas de plástico.
               Me dije: - Es cuestión de organizarme al hacer las cosas y avanzar paso a paso y armoniosamente. (¿Dónde escuché antes esto?).
               Empecé con firmeza: -Ropa limpia aquí, ropa usada allá. Anahí sacá la muñeca que te la piso al doblar la colchoneta. ¡Pablo, dejá esa botella que no es Seven –Up, es detergente!. ¡Alberto!. No podés doblar el piso de lona de la antecarpa sin guardar el cajón de artículos de limpieza, la espadita de Pablo y las ojotas de Anahí.  No, dentro de la conservadora no van las ojotas...
               No me empujés Anahí, ya se que querés el Billiken, pero no me acuerdo dónde está en medio de este lío...¡Pablo!, no entierres mis pulseras y el collar de mostacillas que se van a perder.
               Este corpiño va acá, en la valija roja. ¿Qué hacen estos caracoles dentro del termo?.
               ¡No!. La esponjita de acero no va con el short de Alberto, ni las pinturitas en la pelela de Pablo...¿Y que hacen los palitos de la ropa con el libro de Humberto Eco?..
               ¡¡¡UFA!!!. Yo pongo todo junto en donde quepa...
               Mi riguroso sentido del orden, mi criterio analítico y mi espíritu científico languidecían entre la arena de adentro y afuera de la carpa que aumentaba, como aumentaba la oscuridad de los nubarrones en el cielo.
               Así empecé a meter cosas en cajas y valijas y cajas y valijas en el Citroen abollado que estaba estacionado estratégicamente frente a la carpa y estúpidamente al lado de un árbol de raíces insolentes. Si no me las tropezaba al poner algo dentro del auto, me las tropezaba cuando salía de él o para volver a la carpa.
               Resultado: magullones y puteadas.
               Resultado: las medias con el champú, el osito de felpa con mis bikinis y el detergente con los fideos.
 
               Cuando hubo que desarmar la carpa puse cara de entendida.
               Cepillamos y doblamos el sobretecho.
               Me puse a desmontar los caños de la estructura, articulados y unidos por resortes. Había que encontrar un botoncito, apretarlo y deslizar uno de los caños sobre el otro hasta separarlos.
               Había que poner bastante fuerza, me pellizqué tres dedos y se me cayeron sobre el pie izquierdo dos de los caños que había logrado prolijamente desarticular.
               Cuando terminamos de meter a presión en el auto todo nuestro equipaje (obviamente equipaje es un modo de decir) estaba sucia y transpirada, cansada y de mal humor.
               Fuimos con Anahí a los baños, con jabón y toallas y ¡claro!, la bolsita de los cosméticos.
               Una vez allí, confieso que tuve la tentación de zamparme en una ducha y dejar correr el agua sobre mí durante media hora. Pero no había tiempo. La consigna era precisa: salir pronto, lo antes posible para aprovechar en el viaje, todo lo que quedara de luz de día.
Así, me lave como los gatos, me pasé el peine sin insistir en desenredar y ¡eso si! Me pinté un poco para disfrazar la tarde de trabajos forzados.
               Supervisé a mi hija cuando se lavaba con la punta de los dedos los dos ojos y salimos apuradas para el auto, donde suponíamos, nos esperaban impacientes Alberto y Pablo.
               Suponíamos mal.
               No nos esperaban. En realidad esperamos nosotras.
               Un buen rato. Digamos media hora.
               Al cabo de la cual los irresponsables aparecieron fresquitos, con el pelo aún húmedo, recién bañados y  perfumados, listos para iniciar el viaje de retorno.
 
               A las 8 del anochecer gessellino salíamos para Rosario. Salíamos junto ala tormenta de copiosa lluvia, truenos y relámpagos que nos acompañaría la mayor parte del trayecto.
               Se acentuó a medida que anochecía  se tornó temporal sobre las 11 de la noche. Nos detuvimos a cenar y seguimos.
               Cada vez con más viento. Cada vez con lluvia más cerrada.
               ¿Qué podía suceder?. ¡Lo que sucedió!. ¡Se rompió el limpiaparabrisas...!
               Eran las tres de la madrugada.
               Pablo dormía sobre los bultos del asiento trasero.
               Alberto y yo, con Anahí en medio mirábamos la tormenta.
               Al dejar de funcionar el limpiaparabrisas, el agua (diría chorros de manguera, o baldazos, o cortina, o todas esas cosas juntas), caían con la mayor y la más fanática de las fuerzas.
               Cuando un vehículo venía en sentido contrario, la luz de los faros nos encandilaba al difundirse en el agua acumulada en el parabrisas, y quedábamos totalmente enceguecidos. Era riesgoso seguir. Pensaba en lo prudente de buscar un refugio y esperar a que amaneciera o a que pasara la lluvia.
               Tenía sueño.
               Alberto coincidía en lo de buscar un refugio, pero lúcido y despabilado como estaba tenía otros planes: confiaba en arreglar el limpiaparabrisas.
 
               Tengo que aceptar que Alberto tiene talento para las reparaciones. Pero yo era un tanto escéptica respecto al infernal aparatito. No tuve en cuenta su persistencia.
               Nos acomodamos en una estación de servicio bajo un alto techo de chapas que crujía con los golpes del viento. Me dije: -No todo es malo, dentro del auto se está confortable y calentita. Me arrebujé para dormir un rato.
               Pero Alberto y Anahí estaban exaltados, despiertísimos y además insólitamente alegres. Como disfrutando de una aventura que los mantenía pendientes e interesados. Alberto contó: -Uno, dos, tres...once tornillos. Si saco estos once tornillos queda descubierto el motorcito del limpiaparabrisas y veo qué es lo que anda mal. Cazó entusiasta la valija de herramientas, con lo cual Anahí se corrió y al correrse me incrustó el codo derecho en las costillas y se puso a mirar fascinada las maniobras de su padre. Por supuesto, con su codo en mis costillas. Yo rezongué y me removí en el asiento.
               Entonces Alberto que lo percibió, al igual que mi cara de mufa, dijo admonitorio pero cómplice: -No la toqués a mami que está nerviosa y pueden saltarle los tapones.
               Ante la afrenta, y pese a estar muerta de sueño decidí reaccionar con dignidad. Abrí parsimoniosamente la puerta, los miré a los dos con profunda reprobación mezclada con asco y salí como una reina ofendida del Citroen abollado.
               Me estremeció una ráfaga de viento. Caminé entre los autos y camiones estacionados y encontré un lugar más reparado donde dormían una ovejera gris con su cachorro color canela  tendido sobre ella, y el presunto consorte (digo, porque era de color canela) que me miraron silenciosos cuando llegué.
               En eso estábamos los cuatro, los perros y yo, pensando en los avatares de la vida, lo contingente de nuestras circunstancias que nos habían unido bajo el techo sacudido de aquella estación de servicio, cuando Alberto empezó a hacer funcionar el arranque ruidosamente, como parte de sus maniobras para reparar el limpiaparabrisas. Hacía un ruido infernal, un estruendo que podía, si no resucitar a un muerto, por lo menos si, despertar violentamente a cualquiera que intentara dormir en varios kilómetros a la redonda. Y había gente que dormía mucho más cerca que eso. Precisamente al ladito. En el interior de la cabina de los camiones que también se habían guarecido de la tormenta en ese galpón.
               Me di cuenta cuando vi bajar de un salto, del camión más grandote, a un urso de mirada asesina, feo, peludo y en camiseta. Debía medir dos metros y pesar 200 kilos. Furioso, con una mano se rascaba frenético y en la otra blandía amenazador una llave inglesa.
Cuando estuve convencida de que existía un  peligro, bajo forma de rudo camionero perturbado en su descanso, me acerqué displicente al auto y dije con voz estudiadamente neutra: -Hay camioneros enojados porque los despertaste.
              
               Entonces nos fuimos.
               Con tormenta y sin limpiaparabrisas.
               Avanzando muy despacio. Casi una carreta. Dando bandazos entre lluvia y frío.
               Me fui quedando dormida.
               Cuando me desperté miré con mi único ojo abierto un espectáculo singular.
               Alberto manejaba con una mano y con la otra, con una pinza de mango plástico hacía girar una piecita, que ponía en marcha las escobitas del limpiaparabrisas. Anahí iluminaba con una linterna el lugar preciso donde Alberto insertaba la pinza. Y aprovechando que yo me había despertado, me dieron a sostener un piolín que salía por la ventanilla y en su otro extremo estaba amarrado a una de las escobitas, piolín del cual debía tirar cuando amenazaban detenerse las escobitas.
               Así a fuerza de piolín, pinza y linterna avanzamos un trecho más.
Llegamos a otra estación de servicio donde volvía a dormirme.
 
               Al cabo de un rato Alberto me despertó triunfante: -¡Lo arreglé!. ¡Conseguí un alambrito y ya funciona!-. La lluvia había cesado y era de día.
               Me dijo: -Voy a tomar un café con leche calentito, ¿vos querés?.
No alcancé a responderle porque volví a dormirme. Pero cuando él volvía ya desayunado me desperté y me di cuenta de que si quería café con leche. Entonces me trajo una taza humeante.
               Cuando ya la terminaba, Anahí se despertó, me miró de reojo mientras preguntaba: -¿Qué tomas?. Yo también quiero.
               Alberto se quedó en el auto con Pablo dormido  y yo bajé a pedir algo para Anahí. Te con leche y galletitas. Cuando Anahí había tomado su te con leche, entró al bar Alberto con Pablo en brazos que también se había despertado.
               La señora detrás del mostrador, que nos había visto aparecer y nos había atendido por turnos, preparó una taza. Nos habíamos hecho tan familiares, que cuando sirvió el te con leche de Pablo se lo enfrió soplando y agitando la cucharita en círculos. Casi nos damos un abrazo al despedirnos.
               En un mundo tan poco hospitalario fue reconfortante encontrar a alguien con tanta paciencia que no cuestionara nuestra entrada por turnos anárquicos  y desorganizados.
               Como había amanecido nos dedicamos a mirar por la ventanilla las maravillas del campo.
                Miraba distraída cuando recordé que no llevaba los consabidos alfajores de regalo. Este año lo había olvidado. Pensé en subsanar mi olvido comprando en uno de los puestos sobre la ruta alguna cosa que sirviera de recuerdo de vacaciones.
               Bajé con Pablo y examinamos con aire prudente y sabio los frascos de mermeladas, dulces y jaleas que exhibía un puesto sobre la ruta. Bueno, casi sobre la ruta. Para llegar debimos saltar dos charcos y meternos en un zanjón. Elegimos en función de criterios astutos e inteligentes: los de más lindo color.
               Con la conciencia tranquila y los pies embarrados seguimos camino.
 
               Escuchaba las meditaciones teológicas de Pablo: -¿Quién hizo las vacas?. ¿Quién le dio forma a esa nube?.  Y las reflexiones de Alberto: -¿Vieron ese gaucho tomando mate al lado del caballo?. Vestido de gaucho. Si va al galope seguro lleva el termo. Termo con piquito para seguir con la mateada. Los otros termos son incómodos y extranjerizantes. (¡?¡?¡?)
               La mañana avanzaba. Si no nos fallaban los cálculos a mediodía estaríamos en casa.
               No nos fallaron. A las 12 estábamos en la puerta.
               ¡Hogar, dulce hogar!. ¡Al fin en casa!.
               Después de 16 horas de viaje: un baño, un  sandwich y a la cama.
               La paz del propio lugar. La calma del sitio al que se pertenece. La serenidad de la casa vacía y solitaria, extrañada en los últimos días, más en las últimas horas, casi hasta la desesperación en los últimos minutos.
               Cuando puse la llave, ésta encontró un obstáculo. Otra llave colocada desde adentro.
               Entonces llamé timidamente. Digamos al borde del desfallecimiento.
               Salió a atendernos mi hermano, alegre, con todas las maripositas y para nada culpable como hubiera debido.
               Mi hermano tenía la llave y la consigna de venir a regar las plantas. Y ese día además, y ya que estaba, había venido a hacerse un asadito con toda la familia. Dijo: - Pasen, pasen...¡pero qué sorpresa!. No los esperábamos hasta mañana...Acomódense donde quieran...Hagan como que están en su casa-
               La sobremesa  fue larga.
               No teníamos electricidad, la tormenta a había cortado.
               Y no estaban terminados los trabajos de albañilería que habíamos dejado encargados al irnos. Deberíamos ocuparnos de eso.
               Pero estábamos en casa.
               1982.

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