Funcionaba en el Italpark, desde las 8 de la noche. Cuando mi hijo vió de que se trataba ya supo que quería ir. Y yo supe que sería difícil disuadirlo. Alberto y Anahí se borraron olímpicamente, tienen clase para la gambeta. Quedaba yo como eventual compañera para el recorrido. Delante de la puerta un cartel anunciaba: “Por las situaciones de extrema tensión a que se verán expuestas, se recomienda a las personas sensibles e impresionables abstenerse”.
Para él ese cartel puso la pizca de estímulo que faltaba. Para mí puso la espina de la duda. ¿Ir o no ir? Que en ese momento venía a significar ser o no ser. En caso de ir ¿cómo atravesar con dignidad las instancias del miedo? De no ir ¿cuál excusa podría permitirme zafar sin que se notara el verdadero motivo?
Mi hijo debió adivinar mis reflexiones porque preguntó: -¿Vos sos sensible e impresionable? ¿Te late fuerte el corazón cuando te asustás?- ¿Yo qué podía hacer? Puse cara de profundo desprecio como queriendo decir ¡Por favor...! La suerte estaba echada.
No podría eludir el túnel con sus monstruos, oscuridades, alaridos, rechinar de féretros y arrastrar de cadenas. Tendría que sobrellevar las palpitaciones, la agitación de la respiración, la sequedad de la boca, la contractura del estómago, el temblor de las rodillas y el castañetear de los dientes sin decir ni mus.
El tema era ¿cómo disimular el miedo ante mi hijo para no perder prestigio ya que bastante desprestigiada estoy pues solo soy su madre y él es un niño de diez años muy representativo de lo que son los niños de diez años. Ustedes sabrán entender.
Además como les decía yo solo soy una madre, es decir alguien que lo único que puede es gestar, parir, amamantar y criar, lo cual significa limpiar colas, secar lágrimas y mocos, ayudar con la tabla del 8, la composición de la vaca y el dibujo de la casita de Tucumán. Pero que fuera de esos no tiene otros méritos.
En fin...creo que hablo de resentida, porque a esta altura y después de jugar al Terminator, al Come-cocos y al Scrabel que son unos juegos para intelectuales en los que siempre pierdo, ya me miran con desdén y me dicen en la cara: -¿Y vos qué sabés? ¿A quién le ganaste?
Volviendo al asunto del laberinto, estaba la alternativa de que no fuera tan terrorífico después de todo, y que haciéndole pata a Pablo para recorrerlo, eso me hiciera ganar brillo ante sus ojos y además de compartir la noche con él charlando y paseando, él pudiera sentir: -¡Qué piola es mi vieja...me acompaña dónde otras se borran.- Y así levantar algunos puntos en su estima. Es decir que lo que yo planeaba era seducirlo desvergonzadamente.
Cuando vi la gente que esperaba haciendo cola, chicos, chicas, familias pensé: -Si todos estos puntos, algunos con cara de opas, se aguantan el terror del laberinto...¿cómo no me lo voy a aguantar yo que soy adulta, tengo experiencia, leo a Lacán, parezco sensata y hago linda letra?
Al final de la cola, dos muchachos con actitud sobradora nos miraron con curiosidad cuando nos colocamos detrás de ellos. Me marcaron solo un momento, antes de que la mirada se les perdiese detrás de unas adolescentes espléndidas. Luego llegaron otros cuatro chicos y se acomodaron en su lugar. Uno de ellos ya conocía y comentaba que la cuestión era así: había que ir caminando por túneles oscuros en los que se nos aparecían personajes siniestros, fantasma, monstruos y otras yerbas.
Cuando nos íbamos acercando y ya llegaba nuestro turno, mi hijo se iba entusiasmando y yo me iba inquietando. El recorrido se iniciaba en un pasadizo oscurecido con nichos a ambos lados y féretros que se abrían sigilosamente mientras íbamos pasando. Solo miré de reojo.
En la primera curva nos salió al paso un encapuchado con túnica oscura que agitó los brazos, pegó un grito estridente y se fue blandiendo su garrote de tergopol a asustar a otro grupo.
Los cuatro muchachos del grupo de atrás me habían propuesto abrir camino, de lo más protectores. Me recordaron a aquel taxista que después de llevarme una medianoche ordenó: -Usted vaya tranquila, que yo espero que entre en su casa-. Tal vez supuso que tenía miedo o que debería tenerlo siendo mujer en medio de la noche hostíl. Yo obedecí docilmente en vez de mandarlo al carajo, reivindicando mi derecho a cuidarme sola, porque estoy segura que lo guiaban buenas intenciones y un espíritu caballeresco. Y soy una convencida de que las buenas intenciones aunque sean quijotescas valen.
Bueno, esta vez los chicos de atrás asumieron la tarea de cuidarnos dirigiendo la osada expedición y yo los dejé. Venía bien a mis fines de disimular el susto. Seguimos entre hombres lobos, vampiros, esqueletos y bestias peludas que se agitaban detrás de los barrotes de sus celdas y golpeaban con estruendo. Mi hijo ya se había hecho compinche de los muchachos, así que estaba medio olvidado de mí.
En un momento del recorrido el pasadizo se abría en un recinto amplio que figuraba un templo egipcio con una escultura de Ramsés o alguno de los tipos esos, y a continuación había un corredor con una docena de sarcófagos abiertos que mostraban sus momias inmóviles, hasta que ¡claro!... una de las momias entró a menearse, salió del sarcófago y se nos vino al humo. Huimos atravesando un pasillo y subimos una rampa que nos metió en otro tramo: un cementerio con algunas cruces ladeadas. Frente a nosotros, una mano esqueletizada salía de entre la tierra floja, lo que hacía pensar en zombies a punto de emerger, o en el ingenio e la mecánica al servicio de la recreación. Algún talento había detrás del diseño de ese aparato que tenía en movimiento perpetuo a mano y brazo difuntos.
Salimos del cementerio entre urnas chirriantes y en un par de vueltas desembocamos ante un cilindro giratorio, atravesado por un precario puente, que deberíamos recorrer, metiéndonos en el cilindro para caminarlo a lo largo. Entrar en ese cilindro era tentar a los dioses.
Mi sentido de orientación y equilibrio es el de una paloma mensajera... pero sin cerebelo y con los canales semicirculares atrofiados, es decir: mi sentido de la orientación y equilibrio es muy deficiente. Algunos lo llaman cretinismo topográfico, otros: oligofrenia espacial. Consiste en confundirme derechas con izquierdas y perder el rumbo con demasiada facilidad.
Y aunque el puentecito que caminábamos estuviera quieto, el cilindro que nos rodeaba por completo, por arriba, por abajo y por los costados, al girar daba tal sensación de movimiento que parecía que girábamos con él.
El mareo me hizo pensar seriamente en vomitar y eso podía ser el colmo del deshonor.Allí en medio de ese cilindro anaranjado con manchas de colores que daba vueltas, vacilando sobre el puentecito, mi miedo a los fantasmas se transformó en miedo al papelón. Llegué al otro extremo agarrada a la baranda como un náufrago a su tabla de salvación. Ya del otro lado y superado el trance, me acosó un esperpento con máscara de calavera y capa negra, al que miré fríamente, ya repuesta e mi temor de vomitar. Me fui y él se quedó desalentado agitándole la capa a los que venían más atrás.
De allí desembocamos en una habitación más amplia. En una mesa como una camilla había un muñeco cuadrado y macizo, con zapatones con plataforma y cabezota sobre cuello con tuercas. Si, era Frankestein, que al llegar nosotros se levantó y nos entró a perseguir con pasos demasiado rápidos para lo que se espera del mito.
Lo que yo quería a estas alturas era terminar de recorrer el laberinto, lo antes posible y dejar de tropezarme en la oscuridad, de escuchar golpes atronadores, y que enmascarados con caretas de gomas se me aparecieran a la vuelta de cada curva haciéndome ¡buhh...!
Ya estaba un poco cansada, así que cuando uno se acercó sigilosamente fingí no verlo para seguir más rápido. Pero él esperó y levantó los brazos para asustarme. Fue entonces que pensé que le debía el homenaje de un pequeño sobresalto. Mostrarme indiferente hubiera sido ofensivo. Al fin , los enmascarados estaban allí muertos de calor bajo caretas y trapos, golpeando por todos lados con sus garrotes y cadenas, toda la tarde pegando gritos como boludos para ganarse unos mangos. Al menos merecían un gesto de reconocimiento. No hubiera podido seguir de largo y hacerlo sentir un inútil. ¿Cómo ser tan desalmada con un cristiano que se estaba ganando la vida como se puede? Así que dije: -¡Oh1- pegué un salto y seguí con la conciencia en paz.
Pablo a esta altura se los tomaba en solfa, les tironeaba la ropa y les manoteaba el garrote, porque es más irrespetuoso que yo.
Cuando salíamos, lo que pensé fue que la misión había sido exitosa. Pablo podría jactarse con sus amigos de que había estado en el laberinto del terror. Y yo podría jactarme ante él que no había tenido que sacarme rígida de espanto.
Pero toda la aventura creo que me sirvió para convencerme de que no hay caso...se hable de lo que se hable, lo que insiste es el tema de si conviene disimular lo que se siente, o simular o que no se siente.
Yo había tratado de disimular ante mi hijo un miedo que si sentía para tratar de ganar su respeto, pero terminé simulando un sobresalto que no estaba, pero que debería haber estado, para cumplir con los que trabajaban allí tratando de aterrorizarnos.
Como siempre, en este asunto de andar en el mundo, el drama es: ¿cuáles sentimientos ocultar? ¿Cuáles mostrar?
Otoño 1988
1 dic 2020
23. EL LABERINTO DEL TERROR
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