1 dic 2020

4. DÍA DOMINGO

                Los domingos son especiales. ¿Días de ser uno mismo?. No hay trabajo, no hay escuela, no hay compromisos formales. Me dije: 24 horas para hacer lo que se me de la gana. Pensar, leer, escribir, charlar...
               ¿24 horas de libertad?. ¡Vana ilusión!.
               Cuando, con los ojos todavía cerrados aquel domingo busqué a tientas mis chinelas, las encontré ocupadas. Pablo las había usado como nave espacial para jugar a “La guerra de las Galaxias” y había dispuesto en ellas a todos sus muñequitos: Hans Solo, la Princesa Leila, Ben Kenobi...y también, junto a los héroes, a los malvados Silones.
               Me resigné a ir descalza al baño, y en el camino tropecé con la camisa de Alberto hecha un bollo y tirada sobre el piso. La llevé a lavar, lo mismo que a las medias y el pullover regados en el dormitorio.
               Recordé nostálgica que otros domingos tardaba en encontrar mi ropa interior extraviada en la noche, en quién sabe que heroicas y libidinosas gestas.
               Quise arreglarme el pelo, pero Anahí se había llevado las pinzitas y los ruleros para jugar con sus muñecas, así que me lave la cara y dejé para más tarde el operativo embellecimiento.
               En la cocina el espectáculo era desolador. La noche anterior, después que yo me había acostado, dejando toda la vajilla limpia y en orden, el hambre no se había suspendido y Anahí se había perpetrado (preparado no es un término que alcance para designar el hecho), digo, se había perpetrado un sándwich con salchicha, lechuga, muuucha mostaza (quedaban las miguitas) y un café con leche (quedaba la taza sucia).
               El resto de te, en la otra taza, debía haberlo dejado Alberto. Y el yogurt por la mitad, debía haberlo empezado Pablo y quedó sobre la mesada.
               Tener una familia independiente es una gran cosa, cuando son capaces de tomar iniciativas, algunas audaces, para calmar el hambre de cualquier cosa a cualquier hora. Lo malo es que dejan la cocina hecha un chiquero porque la iniciativa les llega hasta donde les llega la necesidad, y entre sus necesidades no está la de evitar la coexistencia con hormigas, moscas y cucarachas que llegan cuando ellos se van.
               Mientras ordenaba la mesada puse a hervir agua para el desayuno con la esperanza puesta en el paseo que seguramente haríamos por ser domingo. Alberto ya estaba agarrado a su diario ¿cómo diría?, con una fuerza, con un tesón, con una entereza...entre admirables y enternecedores.
               Me puse a vestir a los chicos. Vestir a Anahí es sencillo. Prácticamente consiste en supervisarla, abotonar donde ella no alcanza y tironear de los bordes para que la camiseta quede sin pliegues, las medias derechas y prolijas y los puños dispuestos como corresponde.
               Pero vestir a Pablo es una empresa de envergadura. Requiere la astucia de un diplomático y la habilidad de un karateca. Requiere de la seducción para persuadir y de los mamporros para convencer.
               Cuando queda razonablemente cubierto con su equipo de gimnasia y calzado con zapatillas, puedo sentir que he cumplido con mi deber y relajarme. Pretender peinarlo ya es demasiado.
               Así, decía, cuando terminé de vestir a los chicos, lavar las tazas y tender las camas, me senté bufando. Me preguntaba: -¿Quién dijo que los domingos son días de descanso?. Yo me canso menos durante la semana trabajando en lo mío, que hoy, haciendo como que es feriado, pero sometida a régimen de trabajos forzados.
               Miré a mi alrededor y vi sobre la mesa el suplemento de Clarín. Lo tomé y vi que en la tapa se mencionaba que en los juegos de video se gasta más que en discos y cine. ¡Generación intoxicada que no disfruta de las relaciones humanas y que vive atrapada por las máquinas!, pensé con asco. Y abrí la revista.
               Alguien me la sacó de un manotazo. Era Pablo absorto contemplando la contratapa, que mostraba una propaganda con una zapatilla gigantesca y un texto que juraba que quien usara Adidas España podría volar más que correr, deslizarse como en un tobogán y lograr todos los goles que se intentaran. Además que se sentiría para siempre feliz y no volvería a tener gripe, ni aplazos, ni urticaria.
En ese momento Anahí me llamó para que le hiciera las trencitas Bo Derek, así que me levanté mientras Pablo seguía con los ojos clavados en la fotografía de esa alpargata pretenciosa. Y se me cruzó cuando lo dejaba con la revista si serían muy severas las condiciones. Digo...las condiciones para ingresar a un convento de carmelitas decalzas. De esos con voto de silencio y ABSOLUTA RECLUSION.
 
Cuando después de almorzar intentaba sugerir que me gustaría dar un paseo a algún lugar, Anahí ya estaba recibiendo a una amiguita que llegó a visitarla y Alberto se ponía su ropa de trabajo y se iba a la carpintería-taller de laborterapia familiar, a fabricarle una nave espacial a Pablo, así dejaba tranquilas mis chinelas.
Anahí con su amiguita, se puso a recortar vestiditos de un trozo de tela, que DESPUES  descubrí que era un repasador nuevo. Como las frustré en sus actividades de alta costura, me dijeron que entonces se pondrían a hacer comiditas.
               Me quedé pensando por qué justo a mí tenía que tocarme una hija TAN femenina. Días antes, había estado leyendo un artículo (Revista Mujeres No 2) en que se comentaba críticamente un libro de lectura: “Páginas para mí”, el mismo que Anahí estaba usando en su segundo grado. En el artículo se señalaba, como se actúa sobre las niñas subrepticiamente, condicionándolas para la tradicional división de tareas en femeninas y masculinas. El libro de lectura muestra a la protagonista, una nena, cosiendo, barriendo y cocinando. Y a su hermano construyendo aviones y jugando en la calle.
               Decidida a buscar la nota para mostrársela a Anahí me encaminé al consultorio donde ¡horror! Mi escritorio estaba siendo usado como mesa de cocina en donde se cortaban prolijamente las verduras (pétalos de malvones, hojas de begonias y de mi hermoso potus nuevo) y se disponían en platitos.
               Los caracoles con que adornaba uno de los estantes del modular habían sido desalojados para dejar lugar a las cacerolitas. Y las obras completas de Freud salieron de otro de los estantes para que entraran la licuadora en miniatura, una balancita y un puñado de frutas de plástico.
               En mi psicoanalítico diván, la clientela del restaurante, una docena de muñecas, esperaban su turno para ser atendidas por las dos sofisticadas cocineras, quienes justamente sobre la revista Mujeres No2, estaban amasando empanadas de engrudo.
               Pegué un grito corto y me dispuse a un trabajo largo.
               Desalojadas las del gremio gastronómico, rehice el orden, como para que la habitación pareciera un serio lugar de trabajo y no un campo de experimentación de armas biológicas.
               Cuando terminé con los muebles y el piso, salí, cerré cuidadosamente la puerta y me dejé caer en una silla. Llevaba en la mano algo con lo que empecé a apantallarme porque la limpieza me había acalorado. Ese algo era precisamente el Clarín revista, así que lo abrí buscando la nota que me había interesado.
               Cuando me estaba acomodando, Alberto que llegaba con la nave espacial recién construida miró sobre mi hombro y dijo: -¿A ver?-. Y para ver tomó la revista y se puso a mirarla con interés. Yo estaba abriendo la boca para protestar cuando Pablo gritó en mi oreja: -¡Quiero la leche!-, al tiempo que hacía que me amenazara su robot Stormtrooper con una pistola amarilla de rayos láser. Para no ser perforada por los rayos láser me puse a preparar el te, mientras pensaba en las posibilidades de exilio. Digo...de exilio en alguna islita desierta con palmeras y playas doradas, de esas que hay en algún archipiélago perdido de los mares del sur..., si no es tan linda como la de Gauguín no importa.
 
               Tomamos café los grandes, te con leche los chicos, lavé todo y cuando pensaba en pasar de mi limpia cocina a mi limpio consultorio con idea de hacer algo más interesante que fregar, Pablo quiso que jugara con él y su nueva nave espacial.
               Alberto ya estaba escuchando con fervor ejemplar el noticioso y el mundo doméstico se le había desdibujado. Anahí jugaba con su amiguita a la telenovela Mariana. En la dramatización ambas se disputaban el amor de un imaginario Luis Enrique, entre adulterios flagrantes, secretos siniestros, abandono de hijos reencontrados 20 años después y toda la gama de situaciones que son habituales en dichas telenovelas.
               Sin poder escabullirme fui a jugar con Pablo, y tuve que meterme en la piel (¿piel?) del robot Arturito, seudónimo de Artt-Detoo R2 D2, y seguir la acción que él me proponía. Cuando en la trama se le cruzó que siguiéramos el juego en el agua, fingiendo una guerra en el mar, decliné la invitación, que hubiera significado meterme con Pablo en la bañera. Como estaba entusiasmado con su idea, aceptó que lo dejara en el baño calentito y yo pude huir de las guerras intergalácticas a otros espacios y actividades más pedestres y cotidianas. Por ejemplo leer el suplemento de Clarín (así no podrían volver a reprocharme que vivía en un “mundo pequeño”).
               La revista Clarín estaba sobre la mesa, abierta en la nota que me interesaba. La tomé con miedo, echando miradas furtivas a mi alrededor. No había moros en la costa. Fijé mis ojos en el papel, cuando Anahí que acababa de despedir a su amiguita irrumpió preguntando: -¿Oia, ese es el suplemento de Clarín?. ¡Dame que quiero ver la página de los chicos!- y me la quitó muy aplomada y segura y se fue. La vi desaparecer con la revista en la mano, preguntándome si no era una niñita demasiado aplomada y segura.
               Como Pablo ya reclamaba que fuera a sacar a sus muñecos intergalácticos y a él de la bañera y Alberto decía que tenía hambre y: -¿Qué hay de comer?-, decidí que si con la reclusión con las carmelitas descalzas, o con el exilio en la isla desierta había problemas, siempre me quedaba el recurso de ofrecerme como voluntaria para viajes interplanetarios, pasaje de ida, por favor.
1983

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