21 dic 2020

Y bueno...

 No voy a hablar de mis hijos porque no me gusta fanfarronear. No es el caso.
Pero si puedo hablar de mis mascotas, ese es otro tema.
Con la partida de Lorien, que nos alegrara la vida por años, habíamos quedado muy tristes. Como suele ser la tristeza en los duelos tan sentidos. Mariano que lo supo, y es  tan solidario, fue el que nos acercó la noticia de una serie de cachorros en adopción, en el pueblo de un conocido. Arreglaron y a  mi me avisaron cuando ya venía en camino. Era de la camada de una callejerita, a la que los vecinos cuidaban. Parece que habían mandado fotos  y los bebés eran todos diferentes. La que trajeron era la última en dar en adopción. Dijeron que la madre era chiquita, así que esta también lo sería. Nos mintieron. Descaradamente.
Cuando llegó si que era chiquita. Impresentable, de colores en veteado castaño y beige, parecía un mantecado, esa masita quebradiza de mi niñez. Creo que ahora la llaman polvorones.   Un verdadero esperpento. No había visto nunca una perra tan fea. La acomodamos en el medio en la cama para atenuar el estrés del viaje y le di mi llavero para que jugara. La íbamos a llamar Gala, pero mi hijo advirtió que si la poníamos ese nombre, cuando la llamáramos: “Vení acá,  Gala”, iba a sonar feo. Algo así como “Vení acagala”. O sea que ese nombre daba lugar a cuestiones semióticas de cuidado. Bueh. Nos decidimos a ponerle Flor. Tiene el hocico largo y fino, los ojos de castaño muy claros, casi pardos y es bastante malhumorada. Cuando pone cara de enojada, sorprende su expresión de ferocidad.
Al par de semanas, otro amigo, Juan,  que también se condolió de la pérdida de Lorien, insistió en obsequiarnos una doga  hermosa,  enorme, con las orejas cortadas y una cicatriz en la frente, fue la primera de un nacimiento por cesárea, y le quedó esa marca. Es de un blanco deslumbrante, mansa como un bambi y ya traía nombre. Se llama contradictoriamente a su aspecto, Africa. Tiene cuatro años y como es muy maternal, Flor se acomodó rápidamente a la recién llegada. Tenemos que cuidar porque en sus juegos bruscos, ha sucedido que la pequeña se cuelga de la cola, de las tetas, o de los mofletes y después vemos las marcas de mordidas en la doga, que se deja matonear, de puro buena.
Y tenemos el gato, que se llama Caradura. El está desde hace tiempo. Desde antes. Primero se quedaba en el patio, cerca del jacarandá. Pero fue avanzando y se metió en la cocina, donde pegó una vuelta, evaluando si el lugar  estaba a la altura de sus expectativas. Pareciera que sí, porque entró a los dormitorios y eligió la silla de la computadora para recostarse. Como haciéndonos el honor de elegirnos.
Sucede, a veces, que Flor parece confundirse e intenta montarlo y copular con él, hasta que el gato reacciona y se va, dan un espectáculo de porno inter especie y también enigmático con la cuestión de roles, que me parece que no tienen muy en claro. Si los viera el Doctor Albino, tendríamos problemas.
Un día llegó  Alfie, también afectuoso y simpático. Pero con esa costumbre de los perros de levantar la pata y marcar su territorio con pis. Nos sugirieron un producto para disuadirlo que se vende en los supermercados, Se llama  “Acá no” y supuestamente aplicado en los zócalos debiera ser efectivo para que vaya al patio. El producto debe ser bueno, pero a él que tiene su propia opinión, no lo convence y sigue dejando charquitos en los bordes de los muebles y en los marcos de las puertas.
Hasta ahí, toda una tarea la de ver como se llevan entre ellos y con nosotros. Les vedamos solamente la zona de los consultorios, pero circulan por todo el resto de la casa. Y el tema es a la noche, porque el gato prefiere pasar del sillón de la compu a nuestra cama, que claro, es más mullida. Y Flor, desde que alcanzó estatura para subirse de un  salto, también. Y no se conforma con quedarse a los pies. Prefiere estirarse y protesta si la corremos, poniendo esa cara de perra feroz y tirando tarascones. El gato ahora, tal vez celoso y para no perder preeminencia, elije dormir encima de alguno de nosotros dos, parece que está más cómodo en esos lugares, pero nos resulta pesado y molesto.
Así que después que pasamos arrinconados varias noches, y despertamos todo contracturados, estamos pensando en estrategias para recuperar nuestro espacio. Por lo menos el espacio de la cama. Por suerte la doga duerme en su colchoneta, del otro lado de la puerta. Y Alfie tampoco es invasor de la privacidad. Se queda al pie de la escalera, o sube al cuarto de planta alta.
Les decía, las mascotas son todo un tema.  No es cuestión que sus despotismos nos tengan tan mal dormidos.  

2019

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