1 dic 2020

13. PARCHES PARA LOS HUECOS

                Los hijos, como ya se sabe, llenan todos los huecos. Incluso los huecos de los domingos. Quien decía esto, por supuesto, lo decía despectivamente, levantando las comisuras e los labios con desprecio y entrecerrando los ojos con desdén. O sería para que no le fuese a los ojos el humo del enésimo cigarrillo encendido con displicencia a lo largo de la charla. Bah!... charla es un modo de decir porque él hablaba como quien dicta cátedra y yo escuchaba concentrada por el brillo y fluidez de su discurso, fascinada como siempre que alguien habla con elocuencia y seguridad aunque no sepa de que cornos habla o después se venga a descubrir que en realidad hablaba boludeces.
               El mensaje implícito esta vez era: quienes no tenemos los huecos emparchados somos los que podemos capturar el sentido profundísimo de la vacuidad de la existencia. Somos los que podemos, es más: debemos, estamos obligados, somos los elegidos a buscar las respuestas a las hondas cuestiones metafísicas, a desentrañar los enigmáticos designios de los tiempos...delante de un café en El Cairo o Saudade, mientras por largas horas arreglamos el mundo, o al menos divagamos sobre él (Hablar al pedo que le dicen).
               Pensé que su desprecio tenía que ver con que es cierto que los hijos en la vida nos meten en cuestiones tan pedestres como el puré de zapallo, la tabla del 3 y los porotos de las germinaciones. Y nos sacan de elevadas reflexiones acerca del ser y la nada, el materialismo histórico e histérico y alguna otra cuestión igualmente abstrusa e importante, porque se nos quema el arroz, desborda la pileta o dónde está esa plastimasa para trabajo manual?.
               Pero quien esgrimía su desdén sobre la burda, ordinaria manera en que los hijos nos emparchan los huecos es porque, pude suponer después, no tiene a su cargo, no conoce, alterna o dialoga con niños. Yo diría que es porque no ha visto ningún niño. Porque a veces, éstos, más que llenarnos los huecos con cargas de sentido, nos marcan las faltas con fina y cruel ironía.
               Yo diría que no la conoce a la flaca, que cuando yo entro despistada y pregunto qué hora es, me mira sobradora, disca 113 y me pasa el tubo sin dejar lo que está haciendo. O a Juanjo, el vecinito tímido, que cuando quise averiguar si el jueves de todos los santos y el viernes de todos los muertos iban a ser feriados me dijo: -Si ponés la TV en el noticioso de las 8 seguro que dicen...- Y me lo dijo como quien aviva giles.
               Porque una viene recibiendo afrentas, pero resiste. Resiste a pesar de que la hija del alma, parida con entusiasmo y sin aspirinas, diga que OTRA mamá hace mejor las pastafrolas. Una necesita seguir creyendo que es irresistible.
               Al fin lo decía mi papá, y ahora lo dice mi hijo, aunque por otro lado no me crea, aunque le de mi palabra de que uno más uno es dos y necesite ir a verificarlo en su calculadora, esa maquinita que yo no me atrevo a tocar y que él maneja con toda soltura.
               Y estar medio desinformada y no querer tener  que ver con máquinas no tiene por qué ser algo vegonzante. Por otro lado no está previsto ni reglamentado en  ningún lugar, excepto Suecia, el pedido de divorcio a los hijos. Se trata de vínculos indisolubles y de por vida.
               Y no es solo con los propios hijos. Teniendo hijos, es decir, teniendo los huecos emparchados, los otros niños también vienen a formar parte de este universo. Especialmente los amigos del barrio, lo pienso a diario y lo verifiqué el otro día.
               Pablo se había traído del campo un animalito que pasó a ocupar la categoría de doméstico a falta de otro. Era un gusano oscuro todo cubierto de pelos canosos e hirsutos. El gusano y   yo nos mirábamos fijo a ver quién le metía más miedo a quién.
               Recuerdo que de niña en mi casa teníamos un canario. Ese era nuestro animalito doméstico. Pero los tiempos han cambiado y el gusto de los niños también.
               Alberto le hizo una jaula de tela de alambre y los chicos le ponían lechuguita. De vez en cuando se escapaba y los encontrábamos paseándose por ahí.
               Como un día deapareció, yo me alarmé pensando que podía surgir en cualquier momento, desde cualquier lugar, y como había venido creciendo bastante desde que lo trajimos me temía un mal encuentro.
               Por eso abría con cautela la puerta del placard, la del botiquín del baño y corría suavemente las cortinas de la alacena, no fuera cosa de que el bicho me saltara a la cara convertido en gorilón robusto y bien nutrido desde  las profundidades del armario. Me hacía recordar a Alien, el octavo pasajero, viajando de incógnito feroz y asesino.
               Pensaba en esto esa tarde, pero no obstante, en un acto de arrojo, metí la mano en la alacena y busqué la manga que me habían prestado para decorar la torta. Era el cumpleaños de Alberto y yo había resuelto agasajarlo con una torta. La había horneado durante la tarde (había salido medio chueca) y ahora debía decorarla con crema chantillí.       
               En eso estaba cuando Franchi, el vecinito del fondo, atravesó muy resuelto el comedor y dirigiéndome una enigmática sonrisa oriental se metió en mi dormitorio. (Cuando a Franchi le preguntan si el papá es japonés dice que no, que  viene de Córdoba).  Fue derecho a la mesita de luz de Alberto. Yo pegué un respingo. El abrió el cajón. Yo me sofoqué pensando qué cosas privadísimas podría encontrar. El metió la mano mientras a mí se me cortaba el aliento. Y la sacó sosteniendo a Chewbaca, el amigo del príncipe Luke Skywalker y se fue a seguir jugando a La Guerra de las Galaxias. Parece que esa semana los tesoros más apreciados se guardaban en el cajón del que les hablé.
               Recordé que en la casa de mis padres el dormitorio de ellos, el de la cama grande, era un lugar reservado y prolijo, con cierto misterio y solemnidad. Un lugar de respeto y recogimiento, con algo de catedralicio, donde no había que meter bochinche, ni correr, ni saltar. Un lugar al cual los chicos teníamos que llamar antes de entrar. A la cama sólo teníamos acceso si estábamos enfermos, y formaban parte de la terapéutica, como los otros mimos indispensables: que mamá se quedara al lado, nos mostrara viejas fotos, nos compraran revistas o algún chiche extra.
               Ahora me sucede que para ocupar un lugarcito en la cama, muchas veces, tengo que desalojar a codazos y empujones a críos propios, ajenos y prestados para poder ver al Agente 007.  ¡En fin!.
               Volví a lo mío y mientras me movía en la cocina, traté de no hacer ruido, sobre todo para no despertar a Alien, pero también para que no me escuchara Alberto que se iba a bañar y era el destinatario de la torta con que quería sorprenderlo cuando saliera de la ducha.
               Me movía tratando de hacerlo rápida y silenciosamente, bueh...más o menos, ya que podré asumir otras dignidades, pero las que tienen que ver con la armonía,  gracia y precisión de los movimientos no son mi fuerte. Después de descubrir que me sentía, al decir de Liliana Hecker como “un bofe pensante” inicié mis clases de gimnasia que sirvieron para condolerme de mí misma en lo que llamaría “mi oligofrenia corporal”. Coordinar brazo izquierdo con pierna derecha sigue siendo tan difícil como “Los prolegómenos  a la metafísica del futuro”. Como la cinta de Moebius que toma Lacán. Y no me resigno  al fracaso y persisto heroica. Podría decir como Cecilia Absatz que en el fondo estoy esperando a que alguien descubra  la verdadera diosa que soy, debajo de la anécdota incidental de la torpeza para ir, venir, abrir, cerrar, alcanzar, ser.  Al fin, de algo servirán tantos esfuerzos (pierna derecha, brazo izquierdo) si una sigue teniendo ínfulas.                Así seguí moviéndome entre la heladera y la mesada, buscando un bol y diciéndome: no importa la chuequez de la torta, total con la crema chantillí se arregla.
               Como anochecía los mosquitos entraron por la ventana y empezaron a picarme los tobillos.
               Si soltaba la manga para rascarme, la crema chantillí que estaba poniendo en la manga se iba a desparramar en la mesada. A todo esto Alberto cantaba “Oh, sole mío” bajo la ducha.
               En eso entró Migue, el otro amiguito de Pablo comiendo una albóndiga y fingiendo indiferencia se limpió en mi cortina.
               Los mosquitos me picaban, la manga se atascaba y Migue seguía hacia el placard de los juguetes, bajo la escalera, a buscar el sable de Sandokán, pero en la búsqueda se le desparramaron la caja de rastis y la de autitos.
               Anahí llegó a pedirme permiso y plata (¿o plata y permiso?) para ir INMEDIATAMENTE a comprarse un candi, y me tironeaba para que soltara la manga y buscara la billetera.
               Alberto cantaba “La donna e movile”, pero no iba a ser indefinidamente. Y yo quería apurarme, no fuera a suceder que saliera y viera la torta sin terminar de decorar, cuando Mari, la hermanita de Migue, que estaba en el lfondo con los chicos entró llorando porque los grandulotes feos, malos y abusadores la echaban de sus juegos. A ella que es pequeñita, tierna,  y delicada. Venía con la congoja pintada en el rostro, los ojos color miel inundados de lágrimas que se derramaban y rodaban por las mejillas y le mojaban el cuello. Parecía un surtidor. Estaba tan ofendida que daba pena y se veía tan indefensa y vulnerable que daban ganas de protegerla. Por eso la recibí debajo de mi delantal done se acurrucó como un pollito.
               En ese refugio se ve que se sintió mejor porque asomó la cabeza y cuando vió que se acercaban los grandulotes feos, malos y abusadores, que seguro venían a dar explicaciones y veían mi cara de pocos amigos, se me adelantó y empezó a gritarles:-¡Boludos, pelotudos...boludos, pelotudos...- con lo cual, además de dejarme muy sorprendida, hizo absolutamente innecesaria mi intervención. Esa tierna criaturita ya sabía valerse por sí misma. Los insultos desentonarían con su estilo angelical, pero bastaban para poner a los muchachos en su lugar.
               Mari gritaba: -¿Boludos, pelotudos-, Anahí pedía candi, los mosquitos me picaban, Alberto terminaba de bañarse y los grandulotes feos malos etc. Daban explicaciones, mientras yo, con la manga atascada sobre el bizcochuelo chueco me preguntaba: ¿Es posible conjugar repostería, dramas domésticos e  interrogantes metafísicos?.
               Al fin, es cierto que los niños llenan todos los huecos. Pero cuando pueda darme una vuelta por El Cairo o Saudade, después de desatascar la manga, tengo un par de cosas que decirle a mi amigo, el despectivo. O mejor, llevo la crema chantillí escondida, y cuando esté cerca se la planto en la cara, como en las películas de Los Tres Chiflados.
1984

No hay comentarios:

Publicar un comentario