8 dic 2020

Carta inconclusa

 A Juan Carlos, que me hizo pensar en eso de ser el hijo de una madre, y a Graciela que me permitió ver eso otro, de ser la madre de un hijo.

            Si las tareas de todo ser humano, como bien dicen son tres: una, la de criar tiernamente a un árbol, cantándole canciones y acunándolo, otra, escribir un hijo con las palabras más bellas, para que pueda llegar a ser fuerte y noble y la última, cultivar un libro que crezca y pueda florecer en palabras justas y sabias, entonces, cumplidas estas tareas podemos ir sintiendo algo de paz y sosiego, aunque nos quede aún camino por recorrer…


            Las tres tareas implican una continuidad en el tiempo, porque los árboles, libros e hijos que ponemos en el mundo nos continúan en sombras y frutos, en palabras que quedan impresas en la memoria, y en la vida en acción de quienes nos continúan, y de esas tres tareas convengamos que la que requiere más dedicación y perseverancia, es la de la crianza de hijos.

            Por eso convocarlos deliberadamente fue una decisión a la que  arribé después de haberla pensado largamente.

            Después de la decisión vino la búsqueda.

            Que en mi caso nunca fue prolongada.

            A la primera invitación, mis hijos se hacían presentes, se instalaban y permanecían allí, firmemente asidos con las dos manos a su cordón umbilical.

            No llegué a saber de esa expectativa ansiosa que nos canta Arjona, con el almanaque bajo vigilancia y un suicidio de cigüeñas cuando sucede el fracaso.

            Mis niños vinieron inmediatamente cuando los llamamos. Nunca más volvieron a obedecer así, debo dejarlo en claro, pero esa primera vez sí.

            Por otro lado, el trabajo de gestación que involucró muchas energías, fue completado sin suspender ninguno de los otros que componían mi vida.

            En una versión marxista de la cuestión podría decirse que padre y madre invierten en la empresa de manufactura de un hijo, la mitad de la materia prima cada uno, a saber: un óvulo y uno de entre los quinientos mil espermatozoides. Pero el total del trabajo lo lleva a cabo la madre, neta proletaria en el asunto.

            Bueno, en esa tarea artesanal, puse el calcio de cada uno de los huesos, los glóbulos en la sangre, las neuronas una por una. También escuché la 5ta Sinfonía y miré paisajes hermosos para que los nutrieran.

            Por consejo de mi médico me apliqué las inyecciones de hierro que me tumbaban nauseosa, y que me venía en vaharadas al aliento, y que me dejaron marcas en las nalgas que duraron años y que me hacían ver en bikini como involucrada en rituales eróticos sadomasoquistas.

            No obstante dicen que estaba linda entonces, con la piel tersa de las embarazadas y tetas grandes por una vez en la vida.

            El nacimiento de Anahí fue armonioso. El de Pablo fue apoteótico. Porque ya daba señales de su estilo.

            Cuando empezó a empujar para salir, ya no cedió, ni se dio sosiego, ni se interrumpió para tomar resuello. Dijo: “Aquí estoy y éste soy yo”, y firme en la brecha del canal de parto se fue imponiendo, como luego se impondría a as otras circunstancias en la vida.

            En la clínica habían nacido en los últimos días solo niñitas. El cambió la racha y yo sentí inquietud ante las miradas codiciosas de las otras madres.

            La que compartía mi habitación tenía además otras tres hijas, dos de ellas casi adolescentes, y cuando se inclinaban sobre el moisés de Pablo tuve miedo de que me lo robaran.

            Así que lo tomé en brazos y no lo solté más.

            Sucedió así que por muy intelectual, y muy sofisticada y muy superada que yo me hubiera creído que era, a la hora de la verdad, me comporté tal cual mi tía Salustiana, la del campo.

            Cuando volvimos a casa, nos acostamos en la cama grande, y allí abrazados, reforzamos los primeros vínculos.

 
            Cuando pudo gatear, una de las preocupaciones fue la de evitar que se comiera los malvones y las begonias. Y cuando empezó a hablar el sobresalto fue por las preguntas. Intempestivas y a deshoras, él llegaba imperativo planteando: “Hoy quiero saber algo de la vida: ¿por qué vienen las tormentas?, ¿de qué se fabrica la gomina?, ¿cómo se hacen los pedos?”

            Al llegar a la edad escolar, no se mostró muy dispuesto a ir. Supongo que porque tenía el Jardín de Infantes en nuestro patio. Por otro lado sus ínfulas aristocráticas le hicieron sugerir que le contratáramos un tutor a domicilio, como en las películas británicas.

            Finalmente consintió en hacer la prueba, atraído por los juegos del Magdalena Güemes. Una de las primeras veces, me preguntó si podía saltar de lo más alto del trepador.

            Era justo lo que yo hubiera querido hacer. También deslizarme, como él, en cuclillas por la escalera, sobre los talones, como si fuera un tobogán. Y luego trepar al jacarandá para alcanzar las ramas más altas. El hizo todo lo que yo hubiera deseado.


            Llegó la adolescencia, y así como Anahí me había hecho conocer a Silvio (y Andrea me haría conocer a Eladia) Pablo me trajo a Sabina. O me llevó a mí hasta Sabina.

            Luego fue el año de su viaje, en el que me la pasé, tal como le comentaba a Oscar, reprimiendo y negando. Reprimiendo la nostalgia y negando la ausencia, Las cartas y llamadas me permitían fingir que no estaba tan lejos.

            Sus relatos del Monasterio desde cuya biblioteca nos escribía, y de las marchas en Granada, junto a los otros ocupas, contra las leyes de extranjería traían retazos de su vida allá.

            Cuando volvió, tenía nuevos tatuajes y el cabello rubio. Le mostré las cicatrices, del cuerpo y del alma, que se habían producido en su ausencia y seguimos andando.

            En otro lado escribí que a su regreso, su cabello fue cambiando de color, hasta que en algún momento se rapó y lo dejó crecer tal cual era.

            Y lo que yo escribí y quedó como fruto de mi consternación, es que descubrimos que estaba lleno de canas.


            Creo que allí caí en la cuenta de que había crecido. Así como lanzarse a caminar, empezar a hablar y hacer las preguntas que les contaba, marcaron una etapa, el exilio y las canas fueron los que me ubicaron como madre de un hijo grande.

            ¿Yo como madre de un hombre? Difícil de creer, de asumir y sostener.

            En realidad ya había tenido alertas, cuando de todos los miembros de la familia fue el que antes utilizó la compu. Eso fue de persona mayor. Y allí, donde los otros balbuceábamos, él ya hacía de eso una parte rutinaria de su vida. Y en honor a la verdad, tampoco se tomaba mucho tiempo para enseñarnos y quedábamos ante él, como fronterizos de aprendizaje lento.


            Pero lo que me interesa destacar hoy, y ese es el eje de estas reflexiones, son los réditos de tenerlo como hijo (de tener un hijo varón adulto) para con las actuales circunstancias. Sociedad patriarcal, tercer mundo, globalización en marcha. Inseguridad creciente en calles anchas y ajenas.

            Y eso que Blumberg nunca me gustó. Porque con las circunstancias a las que me refiero llega la ratificación del privilegio del hijo varón. Más aún si es alto, atlético y practica deportes de combate.

            Lo empecé a sospechar en las últimas elecciones. En la escuela que está frente a casa se vota.     Y en cada fecha de elecciones los automovilistas forman una larga hilera.

            Cuando sacaba el coche del garage, me cercioré de que podía maniobrar. Pero en ese mismo segundo, un conductor llegó raudo y se paró en doble fila, justo cuando sacaba mi auto. Inevitable: lo embestí. Lo embestí y él reaccionó irascible, aunque apenas lo había tocado. Se vino como un basilisco amenazante diciendo: “-Qué, ¿sos ciega?-”

            Yo iba a abrir la boca para protestar cuando apareció Pablo respondiendo: “-Y vos, ¿sos boludo?-“

            El dueño del auto que yo había chocado cambió súbitamente el tono, bajo el copete, amainó el gesto furioso y se fue a escribir cien veces: “No debo estacionar en doble fila”.

            Me percaté de lo fantástico que debieron sentirse Al Capone y los otros mafiosos con sus guardaespaldas.

            La otra fue un anochecer, en que nada amenazante me turbaba, pero que cuando ya salía, Pablo estimó que era tarde para andar sola, e insistió en acompañarme a la esquina. El cole tardaba, pero se quedó conmigo, aunque la calle estaba llena de gente y nada hacía presumir que quisieran raptarme. ¿Para qué?

            Y las salidas han ido cambiado, cuando pareciera que ya no lo saco a él de paseo, sino que él es el que me invita a mí. Y todas esas veces me asalta el mismo pensamiento: el tiempo pasa, mi hijo ha crecido, me protege aunque con ello yo esté en contradicción desde mi militancia feminista y reniegue de su modo tan peculiar de tomar posición acerca de lo que es masculinidad y feminidad.

            Pero al fin, tanta prédica para venir a babearme por ese prestigio que deviene de haber hecho un hijo ¿completo? ¿Qué me completa?

            No le creí a Juan Carlos cuando dijo una vez que el vínculo de la madre con el hijo varón es el más libre de ambivalencia. Tal como lo  planteaba Freud y al que Juan Carlos se remitía cuando se pensaba como hijo dilecto de su mamá.

            Si entendí a Graciela cuando reflexionaba respecto a lo que le había significado la llegada de Julián “como algo distinto”.

            Así, Juan Carlos y Graciela me pusieron en la pista de significar y entender cómo es esto. Tal vez deba agradecerles permitirme pensarlo, porque eso me va a dejar tomar los réditos de tal cosa.

            Porque hay verdades. Muchas.

            Tener a Anahí fue en su momento la reparación que la vida me dio. Esa es la primera verdad. No hubo niña más bella, sensible, criteriosa y chispeante, con ese sentido del humor que aún (pese al sarcasmo que le agregaron las experiencias) le brota como manantial. Mirándola me preguntaba muchas veces cómo es que yo podía haber hecho a alguien así.

            Andrea trajo la incondicionalidad en el afecto y los cuidados, es la hija con la que siempre se puede contar. La que está cuando se la precisa. Sabe acercar una boligoma cuando hay que pegar una foto, un caramelo después de la cena o una canción después de la tristeza, en todos los casos, cuando es exactamente eso lo que hace falta.


            Pero Pablo es otra cosa.

            Y pienso en el mundo de las madres que solo tuvieron hijos, y me pregunto por su soledad en medio de tanta testosterona, partidos de fútbol, y ropa tirada. Me digo que son madres que no tienen quien les diga si el ruedo de la pollera o el color de la sombra de los párpados está bien, o entrar en esa complicidad de mujeres tan necesaria. Madres de varones que no pueden compartir una poesía desde cierta sensibilidad o un Evanol para los dolores de panza.

            Pero también sucede que me invade cierta arrogancia frente a aquellas madres que solo tuvieron mujeres y que no vivieron la experiencia de parir, amamantar y cuidar de ese distinto, que fue parte del propio cuerpo, pero que se recorta como otro en medio de una selva. Selva en donde sus atributos aún son marca de jerarquía y superioridad. En una sociedad en donde todavía, y por mucho tiempo (como en aquella tribu de “Un hombre llamado caballo” en la que cuando una madre perdía a su hijo quedaba desamparada, a menos que otro guerrero la adoptara) el hijo varón confirma el propio valor.


            En fin, puede parecer pretenciosa esta conmiseración que me invade, ante las madres que solo tuvieron hijas, o que solo tuvieron hijos. Porque lo que hace a la significación de las personas no lo determina la inscripción a uno de los sexos.

Pero lo social pesa, y con respecto al hijo varón tal vez sea más significativo para mí, porque los atributos que anhelé y me faltan, vengo a descubrir que Pablo los despliega con toda naturalidad. Cuando niño, la destreza y coraje en el trepador. De adulto, la firmeza ante el prepotente. Y siempre la creatividad sin cortapisas.

            Tal vez porque sea cierta  (como decía Juan Carlos) alguna adhesión primitiva, inconciente e irracional que nos sitúa a las madres como a Yocastas en estas historias.
2006

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