Dedico esta crónica a Aixa, que ha acompañado nuestras reuniones del grupo “Redecilla” con interés, paciencia y constancia, como la integrante más madura y sensata
Fueron varias las cosas de este año de las que puedo dar cuenta. ¿Curiosas, originales, risibles?
Había descubierto, pero descubierto en serio a Emilio Rodrigué a través de “El libro de las separaciones” que me prestara Iliana. “Mirá, habla de la constitución de la A.P.A., te va a interesar. Nombra gente de la época que fueron tus profesores…” Y si bien ya lo conocía por su libro sobre grupos, desde los sesenta, no me había convocado entonces.
Pero cuando entré en el tono coloquial de esta “biografía incompleta” dije: tengo que leer más. Y entré a buscar “La lección de Ondina”.
Al empezar el otoño, una tarde miraba vidrieras. Estaba muy concentrada. Al girar bruscamente me tropecé con una panza, detrás de la cual un señor muy alto decía: ¿Vamos a tomar un café, linda?. En la fracción de segundo que se sucedió pensé: algún amigo, algún ex-alumno me gastaba una broma? Un paciente? No, los pacientes no hacen ese tipo de broma. Mientras pensaba todo esto subí desde la panza que me había llevado por delante, a la cara del señor alto.
Una cara afable de un hombre canoso, pero para nada conocido. Entonces, como soy cobarde, huí.
Más adelante, en otra librería de Corrientes, casi San Lorenzo encontré “Sigmund Freud. El siglo del psicoanálisis” de Emilio Rodrigué, dos tomos gordos y me los llevé. Ya había leído el trabajo de Jones sobre la vida y obra de Freud. Pero esto era otra cosa. Lo fiché minuciosamente, llevando nota de la cantidad de aportes que surgían. Por ejemplo cuándo se usó por primera vez la palabra antisemitismo. Por ejemplo, quién creó el término sociología. Por ejemplo el hecho de que tanto Freud como Hitler se basaron en conceptos de Le Bon. En fin, que me quedé encandilada y se acrecentó el deseo surgido en “El libro de las separaciones” de conseguir “La lección de Ondina”, donde supuestamente se trabajaban con mayor detenimiento las pulsiones de vida y de muerte, que en su interjuego, determinan nuestros devenires.
Lo pedí con poca suerte en la Biblioteca Argentina, en la de la Facultad, y en la del Colegio de Psicólogos.
Por mitad de año mis amigas entraron a conspirar. Yo no me daba cuenta. Después que pasaron las cosas empecé a atar cabos de lo que fue la gran confabulación, en la que involucraron a otras amigas y a Alberto y los chicos. Se trató de una operación comando realizada según pasos impecables y estrategia perfecta.
Dorcas me pidió que nos viéramos en un bar, un sábado para ver unos materiales clínicos. No había nada inusual en ello. Y cuando estábamos allí, ya sentadas frente a los papeles, entró una horda con matracas y silbatos, globos y serpentinas haciendo bochinche. La ruidosa murga, estaba compuesta por Marta, Iliana y Estela, las otras integrantes del grupo. Pero se habían sumado los chicos: Noelia, Anahí, Pablo, Andrea y Betiana. Con todos ellos venía también Aixa, que formaba parte de la confabulación. Más tarde llegó Alberto.
Habían armado, a mis espaldas una celebración por mi cumpleaños. Mi primer cumple sorpresa.
Fue hermoso. Y entre los obsequios, el más original lo constituyó un servicio en un SPA.
Ese servicio incluía toda una serie de cosas: limpieza y nutrición facial. Dermopulido corporal y máscara de algas. Masaje completo y un broche de oro: sesión relajante en la cámara de ozono.
Cuando acordé el turno para todo ello, estaba lejos de sospechar lo que habría de suceder.
Margarita, que se definió como esteticista y Janina, masajista del instituto, me tomaron en sus manos. Literalmente. Despojada de ropa fui pasando por las diferentes maniobras que me pulían, nutrían, masajeaban. Al mismo tiempo escuchaba las sugerencias de los otros pasos que podrían darse en esta tarea de embellecimiento.
Como culminación y cubierta por una bata blanca, fui conducida escaleras arriba a una habitación amplia donde estaba la cámara de ozono.
Era una especie de cápsula espacial, parecida a las que se utilizan para las de resonancia magnética, pero más grande.
Debía acostarme sobre una tarima del tamaño de una cama de dos plazas, pero de motel suntuoso. La cerraba una tapa de acrílico transparente que Margarita ajustó con eficiencia. La cabeza quedaba afuera. En ese lugar el acrílico tenía una abertura, en forma de semicírculo, parcialmente obstruida por una cortinita plástica.
Me dijo que iba a sentir un viento cálido y que al cabo de media hora venía a buscarme.
Escuchaba el movimiento del instituto, voces y pasos más allá de la puerta.
Me fui quedando dormida, pero escuchaba el run-run de la cámara enviándome ese aire suave y tibio.
Cuando el run-run cesó creo que desperté. Las voces se habían acallado y los pasos también. En realidad no se escuchaba ningún sonido. Estimé que había pasado bastante tiempo. ¿Cuánto? No podría decirlo.
En medio de la cápsula de acrílico podía incorporarme y me senté. La cámara de ozono, era como una celda plástica y transparente, bastante amplia como para que pudiera hacerlo. Exploré el semicírculo por el que mi cabeza había quedado afuera descubriendo que era bastante amplio y que la cortinita estaba adherida con abrojos y podía retirarse.
Entonces me dije, si pasan las caderas, pasa el resto (como los gatos, que miden con los bigotes antes de deslizarse). Saqué primero cautelosamente las piernas. Tanteando logré tocar el suelo con los pies y después pasé torso y hombros, ya casi había nacido en ese parto sofisticado que me reintegraba al mundo.
Por suerte tenía a mano mi ropa.
Cuando baje las escaleras todo estaba sospechosamente calmo. En la recepción una joven aburrida me miró con asombro.
Pregunté por Margarita, por Janina. No estaban. Había terminado su turno.
La empleada no sabía que me habían dejado olvidada.
Pensé que ya había notado que mucha gente no me reconoce en jogging, no me saluda y me hace sentir invisible. Y que en general, cuando hablo en mi tono natural no me responden porque no me escuchan. Debo alzarla voz, de lo contrario soy inaudible.
Así que ahora, venía a descubrir la amarga verdad: además de invisible e inaudible, resulta que soy olvidable.
Esperé por si a la tarde las chicas me llamaban acongojadas después de notar que me habían abandonado.
Al fin, pensaba yo, no siempre se deja olvidada a una dama irresistible en la cámara de ozono, ni en ningún otro lado. Como no lo hicieron, al día siguiente llamé yo. Atendió Janina. Le dije que la piel me había quedado muy linda y que el masaje había sido muy relajante, pero que…Allí, sin dejarme terminar, se deshizo en disculpas.
Las acepté pero le di una recomendación para que utilicen en adelante: que presten a las usuarias de la cámara de ozono un silbato como los de los referís para que puedan avisar si quedan encerradas.
A esas alturas mi búsqueda de “La lección de Ondina” no declinaba. Pero volví a fracasar cuando le pregunté en Buenos Aires, en el Foro de Psicoanálisis y Género a Juan Carlos Volnovich. Me dijo: “Si lo conozco, lo leí, pero no lo tengo.”
Pensé en la Biblioteca Nacional, pero no hice a tiempo. Me volví a Rosario con la frustración de la tarea pendiente.
Llegó la primavera y con ella, las lluvias. Copiosas.
En la esquina esperaba un taxi refugiada en el alero de la confitería, pero alerta a los coches.
Esperaba sola hasta que llego una mujer joven y rubia.
Al rato asomó un taxi y las dos levantamos el brazo. Me parecía ridículo pelear por un taxi. En otras oportunidades he sugerido compartirlo.
Pero se ve que ese día no estaba conciliadora. Así, aunque ella estaba más cerca del taxi cuando este se detuvo, me acerque con absoluta resolución, tome la manija y me subí. No recuerdo si le dije: “Yo estaba desde antes.” Pero seguro que lo pensé.
Y ella al verse despojada me grito: “¡Ordinaria! ¡Guaranga! ¡Tarada!” Juro que fue la primera vez en mi vida en que me vi envuelta en una situación así, pero no me ofendí. Me insultaba a mí y a mis ancestros, incluyendo a mis abuelas andaluzas de las que según la novela familiar fueron antagónicas: una era una devota rezadora de la archicofradía de la Virgen. Se parecía a la abuelita del dibujo de Maladrín, la que protege a Twiti.La otra vivía en Pichincha y era tan puteadora que hasta los camioneros se ruborizaban cuando se ponía irascible.
Bueno, llovía, yo tenía el taxi y mientras me iba en él, ella se quedó vociferando. Entonces le dije al conductor: “Disculpe la escena. Todos podemos insultar. Yo no contesto porque sería vergonzoso.
Ahora mire lo que le pasó, gracias a ésto hoy va a poder contar que dos mujeres se pelearon por usted. Si lo dice con aire reservado y se detiene allí, su silencio va a sugerir que la pelea fue por otra cosa y que es por discreción de caballero que no lo dice.”
Él se sonrió y un chaparrón furioso se acentuó sobre la calle.
Llegando a diciembre, seguía en mis reflexiones sobre la mejor forma de llegar a “La lección de Ondina”.
Mónica que viajó a Bahía se llevó el encargo de consultar a Rodrigué, si podía contactarlo, sobre la forma de conseguir el libro. Por esas casualidades ella dio con un rosarino que tiene un negocio de arte. Este rosarino lo conoce y le comentó que Emilio, en esos días se estaba yendo a París. Pero le pasó la dirección de correo electrónico. Así que recibí como regalo previo a la Navidad esa dirección. Era mi chance de contactar con el fruto de mis desvelos.
Ya me habían dicho: “¿No estarás un poco enamorada? ¡Tanta perseverancia por un libro!”
La dirección quedó allí, en una carpeta esperando a que me decidiera a utilizarla.
Cuando Silvana me llamó aquel domingo a la mañana, me comentó que seguía trabajando en lo lúdico, como había sido cuando en un Encuentro Regional de Mujeres hicimos un trabajo juntas. Era un taller sobre identidad femenina y nos había salido lindo.
Ella había coincidido con Mónica en las playas de Bahía. También estaba de vacaciones los mismos días.
Silvana y yo nos habíamos conocido cuando en los sesenta se abrió en Rosario la primera Escuela de Psicología Social. La dirigía Gasparri y los docentes que nos dictaban clase venían de Buenos Aires.
Ella se remontó a esa época y empezó a rememorar nuestro encuentro con Pichón Riviere, Bauleo, Kesselman, Rodrigué….
“¿Te acordás?” me preguntó.
“¿Rodrigué nos dio clase?”.
“Sí, claro, como los otros” contestó Silvana.
“Lo tenía olvidado” dije con un hilo de voz.
Prudencio, el reflexivo, personaje de una tira de Sendra, que es un malevo de arrabal, habla de pincharse con los flecos de la bufanda, hacerse un tajo con un kinoto, de cortarse las venas con una margarita, porque al fin para un guapo: “la vida es una herida absurda”.
Eso fue lo que sentí hablando con Silvana.
Lo absurdo llevado a su enésima potencia.
Si es cierto, como ella reconstruye, y no tengo por qué pensar que está equivocada, que asistimos a las clases de Emilio Rodrigué, en nuestro primer año de la Escuela de Psicología Social, el año 68 ö 69, yo no advertí entonces lo que me deslumbró este año en sus textos. Esto puede ser por dos razones: o él no era entonces tan sabio, tan erudito, tan chispeante y tan ingenioso, o yo era boba (para usar una expresión educada).
De todos modos, descifrar eso queda pendiente en un año, en que la búsqueda de su libro perseveró en medio de tropezones con la panza de señores, sesiones accidentadas de SPA y encontronazos callejeros en medio de la lluvia.
08-1-08
8 dic 2020
Balance de un año orquestado en torno a Emilio Rodrigué
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