1 dic 2020

3. PASEO AL PARQUE DE DIVERSIONES

                Había llegado a Rosario en esos días. Y ofrecía un paraíso de juegos, todos accesibles con una sola entrada. Me entusiasmaba la idea que con ella se pudiera ir a la calesita, al tren fantasma, a los autitos chocadores, al gusano y a todos los demás, todas las veces que quisiéramos.
               Además había kioscos, equilibristas, payasos... parecía tonto resistirse a tantas tentaciones.
               Cuando se lo comenté a los chicos ya sabía que no podría echarme atrás. Que IRIAMOS.
               Alberto se borró con alguna excusa. Es habilísimo para las gambetas cuando se trata de paseos a zoológicos, circos, museos, plazas o afines. Nunca, por más que me esfuerce podré llegar ni de lejos a su fantástica capacidad para eludir el bulto y quedar como un duque.
               De todos modos, y sinceramente, yo también quería ir. Llevar a los chicos era la excusa para colarme en alguno de los juegos, en dónde, por edad y tamaño, me dejaran. O donde pudiera subir con la mentira descarada de cuidar a los chicos.
               El Don Fulgencio que habita en lo profundo de cada adulto y que yo abrigo en mi, con la esperanza de que no decline nunca, saltaba alborozado.
               Hice las recomendaciones de rigor y con la promesa de diversiones a mansalva (tanto que hasta accedieron a bañarse sin que tuviera que insistir) salimos los tres emperifollados. Yo con unas sandalias nuevas, blancas y hermosas.
               Ibamos radiantes a buscar la tierra prometida de los juegos sin límites: tantas vueltas como deseáramos en todos los juegos que se nos ocurrieran.
               Pagué las entradas magnánima, suponía que estaba comprando la dicha sin frenos, raudales de goce, alegría al por mayor. Todo eso lo llevaba en la mano, en potencia, listo para desplegarse, junto a los tres papelitos rotosos de las entradas.
               Pero Pablo me tiró de la pollera y me dijo que le comprara un poco más de dicha, dentro de una bolsita de celofán y en forma de praliné. Nos acercamos a la puerta con el praliné y ya nos salía al encuentro el vendedor de cubanitos de dulce de leche, con un dulce de leche muy sospechoso, pero Anahí insistió.
               Nos encontramos en medio de luces, gente y música. Nosotros, el praliné y los cubanitos. Todo ello no evitaba que se me metieran cascotitos por entre las tiras de las sandalias y me martirizaran los pies.
               Pero...¡no importa!. ¡Vamos hacia el paraíso!.
               Nos pusimos en la cola, no del paraíso sino de la rueda gigante, cola que era de una media cuadra, y avanzaba muy, pero muy despacio. Tardamos una media hora en llegar, durante la cual me encontré comprando una nariz de payaso para Pablo y un Tuiti con camiseta de Rosario Central para Anahí.
               Cuando nos tocó el turno el muchacho que manejaba la rueda y acomodaba la gente insistió en que los niños  no podían subir solos. Yo objetaba que mis niños eran capaces de escalar montañas, cuanto más de subir a una vulgar rueda gigante. Finalmente como no lo convencía, fingí estar haciendo un gran sacrificio y subí yo también.
               ¡Sabia decisión!. Porque cuando estábamos en el punto más alto del recorrido, cuando  miraba fascinada el espectáculo de la luces y la gente, muy lejos...allá abajo...desapegada del mundo y casi en éxtasis por la sensación de vuelo, sentí una débil aunque perentoria vocecita que a mi derecha decía: -Mami, yo aquí tengo miedo. A la que se agregó otra vocecita todavía más débil y apremiante  a mi izquierda diciendo: -Yo también. Me quiero bajar.
               Utilicé el resto de la vuelta en tratar de convencer a mis dos hijos de que aquel juego espectacular no era para nada peligroso, que lo disfrutaran mirando el hermoso panorama desde allí arriba, que se imaginaran que estábamos yendo en helicóptero...y que me defraudaban al descubrir que miedosos eran.
               Ellos decían a todo que si, como quien habla con un loco, y se mostraron aliviados cuando la vuelta terminó y pisaron tierra firme, es decir cascotitos firmes.
               Me dije: Luego de ésta debo ser más cauta. ¿Qué podría haber sucedido si los chicos hubiesen subido solos, como yo proponía y entraban a sentir ESO que sintieron allá arriba y a manijearse mutuamente en el asunto del terror?. Nunca lo sabremos, pero hubiera ido imprudente averiguarlo. A mi me quedó dando vueltas en la cabeza esa milonga sobre el filicidio de que tanto nos habla por TV Rascovsky.
               Firme en el deseo de ser más cuidadosa y de que ELLOS disfrutaran de su paseo, me encaminé a la calesita. Solo que en el camino había un kiosco de copos de nieve y otro de helados Laponia, así que a la calesita llegaron más tarde y medio pringosos.
               Pablo se subió sin problemas a un caballo tuerto y Anahí a un chancho discretamente pornográfico. Como la calesita no arrancaba me puse distraída a mirar a los otros chicos y a los otros padres. En eso estaba cuando Anahí llegó compungida y asustada y dijo que no iba nada a la calesita, “que había unos chicos que molestaban”.
               Anahí tiene 7 años, es delgada y tiene aspecto de Falina, la novia de Bambi. En el grupo que ella me señaló y que logré identificar como la barra brava, la patota, la mafia de la calesita, había unos 5 pibes de 13 o 14 años, morrudos, sólidos, casi con bigotes y haciendo alarde de músculos, agilidad y prepotencia. Jocosos, entre risotadas saltaban de caballos a delfines, de delfines a elefantes, arrancando una rienda aquí, un estribo allá, y atropellando en su demostración circense a los más chiquitos, que, si eran rápidos eludían los empujones y si no quedaban en el tendal de los basureados.
               Me dije: -Es la ley de la selva, la supervivencia del más apto, trasladada a una diversión infantil-. Y en voz alta: -Vamos hija-. Y en voz baja: -¡Grandulones aprovechados!-
Mientras buscábamos otro juego lejos de los vándalos, pasamos delante de un bar de donde salía un olorcito tentador. –Mami comprame un choripan-. –Mami , yo quiero un pancho y una coca-.
               Nos ubicamos para comer y después seguimos hacia los autito chocadores.
               Larga, larguísima cola y larga, larguísima espera. Lo que entretenía era el mundo que nos rodeaba, que si no era mágico, al menos era movido. Los altoparlantes vociferaban, la gente caminaba y nosotros charlábamos con nuestros vecinos de cola, apretándonos entre si, para que no se nos infiltrara alguno de los pibes que distraídamente se ponía cerca y trataba de ganar lugares para evitarse la amansadora.
Como estaba envalentonada, mandé al final de fila, con firmeza y voz muy autoritaria, a dos que querían ponérsenos delante. Mis chicos me miraron con respeto y asombro, después de la huida vergonzante de la calesita. Claro...esos infiltrados tendrían 8 años...por eso me animé. Habremos demorado cerca de otra media hora en llegar. Entre las hermosas sandalias blancas y mis pies habría una docena de cascotitos incrustados.
               Llegando a los autitos, Pablo fue al volante de uno, con Anahí al lado. Yo me quedé mirando hasta que una gordita desconocida me invitó a subir con ella.
               Subí y cuando los autitos empezaron a andar y a chocarse y a eludirse y a perseguirse, me olvidé de Pablo y Anahí.
Yo era Reuteman y los otros eran perversos Pickets y Fittipaldi. Con destreza de consumada volante yo avanzaba y eludía veloz los encontronazos de los adversarios. La carrera se desarrollaba en una pista resbaladiza y emocionante que permitía poner en juego toda la astucia, todo el coraje...
               La gordita sufría y gozaba asustadísima con mis virajes espléndidos y yo la animaba: -¡Vamos mi brava copiloto, hacia la victoria...!-
               Me volvieron a la realidad los muchachos que estaban a cargo del juego. -¿Ese nenito de pantalón amarillo es el suyo?. Porque se golpeó la boca y lo tienen en la canilla-.
               Largué el autito chocador, salí de la pista y corrí adonde estaba Pablo sangrando por la nariz y Anahí asustadísima. Un caballero comedido lo estaba lavando y me decía consolador: -No se preocupe, no es nada...Lo chocaron un poquito fuerte, pero se salvó los dientes y eso es lo importante...-
               Como necesitaba verificar los efectos del golpe por mi misma, me puse a revisarlo a Pablo, a Anahí y por si acaso al caballero que se retiró confuso. Me encontré pensando vertiginosamente en algún argumento con el cual calmar a los chicos después del susto. Me interrumpió Pablo, de quien yo esperaba escuchar alguna queja o algún reproche y que me espetó abruptamente: -Bueno, ¿y cuando vamos al tren fantasma?.
               Tomados de la mano salimos los tres. Pablo con hielo en la nariz, prestado por la gente del bar y envuelto en un minúsculo pañuelo que fue el único que encontré en mi cartera. Después de comprarles chocolatines (las culpas se pagan...) nos pusimos en la cola del tren fantasma. Cola que como todas las de los juegos importantes era larguísima.
               A nuestra izquierda los puestos de tiro al blanco ofrecían muñecos, saleros y cuadros de la difunta Correa, para los habilidosos con buena puntería. Esos si pude eludirlos.
               Ya los cascotitos los tenía incorporados a mis pies como si formaran parte de mi anatomía. Pero cuando pudimos sentarnos en el vagoncito que nos tocó en suerte, respiré aliviada.
               Me preguntaba como se sentiría mi hija a quien esos juegos no la seducen sino que la aterran. Como una dama y en silencio se sentó a mi lado. Del otro, Pablo, entusiasta, ya olvidado del accidente y lleno de expectativas.
               Mientras nos deslizábamos por las vías y girábamos violentamente en cada curva, palmoteó, gritó y se rió a carcajadas con los degollados, cajones de muertos que se abrían, arañas peludas que se venían encima, esqueletos bamboleantes y cabezudos horribles.
               Yo recordaba, mirándolo a Pablo, que en mi tiempo todos los niños éramos temerosos y nos angustiaba lo macabro. ¡pero estos muchachos de hoy...!. Irreverentes, desafiantes, para nada asustados de los monstruos y esperpentos. Creo que si Drácula se tropezara con Pablo, debería retirarse ofendido al ver que lo toman en solfa.
               En cambio Anahí es distinta, impresionable, aprensiva...Por eso lo primero que hice cuando bajamos (y Pablo pedía otra vuelta) fue preguntarle como estaba. Me respondió: -Bien, yo no vi nada porque estuve con los ojos cerrados todo el tiempo. Como el tren fantasma me da miedo no miré. Pero en cambio me gustaría un globo de esos...-
               Me señaló un lugar en donde además de los globos había molinetes, yo-yos y otros chiches.
               Ya se había hecho muy tarde. La gente se había ido raleando, las luces declinaban, la música languidecía.
               Todavía quisieron dar una vuelta en unos  carritos insólitos, que parecían sulkys mecánicos, con toldos de colores y adonde el encargado me autorizó a subir, porque era tarde, había poca gente y vio las ganas en mi cara.
               Después, con toda la carga de experiencias, nos fuimos del parque.
               Alberto nos esperaba despierto.
               Habíamos demorado bastante.
               Mientras me descalzaba, lo primero que hice al llegar, Pablo y Anahí le contaron nuestra aventura. Y yo me preguntaba cuándo, ¿cuándo?, ¡cuándo!, acabaríamos de crecer.
1982

No hay comentarios:

Publicar un comentario