PRIMERA PARTE. LA HISTORIA
"Un infeliz pordiosero
Sobre un puente reclinado
descansaba fatigado
de tanto pedir y andar.
Un joven que iba de prisa
tropezó con el anciano
y le arrancó de la mano
su garrote y su morral.
…………………………
-¡Anda! le dijo el anciano
que si llegas a mis años,
otros te harán igual daño
y no tendrá compasión.
……………………………..
A la voz del viejo, el joven
volvióse y dijo apenado:
Dispensad, he tropezado
porque al pasar no os miré-
A tu edad nada se mira,
joven, porque nada importa
¡cuando la vida se acorta
es cuando se comienza a ver!”
Aprendí esta poesía, creo que de Amado Nervo, en un libro ilustrado que se llamaba “El niño argentino” y que estaba en mi casa, libro considerado, ya en ese entonces, como una antigüedad. Era mucho más interesante “Upa”.
Todavía no sabía leer, no iba aún a la escuela. Debió enseñarme esa poesía mi hermano, y cuando venían visitas, alguien, tal vez mi mamá decía: -Nena, decí el versito. Y yo lo declamaba, con grandes gestos de brazos barriendo el aire en círculos, sin la menor comprensión del sentido de lo que recitaba, ( “Cuando la vista se acorta, es cuando se comienza a ver” ) y por supuesto, sin el menor sentido del ridículo.
Como en general era bien aceptada, todos quedábamos contentos, mis viejos por lucir a la nena, y yo, por el halago que suponía ser escuchada y aplaudida.
Hasta que pasaron dos cosas, un amigo de mi papá, más inteligente y más sincero que los demás opinó que algo estaba mal en que una niñita tan pequeña recordara y repitiera versos tan dramáticos. La otra fue que el año siguiente, mi primera maestra me designó para decir en la fiesta de fin de año una poesía sobre “La gallina Co-co-co”. Y mi familia se indignó, porque supuestamente, yo estaba para otras cosas más elevadas desde lo filosófico y más jerarquizadas desde lo literario. (¿Y yo me lo creí?)
Algo entre el mundo y mi familia empezó a chirriar, pero yo seguí recitando versitos para las visitas, hasta que tuve la fuerza de negarme con firmeza.
Traigo este recuerdo porque esa poesía es el primer antecedente de lo que fue mi conocimiento del mundo de indigentes, linyeras, pordioseros y pobres que mendigan en calles y templos.
En la década de los 50 supo recorrer el barrio Echesortu, un mendigo que golpeaba las columnas con un bastón y que se conocía que había enloquecido en la guerra. Allí aprendí la expresión “loco de la guerra”. También decían que comía carne ruda, razón por la cual, (¿) los niños le temíamos.
En años recientes, cursando la Maestría de Estudios de Género en mi Facultad, calle Entre Ríos y Córdoba, sabían recorrer las aulas, niñas que pedían monedas. Y era muy contradictorio estar allí debatiendo sobre los derechos femeninos, y ver a esas nenas privadas de todo, que recorrían el centro y encontraban en la Facultad tal vez un espacio menos hostil. Una vez que esperábamos a la profesora de Epistemología, nada menos que la prestigiosa Matilde C. que venía a darnos una conferencia. Ya estaba preparado el escritorio con una jarra de agua y un vaso.
Y una de las chicas que pedían monedas, con toda soltura se acercó al escritorio y se sirvió agua. La bedel, la persona encargada de preparar el aula para la invitada, intentó protestar, pero la niña, muy segura y aplomada, lejos de sentirse asustada dijo, mientras se tomaba el agua del vaso tranquilamente: -¿Y qué…? No tengo el cáncer, ni el sida…-
Pensé: cuánta calle, cuánta experiencia en una niña, para tener una respuesta casi desafiante en un lugar tan solemne, al que muchos adultos ni se animan a entrar.
Otra experiencia fue el día que volvíamos de “El Bolsón” después de asistir a la fiesta de la luna llena que se celebra en febrero todos los años. Esperábamos, todavía bajo los ecos de lo que había sido la bella experiencia de la música en los bosques. En el colectivo que nos traería de retorno, se disponían las valijas en el porta equipajes. Y ayudaba en la tarea un hombre joven, desmañado, con la ropa muy sucia. Daba la impresión de que en la estación lo conocían. Parecía medio linyera y medio niño, como esos “locos de pueblo” a los que la gente del lugar tiene incorporados. En medio de los otros turistas había una familia con varios hijos. El más chico, en un cochecito. Cuando este “loco del pueblo” que no parecía intimidar a nadie se le acercó, diciendo: -¡Lindo…! la madre lo levantó bruscamente, para evitar que lo tocara, y se apartó con gesto de disgusto.
Mirábamos la escena y él se acercó entonces a mi hija. Se quedó parado a su lado un momento y luego recostó la cabeza en su hombro, le acarició el cabello y mirándome me dijo: - Es hermosa.
Ella aceptó el contacto, sin rechazo.
Nos fuimos y sentí que por tener esa hija tan sabia, yo debía también debía haberme vuelto sabia, sin haberlo notado, sin haberme dado cuenta.
SEGUNDA PARTE. EL PRESENTE
Apareció en la cuadra, tan inmóvil que la primera vez que lo vi, me pregunté si estaba vivo o muerto. Era una quietud muy extrema y alarmante.
Me despertaba en medio de la noche pensando que sucedería con él. Si ya habría muerto y me quedaría la culpa de no haber hecho algo para ayudarlo.
Cuando llovía era peor.
En una oportunidad desapareció de la zona y lo vi en un banco en el Patio de la Madera.
Más tarde, apareció frente a la reja, mientras yo regaba el jardín. Se dirigió a mí y yo me apresuré a entrar, para volver con fruta y pan, que él aceptó, pero extendiéndome una botella desvencijada me dijo: “agua”. Yo no me había dado tiempo de escucharlo.
En este tiempo ha reaparecido en la Avenida Francia. Está allí, quieto como los árboles y rodeado de mantas. Recostado bajo el alero de un negocio abandonado. Recostado durante casi todo el tiempo, excepto cuando va a buscar agua, Pasando frente a él, vi que tenía pan y manzanas.
Una vez nos pidió cigarrillos con un gesto.
Un domingo a la mañana vi a un dúo de padre e hijo que pateando por turnos una latita, caminaban la cuadra, pasaron a su lado y siguieron. Otra vez, dos hombres lo saludaron con un gesto y le dejaron cigarrillos.
Un grupo de mujeres que habían pasado a su lado, venían comentando sus largas rastas: “Tiene tiempo, no hace nada en todo el día” dijo una de ellas.
Los pájaros no le temen y se le acercan. Una mañana, dos perros se llevaron una de sus bolsas con pan. El los dejó sin disgustarse.
Otra vecina me comentó que también a ella la afligía, que lo saludaba al pasar, hasta que el dejó de mirarla.
Solamente lo eludió, una mujer mayor que cruzó de vereda para no pasar frente a él. Era menuda, de pelo cano, muy enredado y descuidado. Vestía muy humildemente y desprolija. Tenía una pollera muy cortita que dejaba ver las piernas surcadas de várices azuladas. ¿Veía en un espejo su propio deterioro? ¿Le temía por su aspecto?
He deseado acercarme al mendigo quieto sin saber cómo hacerlo. He molestado a amigos y vecinos con mi preocupación. Me dijeron que estuvo en un refugio del que salió aseado y con ropa nueva. Pero volvió a la calle y a este modo.
¿Qué piensa? Suele quedarse golpeteando en una botella, como llevando el ritmo.
Por eso pensé que podría acercarle un tamborcito, o algo para hacer percusión. Pero no sé si me voy a animar.
enero 2012
11 dic 2020
El indigente
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