Y no solo porque ella es hermosa y rubia. Las mujeres delgadas y morenas tenemos cierto viejo resentimiento con las rubias fuertes que traemos desde lejos. Desde aquellas viejas experiencias infantiles de trigueña flaquita. Allí descubrimos los privilegios acordados a la odiosa prima solo por ser rubia. Descubrimiento que confirmaríamos en la adolescencia, pues en estas pampas, los rasgos de los europeos del norte son los que de entrada aseguran un lugar.
Bueno, por todo eso y por algo más, es que entre nosotras hay una cuestión pendiente. Ese “algo más” es lo que puso Pablo y que me propongo contarles. Pero tendría que ubicarlos...
Cuando nació Anahí, yo pensé que ya está.
Que no debía esperar nada más de la vida.
Porque esperar otra cosa sería una exageración.
Porque ya lo tenía todo.
Si alguien saca el premio mayor de la lotería, o acierta como único ganador al prode, tiendo a creer que tal sujeto sería muy tonto si volviera a apostar porque dos veces no se le va a dar.
Así que cuando la tuve a Anahí y la vi crecer creí que ella era el premio gordo, la máxima aspiración cumplida, la reparación narcisística que la vida me daba. El factor que equilibraría todas las desventuras, contrariedades y tropiezos del mundillo que nos toca vivir.
Yo salía a pasear con Anahí como quien va a una fiesta y la mostraba como quien abre las puertas de un tesoro. Perdonen la soberbia, pero por primera vez temí la envidia de los otros.
Para decir algo, puedo decir que han asociado su carita a la de los niños que pintara Mariette Lidys, con los grandes ojos húmedos. Tiene una gracia espontánea que la hace capaz de seguir todos los ritmos. Ha bailado todo, hasta el ruido de la licuadora y el timbre del despertador. Desde los sonidos de martillar un clavo hasta los de lijar una madera. Además se mueve por el mundo con una candidez que la hace invulnerable. Como la que le hizo responder en su tarea de lengua a la pregunta: -¿Qué animalito te gustaría tener en tu casa y sacar a pasear?- con: -¡Me gustaría tener un elefante!-.
Por todo esto yo sentía que ya está.
Que con Anahí estaba bien.
¿Qué más podía querer?.
Y...podía querer el bis. Otro hijo.
Y por ahí ¿quién sabe?...hasta en una de esas, varón. Para “hacer la parejita” como decían mis tías y Vicenta, mi vecina.
Puesto que todas mis aspiraciones habían sido colmadas, pensaba que debía estar preparada, porque la cosa no podía repetirse igual, ni yo debía esperarlo. No es cuestión de abusarse, ahora me quedaba ser humilde. Yo creía que era imposible que el otro hijo llegara a equipararse en gracia, lucidez y armonía a mi nena.
Con que fuera común y corriente estaba bien, me decía a mi misma.
¿O cualquier bebé normal nos parecería deslucido al lado de ella?.
Vino Pablo. Todo, de entrada, fue muy diferente.
Anahí se había desplazado dentro de mí con la suavidad de una bailarina clásica. Pablo me hizo conocer literalmente lo que son las patadas. El parto de Anahí había sido solemne y pleno de dignidad. Como correspondía a su ubicación de primogénita, al aparato conceptual de Leboyer acerca de la no violencia, que habíamos asumido con toda seriedad con el equipo de obstetricia, y al hecho de que ella ya era una dama desde entonces. El parto de Anahí estuvo rodeado de una contención emocionada de muchas cosas líricas y románticas.
El parto de Pablo fue un show. Porque el mismo equipo de obstetricia era tres años más viejo y ya no se tomaba las teorías con respetuosa unción, porque yo ya no era una primípara inocente sino una secundípara canchera, y porque Pablo era más cabezón y más apurado de lo que había sido su hermana en su momento.
Lo cierto es que así, medio abruptamente nació, y entre las cosas que primero me sorprendieron de él estuvo su cara inmensamente adulta, tan seria y concentrada, que esa expresión en un bebé metía miedo.
No puedo decir que fuera hermoso, pero había en el algo de encanto inquietante en él.
Fue creciendo tranquilamente, más allá de mi alerta dubitativa, y, a lo sumo me dirigía una mirada sobradora mientras chupaba un pedazo de gomapluma o la cinta de su Moisés.
Como demoraba en hablar su padre lo interpelaba: -¿Y?. ¿Cuándo vas a decir algo?-. Y me preguntaba a mi: -¿Qué pasa con éste?-.
El nos miraba fijo, entrecerrando los ojos, sabio y enigmático, como si supiera mucho de la vida y estuviera de vuelta de muchas cosas y en tanto masticaba un trozo de malvón que se había apropiado en sus incursiones por el patio.
Cuando empezó a decir algo entramos a sobresaltarnos. Empezábamos a advertir la que se nos venía encima.
Creo que fue entonces cuando recordé la profecía de mi dentista, que cuando estaba esperando a Pablo me dijo: -¿Ojalá que sea varón y que así veas como se pegotean los muchachos y sus madres!.
Me lo dijo como respuesta y justificación al escándalo que yo le hiciera, porque por quedarse a tomar mate con su mamá, el muy irresponsable me plantó en un turno. Como yo era una embarazada respetable no podía vengarse con el torno, entonces lo hizo con esa especie de maldición gitana. Yo dije ¡bah!.. .y levanté la nariz con desprecio. No iba a tener en cuenta tales paparruchadas.
Pero lo cierto es que cuando Pablo habló (cuando a él se le dio la gana, por supuesto) yo entré en un estado de deslumbramiento y fascinación que me remitió al pegoteo anunciado por mi dentista meses antes.
Porque no se largó con las trivialidades comunes, sino que cuando habló fue para formular planteos filosóficos y teológicos fundamentales, con una elocuencia, precisión y fluidez dignas de un orador consumado y desde una retórica impecable.
Lo hacía en los horarios y situaciones más insólitas. Por ejemplo, a las cuatro de la madrugada, cuando uno no logra conectar dos neuronas, él venía despabilado y exigente y nos largaba una andanada de preguntas y cuestionamientos en este estilo: -Hoy quiero saber algo de la vida...¿Por qué el mundo da vueltas?. ¿Y cómo se hacen las tormentas?. ¿Y cómo se fabrica la gomina?. ¿Y...-
A veces se quedaba reflexionando y luego de rumiar un rato sus ideas nos apabullaba con conclusiones que eran enunciados con fuerza de dogma. Por ejemplo: -El jamón es una especie de mortadela.
La nariz es la casita del aire y de los mocos. La cabeza es una cosa redonda con pelos por fuera y pensamientos por dentro.
Una vez preguntó: -¿El paraíso existe?-.
Después de ingentes esfuerzos logramos hilvanar unos cuantos argumentos titubeantes, barajando los pocos datos teológicos, filosóficos y científicos de que disponíamos.
Y cuando terminó de escucharnos agregó socarrón: -Yo pregunto si el árbol paraíso existe-.
Cuando caímos en que se hacía el sabiondo, nos miraba desde una posición de franca pedantería y aprovechaba para burlarse de nosotros siempre que podía, empezamos a cuidarnos.
No fuera cuestión que el mocoso nos hiciera pasar por boludos.
Me di cuenta cabalmente una vez que se coló cuando me estaba maquillando. El miraba absorto el despliegue de potes y frasquitos a los que yo iba echando mano (y esperanzas) en la tarea de embellecerme. Miraba y miraba y me di cuenta de que estaba por decir algo.
Pensé que iba a decir: -¡Qué linda estás!-. En vez de eso me largó: -Pareces The Kiss-.
Pero por otro lado, cuando era cariñoso, sus argumentos más enternecedores pasaban por unos mimos que me dejaban totalmente desarmada. (¿Sería el pegoteo anunciado por mi amigo dentista?).
Advertí pronto lo enamoradizo que era. Y Graciela Alfano empezó a gustarle desde chiquito, cuando la vio sonriendo rutilante, desde los afiches de una película musical. Afiches en los cuales se la veía con una flor roja en el cabello. Dijo: -Me gusta la chica de la flor-.
¡Claro!. En ese cosquilleo de descarga eléctrica que yo empezaba a sentir, debía estarse cumpliendo la profecía-maldición-advertencia de mi dentista cuando me dijo: -¡Ya vas a ver...!-.
Porque realmente que a Pablo le gustara tanto Graciela Alfano a mí me producía ciertos efectos. Empezaba a crear una cuestión personal entre nosotras.
Intenté decirme: -¿Qué tiene ella que no tenga yo?-. Y...si...varias curvas más y varios años menos. Pero...¿Y qué?. A mi me gusta Serrat, hasta fui a verlo al Estadio a pesar de los bastones largos y los dogos de colmillos afilados de la poli, y Pablo lo único que preguntó cuando me vio partir, fue si volvería a casa o me iría con Serrat después de la función.
Bueno, pero volviendo a ese asunto personal que tengo con Graciela Alfano, puedo contarles que yo empecé a sentir que podía pisar con mi Citroen a esa pizpireta teñida y quedarme sin culpa, cuando Pablo me dijo: -¡Gracila Alfano me gusta tanto!. ¡Cómo para casarme con ella!-. Debió ver mi expresión desolada. (¿Cómo?. ¿No es que los niñitos de 5 años desean desplazar al padre y casarse con la madre?. ¿Freud estaba equivocado?).
Se dio cuenta del efecto de sus palabras e intentó arreglarlo. Se apuró a agregar: -Pero vos también me gustás...Con vos me gusta...me gusta...-. Buscaba desesperadamente un argumento, yo casi podía ver la lucha que se libraba en el interior de su cabeza, exprimiendo dendritas y cilindroejes, para extraer la frase consoladora. Lucha que se reflejaba en su cara hasta que se iluminó, y pudo decir triunfal, porque había encontrado algo con lo cual compensarme de la afrenta de querer casarse con otra.
Aclaró la garganta y dijo contento con una voz cantarina, seguro de sí mismo y de decir algo brillante: -¡Con vos me gusta conversar!- (Recordé a Nora Eprhon: En mis fantasías sexuales nadie me ama nunca por mi mente)
¡¡¡Con vos me gusta conversar!!!. Mejor se hubiera quedado callado.
Está bien. Se ve que mi lugar no es el de Yocasta para este Edipo. ¿O los Edipitos ya no vienen como antes?. Esa vuelta me resigné al papel de consultora, interlocutora, amiga (-Con vos me gusta conversar-.) de un Pablo enamorado de Graciela Alfano.
En otra oportunidad lo conminé a bañarse antes de entrar a la cama. Había juntado sobr sí: arena, barro, salsa blanca, chocolate y plastilina. Cuando salió de la ducha reluciente, no pude menos que comentarle: -Ahora estás tan limpito, que vas a poder acostarte donde quieras-, recordando su preferencia por ir deambulando por las de todos hasta recalar en la cama grande.
Pablo preguntó velocísimo: -¿Con Graciela también-. Yo, con un hilito de voz, porque ya suponía aquien se refería, me arriesgué: -¿Con qué Graciela?-. Respondió: -¡Con Graciela Alfano!-.
Pero lo que hace irreductibles los términos del conflicto que tengo con ella es lo último que pasó.
Pablo estaba sentado en mi falda, y tal vez, para persuadirme de algo, empezó diciendo: -¡Qué linda sos!. Linda como Graciela Alfano...-
¿Quería seducirme para convencerme de algo?. Y luego agregó: -Tengo ganas de jugar a la casita robada-.
¡Ah!. Era eso. Reconozco el estilo. Su padre también recurre a seducirme para convencerme de jugar. A algo.
Pero Pablo es el poeta en miniatura de mi cuerpo. Cuando dice: -¡Qué linda sos , yo me emociono porque recuerdo cuando comparaba mi ombligo a una cavernita donde podrían guardarse de la tormenta los hombres prehistóricos, y a mis pechos a iglús en donde se cobijarían los esquimales del frío. Y esas imágenes son tan hermosas que si me dice: -¡Qué linda sos!- yo entro a ser fácilmente seducible y puede llegar a convencerme de cualquier cosa, hasta de jugar a la casita robada.
Esa vez me miró detenidamente y dijo: -Pero tendrías que ponerte una flor roja en el pelo-.
Se acercó más y con actitud crítica: -Y teñirte de rubia-.
Y luego, poniendo su cara delante de la mía, observándome minuciosamente y en un tonito levemente reprobador: -Y hacerte estirar la piel para parecer más joven-.
Concluyó muy firme: -¡Con todo eso serías como Graciela Alfano!-.
Yo sentí que podía optar por la variante rápida, tipo cicuta. O la alternativa oriental, mejor harakiri que bonzo. Porque el estilo melancólico de colgar al amanecer de un sauce será más folklórico pero no me convence porque es tan cachi...
1983
1 dic 2020
5. ENTRE GRACIELA ALFANO Y YO HAY ALGO PERSONAL
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