1 dic 2020

7. EN BUSCA DE LAS ALAS PERDIDAS

               Todo empezó con Luis.
               Porque yo nunca les hablé de Luis.
               Es mi primo. Y el primer hombre que durmió conmigo.
               Solo que en aquel entonces tendría unos 5 años.
               A mi no me causó mucha gracia que mi mamá lo acomodara en mi cama. Creo que desconfiaba un poco de lo que sería la estadía en mi casa de ese intruso. Luego supe que tenía razón en desconfiar. Por los efectos de lo que sería ese encuentro y los que siguieron.
               Lo habían traído porque su hermanita tenía varicela. Para evitar que se contagiara. El no se contagió de la varicela. Pero me contagió a mí. De audacia, fantasía, irreverencia y temeridad.
               Yo era una nena que jugaba con las muñecas, vestía polleritas con enagua almidonada, pedía permiso para levantarme de la mesa, decía salud si alguien estornudaba y pedía las cosas por favor.
               Además les cedía el asiento a las viejitas, me callaba cuando los grandes hablaban y jamás decía palabrotas. Un verdadero modelito. De boluda.
               Luis era un reo. Un Huckelberry Find del subdesarrollo. Vivía en el barrio del abasto. Andaba solo por la calle, desde el corralón del padre a la casa de su abuela.
               Tenía una patota que se agarraba a las pedradas con la de la otra cuadra. O en la que se combinaban para distraer al kiosquero, y así robarle los carambones Lerithier.
               El era ágil, rápido, travieso y fabulador.
               Contaba historias imaginarias como si fueran reales y hacía que la realidad pareciera un juego de imaginación.
               No conocía el respeto por la sagrada autoridad de los adultos, y siempre estaba dispuesto a correr riesgos, descubrir cosas, meterse donde debía y donde no debía por puro gusto.
               Me hizo conocer recovecos del parque independencia, subiendo a la Montañita, no por el camino principal, sino por atajos en donde nos sentíamos valerosos alpinistas.
               Me mostró las maravillas de las barrancas, donde podíamos jugar a los exploradores, en la zona del Parque de la Ancianidad.
               Me llevó a las Quebradas del Saladillo, en donde nos zambullíamos en las fosas más profundas y saltábamos al agua desde las cornisas más altas, con el delicioso placer de hacer algo peligroso.
               Con él, yo me animaba.
 
               Un 1º de Mayo, como su padre no usaba la jardinera para el reparto, me vino a buscar para dar una vuelta en el percherón. En pelo no más.
               Lo dejó atado en la puerta de calle del departamento donde yo vivía. Era en calle Córdoba al 3.900. Pasaban autos, ómnibus, tranvías, camiones y motocicletas, y ese día, doy fe, los conductores miraban el matungo atado a mi puerta, como no pudiendo creer, con los ojos abiertos como huevos fritos.
               Otra vez, años más tarde, me llevó desde mi casa hasta la mismísima Facultad, en pleno centro y que en aquel tiempo era refinada, en el caño de su bicicleta y pedaleando como un descosido. Para devolver el gesto de asombro de la gente atildada que nos veía llegar pusimos la cara de nada  más rotunda que nos salió. Confieso que me dolió el traste una semana, pero valió la pena.
               La que me parecía fantástica era su capacidad de hacer lo que se le daba la gana. El suyo además, siempre fue un mal contagioso: reírse. Yo sabía que estando con él, íbamos a encontrar de qué reírnos. Al fin, nos complementábamos: él tenía la decisión de hacer lo que a mi se me ocurría y no me atrevía.
                Al fin era como un realizador de fantasías...Los temerosos nos quedamos sentando cabeza y pavimentándonos el alma...El es la clase de loco que nos reivindica.
              
               Luego vinieron con la juventud paseos más calmos. Yo lo llevaba al Museo Estevez, para que conociera a cabecita de Venus de 300 años a. C., y los tapices, y los gobelinos, y las piezas de jade y el “Jonás saliendo del vientre de la ballena”, antes de que se lo afanaran.
               También me acuerdo que vimos juntos “El rehén”, antes de que el clan Stivel se separara, y estaban todos, Bárbara Mujica, Marilina Ross, Emilio Alfaro, Norma Aleandro...y lo más extraordinario era tal cantidad de puteadas n el escenario.
               Después fue “Nacha de noche”.
               Y hasta “Una lección de anatomía”, que nos conmovió y que charlamos después de la función. (Allí yo aprendí, desnudo colectivo de por medio, que el tamaño de los genitales de los caballeros no es proporcional a su estatura y complexión física. Esto es, que un grandote tipo ropero, podía resultar más bien modesto a la hora de la verdad, y un pequeñín enjuto en cambio, sorprender y asombrar. Claro, yo era un poco tímida, por eso, debo reconocer que salí del teatro sabiendo más de la vida).
 
               Cuando se fue a vivir a la Capital, lo visitaba algunos fines de semana. El vivía en un departamento choto de un ambiente.
               Yo ya estaba casada, porque a todo esto el tiempo había ido pasando, iba con mi amigo y nos amontonábamos todos, y nos reíamos todo el tiempo. Y este era un tiempo distinto. Un tiempo en que se rompía la rutina que me había ido metiendo en trajines ligados a un trabajo seriote, al cuidado de hijos que primero mamaban, después gateaban y por último filosofaban.
               Trajines en los que por ahí, aunque me publicaban un libro, seguía fracasando con las plantas, al punto en que hasta los helechos de plástico se me secaban.
               ¿Y Luis?. El seguía viviendo insólitas aventuras...como taxista en las violentas calles, desde Constitución a Recoleta, en Brasil como cosmetólogo de damas paulistas, a su vuelta como guía turístico, como vestuarista de desfiles para Sudantex, como líder sindical en el gremio de textiles y al fin como ejecutivo de GRAN  empresa GRAN.
               Una vez le dije: -No es por ser corrosiva y disolvente, pero creo que vamos a llegar a los 90 años, encorvaditos y desdentados, y vos me vas a decir. -¿A qué no adivinas, prima, en qué ando ahora?-. Y seguro que no voy a poder adivinar.
               Es que su disposición a cambiar de ocupación, de residencia o de estilo de vida, lo marcaban como el traste de más mal asiento que una pueda pensar.
               Siempre tenía novedades que contar y programas ingeniosos que sugerir. El Mercado d las Pulgas (que mis hijos rebautizaron La Feria de los Piojos), el Restaurante flotante del Tigre. O los carritos de la Costanera.
               Además de los amigos insólitos, como aquella modelo negra hermosísima, y además de las revistas porno, que yo miraba solo de reojo.
               La última vez nos esperó con un paseo sorpresa: -En Atlanta funciona una pista de patinaje sobre hielo-.
               ¿Atlanta?. Mi hijo abrió los ojos. El sabe que de este tío, se puede esperar cualquier cosa.
               Si, Atlanta. Y dijo o más suelto: -Podemos ir en tu Citroen...-. ¡Irresponsables!. Como cuando saltábamos en las quebradas del Saladillo a la fosa más profunda desde la cornisa más alta.
               ¿Manejar en Buenos Aires?
               -Si, dale...desde Congreso a la cancha de Atlanta es un ratito. Si pasamos por Corrientes ves el Obelisco todo empapelado...-.
               Con él me animo.
               Manejar en pleno centro. Hasta la cancha de Atlanta. Si, la de los kilombos de la interna del Justicialismo...La de la pista de patinaje.
               El marido escucha preocupado mientras finge leer el diario: - No rompan el auto!-.
 
               Busco mis llaves. ¡Vamos Mari todavía!.
               Bocinazos, veinticinco carriles de cada lado como meteoros que me pasan zumbando...¿por qué tantos coches en la calle?. ¿Adónde van, a un incendio?.
               Tengo la sensación de haberme tragado un hipopótamo que me retoza adentro y que desplazó el estómago y los ovarios hasta la garganta. Pero llegamos. Sin duda la proeza del día está cumplida.
               Triunfal pero agotada me tiro en una silla del bar.
               ¿Patinar?.
               -¡No, vamos...¿estás bromeando?. Trajimos al nene... andá vos con él, yo no me anoto-.
               (Vengo a Buenos Aires para un Congreso de Salud Mental, soy seria, soy adulta...Si me caigo en el hielo me reviento).
               Se lleva a mi hijo y se calzan los patines.
               Me muero de envidia cuando los veo deslizarse al compás de “Sobre las olas” y “Danubio azul”. Estoy verde como la acelga de ganas de estar también yo allí, patinando, volando...
               Me juro a mi misma: Voy a entrenarme, y para el próximo Congreso, en vez de sesudas sesiones voy a tener pista de hielo...
 
               Por eso, esa tarde de sábado, mientras batía una Exquisita de chocolate, que es hasta donde llega mi talento en repostrería, me acordé de la que comí en Atlanta mientras esperaba y envidiaba.
               Los chicos abrieron la puerta del horno para que pusiera la torta a cocinar.
               Les pregunté: -¿Me ayudan a patinar?. Prometan que no lo van a contar y que si me caigo de culo no se asustan-. Juraron con solemnidad.
               Me calcé los patines y me sostuvieron. Uno de cada mano. Con ellos, me animo.
 
               Despacito me llevaron deslizando. Primera vuelta.
               Mi hija dice: -Te suelto un poquito, pero estoy al lado. Si te vas a caer, te agarrás de mi. (Pienso: de estos 9 años me puedo sostener como de una grúa).
               Segunda vuelta alrededor del patio y mi hijo dice: -Dame la mano para ir más rápido- (Pienso:  de esta mano de 6 años llego patinando al Polo).
               Tercera vuelta. Ellos caminan, corretean y saltan a mi lado, mientras yo patino, patino, patino ¡y no me caigo!. ¡¡¡Atlanta nos espera!!!.
               No tendré el cinturón de volar (ese que soñé desde chica y que después usó el chanta de James Bond) pero puedo patinar in caerme. El patio es chico para mi vuelo. Me deslizo rápida, diestra y feliz.
               De pronto mi hija, siempre la más, (¿la única?) responsable grita: -¡La torta!-
               Debo convencerlos de que bien vale chamuscar una torta si es el precio de recuperar la capacidad de vuelo.
               El tío Luis lo entendería. Al fin, él siempre estuvo a favor de correr riesgos.
 
               Como Susy, mi paciente.
               Me prestó el cassette d Baglieto para que lo escuchara. Dijo que una de las canciones, El Témpano, la refleja. Es de Adrián Abonizio.
               “La lucha es de igual a igual
               contra uno mismo
y eso es ganarla.
               ...Vivo para no perder
               Voy al fuego como la mariposa
               Y no hay rima que rime con vivir...
 
               Susy es la huérfana más huérfana que conozco. Y también, tal vez por eso, la más madraza. Loca linda. Gracias Susy. No solo por El Témpano. También por eso que dijiste: -Cuando una ha vivido y se ha golpeado, puede hacer dos cosas, o ponerse en hija de puta para siempre, o volverse a arriesgar a sentir      Y agregaste: -¡Má si, yo me arriesgo!-.
               Se supone que yo la ayudo.
               Se supone que yo soy la cuerda.
Se supone que yo se.
               Se supone que ciertas cosas debería decirlas yo.
               Que contesté muy formal: -Ajá.
               Y pensé: -Y yo ¿me arriesgaré?.
               Esta noche, escuchaba a Baglieto, quería escribir esta historia, la ayudaba a mi hija con Sujeto y predicado, ordenaba un poco los papeles y me acordaba de Susy, de Luis.
               Puse el cassette y me fui a patinar.
1983

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