17/06/10
Los primeros recuerdos que tengo son de la época en que iban a Jardín de Infantes en la Escuela Magdalena Güemes. Mi hija y ella estaban juntas a la Salita Verde. Licena ya era linda, rubia, menuda y grácil. Y se había prendado de un gordito insignificante llamado Nicolás. Esperaba que él se diera cuenta y le retribuyera su interés. Como tuvo poco éxito, una tarde decidió ser más expeditiva: tomó la escoba de la portera y lo corrió a escobazos para convencerlo de que la amara, pero fracasó. Dijo resignada: -Bueno, pero al menos hice lo que pude.
Siguieron las clases y llegó fin de curso. Recibieron un Diploma de Egresadas. El primero.
Como habían programado compartir tiempo en las vacaciones las llevamos a la pileta del club. Recuerdo ese primer día. Tomamos sol y nos bañamos. Anahí tenía la piel más morena y más curtida. La de Licena era de un blanco transparente. Al volver, era roja tirando a salmón. Y yo me quería cortar las venas con un kinoto. Su madre fue comprensiva y no hubo reproches. Creo que porque era una mujer sabia.
Tiempo después planearon que una noche se quedara a dormir en casa. Jugaron y charlaron hasta tarde.
Esa madrugada escuché ruidos en el comedor y cuando me asomé, la vi muy vestidita y compuesta, con la cartera sobre las rodillas, esperando que amaneciera y pudiéramos llevarla. No hay duda que pese al episodio de los escobazos, ya de chiquita era toda una dama.
Después estuvieron juntas en la Escuela Pestalozzi y empezaron a crecer.
Cuando llegó el tiempo de la secundaria, se habían puesto de acuerdo en inscribirse en la misma escuela. Su padre consiguió incluirla en el mismo curso y volvieron a compartir espacios. Siguieron creciendo con velocidad irrespetuosa.
Yo había empezado a quererla desde antes, pero una noche en que nosotros salíamos por un compromiso fuera de casa, y Anahí tenía su primera cita, fue ella la que quedó acompañando a mi mamá, a quien ella también empezó a llamar abuela. Esa noche fue definitoria en el lugar que ocuparía.
Ya de más chica, ella había planteado la posibilidad de consultar a un sacerdote, para ver si dándoles una bendición, ellas tan amigas, no podrían pasar a ser primas, un grado más fuerte de unión.
También planeaban entonces que cuando fueran mayores podrían vivir juntas.
Y eso sucedió. Sucedió muchos años después, en este tiempo en que ella alojó y guardó a Anahí en su casa como si fueran primas, como si fueran hermanas.
Por esa razón, porque se del afecto que la une a mi hija.
Porque los golpes de la vida se le presentaron a ella demasiado pronto e inapelables.
Porque cuando la muerte de su papá asumió responsabilidades en los trámites, ritos y ceremonias como una adulta, desde una entereza que sobrepasaba sus 14 años.
Porque cuando la radioterapia de su mamá, ella era la única con acceso a la habitación y encargada de acompañarla. Y solamente tenía 17 años.
Por su valentía, que yo admiraba, y por su generosidad en estos días, es que sigue ocupando ese lugar ganado desde niña.
Me quedó una charla pendiente con su mamá, que partió de pronto, antes de que pudiéramos tenerla. Y era una explicación que yo le debía, respecto al por qué, yo me había retraído en ese tiempo amargo . Después de haber compartido tanto, no pude sostener el encuentro en ese tiempo, que resultó ser el último.
Al hablar de mi deuda esa mujer sabia, me había liberado de mi preocupación con una frase medio en broma pero verdadera: "No te apenes, que andando el carro, se acomodan los melones. Ya charlaremos alguna vez". No hubo oportunidad, porque se fue sin avisar.
Y cuando hice referencia al tema, también ella, la amiga de mi hija, digna hija de su madre, sonrió apenas, y dio por saldado el tema. Se ve que porque han sido así: realmente unas auténticas damas.
Junio 2010
11 dic 2020
La amiga de mi hija
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario