8 dic 2020

La fantasía cumplida

 Todos los que trabajamos en psicología o en psiquiatría, con neuróticos habitados por ansiedades, fobias, obsesiones o esos cuadros que dan lugar a la exploración del inconciente, tenemos una fantasía que nos acompaña. Y es la del encuentro con otro tipo de paciente, esto es, con un loco-loco, de esos que en las películas asaltan cuchillo en mano a su terapeuta, para acabar con él, atravesado con 25 puñaladas. Algo así sucedió en la trama de una novela muy leída en mi generación como fue “Cuerpos y almas”, y fue tema también de algunas películas más recientes. Ustedes recordarán a “Copy cat” o a “Dragón rojo”.

Lo cierto fue que cuando esa mañana el timbre sonó estridente y continuo, sin parar, yo estaba lejos de pensar en la que se me venía: la presentación, sin anestesia de uno de tales “casos”.

Estaba ante la mesada previendo el almuerzo, con delantal de cocina y en pantuflas, cuando ese timbre perentorio y sin interrupción me hizo volar al jardín, cucharón en ristre. Y entonces lo vi, en sus dos metros y doscientos kilos, un dedo pegado al botón y expresión furibunda. En la otra mano tenía encendidos dos cigarrillos y los chupaba con entusiasmo e impaciencia

Hace treinta años, una amiga me llamó una noche para pedirme que viera a su hermano adolescente que había entrado en una crisis violenta en donde se puso a destruir cosas y que además amenazaba suicidarse. Lo recibí y lo derivé a tratamiento psiquiátrico. Había registrado la emergencia de un cuadro que por sus características y edad de aparición me daba muy mala espina.

Entró en tratamiento psiquiátrico y desde entonces tuve noticias ocasionales de sucesivas internaciones, de preocupación familiar, de problemas en el barrio por los desaguisados de un enfermo crónico, que perturbaba a los vecinos, que a veces tenía mejoría, pero que nunca pudo recuperar el juicio, y así poder caer en la bolsa heterogénea de los más o menos neuróticos, como somos la mayoría. Esto es, se trataba de un loco-loco.

Bueno, era él el que estaba pegado al timbre, ante la reja. Plantado como un poste de alumbrado, pero ceñudo. Cuando me acerqué con idea de hablarle, empezó la catarata de demandas, y cuando se dio cuenta que no las atendería - como aquella noche de hace treinta años, cuando me lo trajeron- continuó con la avalancha de insultos, de los cuales solo registré los primeros: Yo a usted no me la cogería porque es más fea que un sapo…Dijo esto mientras me tiraba el humo de los dos cigarrillos, y yo sostenía valientemente la mirada y trataba de no toser porque tengo dignidad, pero quedándome de este lado de la reja porque no soy sonsa.

Desde allí no recuerdo, porque la cosa se complicó, con la aparición desde la puerta, de mi hijo. Y sucedió que ante la actitud intimidatoria del que entre un insulto y otro, me tiraba a la cara el humo de los dos cigarrillos que fumaba simultáneamente, él se sintió convocado a defender a su madre (Madre hay una sola y si es psicóloga peor) y encrespado como un erizo se acercó a la reja como si fuera a comerse al ofensor. Algo en la escena me recordaba a Pappo y su voz ronca cantando: “Que nadie se atreva, a tocar a mi vieja, porque mi vieja, es lo más grande que hay…” Y como mi hijo también es una mole me costó pararlo jurándole que no pasaba nada. Nada que yo no pudiera entender y resolver le decía, plantada delante de él y mirándolo para arriba porque me lleva una cabeza, mientras lo empujaba con el cucharón dentro de la casa.

En eso estaba cuando se abrió la ventana de la planta alta y apareció mi hija en el balcón, no como la tímida Julieta, sino como una desatada y enfurecida bruja que le gritaba: Vas a ver si bajo y te rompo la cara gordo boludo, a mi mamá vos no la vas a tratar así… Y seguía profiriendo amenazas con términos impropios para una señorita de esas finas que hay, mostrando mi fracaso en educarla, pero términos impropios que tuvieron el efecto de dejar desconcertado al visitante. Tanto que alternativamente me miraba a mí, a mi hijo parado como un levantador de pesas y al balcón de donde procedían las palabrotas. Algo debió hacer clic en su cabeza.

Todavía yo intentaba hablar con él, empujar a mi hijo y lograr que mi hija se callara y se volviera a guardar en la casa, y todo eso era demasiado.

Entonces mirando al gordo le dije algo que no fue muy terapéutico, pero fue lo que me salió. Sé que muchos colegas se desgarrarán las vestiduras cuando lo cuente, pero hubiera querido verlos allí.

Le dije: Andate a atender al hospital, que está a la vuelta, porque si te quedás acá ellos te van a romper el alma a patadas.

El loco se fue, porque es loco pero no come vidrio, pero antes tiró los dos cigarrillos encendidos en el buzón.
Junio 2005

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