Otra vez Bahía, ciudad de contrastes.
El año anterior la habíamos descubierto. Buscando la playa de Emilio Rodrigué, la playa de Ondina, habíamos caminado la ciudad misteriosa y alegre. Colorida y sonora, poblada de gentes pura sonrisa. Gente que aceptaba desde el deseo de comunicarse, nuestro magro portuñol.
Habían sido los libros de Emilio los que me habían traído a estas playas, y fueron ellos los que me guiaron en el texto en el que expresaba mi admiración por el hombre, por el psicoanalista y por el escritor. Danielle, su amiga y traductora fue generosa cuando me escribió que ella encontró a Emilio “en y entre” las líneas de mi trabajo, el que le había llegado a través de un amigo común: Osvaldo. Atesoro las palabras de Danielle como un elogio.
Volví a la ciudad recorrida el anterior febrero, con anhelos de ver más, y encontré las mismas y también otras dimensiones de esta Bahía veloz, luminosa, estridente .
Esta vez me acompañaron mis hijos: Pablo y Anahí. Pablo había estado dispuesto a resignar sus vacaciones y en vez, con el dinero de ellas, cambiar la heladera que tose y refunfuña y se pone roja en el verano. Insistí en que viniera y no me arrepiento.
Pero todavía antes de salir, una duda me pesaba: ¿cómo se daría la convivencia de los hermanos que no viajaban juntos desde la adolescencia? Me preguntaba: ¿Haré bien en exponerlos a compartir este viaje? Estaba inquieta, hasta que los hechos me dieron la respuesta… Pocos fueron los desencuentros, ya que todos nos aplicamos a sobrellevar diferencias y disfrutar lo placentero sin perder el tiempo en desacuerdos. Contribuyó a ello la maravilla del lugar y lo tentador de las cosas por vivir.
Pero sobre todo estuvo la disposición de ellos que allanaron todas las dificultades, llenaron todos los papeles, cargaron todos los bolsos y si no me alzaron a upa fue porque hubiéramos llamado la atención.
Llegando
De nuevo nos alojamos en el hotel “Mar Azul” con su ubicación justa, frente al faro de Barra y sus bellos atardeceres. Y tanto a mano del Pelourinho , siguiendo calle arriba, como cerca de Río Vermhello, retrocediendo. El hotel es confortable. Tenemos contratado el desayuno. Pablo, que ha llevado su nootbook nos informa de las noticias y podemos ver los correos.
Es un hotel como tantos, lo que sorprende a los poco avisados es la confluencia, tanto en pasajeros como en empleados de todos los colores en la piel. Del blanco escandinavo al más oscuro de los negros. Algo en común es la alegría desacartonada. Algo que escucho con frecuencia: “No se preocupe…”
En la habitación vecina, y a poco de llegar escuchamos ruidosos gemidas. Como otras veces, me confundo y digo a Pablo: _ Los vecinos están bromeando. Se ríe y me dice que no. Entonces, como él sabe de la vida más que yo, no insisto.
Frente al hotel y en sus playas, la gente. Gente que vive en la calle, pedigüeños y extraviados, pobladores que abren sus puestos, sus negocios y restaurantes y turistas que caminan, como nosotros tratando de conocerlo todo.
A media cuadra, una casa misteriosa que permanece cerrada. Siempre hay un chico distinto durmiendo en el umbral. Nunca vimos movimiento, pero una vez estaba abierta una de las ventanas que dan al jardín. Pensamos en una casa tomada, refugio para algunos de los muchos chicos que vemos en la calle.
Un grupo especial: los artezánganos, como los describe Pablo, marginales, como los llama Anahí que es una buena persona, o malandras como los llamo yo. Despliegan sus mantas y ofrecen dudosas pulseras, collares y pendientes de diferentes materiales.
Vamos a comprar Garotos en el supermercado a la vuelta del hotel y cuando salimos no advierto o el gran despliegue policial, con pistolas en la mano. Es porque llevan la recaudación al camión de caudales. Mis hijos me dicen poco observadora e ingenua. Pero ellos no ven lo que yo si veo esa noche en el Pelourinho, cuando un negro con cara de malo, va llevando del brazo a una apenas adolescente delgada, como halcón dueño de la paloma. Es así que tenemos distintos registros de lo amenazante en esta ciudad igual y diferente.
Remontamos las dificultades con el idioma, en donde nunca sabremos hasta dónde comprendemos lo que nos dicen y hasta dónde nos entendieron lo que nosotros decimos.
Probamos frutas que no conocíamos: papaya, mango, piña. Y vemos colibríes, lagartijas y caminando la costanera por la noche, ratas.
Primera experiencia de comida bahiana: acarajé, farofa, moqueca y casquiñas de syri. Asaí para Pablo, parecido al helado de chocolate, pero menos dulce y elaborado con una fruta del lugar.
Pablo se compra una zunga colorida y con la camisa abierta intenta parecer brasilero. Nosotras elegimos blusas y camisolas de playa. Y allá vamos.
La fiesta de Yemanyá
Por la mañana la celebración de la orixá ya está en plenitud. Vemos en la calle, desplegarse la capoeira de Angola, como danza armoniosa y la capoeira regional, más abrupta, similar a una lucha. También, bajando a la playa nos detenemos ante las Mae de Santo en sus rituales y ante los sanadores, que con los pies en el agua reciben a quienes pacientemente, en hilera, esperan su turno para ser escuchados y bendecidos.
Subimos al Santuario en donde los visitantes dejan sus ofrendas y saludan a la orixá, la diosa del mar, asociada a la Virgen Inmaculada, a la Stella Maris o también Santa Ana del culto católico, en sincretismo con los cultos africanos. Pablo vuelve al hotel. Quedamos con Anahí.
Flores, perfumes, peines, espejos para la orixá de larga cabellera y grandes senos, madre de los otros orixás. La tarima en la playa se va llenando de estos enormes con flores coloridas llevan sus pedidos y agradecimientos a esta diosa maternal. Nunca antes en mi vida había visto tantas flores. Las van cargando en cestos , que en canoas quedarán en el mar como regalos, para la madre de senos llorosos.
La fiesta profana se va sumando al culto religioso. Música y bebidas. La multitud es compacta. La costanera ha sido cerrada los automóviles y funciona como sede de la música y la danza. Nos arrojan agua perfumada, nos invitan a bailar, a quedarnos en esa calle donde la fiesta continuará. Todos beben, alguno orina contra un muro. Son cordiales, son alegres, cuando salimos de la avenida convertida en peatonal nos resuenan las palabras: “No se preocupen , beban, bailen que hoy es fiesta…” Compartimos con Anahí la aventura de una fiesta que va subiendo de temperatura a medida que avanza el día.
Volvemos al hotel. Para no pasar por Bahía sin cumplir todos los rituales decidimos con Anahí, una travesura inusual: nos tomamos una caipiriña. Cuando Pablo sepa le cantaremos “Cuando el gato no está …”
Las playas son hermosas. En la playa de Barra un bahiano mulato canta a voz en cuello su canción: “El queso é gostoso, é sabroso…” Creemos que vender queso con orégano en un palito, es su excusa, lo que verdaderamente quiere es cantar. Y lo hace a voz en cuello, mientras vende. Comemos queso. Comemos camarones. Nos sumergimos en el mar calmo, en los piletones que deja la marea en el que nadan pececitos azules y dorados.
City tour
Recorremos calles y plazas. Lugares deslumbrantes de verde. Construcciones coloniales ornamentadas.
Pero antes de eso, otra versión de Bahía. La escultura de Zumbí, el héroe de Palmares. El líder que cohesionó a los esclavos que huían y adentrándose en la selva constituyeron estados libres. El quiilombo (consejo de guerreros) de palmares resistió 36 avanzadas de holandeses y portugueses. Cuando cayó, la cabeza de Zumbí fue expuesta en una pica para escarmiento de esclavos rebeldes. Hoy tiene una escultura. En el pedestal una placa de bronce dice: “Homenaje a Zumbí de Palmares: Zumbí de Palmares, líder de la primer experiencia democrática del país. El monumento a Zumbí de Palmares es el símbolo de la resistencia del pueblo negro brasilero y la materialización de las luchas y conquistas por el ejercicio de la libertad en el fortalecimiento de la conciencia negra- Salvador, 30 de mayo d 2008” Eso es lo que se lee en la placa.
Muy cerca de ella, en el lugar donde estuvo el Colegio de los Jesuitas hay una fuente con la forma de una cruz de mármol que está como recostada sobre el suelo, dejando un espacio de medio metro. En ese espacio, bajo ella, apenas asomados los pies sucios y descalzos dormía un muchacho de la calle. Tendría 12, 15 0 20 años? Refugiado allí del sol y del cansancio, ese Zumbí me hizo pensar que no hay tantos cambios…
En el atrio de la Iglesia de San Francisco descubro la llamada “pintura de ilusión” del techo. Da la impresión de que una bandera se despliega, al caminar de un ángulo del recinto al otro. El espíritu Santo en forma de paloma está en el centro y pareciera seguir al visitante en su recorrida por el perímetro del lugar. La imagen de Jesús, que en medio perfil mira al visitante cuando se para a la izquierda, por extraño efecto también lo mira cuando pasa a la derecha del salón. Jesús nunca da la espalda, dice el guía, a quienes miran hacia él. En el templo la penumbra refulge en el oro de los altares. El guía relata la historia de una economía que tuvo etapas que se gestionaron sobre la explotación de la caña, de los minerales, del caucho, del cacao. Este templo fue donado por los señores del lugar. Donado por los que hicieron su fortuna con el despojo de las riquezas y el asesinato de los pueblos originarios y de los africanos esclavizados. Los dorados de ese templo claman al cielo. El Jesús del atrio, el que no da la espalda ¿habrá de mirar acongojado en esta dirección?
El guía se apasiona en el relato de este Brasil que tomó su nombre de un árbol, el palo Brasil, llamado así por el rojo color de su savia que rememoraba el de las brasas. Del que se dice que con la tintura que de él se extraía se hubiera podido teñir el océano. ¿Queda alguno de esos árboles? La depredación los diezmó. (Emilio en “Gigante por su propia naturaleza” escribió que queda uno en Portugal)
El sol parte la tierra y Pablo se pone la camisa como turbante y capa. Cuando visitamos una tienda de piedras semipreciosas le indican que no puede estar así en el negocio. Se va a la calle.
Quedamos en el Pelourinho donde no es extraño iniciar conversaciones con otros turistas. Un norteamericano de New Yersey nos cuenta sus vivencias. Asistimos al ensayo de una de las comparsas del carnaval, un “bloco” compuesto solo por muchachas. Tienen ritmo y resistencia.
Cuando volvemos vemos niños juntando latas y pidiendo monedas. Así es Bahía. (¿Así es el mundo?) La belleza y la sordidez. La poesía y la ruindad. Los gatos se esconden las noches que los “blocos” ensayan. Ya vendrán noches más serenas.
En esta historia de Bahía se lee, como en toda Latinoamérica el despojos de unos para encumbramiento de otros. Los frutos de la tierra, los minerales de sus entrañas, todo ello fue obtenido en base al aniquilamiento y la esclavitud. Pero si esto es así ¿qué queda? Sin duda, la insistencia de vivir.
¿Qué encontramos hoy? Gente afectuosa, gente alegre con disposición para entablar conversación, aún con quienes no hablan su lengua. Y gente de la calle en donde es difícil plantear diferencias o similitudes entre el pibe de los pies sucios (lo único visible bajo la cruz donde estuvo el Colegio Jesuítico), el carterista abofeteado en la fiesta de Yemanyá (más por la afrenta a la diosa que por el robo) o el malandra que roba, trafica o prostituye.
Morro de San Pablo
Un lugar diferente a todos los otros. Desde el puerto donde el equipaje es trasladado por muchachos en carretillas que tienen pintada la palabra TAXI. Los 154 escalones de nuestra posada hasta el restaurante y la piscina, estaban flanqueados por árboles y plantas. Los frutos en el suelo.
Nuestra cabaña, en la posada (octogonal, con techo de paja, frigobar, aire acondicionado y T.V.) estaba a los 122 escalones y eran suficientes, pese a la belleza selvática del lugar. Recordé la expresión de Mabel Burín para darme ánimos en la escalada. Más que sexagenaria, pensarme “sexigenaria” y así atenuar el cansancio.
Las playas bellísimas y la vegetación sin igual. Así debió ser el paraíso. Aunque para llegar el catamarán haya sido una pesadilla y un infierno para muchos. Y aunque las escalinatas recomienden entrenamiento previo a los visitantes. Protege el lugar, la protagonista de un milagro: Nuestra Señora de la Luz, que supo deslumbrar a los atacantes y preservar al poblado en tiempos de invasiones, según cuenta la leyenda.
El aplazamiento
Catusaba significa suerte. Y fue el lugar al que nos destinaron cuando el vuelo fue suspendido.
Un “resort” en el que nos sentimos privilegiados pero extraños. Hasta la tabla del inodoro, tibia, mullida y para culos principescos, daba cuenta de la sofisticación del lugar. Shampoo y crema perfumada. Anotador y lapicera. ¿Recuerdos o marqueting?
En los cuidados jardines, en la enorme pileta, en el suntuoso comedor todos los detalles previstos para que nada desentonara. Las empleadas vestidas con sus trajes típicos eran diligentes. Y mulatas.
Los pájaros comían a nuestros pies. La lagartija del jardín se dejó fotografiar con gentileza. Pero a diferencia del Mar Azul de nuestra estadía: en Catusaba no había pasajeros negros.
Y los 15 dólares por gaseosa ameritaban toda la belleza y armonía del lugar, pero igual nos parecieron excesivos. Los varones del grupo hicieron un piquete frente al suntuoso mostrador y con la intervención de los guías, la cuestión se resolvió.
M.C.M. febrero 2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario