Una de mis características es la de ser insistente. Perseverante dicen los amables. Los otros dicen que rompo. La paciencia, por no decir las pelotas. Puede ser. A esta altura puedo permitírmelo. Esta vez fue por el asunto del horno.
A todos, la palabra horno nos suscita diferentes resonancias. De la rememoración del destino funesto de los pasajeros de los trenes de la tragedia, pasando por las recomendaciones de especialistas televisivas en gastronomía, llegando a la expresión de los muchachos futboleros “stamo al horno, stamo” para referirse al equipo de sus amores y el lugar en la tabla de posiciones. O sea, que es significada de variadas formas, y suscita diversas asociaciones. Desde las más siniestras a las más festivas.
Para mí, la palabra horno va asociada a una cuestión kafkiana.
En la historia familiar el horno de barro, construido en el fondo, con diseños y planos tomados de Internet y mejorados, ha formado parte de todo un folklore florido.
No iba a ser un horno cualquiera: no, no, y no. Él lo construyó. Y hacerlo fue cruzar el Rubicón, asaltar el palacio de invierno, escalar la cima del Everest. Porque él no se conforma con las construcciones ordinarias, para la gente como uno. Así como en el taller el piso no fue de cerámicas sino de roble de Eslovenia, y en el consultorio la banderola no es de vidrio esmerilado, sino un vitraux con diseño de Juan el Viejo, el horno no iba a ser un horno cualunque.
Desde su emplazamiento al lado del níspero, con un basamento de durmientes, hubo que tomar decisiones. Y él las fue tomando. La compra del tanque de 200 litros, la utilización de ladrillos, barro y liga (bosta para quienes no sepan) donada por voluntariosos caballitos. Le hicieron un fino revestimiento de cemento al final para darle un aspecto más prolijo. Tiene leñera, un depósito para cenizas y un bello reloj en la puerta que mide la temperatura. Fue todo hecho en casa, artesanal que le dicen. Con chimenea con copete y techo de lona a rayas verde y blanca, nuestro horno de barro, hasta nombre tiene: se llama EL FACHA.
Lo utilizamos en la celebración de graduaciones, cumpleaños y hasta alguna Navidad. Se cocinaron en él panes, pizzas, pescados y carnes. Así es que fue testigo y protagonista de hermosas reuniones a lo largo de ¿décadas?
Había quedado medio olvidado por la competencia de parrilla y disco, así que cuando quisimos reflotarlo vimos que estaba un poco deteriorado, con rajaduras en el cuerpo que necesitaban arreglo. Así convocamos a su reparación. No iba a ser fácil. En parte porque él exige perfección. Y detalles, para mí que soy del gris liso y plano, sus preferencias por rulitos, bajo relieves y colores es excesivo. Pero aún sin eso, en la empresa de reparación fuimos fracasando. Empezó Gusti, con asesoramiento de David, y dejó la tarea a medio hacer. (Ahora en Bombiñas, Gusti debe leer esto un poco contrito). Pasaron semanas. Yo me plantaba frente al horno, insistía y preguntaba si sería muy difícil completar su arreglo. Y rodaba una lágrima por mi mejilla.
Siguió el Tomi que en sucesivos intentos fue arreglando con ladrillos nuevos una pared y el frente. El Tomi se perdió en el verano en sus plantaciones de jengibre de Misiones, dejándolo inacabado. Pasaron meses. Yo languidecía suspirando mientras miraba al horno en el patio rodeado de ladrillos, latas, palos y convertida la zona en un cambalache. Yo seguía insistiendo. Me dijeron que Charlie podía continuar, lo llame y ni apareció. Allí ya estaba desolada, sintiéndome incomprendida, desesperanzada. Cada vez que había insistido, en casa me miraban bufando o con pena. O sea que yo era consciente de que rompía los huevos, pero…
Pero he aquí que Fernando, héroe de esta patriada, aceptó el encargo y zas! En dos días lo terminó. Era tal mi alegría que merecía una fiesta. Así lo invité con su familia a la reinauguración. Sería el sábado. Y cuando ya dispuesta las provisiones y acomodada la leña lo abrimos, vimos que el tanque del interior se había ido desarmando y faltaban pedazos de metal.
No puedo describir el sobresalto primero, la desazón después y el estar en vilo desde allí.
Con dos chapas de aluminio tabicamos la falta y lo encendimos. Esperábamos que las chapas frágiles soportaran la temperatura, y nos diera tiempo a completar la tarea. Ese tiempo fue medido minuto a minuto, encomendados a la virgencita de los abombados, esperábamos poder cocinar lo proyectado. Yo pálida, temblorosa y estresada, como no podía ser de otro modo. Él circunspecto como corresponde.
Bueno la cena estuvo rica, aunque un poco ahumada. Ahora falta reemplazar el tanque, para que la reparación quede completa. Dicen que es lo más fácil, pero…bueno, veremos. Ya se puso en la tarea de encargarlo, y desde ahora toma la posta de nuestro horno kafkiano.
Como dijo alguien: lo peor ya pasó. Ya pasó ?
Marzo 2019
21 dic 2020
El horno kafkiano
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