El encuentro de ellos dos
Según el relato familiar, mis padres se conocieron a los 17 años. Él, trabajaba en la carpintería del padre. Ella trabajaba en la misma fábrica que una de sus hermanas. Un día gris, iba él en bicicleta, con un tablón al hombro cuando cruzó a su hermana que volvía con sus compañeras. Había llovido y un charco les trababa el paso. Las otras chicas dieron un rodeo, pero mi madre se preparó a saltarlo. Y pese a las advertencias de sus amigas, y la mirada de los otros, tomó impulso y llegó hasta el otro lado. El relato de él, la describía en ese momento, saltando ese charco y levantando el vuelo, como un ángel, como un ave, como un hada. Quedó absolutamente enamorado y se dijo: “Esta es la chica con la que me voy a casar”.
El tiempo pasó y entre encuentros y desencuentros, la desaprobación de ambas familias y la complicidad de los dioses, llegaron a casarse y permanecer cincuenta y pico años juntos, hasta que la vieja huesuda los separó, solo temporariamente. Porque cuando mi padre murió, ella dijo: ¿Y ahora para qué voy a vivir? Encontró el modo, al seguir sintiéndolo a su lado. Usaba una campera de él, porque decía, llevándola se hacía ilusión de que él la abrazaba. Y supo contar que sentía su compañía y su contacto, de roce inequívoco, hasta en la Iglesia, en que pudorosa, le dijo con el pensamiento: “¡Acá no, que estamos en Misa!”
Hay algo de lo que no dudo, aunque tuvieron conflictos y hubo diferencias, algo prevaleció: se amaron entrañablemente. Esto es, que pese a las peleas, a veces estridentes, compartieron la vida. Tengo clara impresión de la angustia que me generaban estas discusiones y del malestar y la desazón. Pero aun así, uno de mis recuerdos remotos, es el de ellos dos jugando, él levantándola en brazos como si fuera una pluma. Y el otro es el de ella acompañándolo hasta la puerta para despedirlo cada vez que se iba.
LA PREHISTORIA
Historia de la familia materna
Historia de la andaluza y el inglés:
Era muy numerosa la familia de mi abuelo materno. Llegó a la Argentina después de haber desembarcado en Chile, (aunque el destino fuera América, podían caer en cualquier lado) Cruzaron en carromato Los Andes. Creo que eran medio gitanos. La citada familia se instaló un tiempo en Mendoza (en ese tiempo mi abuelo que era un niño cruzó con un arriero la cordillera varias veces como boyerito) y después recalaron en Rosario, dicen que junto al río. En un lugar provisional pero precario.
Además de los padres (Ella era una mora brava y puteadora)y cuatro hijas mayores, venían otros, más pequeños, entre ellos mi abuelo. Al tiempo instalaron un bar en zona sospechosa de los márgenes y las chicas atendían a los parroquianos. El destino que se preveía para esas jóvenes pobres ya se puede pensar cuál era...
Francisca, la mayor era rubia de ojos azules, muy bella. Quedó embarazada de un español rico y casado que prometió hacerse cargo de sostener al niño. Simultáneamente su madre (mi bisabuela, la mora brava y puteadora) también había quedado embarazada. Parieron con pocos días de diferencia. Pero cuando el hijo de Francisca falleció, la madre y ella decidieron cambiar los bebés y decir al hombre rico que el niño que vivía y seguía creciendo era su hijo, para asegurarse la ayuda económica que provenía de él.
Ella hizo pasar a su hermano como si fuera su hijo, trampeando los hechos. Su hijo había muerto, pero en la sustitución estuvo el eje de la historia. Los bebés habían compartido en la misma casa la crianza los primeros tiempos. Hay un dato siniestro y contundente de las características de esa difícil época, que es el de que para diferenciar a los bebés, la madre-abuela marcó al propio en la espalda con una cuchara caliente, con la que dejó la cicatriz que lo identificaba. Así de dura parece haber sido esta mujer, en tiempos de amargura, privaciones, ignorancia y oscurantismo.
Francisca tiempo después conoció a un inglés que vino a trabajar a Rosario. Se enamoraron perdidamente (¿hay otra manera de enamorarse?) La llamaba "mi inglesita" por su aspecto y "mi perla rara" por el piringundín de mala muerte donde trabajaba y vivía, y del que él, cual príncipe azul, pudo rescatarla. Le propuso matrimonio y dadas su inserción en la empresa logró que varios miembros de la familia obtuvieran empleos. Trabajar en los Ferrocarriles en aquellos años era una suerte que los jerarquizaba.
Conocí a Francisca (no así al esposo) cuando ya era muy anciana y vivía en Olivos en una casa grande y bella con una empleada y varios perros. Cuentan que el matrimonio que la convirtió en gran señora fue armonioso, que no pudieron tener hijos, que vivieron siempre juntos, venciendo lo que hubiera sido un destino aciago para Francisca. En aquella visita a la casona de Olivos, me asustaban los retratos suspendidos en el comedor, de graves señores y damas vestidas de negro.
Mi abuelo, en gratitud por todo lo que habían hecho Francisca y el inglés, por él y otros hermanos la designó madrina de bautismo de mi mamá. Lo que había hecho, nada más y nada menos, fue situarlos en el ferrocarril en diversas tareas (mi abuelo llegó a ser jefe de estación en la campaña) y hasta a su padre, en un cargo de guardabarreras, que era lo que podía hacer a sus años.
A su vez, años después, mi mamá le pidió a Francisca que fuera también su madrina de bodas.
Había razones: su mamá Enriqueta se oponía a su noviazgo con mi papá.
Enriqueta la había mandado a Buenos Aires, a la casona de Olivos durante un tiempo ¿para disuadirla? Conservo algunas de las cartas entre mis viejos que persistieron en su decisión pese a la distancia entre ellos (Buenos Aires y Rosario). Finalmente volvió para casarse. Tía Francisca había sido su apoyo entonces, en esos últimos meses de soltera, además de una generosa anfitriona.
Creo que por eso mis viejos la siguieron visitando. Por el papel que había jugado en esa historia de amor de los dos.
Lo notable es que mi mamá se llamaba: Francisca Enriqueta, como su tía madrina y su mamá.
Pero su sobrenombre era Meca, que era como su hermana la llamaba cuando nació, queriendo decirle muñeca, pero pronunciándolo así.
De las otras hermanas de mi abuelo, María, la segunda, huyó de la casa, y poco se supo de ella. Cuentan que era violenta y desquiciada. ¿Alcohólica? ¿Psicótica? Nunca lo supieron.
Dolores, la tercera, que también era muy bella, había hecho relación con un señorito de familia. Se amaban profundamente, pero jamás le hubieran permitido incluirla en su círculo. (Recordar que eran las que servían en el dudoso bar de Pichincha)
Pero no hubo tiempo de dar batalla: ella murió muy joven, con 20 años, y él, aunque no hubiera podido casarse con ella, pidió autorización a sus padres para enterrarla y la llevó a una tumba en el cementerio del Salvador, el cementerio de la gente adinerada y “de apellido ilustre”. Hay un contraste entre Salvador y La Piedad que es como el que existe entre Recoleta y Chacarita en Buenos Aires.
Carmen, la menor de las cuatro, fue a Olivos ¿llevada por Francisca?, también tuvo un matrimonio honorable y tres hijos varones. Vivió siempre en la casa lindera a la de Francisca. Me pregunto si la maternidad lograda de su hermana en hijos, nueras y nietos no fue para Francisca un testimonio permanente de lo que faltaba en su vida. Que había estado en aquel niño que ella había tenido de soltera y que murió de bebé.
Conservo fotografías de Francisca ya adulta en la boda de mis padres. También atesoro el documento del sepelio de Dolores, con el nombre del caballero que la amaba, que fue el que tomó esas provisiones. Siempre pensé que tal vez haya familiares de él en Rosario, y me pregunto si tendrán alguna noticia de esta historia.
Las abuelas de mi mamá eran absolutamente contrapuestas. Una era la puteadora y blasfema de la que hablé. La que tomó decisiones fuertes, irreversibles, crueles. Pero la otra, Andrea, la madre de su madre, era una rezadora de la archicofradía de la Santísima Virgen de la Parroquia del Corazón de María, a la que pertenecía. Que fuera rezadora significaba que intervenía en los velatorios del barrio, a los que era convocada para orar por el difunto. Esto quiere decir que mi vieja tuvo que barajar y sintetizar en sí imágenes de abuelas inconciliables. La mora blasfema y puteadora de Pichincha, madre de su padre y por otro la beata rezadora del abasto, madre de su madre. En el retrato que se conserva de esa bisabuela se la ve con severo rodete y vestida de oscuro. El cabello era visto como algo a cubrir, para evitar seducir. Era el arma que el demonio daba a las mujeres para tentar a los hombres. Por eso además de llevar los suyos recogidos en apretado rodete, sacaba los cabellos que quedaban en el peine y los escupía antes de esconderlos en las grietas entre los ladrillos, para que diablo no los tocara. El mundo era un lugar en el que él siempre estaba cerca tentando a los débiles. Y la Virgen ayudaba a los pecadores si se la invocaba con fe. Por eso, según contaba mi mamá a esa abuela no se le caía nunca de la boca el Ave María. Tampoco la advertencia a los chicos, de que sus travesuras, entendidas como pecados, tenían un efecto: el de afligirla. “La Virgen llora” decían como un escandaloso chantaje esa abuela a los niños. Mi mamá, que lo hizo suyo, lo repetía según conviniera.
También se hablaba del “ángel guardián” siempre presente y sufriendo si nos “portábamos mal”. Portarse mal era no acatar las arbitrariedades adultas.
La fuerza de esas creencias en la presencia del ángel, que formó parte de aquella época, está muy bien descripta en un film: “Cristo se detuvo en Éboli” cuando en una escena se menciona que no está permitido barrer después que anochece, pues ya está allí el ángel que cuida la puerta, y no hay que echarle polvo encima, así como no hay que dejar el mantel tendido de la cena, para que el ángel que cuida la mesa pueda descansar. El tercer ángel cuida la cabecera del lecho, y supuestamente cuida a los durmientes. Ese no me simpatiza mucho, por lo que imaginan.
Volviendo a Andrea, la rezadora. Ella se había hecho cargo de un nieto discapacitado, huérfano. El padre del niño había muerto de apendicitis y su madre y una hermanita durante el parto. Ella tomó al niño a su cuidado y cuando murió, su hija, mi abuela Enriqueta lo recibió. Uno más entre los varones. Fernando tenía la edad de las chicas, sus hijas, pero era un inocente que apenas podía hacer algunos mandados. Contaba mi madre, que él jugaba a celebrar la Misa, y distribuía la Comunión dando las hostias a las higueras del fondo. Cuando iba al Mercado de Abasto los muchachos de los puestos lo tomaban a broma y se burlaban de él. Algunas veces se perdía y la policía lo traía de vuelta, cuando empezaban a inquietarse. Terminó sus días en la Colonia de Oliva, en Córdoba.
Mi abuela estaba en sintonía con los criterios tradicionales y conservadores a ultranza. Enriqueta parece haber sido digna hija de Andrea en su función sancionadora. No aprobaba las salidas de sus hijas, tampoco el noviazgo con mi papá, y no hubiera aprobado el noviazgo con ningún otro, porque para ella, viuda joven y con hijas solteras, todo hombre era un peligro.
Quedó con cuatro hijas adolescentes, un muchacho y dos niños por terminar de criar, más el sobrino discapacitado. La mayor preocupación de mi abuela por ellas, estaba impregnada de un sentimiento de responsabilidad respecto a “la decencia” que les habilitaría un matrimonio “como Dios manda”.
Entre tanto ayudaban trabajando como obreras, y el relato familiar cuenta que entre las cuatro llegaban a redondear el equivalente de un sueldo mínimo. La expectativa de la época era que el matrimonio fuera el destino a las jóvenes. En el caso de mi abuela materna, que sentía la responsabilidad del cuidado, acrecentado por su formación religiosa y prejuicios, el control de las hijas debió ser una pesadilla.
Se censuraba la risa y los duelos eran eternos. Los límites que encorsetaban la vida dejaban poco espacio a la alegría. Al parecer la vida se hacía muy difícil por sus condiciones de inmigrantes pobres, pero además por estos criterios severos por los que se regían.
Al escribirla, tomo la dimensión que esta historia tuvo en el folklore familiar. Cuantas de esos afectos todavía nos impregnan. En cuanto, aún nos determinan.
Leyendo “Árbol de familia” de María Rosa Lojo, con tintes autobiográficos, encontré muchas semejanzas entre esa abuela que ella describe, también a cargo de un nieto discapacitado, y mi abuela Enriqueta.
Mi madre, la chica que volaba
Cuando mi madre nació, su padre era ya jefe de Estación en alguna localidad pequeña rodeada de campo. Fue la segunda después de Lola. Siguieron naciendo otros. Algunos vivían. Otros morían de bebés. O siendo niños pequeñitos. Mi madre supo contar que Andrea y también Enriqueta decían: “Dios nos da, Dios nos quita. Bendito sea el nombre de Dios”.
La madre trajinaba con la familia. El padre además de su rol importante de jefe de estación en pueblos en donde eso era patente y blasón (como el cura, el maestro y el médico), también sabía tocar la guitarra y armaba con sus hijos un coro, decía que ella cantaba como un grillo. Cuando la enfermedad de él se agravó, viajó acompañándolo a Rosario. Ella tenía quince años y se empleó en una casa como niñera para poder visitarlo los domingos. Después de la cirugía y amputación volvieron a la estación de María Juana. Él seguía mal, ella aprendió a aplicarle las inyecciones de morfina.
La muerte del padre implicó apresurarse para crecer. Seguir asumiendo responsabilidades. Entonces, sin la protección y el trabajo del padre, que le aseguraba una inserción en la vida, y un reconocimiento y jerarquía en el pueblo, la familia se trasladó a Rosario. Desde el campo al conventillo. La madre de mi abuela materna, que murió poco después, vivía en una casa en el barrio del abasto y allí se instalaron. Mi abuela tenía la convicción de que a los siete años ya se puede distinguir el bien del mal, y se está capacitado para ganarse la vida. Claro, siete años fue la edad en que ella había empezado a trabajar, allá en la Andalucía natal. Mi mamá sabía decir que la edad suficiente para hacerse cargo de responsabilidades eran los catorce. A la luz de nuestra experiencia parecen expectativas y exigencias desmesuradas, pero esos eran los criterios en épocas duras. Un espejo roto en la mudanza del campo a la ciudad, (regalo de esa abuela que también les legaría la casa) mostró un tesoro allí escondido: una libreta de Caja de Ahorros con fondos que le permitió acondicionar dicha casa y poner un par de piezas en alquiler. Con eso y la venta de huevos y gallinas pudieron sobrevivir, hasta que mi madre y dos de las hermanas empezaron a trabajar como obreras.
Esos vecinos que ocupaban las habitaciones en alquiler formaban parte de la vida: Una italiana preparaba los churros que su marido vendía con una canasta, caminando por las calles. Esa mujer separaba algunos, todas las mañanas y se los daba a escondidas, cuando salían para la fábrica. El matrimonio tenía una hija delicada y enfermiza, y el padre celoso, autorizaba la visita del novio, pero los acompañaba durante el rato en que él estaba y era el que lo despedía en la puerta al irse.
Otra de las familias tenía tres hijos. En una oportunidad, contaba mi mamá, en que ella estaba en la puerta junto al segundo de los muchachos, pasó un vendedor ambulante que de vez en cuando llegaba a la zona, y les mostró su mercancía. Ella preguntó por un espejito con estuche, que sobresalía bello entre las peinetas y collares de fantasía de la valija. Lo dejó en su lugar, porque no podía comprarlo, pero rato después el muchacho se lo acercó con timidez, como un obsequio impensado. ¿Presunta declaración de amor sin palabras?
Ellas trabajaban primero en una fábrica de galletitas. Lo que contaba mi madre, era la autorización para que comieran todas las que deseaban, eso les generaba una suerte de gratitud, pero el sueldo era bajo y al tiempo pudieron cambiar. El siguiente empleo era en una tintorería. Allí el sueldo había mejorado pero el dueño era abusivo. Sabía relatar que ese hombre, mayor y casado se constituía en la pesadilla de las chicas por sus insinuaciones y sus acercamientos.
Así, el trabajo lejos de constituirse como espacio valorado era sentido como una carga penosa a sobrellevar con entereza. En ese tiempo las señoritas de familia sólo estudiaban piano y bordado. ¿Qué significado tuvo para ella? Demostrarse su fuerza y su tenacidad. Su madre, mi abuela, desbordada en el cuidado de los pequeños tenía una actitud estricta y sancionadora. En ese régimen de la tiranía materna y del trabajo ineludible y pesado, había un oasis: eran los bailes de los domingos en “El Cifré”. Allí si se encontraba a gusto, con las amigas, los jóvenes, la música…Un lujo semanal que recordaba con alegría. Un lujo semanal en un tiempo de austeridad, austeridad que le quedó impregnado como modalidad de vida.
Pero a esos bailes también solía ir mi padre. Sabían bailar juntos y de esos encuentros se fue dando el noviazgo. No contaban con la aprobación de ninguna de las dos familias. La de mi mamá, porque mi abuela desconfiaba de ese “Ojos de lagarto” (grises y raros) como hubiese desconfiado de cualquier otro. Y la familia de mi padre, porque consideraban con desdén a la viuda pobre venida del campo con sus hijas: “las galleguitas”, que era como las llamaban en el barrio, y lo que le cantaban los jóvenes ellas cuando pasaban.
Las expectativas y anhelos de mi madre estaban, como para la mayoría de las chicas de entonces, en las de casarse y dejar la fábrica. Constituir una familia era para ella el objetivo claramente planteado. Criar a sus hijos, una tarea indelegable. Nunca la más mínima duda se coló en ese proyecto de vida, que sostuvo con todas sus energías, que fueron muchas.
Mi padre ya no trabajaba en la carpintería del padre, que había cerrado sus puertas, sino como empleado en una agencia de loterías de su hermano mayor. Ese hermano era despótico, malhumorado y cuando mi papá pasó a trabajar en otra empresa (un taller metalúrgico que puso en marcha otro de sus hermanos) la vida cambió para bien. Yo ya había nacido cuando vinieron y se instalaron en el barrio Echesortu. Ese departamento fue mi lugar de niñez y adolescencia. Vivimos allí más de veinte años.
La casa de calle Rioja sucedió al departamento, allí mi padre pudo comprar su primer auto. Lo manejo poco tiempo, una ACV limitó su movilidad, y el sueño largamente acariciado de viajar con su propio coche, quedó en suspenso. Ella lo cuido sin claudicaciones durante los trece años desde ese primer accidente hasta el último.
Mi madre había vivido siempre con otros, primero con sus padres, hermanas y hermanos. Luego, al casarse con mi padre, tomaron una habitación en la casa de unas amigas, por un tiempo. Más tarde, se ubicaron en un departamento con una hermana de mi padre, su esposo y sus hijos. También estaba allí la oficina donde mi padre trabajaba con su hermano mayor soltero, el de la Agencia de Loterías. Las familias compartían el lugar y los gastos. Pero esto no le agradaba a ella que padecía las intromisiones de mi tía, el malhumor del hermano mayor y la falta de privacidad. Cuando se mudaron al barrio, mi padre había cambiado de trabajo, en la nueva fábrica, yo era recién nacida, y era la primera vez que se sentía verdaderamente dueña. Tal vez por eso el departamento le parecía tan hermoso. Así hasta la muerte de mi padre, y a lo largo de toda su vida, siempre estuvo acompañada y ese hecho, la falta del compañero, significó un cambio rotundo en su vida. Yo no supe cuán profundo era, no dimensioné su soledad. Cuando ella también tuvo problemas aceptó venir a vivir con nosotros, estaba frágil y se avino a hacerlo, gracias a la generosa propuesta de A.
Su convivencia en casa de los últimos años fue armoniosa y amable, a pesar de la coexistencia de tres generaciones. Y fue así por la bendita disposición de ella y de los chicos en limar asperezas y evitar confrontaciones. Ella se manejó con discreción y los nietos la cuidaron con cariño. Era fácil congeniar con Anahí, siempre encariñada con ella, desde que la cuidara de bebé. Y con Pablo fue enorme su complicidad, lo que hizo que esos últimos años fueran alegres.
Antes de venir a vivir con nosotros, estando tan sola, sucedió que una vez invitó a almorzar a una anciana que llegó pidiendo a la puerta y con la que establecieron una inmediata afinidad. Comieron juntas, ella le dio un paquete de arroz, otro de té, algunas frutas y se despidieron sin más novedad, después de haber pasado el rato. Cuando nos contaba, argumentamos que se había arriesgado al hacer pasar a una desconocida, pero la cosa quedó así.
Siempre supe que podía contar con ella, incondicionalmente. La lealtad que la caracterizaba, hacía que cualquiera de nuestras faltas se viera como algo sin importancia. A sus ojos éramos sin fallas. Cuando Hebe de Bonafini se refirió después de los indultos, a un ex presidente como “bosta”, la escuché protestar escandalizada: “Pero no está bien insultar así”. Entonces alguien le planteó que haría ella, en caso de que nos hubieran asesinado, como a los hijos de Hebe, y dejaran libres a los culpables. Ella pensó y respondió: “Yo vendería mi cintillo, con eso me compraría un revolver, y con él…”. O sea que insultar no lo aprobaba, pero…
Cuando por sus problemas cardíacos el médico le sugirió no hacer tareas que requirieran esfuerzo, se planteaba hasta donde acatar el mandato. Barrer el patio estaba entre las cosas proscriptas. Pero nos contó que había pensado: “Decime diosito, el médico dice que no puedo barrer, pero yo te pregunto a vos diosito, que sabés más, ¿puedo? Y como no me contestó y dicen que el calla otorga, yo lo barrí”.
Si hay algo a recordar era que buscaba el sol. No abundaba en el departamento de calle Córdoba, el primero que recuerdo. En unos pocos días de septiembre, un sol se colaba y venía a brillar en la puerta del ropero. Y allí nos llamaba alborozada, para admirarlo. Y su llamada era tan exigente como la orden del sábado de Gloria en Semana Santa. A las doce, cuando Cristo resucitaba (según las prédicas de entonces) debíamos echarnos agua fresca en los ojos, para asegurarnos para el año próximo, poder ver bien con los ojos del alma.
Respecto a su alegría por el sol en el ropero, creo que no pude comprender cabalmente su sentido, porque para ella significaba mucho más: la infancia y la adolescencia en el campo. Verde, luz y amplio cielo, que se cerró de pronto en el brusco trasplante a la ciudad, donde ya no tendría todos los días, todo el sol, si no pequeños retazos. Un rayo apenas…pero a ella le servía para reverdecer por dentro. Yo que nunca tuve ese contacto con l naturaleza, no comprendía su entusiasmo. Así, yo no extrañaba lo que no había conocido. Para ella en cambio el sol era como una fuente de la que sorber esa forma de vida de su infancia, dejada atrás no solo en el tiempo, sino también en la geografía que ponía kilómetros entre las chacras abiertas, entre el campo que se extendía hasta donde alcanzaba la mirada y muy diferente de esta ciudad de edificios altos y calzadas brillantes en la que había iniciado su juventud y criado a sus hijos.
Creo que perduró su nostalgia por ese campo que recordaba y por las casas viejas, como la primera que habitaron en Rosario, con tapial y glicinas, una endeble puerta de lata, y los cuartuchos alineados ante la galería que llegaba hasta el fondo.
Conocí una amiga, también muy conectada a la naturaleza, que había sido maestra rural. Contaba que desde su escuela se podía ver el movimiento de los campos de lino, y que viento les imprimía una ondulación, y entonces parecían un mar. Otra me relató que cuando buscaba un departamento se fijaba en una condición especial. No compraba metros cuadrados, sino que compraba luz y aire. Así creo que sentía mi madre.
Tenía una suerte de comunicación con la naturaleza a la que amaba, que a mí siempre me resultó mágica. Y un cierto respeto reverencial por toda forma de vida. Creo que surgía del mundo de su infancia, en el campo, entre las chacras en que empezara su existencia. Hablaba con la luna y con las plantas con naturalidad.
Recuerdo su curiosidad que la llevaba a preguntar el significado de palabras que no conocía: sutil, abstracto, sensual. Y había pedido como obsequio en uno de sus cumpleaños un diccionario gordo, en el que además, a la vuelta a casa, la encontramos una vez buscando, junto con mi hijo, “malas palabras” como puta, mierda, concha. Los dos muertos de risa, al descubrir las que figuraban.
También llegó a apreciar una canción de Juan Luis Guerra. “Quisiera ser un pez, para tocar mi nariz en tu pecera y hacer burbujas de amor, por donde quiera…”
Me llamaba la atención y nunca supe si pescaba el sentido erótico de ella. Había sido tan pudorosa que me sorprendía a veces con estos comentarios.
Además de pudorosa también había sido muy austera, por eso siempre tenía algunos ahorros. Pequeños, pero los suficientes para sacarnos de apuro con algún pedido de préstamo con el que de seguro podíamos contar. Le había había dado mucho placer hacer regalos, y en el último tiempo, eso se había acentuado. En una oportunidad la acompañé a arreglar un reloj, y me distraje un momento. Cuando salimos estaba llevando anillitos para las hermanas. Estaba gozosa con su compra, anticipando la alegría a compartir cuando se los diera.
Con su coquetería nos daba lecciones: era su modo de volver a estar bien. Después de una descompostura, supe que estaba reponiéndose, cuando abrió el pote de crema facial, que, según ella, la mantenía joven y lozana.
Y también sabíamos, después de sus convalecencias, que se reintegraba a la vida de la familia, cuando estiraba la mano hacia la mesita de luz, donde estaban sus polvos y maquillaje y empezaba a acicalarse. Ese gesto era la señal de que la vida continuaba sin sobresaltos.
La importancia de sus relatos en la vida familiar era enorme, era una gran narradora de historias. De ellas se valía, sobre todo para crear lazos, entre aquellos que amaba, y también a veces, para alertar suspicacias respecto a quienes habían sido torpes, egoístas o irrespetuosos. Por su contundencia en crear santos y villanos, y en dar por válida su interpretación de los hechos, nos encontrábamos tomando posiciones, pues su relato tenía la fuerza y convicción de la verdad. Tardé mucho en advertir que su versión era caprichosa como todas y solo una aproximación a la verdad. También su memoria de hechos –con todas las arbitrariedades que pudiera tener-, era trasmitida con énfasis andaluz.
Así en su mundo había enemigos que nunca eran de su propia sangre, sino algunos más alejados. Había aliados que por alguna razón le habían caído en gracia, personas a las que se sentía con una deuda de gratitud eterna y una gran mayoría de gentes, ni parientes ni amigos, pero que contaban con su disposición sensible al sufrimiento y generosa en brindar ayuda. En otro lugar relaté, que una mañana de domingo, en la esquina misma de la casa, un yeep chocó con otro vehículo y volcó El conductor quedó atrapado y gritando dentro del vehículo, y a ella le quedó corto el tiempo para correr, e intentar volver a poner al yeep sobre sus ruedas. Yo también me sumé. Cada una de nosotras podía pesar unos cincuenta kilos, pero no se nos ocurrió que era un intento presuntuoso. Por suerte, muchos otros se sumaron al esfuerzo de empujar, hasta lograrlo, así que ni pudimos darnos cuenta de lo absurdo de pretender de entrada, querer hacerlo solas.
Así en su estilo, polarizaba sin grises amores y aversiones. Subrayaba la bondad del menor de los hermanos de mi padre, y la prepotencia y el malhumor del mayor. Uno, un santo de generosidad y nobleza. El otro un villano de película. Respecto a su familia política también refería la conflictividad con algunas de las hermanas de mi padre, con las que creo que existía un cierto malestar y competencia. Al principio no se había sentido aceptada y eso seguía le pesando.
Creo que se sintió orgullosa por nosotros: sus hijos y sus nietos. Su amor por los chicos era incondicional, y la complicidad que estableció con Pablo en sus últimos años, dio por tierra con mis prevenciones. Fueron como dos chicos malhablados, de una procacidad increíble y que establecieron una complicidad de mafiosos. Y se divertían sobresaltándonos con sus palabrotas.
Respecto a mí supo decir que no imaginaba algunas cosas que sucedieron en su vida. Tampoco que su hija sería como soy, al menos como yo era y ella me veía.
Con los años me he ido asemejando. Cada vez más parecida, en algunas cosas que me gustaron de ella, pero también en terquedades y cerrazones.
Historia de la familia paterna: Un veneciano en Rosario
Poco supe de la historia de la familia de mi padre. No había allí sagas como el cruce de la cordillera en carromato, ni piringundines sospechosos en Pichincha. Tampoco abuelitas rezadoras, como la de mi madre, católica devota y convocada a los velatorios y a las novenas para despedir al difunto.
Todo lo que me llegó, es que el padre carpintero vino de Venecia siendo joven. Que era un artesano muy refinado y se unió a una criolla, mi abuela Manuela, que era pobre y huérfana. Que vivieron con el padre de mi abuelo que era hostil con ella, y que esa situación se prolongó hasta algún momento de desenlace. Creo que la desaprobaba porque era de origen humilde y había sido empleada por ellos para los quehaceres. La tensión aumentó con la llegada de las primeras hijas, que fueron mujeres. Cuando nació el primer varón, según relatos, mi abuelo formalizó la relación con ella. Se casaron y el la libreta matrimonial fueron inscriptos todos los hijos que habían tenido desde que se unieran. Mi papá era particularmente remiso a aceptar esa historia, tenía un efecto perturbados en él, no quería escucharla, ni hablar del tema, así que poco supe al respecto.
Lo cierto es que la familia a la que ingresó mi mamá y que yo conocí, fue en la casa grande de calle Corrientes, en la que quedaron viviendo varias familias: dos de las hijas casadas con sus esposos e hijos, y una soltera, además del mayor de los hijos, también soltero y sustituto del padre cuando este murió. Este hijo mayor se tomó muy en serio el rol y se desempeñó como jefe de esa familia ampliada. Tenía actitudes autoritarias, por eso sabían crearse conflictos, en esa casa grande, que era lugar de reunión. Como tuvo una gran visión para los negocios, llegó a ser muy rico. Eso lo utilizaba como herramienta de poder en la familia y para ejercer ciertas tiranías. No había estado de acuerdo con el casamiento de mis padres, y como mi padre trabajaba con él, mi madre sabía de sus prepotencias y lo cuestionaba por ellas.
También supe que esa abuela Manuela, enormemente anciana siempre, era muy amada por mi padre. Manuela había quedado sin su mamá casi niña y asignada al cuidado de sus hermanos. A su madre la habían casado a los trece años con un hombre mayor, murió con poco más de treinta, y eso significó apurar la maduración de modo que tal vez desde allí fue que Manuela empezó a ser anciana.
Mi padre sentía devoción por ella. Yo no entendí mucho ese sentimiento porque era poco afectuosa. Contaban que cuando él nació, ella tuvo fiebre puerperal y él debió ser amamantado por otra mujer. ¿Cómo influyó eso en su vida? No fue una pregunta que se formulara. Creció en medio de hermanos y hermanas que se casaron y tuvieron hijos. Estos primos de distintas edades que hacíamos alianza con los de la misma edad.
Así yo tuve tres primas cercanas en edad e intereses. La mayor de ese grupo, que iba marcando el rumbo a las otras. Y dos hermanas, con las que compartí más tiempo, más reflexiones, y las salidas que nos fueron llevando a vivir las primeras experiencias. Nos reuníamos en la casa de calle Corrientes y salíamos a descubrir el mundo.
Mi padre y sus atributos de hermano del medio
El lugar entre un hermano mayor muy autoritario y exitoso en lo económico, y uno menor particularmente emprendedor, con iniciativa, y con talento para las relaciones comerciales, tuvo su peso. Él era el del medio. ¿Siguió siendo el del medio?
No obstante, la alianza con el padre le valió el aprendizaje del oficio de carpintero. Ese fue su privilegio. Fue el único de los hermanos que desarrolló esa habilidad, pero no perseveró en esa actividad. Solo la dejó plasmada en el juego de comedor de la casa de mi abuela, con una cristalera muy bella, que cuando esa casa se desarmó, conservó una de mis tías. Y sobre todo, en dos cofres de madera con incrustaciones. En el de mi mamá guardaba las cartas que él le enviara cuando ella estuvo en Buenos Aires, antes de que se casaran. En el cofre de él, recuerdo que guardaba las jinetas de su uniforme de conscripto, y medallas obtenidas en el club, donde supo jugar pelota-paleta y algún campeonato de naipes.
Su hermano mayor tenía una agencia de loterías, y visión para los negocios lo que le valió la posibilidad de éxitos económicos. Tras la agencia visible, se levantaban apuestas clandestinas, por lo que algunas veces, la policía allanaba el lugar y lo detenían. Su nombre salía en el diario, para vergüenza de los integrantes de la familia que portaban el apellido. Apellido que según se decía, era de origen noble. Hablaban de un Barón que formaba parte de los ancestros de mi abuelo. Imagino que se revolvería en sus huesos, al aparecer este descendiente en las crónicas amarillas. Llegó este hermano mayor de mi padre, a acumular una fortuna, y cuando murió, tenía trescientas propiedades. La herencia dio lugar a confrontaciones familiares desdichadas
La generosidad del menor que asoció a mi padre cuando fundó una empresa, hizo que pudiera dejar la agencia de loterías, y pasara a funcionar como administrativo en la fábrica. Se llamaba Marini y Varesio y se dedicaba a la “laminación de hierro”. Yo no entendía muy bien de que se trataba, pero ellos vivieron esa posibilidad como una bendición. La época permitió que la fábrica prosperara. Y el padre que yo conocí trabajaba en ella, y allí transcurrió parte de su vida. Allí se jubiló, y en ella también trabajó mi hermano.
Como mi padre era muy callado, la mayor parte de lo conocido acerca de su vida era relatado por mi madre, que funcionaba como una intermediaria entre él y su familia de origen, y entre él y nosotros. Si algo lo emocionaba o lo conmovía, era particularmente silencioso, como para procesar lo vivido.
Tenía un carácter particularmente fuerte y cuando estaba enojado miraba fiero y gritaba fuerte, lo que hacía que le temiera. Sus estallidos de cólera nos angustiaban. Pero por otro lado tenía una sensibilidad muy a flor de piel. Sus desbordes emocionales, desde llorar agritos por pena, a romper cosas en explosiones de ira, me asustaban.
Eran verdaderas hecatombes, muy perturbadoras. Pero peores fueron después sus tristezas infinitas, cuando quedó limitado en su motricidad. ¿Qué sentimientos oceánicos lo habitaron? ¿En cuánto se ajustó al modelo esperable y predecible de lo que era un padre, para su generación?
Mi madre era la que ponía la cuota de sensatez en esos desbordes, cuando él lloraba era como si el mundo estallara. Y podía suceder porque se arrepentía de haber retado a mi hermano, o porque yo tenía fiebre y él se sentía impotente y tan decaído que no atinaba a nada. De pronto, era tal la desolación que mi madre debía consolarlo. Las dos facetas más extremas y contradictorias de su estilo de ser padre.
Lo que recuerdo es que tenía una habilidad: podía mover las orejas, solía hacernos reír con eso, y si tenía disposición, bromeaba y supo payasear al disfrazarse en alguna fiesta.
Y decía que lo alegraba escuchar cantar a mi hermano, porque le hacía penar que estaba contento. Para él también la constitución de una familia era un proyecto indiscutible en el que ponía alma y vida.
Los talentos de mi hermano
Era y no era fácil tener un hermano mayor. Formaba parte de mi entorno como alguien especial. ¿Cómo era la vida de otras chicas sin un hermano como el mío? Él podía relatar historias, y fabricar un teatro de títeres donde representar Blancanieves, hasta que me asustaba de la bruja malvada. Podía llevarme de paseo con mis muñecas en un cajoncito unido a su triciclo. Podía construir una línea de teléfono desde su habitación en el altillo, que llegaba hasta mi cama, con una manguera de regar que se deslizaba por la escalera y el patio y entraba a través de la persiana. Por ese teléfono supo leerme “Alicia en el país de las maravillas” por la noche. Pero al ser siete años mayor, sus destrezas lo alejaban también. De hecho, cuando nací, él ya iba a la escuela, cuando yo entré a la primaria él ya estaba en el secundario. Y cuando yo inicié el Normal, él estaba en la Universidad.
Creo que yo lo encontré dos veces: La primera en Capilla del Monte. Yo tendría siete años. Él se había anticipado en unos quince días, viajando con mis tíos y luego viajamos mis padres y yo. Y fue tal la alegría de ese reencuentro que parecía un regalo el volver a vernos. Nunca antes habíamos estado separados. Así que la celebración al vernos fue enorme.
Tenía un gran talento artístico. Podía pintar al óleo y esculpir tallas en yeso. Recuerdo un granadero uniformado de azul, que alcanzó a terminar, pero que tuvo poca vida al caerse del banquito chueco en el que estaba apoyado.
Sus paisajes eran reproducciones de estampas, pero los retratos, tomaron como modelo a las mujeres que amó, a sus amigos más queridos. Ya mayor, supo realizar y captando muy bien el parecido, pinturas que mostraban a mis padres, otra de aquel abuelo andaluz que conocimos solo por los relatos de mi madre. Y también uno muy bello de mi hija.
Se casó por primera vez a los 21 años. Y allí nos perdimos de vista. La segunda vez nos reencontramos en un momento en que los dos éramos adultos. Mi padre había enfermado, él se había separado y A. había viajado al exterior. Andábamos los dos sueltos. Y supimos que podíamos contar cada uno con el otro. Así fue hasta el final. Tengo bajo mi ala a sus hijos, tal como él hubiera tenido a los míos si yo hubiese faltado. Amante de las bellezas que recorrió como turista, su deseo era que sus cenizas fueran arrojadas al Mediterráneo. No pudo ser, así que terminó en medio de nuestro río, en el momento en que dos pájaros salidos misteriosamente no supimos de donde, levantaron vuelo. Tuve escrúpulos cuando recordé que a ese mismo río, habían ido a parar las cenizas del mago de oscura memoria. Ese, el de la época más siniestra a principios de los 70. No me hubiera gustado que se encontraran. Pero ¿quién sabe cómo se gestionan allá las cuestiones que quedaron pendientes de éste lado?
Respecto a sus hijos, el varón llegó para desplazarme del lugar de la menor de la familia. Y la niña, para que me obsequiara piedritas azules, robadas quien sabe dónde. Ambos como confirmación de un vínculo con él, que continúa amorosamente en la relación con ellos.
Cuando yo vine
Cuando yo vine la familia ya estaba armada. Mi padre, mi madre y mi hermano funcionaban, pero creo que debieron esperarme para completarse debidamente. Y yo crecí con varias certezas, de las que me costó mucho dudar. Estuve convencida de que mi mamá era la mujer más bella del mundo, creí sin vacilaciones que mi padre era el hombre más fuerte, y que mi hermano el chico más inteligente, sin competencia alguna. ¿De dónde surgieron?, no sé. Pero formaron parte de los argumentos que me acolchaban y con los que me fui ubicando en el mundo.
Mi mamá solía contarme sin dramatismo mi nacimiento prematuro: estaba internada en la casa de la partera, Clorinda Cavallini. No se sentía próximo el momento del parto. Pero con la llegada del mediodía la sorprendió un pujo muy intenso, y apenas tuvo tiempo de recostarse, que con otro yo nacía. De bajo peso y sin cejas ni pestañas, al parecer mi aspecto era peculiar. La partera me recostó fuera del alcance de mi madre. Todavía me pregunto, como fue que siendo ella tan perspicaz no insistiera en verme enseguida.
Cuando mi abuela Enriqueta me tuvo en sus brazos se puso a llorar angustiada, pensando que era tan pequeñita que iba a morir. (Ella que había perdido varios de los muchos hijos que tuvo, aceptando la voluntad de Dios sin protestas) La tía que se ofreció a vestirme, renunció a la tarea, impresionada por lo diminuto de mi tamaño. Cuentan que mi papá avisado de la noticia, salió tan rápidamente, que en el apuro se confundió y se vistió con el saco de un traje y el pantalón de otro, que en aquel tiempo era como decir con zapatos de distintos pares. Y mi hermano, al despertarse y verse solo, subió a la terraza, y se cubrió con una palangana de la lluvia.
Las malas lenguas cuentan, pero yo no lo creo, que mi papá al verme dijo: “Si llora es niña, si maulla es gato”
El barrio. Mi casa. Mi mundo
Los vecinos lo llamamos Echesortu. Y todavía vivo allí. Los académicos lo llaman Remedios de Escalada. El primero era un departamento único al final de un pasillo de 14 metros. Aún lo sueño.
Llegué al departamento de bebé. Me moví pocas veces: de ese, en calle Córdoba y Alsina donde transcurrió mi niñez y adolescencia, nos fuimos a dos cuadras, a la casa de Rioja y Lavalle, cuando tenía 23 años. Ese departamento, ese que es el que todavía sueño, a mi mamá le costó dejarlo también. El día de la mudanza estuvo remisa para salir de él y ocupar la casa que era nueva y era hermosa. Después de apropiársela, al tiempo, estaba orgullosa y decía que no hubiera imaginado que iba a habitar un lugar así. Cuando me casé nos instalamos en el edificio del primer Aciso, en Castellano y Mendoza. Allí estábamos cuando nació Anahí y buscamos una casa. Fue una larga búsqueda hasta que dimos con la de Río de Janeiro y Mendoza. A cuatro de distancia del departamento anterior
Todas estas direcciones, todas ellas, están en un radio pequeño, conocido y familiar.
El departamento de mis recuerdos más remotos, al fondo de ese pasillo larguísimo, tenía dos habitaciones, cocina y baño que daban a un patio. La escalera llevaba a la terraza con dos altillos. Recuerdo mi primera cuna: era roja, de metal y con barrotes. Estaba al lado de la cama de mis padres. Mi mamá sabía contar que me tenía de su lado y de noche estiraba la mano para asegurarse de que yo estaba allí. También contó que una noche me senté en la cuna y me puse a aplaudir. Quién sabe en qué menesteres estaban ellos entretenidos. En esa cuna recuerdo haber aprendido a tejer en punto “Santa Clara” una bufanda celeste. La primera de las tres que tejí como únicas prendas en toda mi vida: aquella era para mi papá. Otra fue para A. Y la última para mi hijo.
En la otra habitación estaba el comedor y en un sofá dormía mi hermano. Cuando crecí pasé al comedor y él a uno de los altillos. También entre los primeros recuerdos está el de una sillita azul de madera que podía usarse alta para comer a la mesa con los adultos. O rebatirse y quedar bajita como lugar de juego. También era parte de la época un triciclo de mi hermano, que luego yo utilizaría, cuando él tuvo bicicleta.
Pero la cuna, la sillita y el triciclo eran heredados. El hermano de mi padre nos los había destinado. Eran de sus hijos, mis primos y cuando ellos ya no lo utilizaban, los recibimos.
Más tarde, de niña, cuando vivía en el primer departamento, era toda una aventura dar la vuelta a la manzana. Descubrir que podía volver al mismo lugar del que había partido fue una de las grandes experiencias. La otra consistía en aprender primero y atreverse después, a cruzar la calle. Por calle Córdoba circulaban tranvías, colectivos, autos, camiones, carros, motos y bicicletas. Y a doble vía: del centro hacia el Oeste y a la inversa. Había que tener paciencia para cruzar o idear alguna estrategia. La mía consistía en cerrar los ojos y cruzar a toda carrera. Escuchaba los frenazos y seguía rauda hasta alcanzar la otra vereda. Me pasó lo menos grave que me podía pasar, me atropelló una bicicleta. Me asusté mucho y me prometí ser más cuidadosa. Allí empecé a aprender algo que nunca asimilé del todo: eso de ser más cuidadosa.
En la otra vereda estaba la mayoría de los negocios a los que iba. En la esquina de Lavalle y Córdoba estaba la panadería de los Orell. Había en las paredes cuadros al óleo que pintaba Enrique, uno de los hijos. En las vitrinas las confituras eran increíbles. Nunca volví a comer merengues con una crema chantillí tan suave. Unos metros antes estaba la carnicería y verdulería de “los Ginés”. Doña María atendía la venta de verduras y frutas, y tenía la maravillosa generosidad de regalarme las revistas que le daban para envolver. (Se utilizaba papel. No bolsas de plástico) Don Juan, su marido vendía la carne. Era alto, gritón, de manos grasosas y me intimidaba.
El almacén estaba también en otra de las esquinas del cruce de Lavalle y Córdoba, y además de almacén era despacho de bebidas. Don Emilio, de chaquetilla clara y Doña Inés, de severo peinado, compartían el mostrador. Una cosa que me asombraba era que el piso de madrera estaba trajinado y deslucido. Pero que el techo también de la misma madera estaba reluciente.
Conocía a todos ellos por “hacer los mandados”. Esto significaba ir casi todos los días a cumplir estos encargos. No se estilaba comprar para la semana, las heladeras vinieron después. En ese tiempo era habitual proveerse de lo que se utilizaría en cada día. Por eso “los mandados” formaban parte del folklore familiar. Pero esto tiene que ver con responsabilidades que me asignaron y marcaban que había pasado el tiempo y era más grandecita.
Lo que puedo subrayar es que tuve un padre, una madre y un hermano que compusieron mi mundo. Que me proveyeron reaseguros. Que me permitieron crecer. Hubiera deseado más libertad de movimiento, más oportunidades para entrenarme en vivir, pero…No fue apacible ni idílica esa tarea de crecer. Hubo desentendimientos, hubo enojos y tristezas, hubo pasadas de factura por lo que no fue, o por lo que no fue del modo que hubiese deseado. Hubo y hay resentimientos, rencores y reproches….¿en qué vínculo no los hay?
Los juegos
Casi como hija única por la diferencia de edad con mi hermano, mis juegos se desplegaban en soledad. A lo largo de ese pasillo y sobre los escalones de acceso al departamento encontraba el lugar para mis iniciativas. Era mi feudo.
Hubo un juego, el preferido, que eran las ficciones que imaginaba antes de dormir. Los argumentos de sagas y misiones heroicas y románticas, que me relataba a mí misma y en las que encontraba el inagotable caudal de historias, de las que era a la vez, protagonista y testigo. Muchos años después encontré a alguien para el que también los juegos de imaginación le ocupaban un lugar tan importante como a mí. Me produjo alegría haber llegado a conocer a un igual. Hasta ese momento creía que las fantasías eran solo de mi universo privado.
Cumpleaños, vacaciones y resignaciones
Mi primer cumpleaños festejado con una celebración importante, fue el de mis cinco años. Recuerdo el acontecimiento de mis primas y primos llegando a casa y mi inquietud. Era una ocasión inusual y yo no estaba muy en claro respecto a que esperar.
Además tenía cierta pena ya, por el tiempo que se iba. Una especie de intuición que se consolidaría más tarde, pero que me hacía entristecerme en los cumpleaños. Solía decir que yo no quería crecer, que quería ser siempre niña. Lo que no decía y era mi secreto, es que el paso del tiempo acarrearía el envejecimiento de mis padres, y su muerte, y eso era lo insoportable. Para consolarme, me decían que había una manera, que era pesarme en una balanza con sal. Que eso detendría el tiempo y evitaría que yo creciera. Yo fingía creer lo que me decían hasta el próximo cumpleaños en que se agudizaba la angustia otra vez.
Recuerdo los regalos de aquel cumple de cinco: una Caperucita Roja de tela, un osito de peluche con ojos móviles y un pollito de madera que iba en sulkiciclo. Una solera blanca con guindas rojas bordada. Fue motivo de burla de mi hermano. Yo me veía en el espejo del “toilette” del dormitorio, con el cabello erizado por la croquiñol, sin dientes al frente y flaquísima. Decidí que tenía que hacer algo. No sabía qué. Todavía no sé.
De ese tiempo es el recuerdo de mis juegos en el dormitorio de mis padres, usando la cómoda como casita de las muñecas.). Lo que tengo inscripto es el momento en que al mirarme al espejo, era tal lo que veía, que en una decisión muy firme resolví, que ya que lo mío no era la belleza, debería valerme de otras estrategias para sobrevivir. Los criterios para las nenas entonces eran que las lindas, eran las rubias con hoyuelos. Yo tenía una prima así.
También cerca de esa época, fuimos a Bs As y la playa de Olivos, el primer lugar maravilloso en que vacacioné. En medio de la fascinación por la arena y el agua, la vergüenza de no tener traje de baño. Supe que si quería ese goce debía asumirlo ¡en bombacha! Resigné mi precaria dignidad de cinco años ante la tentación de playa y sol.
Reyes Magos
Los Reyes Magos eran oportunidad de recibir juguetes. Y allí después de la ceremonia de la noche de acomodar los zapatos, agua y pastito para los camellos, el intento de no dormir y esperar la llegada para verlos. Por la mañana, la alegría de romper los papeles para descubrir si habían traído lo elegido. Mis padres y mi hermano se confabulaban para que yo tuviera los míos y para observarme en el momento en que los encontraba.
No se podía concebir una vida sin juegos y sin juguetes. Eran cuestiones importantes, mucho más importantes que la sopa, la mantita de dormir, y después la escuela.
El tema de los Reyes era de la mayor importancia para los niños entonces, la oportunidad de recibir juguetes. Al menos para las familias de clase media, que cuidaban y asistían en lo concreto del abrigo, la alimentación y educación. Y para quienes los juguetes eran un lujo. Una de mis amigas, cuyo padre tenía un almacén de ramos generales en un pueblo, recuerda la época de las fiestas, como el momento del año en que en el negocio empezaban a aparecer juguetes. Otra relataba, que para conservar la creencia de su hermanita tres años menor, ella entró en complicidad con los padres, y cuando esa hermanita se durmió, se apuró a retirar al agua y el pasto, y dejó caer entre las plantas unos strass. Cuando a la mañana siguiente, habían desaparecido agua y pasto y aparecido los juguetes, ella señaló le las piedritas de strass y argumentó: _ “Ves que los reyes pasaron, se les enganchó la capa en los helechos y se les cayeron algunos de los brillantes que llevan bordados”
Enfermedades
También recuerdo las enfermedades de la infancia: gripes, anginas y también sarampión. Las náuseas, la sensación de malestar. Mi mamá supo contar que se angustió mucho, cuando yo afiebrada le dije que me gustaría tener la cama llena de flores. También recuerdo la caja con fotos y las revistas en la cama durante la convalecencia, la abuela Enriqueta trayéndome regalos. La abuela Enriqueta era afectuosa y se parecía a la abuelita de Twiti, redondita, con rodete blanco, polleras largas y gracioso acento andaluz. Yo sentía su afecto y lo correspondía. Conservo el rosario de vidrio (yo decía de cristal) que me regaló en mi Primera Comunión. La abuela Manuela era menos expresiva, muy anciana, (siempre fue muy anciana) parecía demasiado sería, no salía casi nunca de su casa y no me sentía ligada a ella. Allí vivían mis primas y creo que esa convivencia le creaba un vínculo que no tenía con sus otros nietos.
Eran arbitrarias las decisiones en cuanto a salud, teniendo en cuenta que por decisión de mis padres me aplicaron inyecciones de calcio a los cinco años. Era flaca e inapetente como suelen ser las niñas. En la farmacia San Román había una pequeña habitación con un mapa. El que me decían que mirara cada vez que iban a hacerlo. Y yo fingía mirar, pero pendiente del pinchazo. Entonces podía comprar confites minúsculos, de colores, que tenían gusto a anís, y me daban en un conito de papel.
Antes de los 10 años (según modalidad ¿moda? de la época) fui operada de amígdalas. La cirugía la realizó el médico del barrio y utilizó gas. A los niños se les decía que iban a ver una calesita. Lo que vi era la sierra del carnicero girando y cortándome. No les perdoné a mis padres que me mintieron para someterme a esa cirugía. Reviví ese recuerdo en una experiencia con ayahuasca.
Me surge que tal vez tengan conexión con mis sueños repetidos. Desde la puerta de calle del departamento, se podía ver al fondo del pasillo la luz de la cocina cuando estaba encendida. En mi pesadilla la luz está encendida y sucede que mi madre es una bruja y mi padre es un monstruo, pero en mi sueño, debo intentar rescatarlos de su condición. Aun sabiendo que es muy difícil, debo entrar, atravieso el pasillo y cuando llego a ellos trato de salvarlos. Pero es vano. Entonces emprendo la huida a lo largo del pasillo, llego a la puerta cancel, la abro y sigo, llego a la puerta de calle porque si alcanzo a salir estoy a salvo, busco la llave, logro hacerla girar, abro la puerta y ya estoy afuera.
De miedos y secretos
Un miedo que me paralizaba, era a la policía. Podía venir a quitarme el chupete o a llevarme presa por utilizarlo. ¡Y yo no podía renunciar a él! Los agentes vestían uniforme azul, se completaba entonces, con una gorra con visera. Hice extensivo ese miedo a todos los que usaran una gorra con visera, por ejemplo, los guardas de los tranvías, que usaban un uniforme gris y gorra, también gris pero con visera. Como era un secreto vergonzante usar chupete, y casi un delito, si yo lo llegaba a usar en público, me escondía en el pecho de mi mamá, y así salvaba los riesgos.
También tenía miedo a los disfraces, y especialmente en Carnaval, al de los indios. Recuerdo la textura de la seda y el color amarillo del vestido de mi mamá, en la falda del que me escondía, cuando en el Corso, se acercaba alguna tribu.
Recomponiendo la historia creo que hubo cierta sordera, y es que no era propio de la época dar la palabra a los niños “que debían callarse cuando los grandes hablaban”. Aunque no dudo que mis padres hicieron todo lo que pudieron para que creciéramos sanos, que les preocupaba nuestra educación y que formábamos parte de lo más valioso de sus vidas, esos recuerdos se asocian a una sociedad partida en bandos de edad, irreconciliables entre sí.
Puedo decir en su descargo que estaban seguros de obrar bien, a pesar de las inyecciones recetadas por nadie y de la mentira para someterme a la máscara de gas. Y puedo hacerme eco hoy, de la importancia que dieron a la escolaridad primero y a la formación académica después. Me trasmitieron ese como un valor a incluir en mis proyectos ¡Estoy oscilando entre la necesidad de acusarlos y el deber de reivindicarlos! ¿Habrá padres que no cometen errores? ¿Cómo cuestionarme ahora que tengo hijos? Que mis hijos pueden hacer la crítica también de lo vivido con esta madre que soy.
Los que han estudiado el tema de la maduración emocional, con Freud en los planteos más consecuentes, plantean que las tres tareas del ser humano para acceder a la adultez son amar, trabajar y desprenderse de los padres de la infancia. Para poder desprenderse es obvio que se debió haber estado ligado. Creo que lo estuve intensa, profundamente. Y que el sueño de la huida del departamento, en que debo alcanzar la puerta para salvarme es muy elocuente. La salvación estaba en poder crecer, pero crecer no fue sin costos de esfuerzo, tristeza, miedo.
Esfuerzo de la lucha cotidiana entre el universo de los chicos, frente al universo de los adultos: los bandos inconciliables ¿generacionales? La tristeza, esa sentida en los cumpleaños, por el tiempo que pasa. Y en las pesadillas, el miedo. Porque de quedarse en la casa de la infancia y con los padres de la infancia, sin vivir la propia vida, hubiera sido mortífero. De ahí el afán de correr, moverse de lugar y apoderarse de la calle.
La escuela
El ingreso a la escuela fue complicado. Me habían inscripto en una escuela religiosa (por una creencia de la época en que se suponía una mejor educación paga, solo de niñas y en colegio privado) que quedaba a unas diez cuadras. Este tema de la escolaridad para niñas seguía el mandato de separar a las niñas, de crear obstáculos en el trato con los chicos, sentidos como peligrosos y esta idea respondía atenta, a los criterios represores que tenían tradición. Cuando descubrieron a los pocos días, la incomodidad de trasladarme, pidieron el pase a la escuela fiscal de la otra cuadra. O sea que el intento de un primer grado en San Miguel, con el patio gris y bancos enormes para niñas de 10 años (volví en cuarto grado a la misma aula) y una monja al frente, duró poco. Fui entonces a la escuela más cercana. Se llamaba F.D. Roosvelt y tenía una maestra gorda y maternal que me cobijó con afecto. Además me aferré a mi compañera de banco para insertarme en ese grupo en que era “la nueva”. Pero la vuelta al colegio de monjas seguía formando parte de las ambiciones de mis padres.
En primer grado, esa maestra me designó para decir un versito: trataba de la gallina Co-Co. Mis padres y mi hermano debieron pensar que era muy infantil para una chica como yo. Así intervinieron para que en la fiesta, recitara otro: El mendigo, de Amado Nervo. Si lo conocen saben de qué hablo. Es una poesía con reflexiones acerca del paso del tiempo, del envejecimiento y del respeto a los viejos carenciados. Terminaba diciendo: “Cuando la vista se acorta es cuando se comienza a ver”. Era lo que le decía el anciano mendigo, al joven que lo atropellara. No creo que yo entendiera el sentido, pero la sabía de memoria. Ellos creían que estaba más a la altura de mis capacidades. Y yo también me lo creí durante mucho tiempo.
En esa escuela me había fascinado el regalo de otra niña, una alumna de segundo: era una piedra roja como la que lucía mi mamá en su anillo: un rubí. La piedra que me obsequiara esa niña era brillante y translúcida, bellísima. Se trataba tal vez de un botón de vidrio, pero no acepté esa posibilidad hasta mucho tiempo después: para mí fue un rubí como el del anillo de mamá y me costó resignar esa idea.
Y cuando en tercero, a pesar de la protección de la maestra gorda y maternal, volví una tarde de la escuela con un diente roto, se dio por supuesta la negligencia de la escuela y se selló el pasaje a otra escuela. Sí, al patio gris, los bancos altos y esta vez, una monja malísima en que cursé solo un año, el cuarto grado. También de ella me cambiarían. Terminé la primaria en otra escuela. Menos resistida por mí que San Miguel, menos devaluada que la de la otra cuadra, por mis padres.
No estuvo bueno cambiar tres escuelas. Acostumbrarme a otro espacio, otros compañeros, pero no se tenían muy en cuenta esas cosas. Tal vez me sirvió como entrenamiento. Sobre todo el litigio injusto por la disparidad de fuerzas con la hermana Emilia en cuarto grado. Es una figura siniestra en mi memoria.
Los domingos
Mi papá los domingos iba a la cancha. Antes de irse, mientras se alejaba por el pasillo hacía rodar una moneda hacia mí, que era su regalo y que yo guardaba en las alforjas de un burrito de paño lenci. Después con mi mamá, tomábamos el tranvía que nos llevaba a la casa de mi abuela materna en calle Cerrito, la casa de las 14 higueras y el cañaveral en el fondo inmenso. Solía encontrar a mis primos: Tonino. Vilma y Luis. Hacíamos casitas y diseñábamos jardines.
Tonino era de mi misma edad y hoy nos telefoneamos de vez en cuando. Vilma era bella y atormentada. Murió dejando dos niñas, que se preguntan si las amó. Era la rubia de hoyuelos de mi niñez.
Con Luis la relación siguió y es uno de mis amigos más cercanos, apto para todas las confidencias.
Había primos más grandes: Chilo y Pimpi de la edad de mi hermano, que hacían grupo.
Y otros más pequeños: Tere, Daniel que todavía no jugaban con nosotros, y mucho después Enrique.
Además de mi abuela que era afectuosa, en la casa de calle Cerrito, tenía los mimos de mi tía Lola. Ella había deseado tener una niña, y en cambio tenía dos hijos varones (y luego tuvo seis nietos varones). Creo que tal vez por eso me consentía y tenía un trato más que paciente conmigo. Me dejaba peinarla por horas y me permitía subirme a su falda que era enorme, suave y mullida. Años después en las mueblerías aparecieron unos sillones que llamaban “médanos”. Amplios, confortables e inmensos: lo más parecido a la falda de mi tía Lola que yo conocí cuando yo era chica.
Y al atardecer de esos domingos íbamos a la casa de la otra abuela en el centro, en calle Corrientes, con sótano y carbonera, donde estaban mis otras tres primas: Cristina, Marta, Rosa. Éramos más o menos de la misma edad, teníamos intereses en común y jugábamos mil juegos. A juegos de mesa, a dibujar, a recortar revistas, a dar una vuelta. De allí nos iba a buscar mi padre, a la vuelta de la cancha.
Cuando falleció mi abuela materna, tenía 11 años. Desde allí las visitas fueron solamente a la casa de la abuela paterna, y la relación con mis primas se hizo más intensa. Fue preparando el camino a las salidas de la adolescencia. A recorrer los domingos al atardecer, después del cine, la calle Córdoba y mirar y ser miradas por los muchachos.
Duelos
Fue algo en verdad grave, esa muerte de mi abuela Enriqueta. Mi mamá entró en un duelo de cinco años. Eso implicó verla vestida de negro y de que se impusiera en la casa un clima muy apagado. Yo había tenido la ilusión de que podía vivir y equivocarme, que había una especie de vida en borrador, y después vendría la definitiva. Allí aprendí que hay cosas absolutas como la muerte, tiempos sin retorno. Esa muerte significó visitas al cementerio todas las semanas primero, después cada quince días, luego más espaciadas. Y el luto, que entonces formaba parte ineludible en el vestir y en la restricción en las salidas. Cine no. Fiestas no. Diversiones no. En realidad la salida habitual era esa: al cementerio, con su ritual de flores, el cuidado de la tumba y la recorrida por otras de familiares menos cercanos, a los que también se visitaban. El cementerio formó parte de vigilias y de pesadillas. Una presencia ineludible en mis recuerdos sombríos de entonces.
Dos acontecimientos recuerdo: no se escuchaba la radio en los primeros meses y todo era silencioso y solemne. Una vez me puse a cantar, olvidada de que “estábamos de duelo” y recibí un reto. A los 11 años era difícil tenerlo siempre presente. Y no fue justo. Y el otro acontecimiento fue que, un par de años después, mi primera cita se truncó porque estábamos en la época de las visitas quincenales al cementerio, y coincidió una de ellas, con el acuerdo del grupo (manada de chicos y chicas, mis primas entre ellas) para ir al cine. Fueron a ver “París en abril” y yo me la perdí. La salida, la película y el encuentro con Mario. Tampoco fue justo.
Puedo contar en este recuento, más visitas al cementerio La Piedad con mi madre, que otras festivas o celebratorias. ¿O será que en mi recuerdo están sobredimensionadas? Luego también la enfermedad de su hermano Alfonso, que supuso largas internaciones, nos llevaba a verlo en el Hospital, y eso suponía una salida en que la acompañaba. Que tenía un significado diferente para ella, que yo no llegaba a compartir. Mi tío me regalaba los libritos que las monjas le dejaban sobre cuestiones piadosas y vidas de Santos. Todavía conservo algunos como el que relata el heroísmo del padre Kolbe, que murió en los campos de la Europa invadida por el Nazismo.
Amigas
En la niñez, la más cercana fue Mirta, con la que compartimos juegos y tareas. Vivía en la casa de al lado y era más tímida que yo.
En la adolescencia fue Susana, De aquella época fueron las primeras salidas, los primeros bailes y todas las confidencias. Pero cuando terminamos el secundario, no le permitieron inscribirse en la Facultad. Sus padres eran muy conservadores. Eso marcó un quiebre, y a partir de allí dejamos de estar tan cerca. Hice nuevos vínculos, pero ella, como antes Mirta, ocupó un lugar importante. Siempre la amistad fue parte de mi vida. No puedo recordar ningún momento en que no haya contado con una o más amigas con las que compartir mis dudas, mis reflexiones, mis aprendizajes. También mis primas, como dije, fueron compañeras de salidas en la adolescencia. Nos reuníamos en la casa de calle Corrientes los domingos, salíamos a caminar, iniciábamos romances que nos hacían sentir heroínas de historias románticas.
Y también tuve primos, especialmente uno: Luis
Escribí hace años un texto sobre nuestra amistad. Se llamò:
EN BUSCA DE LAS ALAS PERDIDAS
A mí no me causó mucha gracia que mi mamá lo acomodara en mi cama. Creo que desconfiaba un poco de lo que sería la estadía en mi casa de ese intruso. Luego supe que tenía razón en desconfiar. Por los efectos que tendría en consecuencia ese encuentro y los que siguieron.
Lo habían traído porque su hermanita tenía varicela. Para evitar que se contagiara. Él no se contagió de la varicela. Pero me contagió a mí. De audacia, fantasía, irreverencia y temeridad.
Yo era una nena que jugaba con las muñecas, vestía polleritas con enagua almidonada, pedía permiso para levantarme de la mesa, decía salud si alguien estornudaba y pedía las cosas por favor.
Además les cedía el asiento a las viejitas, me callaba cuando los grandes hablaban y jamás decía palabrotas. Un verdadero modelito. De boluda.
Luis era un reo. Un Huckleberry Finn del subdesarrollo. Vivía en el barrio del abasto. Andaba solo por la calle, desde el corralón del padre a la casa de su abuela.
Tenía una patota que se agarraba a las pedradas con la de la otra cuadra. O en la que se combinaban para distraer al kiosquero y robarle los carambones Lerithier.
Él era ágil, rápido, travieso y fabulador.
Contaba historias imaginarias como si fueran reales y hacía que la realidad pareciera un juego de imaginación.
No conocía el respeto por la sagrada autoridad de los adultos, y siempre estaba dispuesto a correr riesgos, descubrir cosas, meterse donde debía y donde no debía por puro gusto.
Me hizo conocer recovecos del Parque Independencia, subiendo a la Montañita, no por el camino principal, sino por atajos en donde nos sentíamos valerosos alpinistas.
Me mostró las maravillas de las barrancas, donde podíamos jugar a los exploradores, en la zona del Parque de la Ancianidad.
Me llevó a las Quebradas del Saladillo, en donde nos zambullíamos en las fosas más profundas y saltábamos al agua desde las cornisas más altas, con el delicioso placer de hacer algo peligroso.
Con él, yo me animaba.
Un 1º de Mayo, como su padre no usaba la jardinera para el reparto, me vino a buscar para dar una vuelta en el percherón. En pelo no más.
Lo dejó atado en la puerta de calle del departamento donde yo vivía. Era en calle Córdoba al 3.900. Pasaban autos, ómnibus, tranvías, camiones y motocicletas, y ese día, doy fe, los conductores miraban el matungo atado a mi puerta, como no pudiendo creer, con los ojos abiertos como huevos fritos.
Otra vez, años más tarde, me llevó desde mi casa hasta la mismísima Facultad, en pleno centro y que en aquel tiempo era refinada, en el caño de su bicicleta y pedaleando como un descosido. Para devolver el gesto de asombro de la gente atildada que nos veía llegar pusimos la cara de nada más rotunda que nos salió. Confieso que me dolió el traste una semana, pero valió la pena.
La que me parecía fantástica era su capacidad de hacer lo que se le daba la gana. El suyo además, siempre fue un mal contagioso: reírse. Yo sabía que estando con él íbamos a encontrar de qué reírnos. Al fin, nos complementábamos: él tenía la decisión de hacer lo que a mí se me ocurría y no me atrevía.
Al fin, era como un realizador de fantasías...Los temerosos nos quedamos sentando cabeza y pavimentándonos el alma...Él es la clase de loco que nos reivindica.
Luego vinieron con la juventud paseos más calmos. Yo lo llevaba al Museo Estevez, para que conociera La cabecita de Venus de 300 años a. C., los tapices, y los gobelinos, las piezas de jade y el “Jonás saliendo del vientre de la ballena”, antes de que se lo afanaran.
También me acuerdo que vimos juntos “El rehén”, con el clan Stive, y estaban todos, Bárbara Mujica, Marilina Ross, Emilio Alfaro, Norma Aleandro...y lo más extraordinario era tal cantidad de puteadas en el escenario.
Después fue “Nacha de noche”.
Y hasta “Una lección de anatomía”, que nos conmovió y que comentamos después de la función. (Allí yo aprendí, desnudo colectivo de por medio, que el tamaño de los genitales de los caballeros no es proporcional a su estatura y complexión física. Esto es, que un grandote tipo ropero, podía resultar más bien modesto a la hora de la verdad, y un pequeñín enjuto en cambio, sorprender y asombrar. Claro, yo era un poco tímida, por eso, debo reconocer que salí del teatro sabiendo más de la vida).
Cuando se fue a vivir a la Capital, lo visitaba algunos fines de semana. Él vivía en un departamento choto de un ambiente.
Yo ya estaba casada, porque a todo esto el tiempo había ido pasando, iba con mi marido y nos amontonábamos todos, y nos reíamos todo el tiempo. Y éste era un tiempo distinto. Un tiempo en que se rompía la rutina que me había ido metiendo en trajines ligados a un trabajo seriote, al cuidado de hijos que primero mamaban, después gateaban y por último filosofaban.
Trajines en los que por ahí, aunque me publicaban un libro, seguía fracasando con las plantas, al punto en que hasta los helechos de plástico se me secaban.
¿Y Luis?. El seguía viviendo insólitas aventuras...como taxista en las violentas calles, desde Constitución a Recoleta, en Brasil como cosmetólogo de damas paulistas, a su vuelta como guía turístico, como vestuarista de desfiles para Sudantex, como líder sindical en el gremio de textiles y al fin como ejecutivo de GRAN empresa GRAN.
Una vez le dije: -No es por ser corrosiva y disolvente, pero creo que vamos a llegar a los 90 años, encorvaditos y desdentados, y vos me vas a decir. -¿A qué no adivinas, prima, en qué ando ahora?-. Y seguro que no voy a poder adivinar.
Es que su disposición a cambiar de ocupación, de residencia o de estilo de vida, lo marcaban como el traste de más mal asiento, que una pueda pensar.
Siempre tenía novedades que contar y programas ingeniosos que sugerir. El Mercado de las Pulgas (que mis hijos rebautizaron La Feria de los Piojos), el Restaurante flotante del Tigre. O los carritos de la Costanera.
Además de los amigos insólitos, como aquella modelo negra hermosísima, y además de las revistas porno, que yo miraba sólo de reojo.
La última vez nos esperó con un paseo sorpresa: -En Atlanta funciona una pista de patinaje sobre hielo-.
¿Atlanta?. Mi hijo abrió los ojos. Él sabe que de este tío, se puede esperar cualquier cosa.
Sí, Atlanta. Y dijo lo más suelto: -Podemos ir en tu Citröen...-. ¡Irresponsables!. Como cuando saltábamos en las quebradas del Saladillo a la fosa más profunda desde la cornisa más alta.
¿Manejar en Buenos Aires?
-Si, dale...desde Congreso a la cancha de Atlanta es un ratito. Si pasamos por Corrientes ves el Obelisco todo empapelado...-.
Con él me animo.
Manejar en pleno centro. Hasta la cancha de Atlanta. Si, la de los kilombos de la interna del Justicialismo...La de la pista de patinaje.
El marido escucha preocupado mientras finge leer el diario: - No rompan el auto!-.
Busco mis llaves. ¡Vamos Mari todavía!.
Bocinazos, veinticinco carriles de cada lado como meteoros que me pasan zumbando...¿por qué tantos coches en la calle?. ¿Adónde van, a un incendio?.
Tengo la sensación de haberme tragado un hipopótamo que me retoza adentro y que desplazó el estómago y los ovarios hasta la garganta. Pero llegamos. Sin duda la proeza del día estaba cumplida.
Triunfal pero agotada me tiro en una silla del bar.
¿Patinar?.
-¡No, vamos...¿estás bromeando?. Trajimos al nene... andá vos con él, yo no me anoto-.
(Vengo a Buenos Aires para un Congreso de Salud Mental, soy seria, soy adulta...Si me caigo en el hielo me reviento).
Se lleva a mi hijo y se calzan los patines.
Me muero de envidia cuando los veo deslizarse al compás de “Sobre las olas” y “Danubio azul”. Estoy verde como la acelga de ganas de estar también yo allí, patinando, volando...
Me juro a mí misma: Voy a entrenarme, y para el próximo Congreso, en vez de sesudas sesiones voy a tener pista de hielo...
Por eso, esa tarde de sábado, mientras batía una Exquisita de chocolate, que es hasta donde llega mi talento en repostrería, me acordé de la que comí en Atlanta mientras esperaba y envidiaba.
Los chicos abrieron la puerta del horno para que pusiera la torta a cocinar.
Les pregunté: -¿Me ayudan a patinar?. Prometan que no lo van a contar y que si me caigo de culo no se asusten-. Juraron con solemnidad.
Me calcé los patines y me sostuvieron. Uno de cada mano. Con ellos, me animo.
Despacito me llevaron deslizando. Primera vuelta.
Mi hija dice: -Te suelto un poquito, pero estoy al lado. Si te vas a caer, te agarrás de mí. (Pienso: de estos 9 años me puedo sostener como de una grúa).
Segunda vuelta alrededor del patio y mi hijo dice: -Dame la mano para ir más rápido- (Pienso: de esta mano de 6 años llego patinando al Polo).
Tercera vuelta. Ellos caminan, corretean y saltan a mi lado, mientras yo patino, patino, patino ¡y no me caigo!. ¡¡¡Atlanta nos espera!!!.
No tendré el cinturón de volar (ése que soñé desde chica y que después usó el chanta de James Bond) pero puedo patinar ni caerme. El patio es chico para mi vuelo. Me deslizo rápida, diestra y feliz.
De pronto mi hija, siempre la más, (¿la única?) responsable grita: -¡La torta!-
Debo convencerlos de que bien vale chamuscar una torta si es el precio de recuperar la capacidad de vuelo.
El tío Luis lo entendería. Al fin, él siempre estuvo a favor de correr riesgos.
Como Susy, mi paciente.
Me prestó el cassette de Baglietto para que lo escuchara. Dijo que una de las canciones, El Témpano, la refleja. Es de Adrián Abonizio.
“La lucha es de igual a igual
contra uno mismo
y eso es ganarla.
...Vivo para no perder
Voy al fuego como la mariposa
Y no hay rima que rime con vivir...”
Susy es la huérfana más huérfana que conozco. Y también, tal vez por eso, la más madraza. Loca linda. Gracias Susy. No solo por El Témpano. También por eso que dijiste: -Cuando una ha vivido y se ha golpeado, puede hacer dos cosas, o ponerse en hija de puta para siempre, o volverse a arriesgar a sentir. Y agregaste: -¡Má si, yo me arriesgo!-.
Se supone que yo la ayudo.
Se supone que yo soy la cuerda.
Se supone que yo sé.
Se supone que ciertas cosas debería decirlas yo.
Que contesté muy formal: -Ajá.
Y pensé: -Y yo ¿me arriesgaré?.
Esta noche, escuchaba a Baglieto, quería escribir esta historia, la ayudaba a mi hija con Sujeto y Predicado, ordenaba un poco los papeles y me acordaba de Susy, de Luis.
Puse el cassette y me fui a patinar. 1983
El tiempo fue pasando
Y coincidieron y se superpusieron, a esas ansias de libertad que eran mías, y que Luis encarnó en mi vida, otros aprendizajes que pusieron frenos al vuelo. Y si bien este texto sobre Luis, pertenece a los escritos de la mediana edad, pensé que valía incluirlo aquí, por la relevancia que él tuvo en mi niñez y adolescencia. Y también después
¿Qué pugna se desarrolló a lo largo de mi historia entre la recatada obediencia a los mandatos razonables y el gusto por la aventura, la fantasía y la gozosa rebelión a los mandatos? ¿Entre el desafío a lo estipulado y la transgresión que libera, pero asusta?
Sueños repetidos
Además de la pesadilla de la niñez, en que mi madre se convertía en bruja y mi padre en monstruo y yo sentía que tenía que salvarlos y era imposible, hubo otros dos sueños reiterados. Ese tenía un carácter persecutorio y lo he ligado a la necesidad de crecer. De desprenderme de mis padres.
Respecto a los otros: en uno de ellos me sentía muy sola y trataba de recordar y no podía, si es que tenía o no un vínculo amoroso. ¿Quién era mi pareja? ¿Había alguien que me amaba? ¿Estaba yo amando a alguien? En mi pesadilla no lograba saberlo. Tal vez por lo enigmático de los vínculos. Tal vez por poco que sabemos de los otros y de nosotros mismos. A lo incierto de la continuidad y permanencia en los afectos.
En el otro, A. y yo estábamos juntos, pero no habíamos tenido hijos, postergando la decisión sin habernos animado a realizarla. En el transcurso del sueño yo me angustiaba, porque era tarde ya. Me abrumaba la dolorosa sensación de no haber podido realizar un anhelo, el más significativo de los que hubiera podido pensar.
Despertaba con alivio. Descubrir que si en la vida aciertos y errores, seguro que había muchas equivocaciones, pero no había cometido esas, que hubieran implicado dejar de vivir lo más importante.
Ahora sueño que recorro lugares, algunos conocidos y otros no. Algunos cercanos en mi ciudad y otros distantes. Acompaña en esos sueños el sentimiento de estar explorando y descubriendo con alegría y sentimiento de triunfo distintos paisajes.
La adolescencia vino marchando (y me atropelló)
Con el ingreso al Normal empezó una etapa: las medias largas, transparentes, daban patente de señorita, tanto como los tacos altos y el maquillaje. Para esa época, fin de la escuela primaria y comienzos de la secundaria, cada día era una oportunidad de interesantes pero angustiantes aprendizajes. La relación con las amigas crecía en apego, empezaron a convertirse en lo más importante. Cómplices en la búsqueda de respuestas, en la construcción de sentidos, tener amigas con las que compartir tantas dudas, fue la tarea de la adolescencia. Los primeros encuentros con muchachos suscitaban la curiosidad de descifrar cómo era ese otro universo de lo viril, tan enigmático. Aprender de ese otro mundo tan diverso, comprender esa otra visión nos desvelaba a quienes no habíamos tenido mucho entrenamiento previo.
Luego llegaría la expectativa de enamorarme, alguna vez, quién sabe…
Pasó la escuela secundaria y con la elección de carrera, un momento clave. No fue fácil, pero pude sostener la elección, cursar y recibirme. Juntos se dieron pareja y comienzos profesionales. Pero eso es otra historia…
Desde hoy
Y llegando al presente, surge este deseo de recomponer las piezas y armar estos recuerdos de lo que fue la niñez y la vida que atravesé. En ese recuento tuvo peso la tarea de desalojar una habitación en la que encontré recuerdos de entonces
Con el tema de ir habilitando un lugar de trabajo para Pablo, estamos despejando lo que fue el comedor, de los muebles provenzales de mi mamá. Los trajo cuando vino a vivir a la casa. Era el espacio más clásico y también el menos utilizado. Sé que ella estaría feliz de saber que su nieto instalará allí su lugar de consulta (es la primera habitación y da al jardín).
Pero remover esos muebles y vaciarlos es dar un paseo por la historia, por mi historia,
En la parte superior del bargueño estaba el juego de copas, así que no ofreció grandes emociones.
Pero en la inferior estaban dos muñecos de mi lejana, lejanísima niñez. Uno, un bebote, lo había ganado mi padre en una kermese del club. La otra un regalo de Reyes, y me parecía maravillosa con sus ojos azules de pestañas larguísimas. Tendría 6 años cuando la recibí.
Al vaciar el mueble aparecieron la cajita de música como un gramófono en miniatura, que les regalé en uno de los últimos aniversarios, y un faro-velador de metal que mi hermano trajo una vez cuando yo tendría unos 10 años, el 17 y compró con su primer sueldo.
No abrí todavía varias cajas con otros recuerdos, pero estoy juntando coraje con este viaje al pasado.
Además están los óleos de mi hermano, paisajes y retratos muy bellos. No sé qué haremos. Son varios y no tendrán lugar en el consultorio de los chicos.
Habíamos postergado la tarea, pues la idea era que Anahí se llevara los muebles, y los cuadros. Si se trasladara a una casa grande. Pero parece que no será en lo inmediato.
En principio quedarán los muebles depositados en el taller del fondo, donde dispusieron un lugar.
Los cuadros debidamente embalados encontrarán refugio.
También encontré carpetas y papeles que deberé revisar y clasificar.
En fin, supongo que es una tarea ardua pero ineludible, porque me había prometido no dejar trabajo innecesario a mis hijos. El que dejan los padres y madres cuando se van y debe desarmarse una casa.
Pero cuando me avisaron que era preciso empezar, pues el pintor entrará pronto, sentí algo, un sobresalto... Me puso en marcha en varios sentidos, Y éste escrito, es uno de ellos.
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