21 dic 2020

El robo

 La casa revuelta, los cajones dados vuelta. Papeles y ropas tirados, tapizando el piso.
Mis diplomas pisoteados, en la premura del que barre con todo lo considerado valioso y deja tirado lo demás.
El hecho fue conmovedor.
No fue lo más grave que me pasó en la vida hasta ahora. No va a ser lo más grave de lo que me sucederá después.
Y tuvo un efecto: permitió ver algunas cosas buenas, y otras malas.
Las malas estuvieron en la certidumbre de no haber sido capaz de cuidar el legado de mi madre y las ilusiones de mi hija. (Como antes fracasara en cuidar tantas otras cosas)
 
Las buenas pasaron por las respuestas de los míos:
Mi hija dijo (cuando supo del robo de sus ahorros): Bueno, habrá que empezar de nuevo…
Mi hijo comentó: No debemos aferrarnos a las cosas materiales (refiriéndose a los bienes sustraídos)
Y mi sobrino, cuando supo que estaba perdido el anillo que le estaba destinado por herencia a los varones sòlo pidió: “Mostrale a mi hijo, a Marcos, el cofre de madera enchapado que hizo el abuelo. Esa una herencia que vale más que cualquier anilllo, y es de un talento que legó el abuelo y lo puede confirmar a él.”
Por una extraña alquimia escrita en los genes, la habilidad de diseño de mi padre, artesano de maderas nobles, había pasado a mi hermano (buen copista de naturalezas muertas y retratos), a su hijo (mi sobrino) eficaz dibujante de mundos de ficción, y ahora a Marcos (sobrino segundo), estudiante de bellas artes, original y creativo. Cuarta generación con un don valioso que portar como marca y privilegio familiar. Con un lápiz, con un pincel o con un buril, creando la belleza de las formas, y la combinación de colores.
Cuando comenté el robo a Marcela, mi sobrina, ella no dijo nada, solo se le llenaron los ojos de lágrimas. Ella sabía lo que era perder, cuando la tormenta llevó el techo de su casa.
 
Junto a la hecatombe que significó eso en la vida de  Marcela advenía esta invasión y este despojo, pero sentí que no correspondía  detenerme en  nuestra propia cuestión.
Y yo terminé de sentir que no tenía derecho a renegar por esta pérdida, cuando advertí que le estaba comentando mi pena y mi rabia a D.  El escuchaba solidario, pero, para él que vive con la permanente cruz de su discapacidad, mi lamento, comparado con su situación era de una banalidad total.  Una cuestión a volver a pensar desde esta otra perspectiva. Una perspectiva que me permitía discernir lo verdaderamente importante de lo superfluo.

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