1 dic 2020

10. CARTA A MI PADRE

                Murió el último de los patriarcas, el “jefazo”, el “malo” de corazón de manteca. El ogro de papel de barrilete.
               Pero...¿por qué tenías que morirte ahora? ¿Por qué antes de que pudiéramos hablar? ¿Por qué tenías que morirte sin que nos dijéramos todo lo que teníamos para decirnos?
               Por pudor...Capaz que por eso...Pero...andá a cantarle a Gardel! ¡Si hasta da bronca! De cuantas cosas nos hemos privado por pudor, porque mirá que era difícil hablar con vos...Siempre como avergonzado, sin que pudiéramos saber lo que estabas pensando, lo que te estaba pasando, lo mucho que sentías las cosas.
               El mismo pudor, la misma vergüenza que te llevó a ocultar tu cuerpo cuando la enfermedad se fue adueñando, minando tus fuerzas, quitándote vigor.
               La llamada fue un sacudón. Dejé todo, y volé a tu lado sin vacilar. Mi lugar estaba acá. ¿para qué?. Para acompañarte en la recta final. Para pelear con la bruja horripilante. Descarnada muerte, rival odiada. Pero vos ya estabas en el túnel, en ese canal de otro parto, que se iba estrechando día a día, y podíamos acompañarte hasta el límite, pero solo hasta allí y no más. Hasta la puerta de esa vida que había transcurrido con nosotros.  Habíamos estado reteniéndote por más tiempo del posible. Si vos ya no querías...Te ibas dejando llevar hacia las márgenes sin resistir...
               Fue tu vida, ensombrecida en los últimos años por la declinación, la enfermedad y la tristeza. Fue tu muerte. Solo tuyas. Nadie podría vivirlas por vos. Solo intentar, como intentamos nosotros acompañarte para que nos sintieras a tu lado. Pero sabiendo que ante la muerte estamos solos. Sabiendo que ese tránsito era intransferible, y que ni aún amándote como te amamos podíamos detener tu paso que se deslizaba allá, hacia muy lejos.
               No puedo recordar cómo, en relación a qué, supe con certeza que morirías pronto. La muchacha debió ver algo en mi cara. Ella limpiaba los largos corredores vacíos. Dejó de pasar el trapo por el piso y me habló con una sabiduría que espantó la angustia: -El ya vivió lo que tenía para vivir. Bien o mal tuvo años de vida y aunque quisieras tenerlo para siempre, eso no es posible...-
               Entonces recordé que vos mismo, dijiste algo parecido cuando murió tu madre. Yo estaba a tu lado, cuando a pesar del dolor pudiste decir calmadamente: -Ella ya cumplió con su misión en la vida- Y lo decías con serenidad. Con una resignación como la que yo empiezo a sentir.
               Y también recordé a aquel santazo, Francisco, y lo que me explicaba cuando yo era tan joven y me sentaba por horas a su lado a escucharlo, porque siempre estaba diciendo cosas que atesorar. El fumaba y tomaba ginebra y convidaba a los profesores que se querían quedar a charlar con él. Yo siempre quería, me sentaba como Mafalda en su sillita al lado de esa enciclopedia parlante que tenía todas las respuestas. Aquella vez él dijo: -La muerte no es violenta con los viejos. Piense en el hombre como un fruto que va madurando en la planta. Si tiene el tiempo de cumplir todo el ciclo, cuando está maduro, ya listo, cae naturalmente, por si solo. Pero... en cambio, pruebe a arrancar de la misma planta un fruto verde y verá como se le desgarra en la mano, porque el que es joven no está listo para morir-
               Y pensé, viejo, que vos habías cumplido el ciclo.
               Sabía que habías sido el octavo de una serie de doce hijos de una familia como las de entonces. Y cuando naciste, tu madre, castigada por la fiebre del puerperio debió dejarte, a su pesar , en otras manos. ¡Cómo debiste necesitarla en ese tiempo! Niño necesitado de madre. Viejo necesitado de aire. Aire para el niño cuya madre se ausenta y llora sin consuelo. Madre para el viejo al que le cuesta tanto seguir respirando, seguir viviendo.
               No fuiste jardinero ni poeta, sino un oficinista gris, pero pusiste tus sueños en nosotros y debemos portarlos como nuestra responsabilidad.
 
               La habías elegido a los 17 años. Ella era la más linda y cuando la viste te dijiste: -Con esa chica me voy a casar-. Vos ibas en bicicleta llevando un tablón al hombro a la carpintería de tu padre. Ella caminaba hacia el taller y saltaba un charco que la lluvia había puesto en la vereda. Y a vos te pareció que era un ángel que levantaba vuelo.
               Luego, después , llegaríamos nosotros. Y puedo recordar cuando al entrar a la casa la levantabas en brazos y la hacías dar vueltas así, y ella reía y todos estábamos alegres y yo sentía que estaba muy bien eso de tener como padre al hombre más fuerte y como madre a la mujer más linda. Y me asombraba que pudieras levantarla como si fuera liviana como una pluma.
                Mis recuerdos más remotos te traen como un gigante trigueño fuerte y alto como una montaña, que a los otros les metía miedo con su aspecto de fiereza. Todavía me veo levantando el brazo para llegar hasta tu mano y tomarme de ella. Tan alto eras y tan chica yo.
Eras un coloso a veces sonriente y a veces ceñudo. Escondía mi chupete cuando llegabas. Sabíamos que había que tomar cuidado de no enojarte, porque entonces... Nunca llegué a averiguar que hubiera sucedido entonces. No me animé y ahora pienso que hubiera sido bueno saberlo...
Era la época en que reconocía los domingos, porque ese día vos ibas al fútbol y antes de salir me regalabas una moneda de níquel para que me comprara caramelos o halados.
Eras tan contradictorio...¡Qué poco te conocimos! Y cuanto empeño ahora en reconstruir tu imagen con los pedazos que surgen de mi memoria. Un relato de mi madre cuenta que siendo yo muy chica, enfermé y no daban con el alivio. Y vos estabas tan angustiado, te sentías tan impotente que te tiraste en una manta  en el suelo, cerca de la cuna, y te quedaste allí como montando guardia un par de días, sin hablar, ni comer, con un abatimiento que se evaporó cuando viste que me recuperaba y recién entonces te pudiste poner en marcha.
 Tan importantes éramos para vos que una vez te escuché comentar acerca de mi hermano, que cantaba a voz en cuello en la casa de arriba: -Me gusta oírlo cantar, no importa lo que canta...Es porque si canta me parece que está contento.- Así de simple.
¡Qué vulnerable debiste ser bajo esa mascarada de fuerza y fiereza con que nos asustaste de chicos y en la que te combatimos rebeldía tras rebeldía. Al fin, tu autoridad estaba allí para que batalláramos con ella  mientras nos forjábamos. Pero hubiera sido bueno poder verte también en tu indefensión y en tu debilidad, además de esa firmeza y solidez que era lo que  mostrabas de vos mismo.
Y tu fuerza pasó a ser un mito que proteger, porque de algún modo nos servía.
Y ahora después de contradicciones, autoritarismos, rebeldías, desencuentros y reconciliaciones de toda una vida, acá estamos. A tu lado.  Eso debe querer decir algo. Debe querer decir que entonces no estabas tan equivocado. Que entonces valió la pena luchar, vivir y jugarse a fondo.
Somos las historias que no escribiste, los árboles que no plantaste. Somos árboles e historias en carne y hueso para seguir adelante. Para seguir adelante con las pelotudeces en las que vos encontraste significado para vivir. Porque...¿quién te dijo todo eso de la sinceridad, de la honradez, de la generosidad...Todo ese verso de ir con la frente bien alta porque no se ha jodido a nadie...Y ¿sabés?, resulta que ahora, renegando y medio a contramano, de vuelta de tantas decepciones, habiéndome ejercitado en la ironía y habiendo hecho profesión del cinismo...resulta que ahora, esas pelotudeces yo también me las creo.
Será porque vos estás en mi, en nosotros, no muerto sino sembrado. Y será por eso que se que luego, cuando todo pase, sin cuestionármelo mucho, bajaré la cabeza para volver a la lucha y embestir en el ruedo, como un toro, medio a ciegas como vos. Y volveré a hacer todas las cosas en las que estoy jugada. Todas las cosas que quedaron postergadas este tiempo, este último tiempo que he vivido a tu lado que es el de tu muerte. Estos días en que la malvada bruja de la guadaña fue quedándose con tu aliento, mientras tu tonto corazón seguía latiendo tercamente. Pero...Cuanto nos quedó por decir. Y tal vez haya sido mejor así...sin grandes escenas de tragedia griega. Sin despliegues escandalosos de neorealismo italiano. Al fin, si tu muerte tuvo dignidad ha de ser porque tu vida también la tuvo.
Y además, si en el transcurso de toda una vida no dijimos casi nada...¿por qué íbamos a tener que decirlo todo ahora?. Solo tuvimos unos pocos gestos pero te quedaste en ellos con suficiente peso, como para que te sienta bien vivo y bien presente. Tal vez porque eran verdaderos.
Recorrimos el penoso camino del elefante hasta el final. Tu pulso se quedó en mis dedos.
Y todo esto me duele, claro. Pero puedo comprenderlo. Esta dentro de cierto orden natural que no destruye, que no socava, que no violenta nada. Es cierto que hubiéramos querido que vos vivieras más. Pero sobre todo hubiéramos querido que vos quisieras vivir. Y desde hacía tiempo, el tiempo de la declinación, parecías tan cansado, tan sin ganas, tan aceptando vivir solo para complacernos...
Tu muerte me duele, claro, pero puedo comprenderla y eso hace que duela menos. Comprender que, como tantas veces me dijeron en estos días- a veces sin saber qué decían- que es ley de la vida que los ancianos mueran.
Y tu muerte, con ser tan muerte, lo es menos que otras, violentas, injustas e incomprensibles como la muerte de la confianza, de las ilusiones, que nos deja vivos pero lacerados.
Y tu muerte me abate y me desgarra pero no me mutila, no me empobrece. Me deja entera para ser quien soy y pensar lo que pienso.
Me duele pero no me ensombrece. Me duele pero no es dañina, ni me llena de resentimiento, ni me lleva a abominar de la vida y desear morir.
No cambia mi dirección. Solo lentifica mi marcha, porque me exige pensarte y me exige acostumbrarme a no tenerte. Y me exige recordarte, ahora que estás, pero de otro modo.
1984

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