Este va a ser un diciembre distinto.. Porque vos te fuiste viejo.
Me gustaron siempre los diciembres. El calor que se viene y los helados de la nochecita. Las clases que terminaron y todo el tiempo para jugar. ¡Ah! Y las fiestas...Los negocios iluminados y con guirnaldas. Papá Noel con ribetes de piel blanca en su traje rojo, eternamente sonriente, eternamente sonrosado. Cargado con paquetes con cintas de colores asomándose de su bolsa.
Mi hermano y yo armábamos el pesebre. Las montañas con papel madera y con nieve de algodón en las cumbres. Poníamos un laguito hecho con un espejo, con los bordes escondidos en la arena.
En aquel tiempo no teníamos arbolito. Poníamos junto al pesebre un helecho, el más lindo, que mamá nos prestaba. Las imágenes eran figuras de distintos estilos, tamaños y materiales...No obstante a mi me parecía hermoso.
Estas van a ser las primeras fiestas en las que no vamos a estar todos juntos. Tal vez no te nombremos. Tal vez nos escondamos para que tus nietos, los chicos, no nos vean. Se que cuando den las doce, no nos diremos nada, pero estaremos pensando lo mismo. Y no se hasta dónde darán mi fuerza y mis buenos propósitos. Los buenos propósitos que tienen que ver con proteger, con no turbar a los que nos acompañen.
Algo así como tratar de no escandalizar a los inocentes con nuestro dolor y nuestra nostalgia.
Por lo que te decía de mis hijos que se merecen una madre serena y me apoyan para serlo. Como aquella noche en que entraron súbitamente. Era unos pocos días después. Yo había permanecido más o menos como de costumbre, un poco más callada y hasta ese momento no me habían visto llorar. Entonces aparecieron con las caritas serias y preguntaron qué pasaba. Yo les respondí: -Es que estoy triste, extraño al abuelo...
Entonces mi hijo dijo una sola cosa, desde sus seis años que funcionó como el argumento más categórico: -Pero estamos nosotros.
Es cierto viejo, vos no estás, al menos no como te teníamos antes, pero están ellos, y está la vida y desde ella todo lo que espera, todo lo que demanda, todo lo que apremia.
Y hay una segunda razón. Es cierto, vos has muerto. Vos viviste y estuviste y luego este mayo te acompañamos hasta que fue preciso despedirte. Estuvimos a tu lado. No dudo de que si percibiste algo hasta el final fue eso: que estábamos ahí. Y si nosotros estábamos ahí entonces fue porque vos estuviste con nosotros antes, siempre. Porque si, vos has muerto. Pero yo puedo decir: tuve un padre.
Murió porque era viejo, estaba enfermo y cansado y no pudo llevar más lejos su tiempo. Ya había agotado todas las prórrogas. Pero mientras vivió fue una presencia clara, neta, sólida. A veces buscada como puerto y marco de referencia. Otras combatida con la vehemencia con que se lucha para crecer. Siempre como un modelo con el que confrontarnos y del cual deslindarnos para ser nosotros mismos. Y siempre un apoyo incondicional con el cual contar.
Y el haberte tenido a vos de padre no es banal, produce efectos. Por eso creo que cuando esperemos las doce serenos, no estaremos fingiendo, habrá dolor, claro. Pero lo más verdadero es que vas a estar con nosotros porque vos quedaste. Y ya no vas a poder faltarnos nunca aunque hayas muerto porque te tenemos adentro. Y te tenemos adentro con amor, con bronca, con la admiración de la niñez, con las rebeliones de la adolescencia, con los acuerdos de la juventud en que ya nos pudimos medir de igual a igual. Con los respetos mutuos de después de crecer. Con ese orgullo de cada uno por el otro que disimulábamos adentro y pregonábamos afuera. Con una ternura desaforada, con todo lo que vos eras.
Y me acuerdo que de los días de la despedida, en aquel mayo, yo iba caminando por las calles y encontraba gente. Distinta gente que solía preguntarme: -¿Cómo estás?-, a quien hubiera podido responder: -Mal, mi padre está muriendo. Pero ¿sabés?, muchas veces dudé antes de decirlo...y no por mi...Sino porque quien hablaba conmigo era tan miserablemente huérfano aunque su padre viviera, y su dolor y su pobreza tan grandes, que hubiera parecido un gesto de soberbia hacer referencia a vos, a lo que eras, a quien eras, y con ello marcar la falta en el otro. Tal vez fue cosa del destino que se revelara esa verdad para mi en esos días. Que me tropezara con tantos huérfanos desde siempre, para que pudiera advertir que aunque estuvieras yéndote, ya nos habías nutrido con lo mejor de vos.
Algo así creo que es lo que podré pensar este diciembre cuando callemos. Cuando eludamos mirarnos. Cuando lleguen las doce y nazca el niño y veamos que vos, viejo, te fuiste para quedarte de este modo.
Y te encuentro en el perfume de tu ropa, esa que quedó en los estantes de la cómoda. Y también en aquel papel, cuando al abrir un cajón era tu letra en las anotaciones. Y una vez en la cola del banco, cuando creí ver tu espalda varios metros delante y rogué que el hombre no se diera vuelta para poder seguir pensando que eras vos. Pero sabiendo que era imposible porque tenía tu mano cuando morías. Y me quedé tercamente cuando cerraron la caja y te acompañé hasta que pusieron la lápida y ya no quedaba nada por hacer allí. Pero yo se que estás de otra manera. Lo confirmé cuando Anahí dijo mirando el papel plateado de una envoltura de cigarrillos: -Con este papel el abuelo me hacía anillitos.
Así puedo sentir como real que estás conmigo, que me acompañás como una bufanda que me abriga aunque los otros no vean, aunque yo misma olvide a veces que la estoy llevando. Y es así porque te tuve cuando más te necesitaba, cuando de chica me llevabas a conocer las cosas que te emocionaban: la casa de tus mayores, las calles del centro iluminadas los domingos, los desfiles del 20 de junio en calle Córdoba.
Mi hermano no pudo cantar más desde que te fuiste. Fue como si se le partiera la voz. Y yo recuerdo que aunque hablabas poco, dijiste una vez que te gustaba escucharlo cantar, te hacía pensar que estaba alegre. Y mi madre sintió que la mitad de ella está con vos desde entonces, pero que parte de vos se quedó en ella.
Para mi no hubo nunca dudas de que te llevaba inscripto con tal vigor, que ni la muerte habría de desdibujarte. Lo que quedó de vos en mí es el valor de la tenacidad, de la insistencia en llevar adelante la propia vida, a pesar de obstáculos y desalientos. El valor de sostener las propias decisiones y soportar las contingencias sin aflojar. En suma: el valor del aguante, que no es resignación sino entereza.
Y porque soy terca como vos, voy a seguir. Un poco triste pero no importa. Si mi hija recuerda: -Con este papel el abuelo me hacía anillitos.- es que está todo en orden. No te has ido del todo.
1984
1 dic 2020
15. CARTA DE NAVIDAD
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