8 dic 2020

De muertes y nacimientos

 1-  Él me había contado que en el galpón de herramientas, en el campo donde tanto tiempo pasa, campo que es el eje de sus charlas y centro de sus esfuerzos, (donde además toma fotos, escribe y piensa) habían quedado las urnas con los restos de los abuelos irlandeses. Aquellos que con tantos otros habían iniciado en argentina la saga rural.

El abuelo y la abuela habían armado su vida con ese duro trabajo, y cuando murieron él aún no estaba, pero supo por sus padres de la bravura de aquellos luchadores.

Por eso se le antojó que era un buen lugar para ellos, ese galpón en el campo que habían cultivado, en el que llevaron adelante sus vidas y proyectos, en el que se amaron, campo que luego legaron a sus hijos y que hoy él cuida y atiende con alegría.

Las urnas estaban allí como continuidad de esas vidas cuyos restos guardaban, cuando entraron ladrones. Y tal vez sobresaltados al ver su contenido de huesos y cenizas las dejaron caer, y huesos y cenizas se mezclaron en el suelo de ese galpón en el campo.

Y cuando él llegó, decidió entonces, que ya que el azar lo había dispuesto, era bueno que los abuelos ocuparan una sola urna.

Y allí están, abrazados, compartiendo una misma caja para siempre.
 

2-  En cambio, el destino de los restos del chico, fue tan triste como triste había sido su vida.

Dicen que el de sus padres fue un divorcio más que conflictivo, que él quedó como botín de guerra, que no encontró su rumbo, que en su adolescencia fue a vivir a un departamento, lejos del padre, de la madre y de la abuela.

Que después de mucho peregrinar renunció a los tratamientos con que se intentaba aliviar su angustia.

Que se fue aislando. Que finalmente quedó solo.

Que tenía conductas bizarras, que alejaban más a los que querían ayudarlo. Que una noche se encerró y se puso en una tarea que le demandó horas. Romper todos los objetos a su alrededor. Destruyó hasta los cimientos el lugar en que vivía, arrancó griferías y aparatos, masacró muebles y objetos.

Después escribió un par de cartas, en donde decía de estar “en medio de un silencio que aturde”, se desnudó, se recostó en la cama que tanto sabía de sus llantos y se mató.

Los que entraron encontraron el lugar en ruinas y a él como otra ruina en su delgadez pálida de 19 años.

La madre insistió en algo inusual en el cementerio, no había antecedentes en lo que ella planteó. Luego de la cremación, dividieron las cenizas y las colocaron separadas en dos urnas.

Dos urnas que iban a parar al mismo río, pero desde dos lugares diferentes.


3-  Patricia nos mostraba, al grupo de mujeres, la filmación de la primera ecografía de su bebé.

Era difícil distinguirlo dentro de su panza.

En determinado momento, se colocó de tal modo que fue visible claramente en la pantalla.

No recuerdo cuantas semanas tenía. Pero sobre el fondo oscuro era como un fantasmita de gran cabezota, manoplas al extremo de frágiles brazos y desde el torso hacia abajo se lo veía como a Oaki, el personaje de historieta que se desliza  reptando, fajadas piernas y abdomen en un mismo envoltorio.

Allí estábamos embobadas mirando las imágenes de esa larva cabezona, cuando tal vez, percibiendo nuestro regocijo, levantó y agitó una de las desproporcionadas manoplas en lo que parecía un entusiasta saludo.

Alguien a mi lado, no recuerdo quién, dijo: -Vamos a tener que volver a pensar en esto de la vida intrauterina.
 

4- Miguel y Ana ya tenían dos hijas. No estaba en sus planes aumentar la familia.

Por eso la noticia de un nuevo embarazo sorprendió a ambos. Ya estaba

instalado pese a la zozobra que su existencia despertaba.

Ana pudo hacerse cargo de eso que había acontecido en sus vidas.

Miguel permaneció ensimismado. Pasaron los primeros días.

Su silencio y parquedad, su seriedad y distanciamiento no tenían fisura.

Pasaron más días aún.

Llegó el momento de la primera ecografía y cuando estuvo lista la llevó para verla en la computadora de su trabajo.

Pasó una tarde mirándola, una y otra vez, sin poder despegar sus ojos de la pantalla. Una y otra vez, en una suerte de fascinación son coto ni medida.

Y sucedió algo. En determinado momento, algo en él hizo click.

Y sintió que podía aceptar e incorporar a ese hijo que venía. Que podía nombrarlo, nada menos.

Que más allá de altibajos y conflictos, había podido ser un buen padre de las hijas que ya tenían y que si se daba tiempo, también podría ser un buen padre para quien lo interpelaba desde las imágenes, por el solo hecho de estar allí.

Levantó el teléfono para hablar, al fin.


5-  Miriam me trajo las imágenes en 3D de su nieta.

Ya había visto otras, y siempre son emocionantes.

Pero esta vez hubo algo especial. En la sucesión de imágenes podía verse la carita y sus rasgos singulares. Chupándose el dedo en una, durmiendo, volcándose de costado en otra.

Miriam dijo: Aquí el médico ha de haber apoyado más fuerte el censor del aparato que registra. Y mirá lo que pasó: En la imagen siguiente, la bebé hacía pucheros. Era tan inequívoca la expresión, que no daba lugar a dudas.

Todos los rasgos se contorsionaban en un gesto de pena, como el que precede al llanto y desde ese gesto convocaba la protección, el amparo de quienes mirando las fotografías, pensábamos en la inauguración de un repertorio de emociones. Algunas empezaban ya, y con ese puchero nos contaba algo. Que no es cierto que con el número dos es que empieza la tristeza.
abril de 2009

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