3 dic 2020

Historia con lupines

 A Ada
 
La intersectorial de Salud Mental de la Capital Federal hace pública su preocupación ante la grave crisis socioeconómica que vive la Argentina y ante los riesgos de deterioro que ésta implica para la salud mental de la población.
Desde nuestra perspectiva profesional, se puede afirmar que en ambas situaciones actúa como una de las bases principales la imposibilidad de acceder a un nivel de vida digno que satisfaga las necesidades más elementales. Tales carencias, sumadas a un grado creciente de incertidumbre sobre el futuro, constituyen el terreno apropiado para que surjan desbordes sociales como los ocurridos en los últimos días.
Página 12, viernes 9 de junio de 1989
(¿Reeditado en enero del 2001?)
 

Antes
 
               Bar “El Correo” en peatonal, casi Buenos Aires. Café por medio, mi amiga escritora me cuenta: Su hija, la Pichi, rebelde y vindicatoria, una Santa Bárbara, “yo no se a quién sale esta chica”, espera en la cola del supermercado. Delante de ella una viejita muy humilde con aspecto resignado. Detrás de ella, un viejito delgado con saco gris.
               La viejita inicia una conversación con la Pichi: -¿Vio señorita, las cosas que compra la gente?. Yo soy pensionada, y con lo que me dan, este mes solo me alcanzó para pan y leche. Estoy comiendo como comen los bebés...Claro que los viejos no necesitamos mucho más. ¡Por suerte!. Si no, no se con qué iba a comprar.-
               La Pichi pega un respingo y recuerda las recomendaciones de los médicos de la clínica donde trabaja, sobre las necesidades de proteínas, calcio y vitaminas de los ancianos, y el corazón se le estruja.
               La viejita continúa: -Pasé por la fiambrería...y no me llaman la atención los fiambres en las bandejas, jamón, mortadela, ni las longanizas colgadas. ¡Pero había unos lupines!. En un frasco, con agua y sal, fresquitos, grandotes...¡Ni que el vidrio fuera de aumento!. Me dieron unas ganas...
               La Pichi, con el corazón encogido, casi está hipando. Piensa en la pensión de la viejita, piensa en su sueldo de administrativa y se le enciende una fogata como las de San Pedro y San Pablo en medio del pecho.
               Mientras la cola hacia la caja, apenas se mueve, ordena a la viejita: -Espéreme que ya vengo.-
               Camina decidida hacia la fiambrería. A la derecha están los frascos con aceitunas verdes y negras, pepinitos y lupines. Corta la bolsita de plástico del rollo y con el cucharón se sirve. Pasa por la empleada que luego de pesar, coloca la etiqueta con el precio. Mientras vuelve a la cola, arranca la etiqueta, la estruja y la tira. Abre la bolsita.
               Cuando llega a su lugar en la cola, ya tiene planeada una estrategia. Comprometer al testigo de atrás (el viejito del saco gris) para que no botonee.
               Se acomoda e invita a la viejita: _¡Sírvase...y disimule...!
               Ella atina a preguntar: -Pero..?
               La Pichi, impertérrita acerca la bolsita: -¡Sírvase, están aquí para Usted. Sírvase Usted también señor, mire que ricos lupines.- El viejito, convertido en cómplice, también come. Al principio un poco nervioso. La viejita tiene una sonrisa radiante. El trío siniestro avanza lentamente hacia la caja.
               Antes de llegar, la Pichi observa la bolsita ya vacía, “con ese juguito en el fondo” y displicente la tira a un costado, “como se tira un forro”. Comentario, este último que alarma a su mamá, que es la escritora que me cuenta el suceso. Y que cuando oyó a la Pichi atinó a protestar: -¡Pero Pichi, te podrían haber encanado...! ¡Te quisiste hacer la Robin Hood!. Eso que hiciste es... (Busca en su cabeza una figura legal). Eso que hiciste es ¡pillaje individual!.
               La Pichi, rebelde y vindicatoria, una verdadera Santa Bárbara, levanta el mentón, se encoge de hombros, la mira desafiante y resopla: -¿Pillaje individual?. ¡Me cago!.
 
 
Durante
               Andrés llega conmovido. Está muy tenso. Tiene los nudillos lastimados y la mirada esquiva.
“Los vecinos defendieron el mercadito de don Luis, es un viejo del barrio que tiene esa granja de toda la vida...nunca tuve tanto miedo, no éramos muchos...Peleamos hasta que se fueron. ¿Sabe lo que me puso más mal...? Nosotros, los vecinos éramos menos, pero casi todos mayores, adultos. Ellos eran más, pero eran pibes.
Y no podíamos quedarnos con que lo atacaran al viejo...¡era injusto!....Pero nunca en mi vida había peleado así. Usted no sabe lo que es estar peleando y verle la cara al contrario y encontrarse con que es un chico. Un chico asustado, tan asustado como yo...”
 
Después
               Silvia se encuentra con Ana en el Supermercado. Los gendarmes caminan entre las góndolas trabados por la gente que se apura y por sus propias armas largas. Ya retiraron de la acera los volquetes que cerraban el acceso a la vidrieras...
               Dentro, la gente comenta los sucesos. Con bronca, se elige y se descarta.
               Silvia llega a la cola con menos cosas que las que esperaba llevar y mucha más rabia que la que esperaba sentir. En la cola de la caja de al lado Ana también espera.
               Conversan. Silvia entre el desconcierto y la furia, Ana conciliadora. – Si, tenés razón en protestar, todo está tan difícil... pero por suerte (busca afanosamente un argumento)... por suerte hoy es un lindo día. ¡Mirá, paró de llover!- Y señala a través de los vidrios la luminosidad de la calle. Cuando se da cuenta de que ciertas miradas se detienen sobre ella, decide payasear. Imita el tono de Mario Sánchez: -¡Mirá el sol, las flores, los pajaritos...!- Algunas mujeres comienzan a sonreír. Un gendarme se queda cerca, dudando. Recuerda que ayer una viejita se puso a cantar fuerte el himno cuando llegó a la caja, y se armó kilombo.
               Ana sigue su discurso: -Hay sol, es un hermoso día, no dejemos de darnos cuenta.- Hay más personas que la escuchan. Una mujer mira hacia donde ella señala, más allá de la vidriera. Un hombre se lleva el dedo a la sien, en gesto inequívoco.
               Silvia no sabe que hacer. Ana es tan peculiar... Trata de ver más allá, hacia donde Ana señala, pero tiene los ojos nublados. No sabe si de risa, de pena o de bronca.
 
Toda similitud con situaciones reales se debe a que las descriptas son rigurosamente ciertas, acontecieron en Rosario. 1989

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