...Porque al fin y al cabo, si a la angustia todos la describimos más o menos de la misma forma..., y..., ha de ser porque la sentimos igual.
Hay algo reconfortante en eso.
Como cuando era chica y descubría que el papá de una nueva amiga también era de Huracán, o la mamá le compraba al mismo lechero. Era como estar más cerca, como conocerla mejor, como poder confiar más.
Por eso, escuchar hablar de lo que yo llamaba el tractor sobre el pecho, para referirse a eso con otros nombres, como la viga en el corazón, o una losa que no deja respirar y que infaltablemente está allí al despertar, además de darme una sensación de complicidad reconfortante, me confirmaba en ciertas certezas, me proveía de una sabiduría a rajacincha. Más allá de los textos de psicología profunda.
Así, charlando con la gente fui pudiendo extraer algunas conclusiones que les cuento por si sirven: 1- La angustia se siente así (viga, tractor, mole). 2- Todos pueden sentirla, independientemente de sexo, edad, credo, raza o ideología. (O sea, la angustia es esencialmente democrática, y a todos puede sacudirnos un garrotazo en cualquier momento). 3- Suele intensificarse en momentos de cambio, crisis o crecimiento varios.
Algo de eso (viga, tractor, mole) creo que es lo que sentía Juanjo la mañana que salíamos de vacaciones. Juanjo es el íntimo amigo de mis hijos. El vecino que vuelve a su casa para dormir, porque todavía no se anima a quedarse. Que tiene a esa como residencia alternativa, pero que en realidad, en donde pasa sus días, peleando, jugando, comiendo y bañándose, es en nuestra casa y con mis chicos.
Y como mis chicos se iban de vacaciones, estaba echado allí, en un sillón, envuelto en una manta, iluminado por el sol que atravesaba los vidrios color caramelo y lo envolvía en una luz rojiza, que no conseguía ni despertarlo del todo, ni quitarle la tristeza.
Percibí esa tristeza, que era más que tristeza, porque a los 8 años los amigos empiezan a ser tan importantes, 15 días son una eternidad de tiempo, y Córdoba se puede pensar tan remota como Gobi, Katmandú o Tasmania (puesta a elegir lugares exóticos). Así que Juanjo angustiado fue lo último que despedimos cuando salimos de vacaciones.
Al rato nos habíamos olvidado un poco de él, porque la mañana soleada en la ruta era nuestra, porque las sierras, la peperina y los burritos nos esperaban. Y porque por suerte una puede olvidar. Pero la imagen volvería varias veces.
Córdoba, hermosa como siempre con sus caminos sinuosos. Y en el camping, nosotros, un poco más viejos, montando la estructura, amontonando los bolsos y haciendo la zanja, que alrededor de la carpa nos protegería de las inundaciones.
Yo me juraba a mi misma (como todos los años), mientras le daba con el hacha primero y con la pala después, a la tierra dura de la pintoresca Córdoba: -Nunca más, nunca más. Si no me juran que vamos a un hotel cinco estrellas, conmigo no cuenten. Y seguía haciendo la zanja. Justo antes de la hernia de disco y el infarto, paraba.
Ibamos haciendo postas, de modo que antes de morir, largábamos y otro tomaba las herramientas y seguía, hasta que todo quedó montado, zanjeado y a punto, para empezar las vacaciones.
Una zambullida en el lago que tiene diferentes colores, según la luz se refleje en él, y pesca para los varones, que jamás consiguen más que frustraciones, pero persisten heroicos, caña en mano, como cruzados medievales, sosteniendo la espada flamígera de las reivindicaciones masculinas.
Uno de los paseos fue al Torreón, que todas las veces visitamos y que ésta vez conquisté del todo, cabalmente. Porque años anteriores, yo me había metido por los pasadizos, había recorrido el laberinto y había subido a la torre hasta donde mi prudencia me permitía, que era justo, justo, un tramo antes del final. Ese tramo tenía que hacerlo en una escala de hierros empotrados en la pared, por la cual trepar como un mono.
Los que son ágiles y diestros en el uso de su cuerpo, no entenderán tantos escrúpulos para subir por esa escala, que al fin, no es distinta de tantas otras. Los que son como yo, si entenderán. Entenderán las vacilaciones que pasan por decirse: -Si subo y me caigo, me hago percha. Si no subo y me quedo con las ganas, me voy a decir boluda por el resto de mi vida. ¿Subo o no subo?-.
Entenderán el miedo previo, el sudor frío y la gloria de alcanzar las alturas. Porque este año si. Con mi hija. Subimos por la escala. Llegamos a la cúspide. Miramos el paisaje. Nos sacamos fotos que testimoniaran nuestra valentía.
Una vez abajo ella me dijo: -Me temblaban las rodillas y creí que iba a caerme...¡Qué miedo tuve má...!. ¡Pero, que suerte que subimos!-.
Yo contesté escueta: -Se puede subir cuando una es suficientemente grande. Cuando se creció-.
Lo que no dije es que quien más había crecido, había sido yo.
Por supuesto, cuando contábamos el hecho, bostezábamos con displicencia, nos sacudíamos una pelusita imaginaria y fingíamos indiferencia. Como si conquistar la cima del Everest fuera cosa cotidiana para nosotras.
En el camping, un grupo de chicos de la carpa vecina empezaron a jugar con los nuestros.
Tardé varios días en reconocerlos a todos.
De los padres solo puedo decir que debían tener un gran sentido del humor. Un enorme sentido del humor. Porque los chicos eran cinco. Tres varones caballerosos y dos gentiles damitas.
La rubiecita de ojos claros, Barbarella, se parecía a los dibujitos de las estampas de libros de cuentos. Preciosa con sus rulos suaves y la mirada tan diáfana.
Cuando fuimos con ellos a La Cumbrecita, yo caminaba con Barbarella hacia la confitería Lizbeth, y anticipando el momento le pregunté: -Y...¿vamos a comer ricas tortas?-.
Ella respondió: -No, porque me da cagadera-.
De ahí en más, abrí los ojos y cerré la boca, porque advertí tardiamente que las niñitas rubias de aspecto angelical, ya no vienen como antes.
La madre supo preguntarme, mientras la observaba de reojo, cuáles eran esas civilizaciones donde a las niñas se las podía casar a los tres años.
La más pequeñita, Fofi, siempre se las arreglaba para estar parapetada detrás de una capa de tierra. No importaba cuan diligentemente se la hubiera bañado, peinado y perfumado segundos antes. Ella se sentaba en el suelo y entraba a hacer túneles y fortalezas y en menos que canta un gallo ¡zaz!, había un pegote polvoriento detrás del cual podía suponerse que estaba la Fofi, eso si, siempre sonriente.
De los varones, Seba, el mayor que era tan educado y responsable se hizo amigo de Anahí, que a mi pesar también es tan educada y responsable.
Con la mamá de Seba coincidíamos en que ambos (él y Anahí) eran hijos como para lucirse, hijos tan bien hechos que parecían for export. Debía ser por su condición de mayores que se los veía tan sensatos.
Yo creo tanto en el juicio de Anahí y respeto sus opiniones de tal modo que es mi consultora en todo tipo de asuntos. Es la primera que lee mis mamotretos y sugiere y corrige y apuntala. Por ahí me pregunto si no es demasiada exigencia para una niña, pero confío en ella porque es serena y reflexiva y tan adulta que parece mi madre.
Con Pablo otro es el cantar. Cuando al mediodía almorzábamos todos juntos y lo veía recoger el puré con el hueso de la pata del pollo, en vez de usar tenedor, y chuparlo y relamerse, me sentí discretamente avergonzada.
Me decía en ese momento: -¿Cómo, con qué cara podía haber dado yo cursos en la Escuela para Padres?. (¡Ah!. Claro, en aquel tiempo yo tenía la sabiduría de los manuales, no tenía aún hijos y por tanto la ignorancia ilustrada me hacía omnipotente!).
Pensaba en ésto, mientras Pablo le daba lengüetazos, al mejor estilo, al puré del huesito, en el comedor pituco de Belgrano con tanta gente refinada alrededor.
Bueno, los chicos se llevaban bastante bien, salvo Pablo y Barbarella, minuciosamente ocupados en pelear. Me puse en medio varias veces, tratando de explicarle a mi retoño de ombú, que a las niñitas rubias hay que tratarlas con delicadeza, mientras tanto, ellos se pateaban fervorosamenete y me empujaban a un lado para poder agarrarse mejor de los pelos.
Fuera de estas escaramuzas, todos los integrantes de la patota hacían excursiones dentro del camping y algún paseo muy lindo a un barco hundido.
Por primera vez mis chicos jugaban con un grupo así. Salían a caminar, se quedaban charlando hasta tarde, se sentaban a dibujar. Yo los veía andar juntos, compartiendo cosas, y a la noche, cuando ellos quedaban conversando me adormecía hasta escuchar: -Hasta mañana Anahí.- con que invariablemente Seba se despedía después de acompañarla hasta la puerta de la carpa.
Pero las vacaciones tan cortas se terminaron.
La mañana que nos despedíamos me pareció notar algo en Seba. Tenía una carita triste, triste...No nos miraba casi y le costó decirnos chau.
Me acordé que hacía poco había vivido algo parecido. ¿Cuándo?. ¡Ah, si...!. Fue cuando salíamos de Rosario y nos despedíamos de Juanjo...
Porque la expresión de Seba era parecida...Y claro, a los 10 años, los amigos son tan importantes, para las próximas vacaciones falta tanto, y Rosario queda tan lejos de Buenos Aires, que es como decir Gobi, Katmandú o Tasmania...
Y ese dolor que creí adivinar en Seba me hizo pensar en eso, que los que saben llaman angustia pero que yo describo como el tractor en el pecho.
Recordé a Janus Korzack cuando dice: “...los niños lloran más, no porque sean más llorones, sino porque sienten más hondo y sufren más”.
Y que como escribe Benedetti: “...no seamos sectarios, la infancia es a veces el paraíso perdido, pero a veces es un infierno de mierda”. (Por ejemplo, cuando se han de perder amigos recién encontrados en una vacaciones, en Córdoba).
Porque es cierto que vivir es ir ganando y perdiendo cosas...y yo que parezco adulta, que debería saber de estas cosas, me encontré preguntándome: ¿Se acostumbrará una, alguna vez al dolor de perder?. Digo...si una se hace vieja y sabia, ¿se acostumbrará una al tractor en el pecho, hasta que pese menos?.
1984
1 dic 2020
8. HISTORIA DEL TRACTOR SOBRE EL PECHO
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