Ya no escucho en la noche, el silbo del tren como en la infancia.
Ni el run-run de las locomotoras. Ni los sonidos metálicos de los vagones durante las maniobras con las que se enganchaba uno y se desenganchaba otro.
Vagones que quedaban como casitas móviles, hace tiempo que no están. Y en la playa de la Estación de los Franceses, como se la llamaba entonces, las vías fueron levantadas y en el parque trazaron senderos.
Ahora se la conoce como Estación Terminal.
El Patio de la Madera (remozados galpones del viejo ferrocarril) es lugar de Convenciones y Congresos.
Ya no escucho en la noche, el silbo del tren como en la infancia.
En cambio escucho los sonidos en la habitación: el tic tac del reloj, el goteo de una canilla, el zumbido de la heladera.
En el edificio el ascensor se detiene en el piso de arriba. Un despertador hace oír su suave chicharra. Una puerta se abre en algún lugar.
En la calle debió cambiar el semáforo pues los autos aceleran y se precipitan camino al centro. Uno de los perros del mendigo de la media cuadra, ladra. Alguien habla más allá de la ventana y la voz sube.
Me llevan a pensar en el día de ayer. Y en los días previos
En el viaje de ida y sus encuentros. D. y su tarea escuchando la angustia de las mujeres que consultan por su dificultad de embarazarse. Los desafíos de pensar desde esos sentimientos que viven las mujeres que consultan y que lo llevó a decir: “Están en una situación de angustia y hay que acompañarlas. Pero esa situación, muchas veces tiene que ver con que la opción por la maternidad llega cada vez más tarde. Y en muchos casos vino demorada por apostar a logros personales que llevaron su tiempo.”
Le cuento que se de lo que habla, que recuerdo a C. cuando dijo con la voz quebrada: “No hay mayor vacío que el vacío del propio vientre, ni mayor anhelo que del hijo que no llega”.
En el asiento delantero otra amiga: A. viaja con su hijo casi adolescente y su niña. Se va, descalza, por el pasillo hacia la máquina de café. Se que apenas hace un par de meses debió sostenerse ante un golpe feroz. Pero no le digo nada. No se si soy prudente o cobarde.
En el viaje de vuelta, demorado, una galería de conversaciones me rodean. Desde los celulares se arman y se desarman diálogos. El hijo que comenta a su madre que llegará a tiempo para la consulta…Otro que asegura que lleva lo que prometió …El empresario que comenta que los camiones descargaron en Baradero…El maduro que responde irritado la interpelación de una mujer …La madre que escucha la pregunta de su hijo…El marido que cuenta que el colectivo viene demorado…El que relata el cimbronazo de la pérdida de su padre…El que espera un tiempo para retirarse a una quinta y a otro modo de vida… Mil conversaciones que se despliegan invasoras, aún para quien no quiere oír y que dan cuenta de las similitudes entre todas las vidas de quienes viajamos en esa arca provisoria, como todas las arcas.
Y en medio de esos viajes Buenos Aires con su magia y su locura.
Rodín en sus esculturas más representativas. Fuertes algunas, delicadas las otras.
Y Camille en tres piezas dramáticas y bellas. “La implorante”, tal vez reflejándose a sí misma, en la súplica de un amor que se le niega. “La gran ola” dando cuenta de la fuerza que avasalla la pequeñez y fragilidad humana y “El vals” en su despliegue de perfección y movimiento
Y en otro lugar, el genio de Leonardo en una Exposición sorprendente. Sus máquinas premonitorias, sus artefactos de guerra, de óptica, sus máquinas de volar. El hombre de Vitrulio y el caballo de los Sforza. La “Gioconda” en gigantografías para un estudio minucioso y “La última cena” con toda su historia.
Y luego, la calle, el Once y la turbulencia de colores y sonidos.
Los negocios, las gentes, la textura de las telas y olor del praliné en su carrito.
Tantos estímulos y tan pocos frente al diálogo interior que no cesa, que me lleva al antes y al después.
Que me devuelve a mi lugar, lejos de esas calles.
24 dic 2020
En el silencio y en la soledad
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