1 dic 2020

14. ESO DE LA POESIA DE LOS NIÑOS ES UN GLOBO

                ...Porque estos hijos míos tienen un realismo que mata. Paseábamos frente al Monumento a la Bandera y caminando por Avenida Belgrano, frente a la Casa de la Cultura, yo miraba a mi alrededor contentísima con la mañana soleada, el contraste poético del lila de los jacarandás florecidos, el rojo de los ceibos, las estatuas de Loa Mora que nos esperaban en la vereda de enfrente con sus gestos quietos.
               Yo les hablaba a los chicos de las bondades de la oxigenación del aire en las zonas arboladas y de cómo las plantas, el agua, son necesarias para la vida. No como esa porquería del smog de las fábricas y de los autos que nos contaminan el aire...Y ni hablemos de las empresas de productos químicos que impunemente sueltan venenos  dañaninos.
               En eso estábamos, pero había algo desagradable en el ambiente, a pesar del sol, los árboles y las avecitas, y yo no acertaba a darme cuente de qué era.
               Pablo bramó entonces: -¡Hay olor a caca de perro!-
               Yo husmeaba sin terminar de saber de qué se trataba.
               -Pero no...parece...tengo la impresión de que hay olor a algo podrido...- A lo que Anahí, práctica, dijo señalando en charco nauseabundo frente  a nosotros: -¡Qué te va a parcer!.¡Qué vas a tener la impresión...Es olor a podrido. ¿No ves el agua estancada?.- Un gran charco negro y viscoso era causante y responsable de la ruptura de la magia.
               Pablo la completó: -¿Y éste es el aire puro del que nos hablás?.
 
               Seguimos caminando. Pablo y yo nos dábamos culazos y nos hacíamos zancadillas y ella caminaba al lado muy digna, mirándonos seria porque en la calle no se hacen papelones, y “si alguien nos ve, me hacen pasar vergüenza”. Llegamos casi a Córdoba, empezamos la subida y para que no se hiciera pesada pensé en inventar algún juego. No tuve tiempo. Para ellos caminar es poco. Saltar, escalar y correr está más acorde a su modo de andar por este mundo.
               Pablo se trepó como un gato por el costado  del Monumento y cuando lo miré estaba   montado irrespetuosamente a cocollito de ese urso barbudo y musculoso, todo desnudo pero más  bien modesto, que está agarrado de un pez y mira ceñudo como  si se lo fueran a quitar. Pablo le palpaba la cabeza, los potentes bíceps, escudriñaba dentro de sus orejas y de sus fosas nasales,  y el urso, por supuesto seguía firme, con la mirada perdida en el horizonte.
               Hombres como ese son de antología, pero está mejor donde está que en otro lado. ¿Qué haría metido en esta realidad de Rosario alguien como el barbudo de mármol?. No podría incluirse en una banda musical, ni en un equipo de teatro (se requiere ser flaco, pelilargo y de musculosa), ni en una repartición oficial (son pálidos, formales y anteojudos). A lo mejor, como camionero el forzudo  si podría encontrar lugar.
               El asunto es que los convencimos a Pablo de que se dejara de joder con el urso y fuimos subiendo por  Córdoba. Venía bien preparada para la caminata porque antes de salir mi hija me había visto vacilar entre un par de sandalias turquesa y las zapatillas cualunques de yirar y había dicho: -Andá en zapatillas. Así que podía darme cuerda para rato.
               Cuando alcanzábamos la peatonal, además de los kioskos de revistas y flores había tal cantidad  de venta de cachivaches y cachivachitos que no nos alcanzaban los ojos para mirar todo. Relojes, muñecos de paño, anteojos de sol, vajilla, remeras  brasileñas, artesanías de  barro cocido, porquerías de plástico, chalinas japonesas, juguetes de Taiwán, medias de  lana de colores, carteras de  paja, palitos para hacer  burbujas con un aro en la punta.
               Yo me quería detener a mirar cada una de esas cosas que constituían una especie de Mercado de las Pulgas, pero de cosas nuevas y estirado como un fideo a lo  largo de calle Córdoba. Y Anahí me tironeaba protestando cada vez que me paraba y miraba el reloj como indicando que le estaba haciendo perder su precioso tiempo. Le decía: - No seas aguafiestas...-   y seguía prendida y prendada de todas esas cosas   maravillosas e inútiles salidas como de una lámpara de Aladino, versión para el tercer mundo, y ella ponía cara de resignación por tener que usar su mañana en semejantes pavadas y además creo, por tener una madre a la que todavía  la engatusan con espejitos y  cuentas de colores.
               A Pablo lo  tenía bien  agarrado, no fuera cosa que en la montonera lo perdiéramos y volviéramos  a casa sin nuestro unigénito varón.
               Uno de los riesgos caminando con  Pablo es que lee todos los carteles, deletreando como corresponde a su calidad de alumno de primer grado, y pregunta todos los significados, como corresponde a su  cualidad de chico curioso.                            
               Entonces, frente a las pintadas, el riesgo es para una por tener que ponerse a buscar explicaciones sobre todo, sobre el por qué de la rabia de los que dicen que son la rabia, el por qué Mengano es traidor y vendido, por qué ¡Viva Pepito y no te mueras nunca!, por qué Cornelio es el hombre que el Sindicato necesita, por qué los muchachos festejan los bigotes del Alfonso y por qué en estas pampas un bisonte anda pegando topetazos.
               Y hay que reconocerlo con humildad: una no se las sabe a todas.
               El otro riesgo caminando con Pablo, es que no se aburre pero pide todo lo que ve. Esta vez se conformó con una Rodhesia. Anahí aceptó unas figuritas de Sarah Kay del Shopping Center,  al lado de radio Nacional. Yo miraba las estampas de colores de esas nenas tan delicadas y al verla medio parecida no sabía si enorgullecerme o embroncarme. Por como es de linda, seria y responsable. Nunca transgrede los “Prohibidos” y a mí me da no se qué cuando se queda en el borde del pastito, mirándolo con ganas, pero sin atreverse a pisarlo, porque un  cartel lo decreta. ¿Qué le hicimos a  esta chica para que sea así?.
               La vez que fuimos al Museo Histórico, había un carruaje hermoso en el sector de la época Colonial. Estaba totalmente restaurado, brillante y con el tapizado de pana verde impecable y flamante. Lo vimos a través de los vidrios biselados de las ventanillas. Pablo y yo quríamos sentarnos para ver cómo era, pero Anahí no nos dejó entrar porque temía que viniera el guardia y nos retara.
               Cuando la próxima vez visitamos el Museo, todavía con las ganas y ya envalentonados quisimos hacerlo, ya no pudimos, porque estaba cerrado con un candado que habían puesto en ese lapso.
 
               Bueno, volviendo al paseo: cuando avanzamos más allá de Corrientes, vimos las luces de La Argeliana. Los chicos se quedaron mirando. Pablo señaló la escultura de un Buda sonriente. Me preguntó quién era y qué hacía. Le expliqué lo mejor que pude lo que conocía acerca de los principios del budismo, en lo que tiene que ver con la renuncia a sí mismo y la búsqueda de  la serenidad perfecta. Acerca del a lucha contra las pasiones, los propios  deseos y codicias. Y le hice un paralelo con el cristianismo  por este asunto del cultivo de la humildad, de la mansedumbre y la búsqueda de un estado de gracia, cultivando el desapego y centrando la vida en la oración y la meditación.
               Pablo escuchó, reflexionó y dijo: -Si, si...pero medio falluto el Buda ese. Porque habla mucho de renuncia y humildad pero mirá todas las joyas que tiene...
               Se refería a que en la escultura en cuestión el Buda sostenía unos frutos dorados y estaba profusamente adornado de guirnaldas y collares. Los criterios de mi hijo, como se verá son bastante lineales y simplistas, pero no dejaban de señalar una contradicción a la que estamos atentos los suspicaces.
               Para cambiar de tema y viendo lo embobados que estaban con tanta cosa suntuosa y exquisita les conté: -¿Saben que cuando era estudiante yo una vez vine aquí a ver si  me daban trabajo?. Habían sacado      un  aviso en el diario pidiendo una empleada y como era un lugar tan lindo yo vine. Pero no me tomaron, no me dieron el empleo.
               Pablo me miró. Miró las vidriera tras las cuales el brillo de las arañas de caireles, la suavidad del alabastro, el pulido de los mármoles, el torneado de las maderas nobles decían de un mundo fastuoso y principesco. Volvió a mirarme y dijo: -¡Claro!, no sos tan fina.
               Pensé en putearlo pero tuve que reconocer que allí deberían emplear para que no desentone a alguien con el estilo de Graciela Borges por lo menos.
               Entonces agregué en mi descargo y para intentar una cierta reivindicación: -Bueno, pero al fin me vino bien que no me dieran el empleo, porque así pude adelantar en la carrera, recibirme antes y...
               -¿Cuántas horas trabajarías si estuvieras empleada aquí?- preguntó rapidísimo Pablo. Quería saber si lo dejaría más o menos horas y ese era un dato importante para juzgar la cuestión.
-Las mismas, pero haciendo algo que es vender, que a mí no me sale, no me gusta. Además el sueldo de los empleados de comercio es una porquería-, les dije recordando a mis mutualizados de OCECAC y sus quejas.
Arrancamos de la vidriera que guardaba al enigmático Buda, bajo las luces aristocráticas y pensé que
Buda se quedaba sonriendo irónico, porque quién sabe en cuanto tiempo no había escuchado tantas insolencias juntas.
1984  

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