Empieza el día.
Los chicos llegaron tarde y tenían hambre.
Decir los chicos, es un chiste.
En la cocina, platos, vasos y fuentes ocupan la mesa y la mesada. En los restos, las hormiguitas se dan un festín.
Allí recuerdo refranes, citas bíblicas y referencias científicas. Por ejemplo: “El casado, casa quiere”.
Por ejemplo: “El hombre dejará por su esposa a su padre y a su madre y ella será desde entonces hueso de sus huesos y carne de su carne…”
Por ejemplo, entre las referencias científicas: aquel sentimiento de “nido vacío” descripto en muchos tratados de Psicología Evolutiva. Ese sentimiento que me cuentan que existió en épocas remotas, se refería a la desolación de las madres cuyos hijos crecían y dejaban el hogar y se iban por esos mundos anchos y ajenos.
En los hogares actuales no se oye hablar de “nido vacío” sino más bien de nido superpoblado, con la suma de hijos, hijas, amigos y amigas, novios y novias de dichos hijos e hijas, que en dulce montón hacen a la superpoblación mencionada, y llenan el silencio con música tecno o en el mejor de los casos con lindas canciones de Sabina. Superpoblación de la que también hay estudios científicos, en ratas por lo menos, que dicen del efecto insalubre de meter en una jaula más ejemplares de los que caben.
Y hablando de ratas, menos mal que ya no tenemos los hampster, así que de esa me salvo.
Pero hay cierta anarquía en esto de los pajaritos comiendo el alimento balanceado de los gatos (que parece encantarles), un gato ocupando la casilla de la cachorra, y ella creyéndose ¿creyéndose? dueña de la casa y de paso, de todos nosotros.
Mientras recuerdo refranes, citas bíblicas y notas de psicología, veo a la gata gorda en la mesada, su lugar favorito, y con ella refregándose empiezo a despejar un espacio para preparar el desayuno.
¿Cómo manejarse con pocillos y tostadas y el edulcorante, y sobre todo con el agua de la pava, si ella insiste en expresar su sensualidad gatuna acariciándose en una? ¿Si una quisiera poder operar más libremente y sin riesgo de derramar el agua y quemarse?
En la casilla espera el gato destartalado y bajo el horno de barro, en un lugar más protegido, el ciego que llegó este verano y que recién empieza a socializar, pero que se guarda allí de la perra que quiere jugar. Él no quiere, le bufa y le tira zarpazos que ella a veces elude y otras veces la alcanzan y le rayan el hocico.
También de su ímpetu perruno debimos proteger a las tortugas, con las que quería jugar a los autitos, con su patota encima del caparazón. Antes estaban libres por el patio de tierra y se comían las flores de la rosa china que encontraban en el pastito. Ahora hay que llevarles lechugas y zapallitos, detrás del alambrado que las guarda.
Al último bebé gato lo cuidamos dejándolo en el baño, pero se entretiene desenrollando el papel higiénico y esperamos poder ubicarlo pronto. Es incómodo que nos deje el tubo vacío y la montaña de papel picado debajo, imposible de utilizar.
En realidad ni tortugas, ni gatos, ni pajaritos quieren jugar con la perra. Nadie quiere jugar con ella porque treinta kilos de bestia es demasiado. Con la torpeza de sus seis meses y la fuerza de sansón ¿cómo manejarse?
Hay pulgas en la cama grande.
Y entre sus fauces han ido sucumbiendo escobas, escobillones, cepillos, la media sombra del invernadero, prendas de ropa interior, la regadera azul, el peluche blanco de Anahí, una chinela y varios C.D. (entre ellos el de “Buena Vista Social Club”) Ya mastico el celular de Pablo y el de Andrea. Hizo astillas un lápiz nuevo de carpintero de Alberto y varias de mis macetas.
De las mesitas de la sala y de la cómoda tiró jarrones y portarretratos. Los que vamos salvando los escondemos.
Mirando lo despojado que va quedando todo, recordé una película: “Cautivos del amor”.
En ella, un profesor de música que da clases a un grupo de niños, vive en un “palazzo” romano, posiblemente heredado, rodeado de mármoles, porcelanas, cuadros y tapices. El emplea a una africana que se hace cargo de la limpieza, de la que se enamora. Cuando intenta acercarse, ella le expresa que si es cierto que la ama, rescate a su marido, preso político en su país de origen.
En el transcurso de la película, lo que se sugiere es que él se va desprendiendo de todo su patrimonio, las obras de arte, para intentar salvarlo. Desaparecen porcelanas y tapices, cuadros y esculturas. Al fin, unos obreros, se llevan el piano de cola, que era el espacio de su vida más significativo. Las paredes, antes ornadas suntuosamente van quedando vacías.
Es el precio que paga por demostrar lo que siente a la mujer amada.
Mi casa va quedando así. Desolada como el palacio
Y esto tiene que ver con que de algún modo todos somos “cautivos de un amor”.
Del afecto de Pablo por la cachorra, de quien se enamoró y fue el flechazo instantáneo desde que se vieron y abrazaron por primera vez.
Ella corre a saludarlo cuando él llega de la calle mientras se hace pis de pura emoción y lo lava a lengüetazos.
También cautivos de nuestro amor, primero por él y después por ella, que llora tras la puerta si la dejamos sola.
En el patio los nísperos van dejando su marca. Y las flores del jacarandá hacen una alfombra.
Pero muchos malvones, rojos, bancos y de color salmón, las achiras y el lirio japonés, quedaron arrasados.
La sandalia misionera sufrió varias amputaciones, y los lazos de amor vieron disminuido su número.
La hiedra resiste heroica, pero pálida y amedrentada.
Cuando miro mi patio, que antes era frondoso como una selva y ahora se ve bajo lo que llaman “efecto de desertización” me entristezco.
Marta me pide que consigne que estar en familia es como un apostolado. Dice que lo aprendió en la escuela de monjas.
Creo que se refiere a estar con nuestros hijos, como apostolado. Los que componen esta generación que no se va. O que se va pero vuelve. O que se va pero no del todo.
Y también a estar con sus mascotas.
Creo que tiene razón.
diciembre 2005
8 dic 2020
Cuento cotidiano
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario