21 dic 2020

Escuchando a personas mayores... pa' no decir viejos

 De niña yo tenía un gran pesar que era el paso del tiempo. No podía aceptar que llegara un momento en que jugar no fuera la única actividad posible. Exclusiva y excluyente. Jugar como lo más importante en la vida. Además estaba el drama de que si pasaba el tiempo mis padres, referentes en el mundo, envejecerían y morirían. Y eso de ninguna manera lo podía aceptar. Lloraba en cada cumpleaños, pero no podía contar mi secreto.
Ese sentimiento del paso del tiempo como drama, se repitió en un momento, años después, en que agitada por sentimientos contradictorios, la alegría de haber parido, el agotamiento del cuidado de un recién nacido, buscaba una explicación, un sentido y para ello solo pude formularme una pobre frase: Estaba tan conmovida por dos razones: El paso del tiempo y las pérdidas que este paso implica. Cuando mis hijos partieron pude repetirme las mismas palabras. Los duelos, el de la panza primero y los de que crecen después, fueron conmovedores.
 Cuando joven, y ya recibida, se me hacía cuesta arriba pensar que un trabajo podía ser parte permanente y acaparadora de mi vida. Un montón de horas diarias haciendo algo obligado, algo para cumplir un compromiso. Un tiempo restado a la lectura, a pasear, al encuentro con amigas? Tampoco podía aceptarlo.
No imaginaba que pudiera ser fuente de satisfacciones. Y no podía, porque todavía no había encontrado el placer, la alegría y la aventura en él. Se desdibujaba el esfuerzo al descubrir la inmensa y enigmática tarea de escuchar el relato de otras vidas. Así fue instalándose la certidumbre de que las horas de escucha me aportaban un saber colosal, que hubiera sido inaccesible desde otras profesiones.
Y ahora? Ya no me imagino sin trabajar. Escuchar a personas mayores, se va convirtiendo en  algo revelador. Hablar con personas llamadas eufemísticamente? adultos mayores, pa´no decirles viejos, en maravillosa exploración. Será porque estoy llegando a esa edad? No me lo creería, si no fuera por la evidencia.
De pronto tiene sentido escucharlos y hablarles, porque tenemos un lenguaje común, una historia común, experiencias compartidas.
Cómo si no, esperar que alguien entienda cuando hablo de algo tan importante como Ocalito y Tumbita? Cuando les cuento de Pelopincho, Cachirula y el gato Batuque? Cuando hacer mandados era una aventura por el barrio. Comprar en el almacén de la esquina los cigarrillos Comander y los fósforos Rancherita para mi papá. Tener como premio un helado Laponia? Fueron parte de mi niñez. Y encontrar interlocutores que recuerden todo eso... es valioso.
Y rememorar la escuela, como primera salida al mundo. El sentimiento de entrar en ese patio enorme y gris, y el aferrarme a la compañera que sería mi ancla en ese universo desconocido. Encontrar a quienes les haya sucedido, como a mí, que  en aquella época, hayan tenido que llevar, en los días de la poliomielitis ensañada en Rosario, la bolsita de alcanfor, con que nuestras madres, a modo de relicario, nos defendían del peligro.
 Una de las experiencias que transgredían lo pautado, y que quedó como el recuerdo de una de las cosas más importantes de mi vida, fue el paseo un atardecer, llevada por mi hermano y enganchada a la bici, en un cajoncito que rodaba atrás, en el que yo iba sentada con mis muñecas. Fuimos por calle Alsina, desde Córdoba hasta Mendoza a visitar a su amigo, y recuerdo lo maravilloso de ir en ese  magnífico convertible, circulando entre los autos y sintiéndonos  valientes y veloces exploradores.  
También en una oportunidad, una visita al museo Histórico, se convirtió en fuente de tentaciones, para mi hijo y para mí. Exhibían un carruaje suntuoso, totalmente restaurado, de la época de la Colonia. Brillante, pulido, el esmalte intacto. Faltaban los caballos para pensarlo en movimiento. Y al accionar la puerta, vimos el interior tapizado con pana roja.
Estábamos solos en esa sala, y cuando estábamos por subir, para probar lo mullido de los cojines, mi hija lo  impidió. Miren si será represora que cuando su padre y yo tenemos sueños eróticos, a los dos se nos  presenta ella en las imágenes del sueño para interrumpir. Mis amigos psicoanalistas dirían que ella instala el superyó para censurar nuestras rebeldías. En toda familia  debiera haber alguien así. Es la más sensata, estable y firme. Quien pone límites.
  Respecto al Museo, cuando volvimos días después, ya estaba trabada la puerta. No debíamos haber sido los únicos con deseos de subir.
Y esto de descubrir que ya otros habían intentado lo prohibido, como con el carruaje del Museo, lo volví a registrar en Atlántida, escalando para llegar al castillo sobre la playa, trepando la barranca. Los carteles advirtiendo que era propiedad privada, zona de eventuales derrumbes y no estaba permitido subir, no nos disuadieron.  Qué más emocionante que hacer el amor allí, en esa zona vedada? Pero cuando llegamos al balcón que se abría al aire libre, descubrimos que ya otros habían estado allí y dejado sus huellas. Lo que pretendía ser un osado gesto de desobediencia, se encontraba con la triste realidad, de ser unos más en los afanes exploratorios de turistas novicios.
Recuerdo esa misma intensidad de Atlántida, muchos años después, en la Abadía de Victoria, cuando con mi hijo nos internamos en un pasadizo, que arrancaba en uno de los muros exteriores. Era una entrada de forma ojival, tan baja y pequeña que yo entraba agachada. Abría aun corredor enclavado en medio del muro. Era oscuro y al cabo de unos metros giraba sobre sí mismo en ele y al fondo se veía una luz. Avanzamos, yo recuerdo los latidos del corazón desbocado, fuimos adelante, silenciosos y cautelosos, y al llegar al final de ese túnel, nos asomamos a un jardín interior. Los monjes caminaban, sin advertir nuestra intromisión, ya que los observábamos desde la sombra. En el centro del patio, había una estatua de la Virgen. Era zona de clausura y al cabo de un momento,  retrocedimos para volver, calladitos como Coyote en los dibujos animados. Conscientes de haber ingresado sin permiso a un lugar prohibido, pero emocionados con nuestra saga. Aquella experiencias, con mi hermano y esta con mi hijo marcan el tope de mi audacia. Y quedaron inscriptas con fuerza.
Hubo otra en el Colegio San Carlos, donde mis alumnos me comentaron que el cementerio de los frailes, que en ese tiempo era zona de clausura, estaba vedado a las mujeres, pero que podía verse dese una de las azoteas. Eso y la tentación de subir fue una sola cosa. Me guiaron escalando muros, hasta que pude asomarme y  ver allá abajo, el lugar prohibido. Era un patio con césped y recortadas en él varias tumbas, la tierra removida. Alrededor una galería con urnas de mármol, y al frente un altar con estatuas.
Los cementerios habían formado parte de mis salidas habituales, acompañando a mi mamá, muy tradicional en esas cuestiones. Por eso no tuvieron después para mí,  la carga que suele darse en quienes las eluden. Me pregunto si el tomarlas como paseo no tenía algo de irrespetuoso, que se instalaba sin advertirlo.
Otro paseo era al parque Independencia, y con mis primos escalábamos la Montañita, a veces por el camino  y a veces por la barranca, a riesgo de desnucarnos. Y no todos  conocieron esa escalada de audaces.
En aquel tiempo, podíamos bañarnos no solo en  La Florida sino también en las Quebradas del Saladillo. A ellas llegábamos desde donde nos dejaba el tranvía caminando un tramo, por una calle que  era?  un brazo del arroyo. Es un recuerdo o me confundo? Así, en vez de calzada había agua y desde las veredas enfrentadas, los vecinos se asomaban a las puertas como lo más natural...Era mágico que entre las veredas, en vez de calle empedrada o asfaltada hubiera un curso de agua. Bueno, las quebradas tenían una cascada y allí pasábamos  las tardes de verano. Saltando a la fosa desde lo alto.
Haber vivido ese tiempo es recordar los cines de Rosario, tantos como podemos contar, Radar Gran Rex, San Martìn,  o el Sol de Mayo donde comíamos sandwiches de mortadela con mis primos. O el Bristol, donde vi el ciclo de Bergman, ya en tiempos de la Facultad.
En fin, a la par de esas salidas estaba más tarde, en la adolescencia, haber caminado la calle Córdoba, desde Corrientes a San Martín  los domingos, con mis otras primas, para que los chicos desde los cordones (no era peatonal) nos vieran pasar. Y tal vez nos dijeran algo…
También las salidas al teatro. Puedo recordar los días del teatro Independiente de Rosario, con grupos como La Ribera, o el TIM, y actrices como Mari Gordillo y su ciclo Protección al Menor en el Centro Bernardino Rivadavia, antes de ser Fontanarrosa.
Y el ingreso a la Facultad. Con una biblioteca en donde los vitrales estaban intactos todavía. Había sido originariamente la Capilla del Colegio Santa Unión. Y conservaba algo de aquella solemnidad. Esos vitrales coloridos se me presentan como símbolo de algo que pasó, que formó parte de nuestra historia.  Y las recupero porque tienen sentido para quienes vivieron esos años, y comparten una registro de aquel tiempo en este lugar, que sigue siendo el mismo. Pero otro.
 Cuanta vida de la cual dar cuenta...tal vez en esto esté el misterio del tiempo, una época que es  aquella y ésta, que también me involucra. De la que puedo compartir cosas con quienes las vivieron, los adultos mayores (pa´no decirles viejos) y contársela a modo de relato a los demás. 

2019

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