A Mabel
El santiagueño de origen arábigo hispano no había alcanzado a completar su aspiración de un hijo varón. Lo deseaba por la milonga de la preservación del apellido y esas historias. En vez, había engendrado, criado, consentido y cuidado como un guardabosque a sus cuatro hijas, que ya eran cuatro jóvenes hermosas, inteligentes y tan rebeldes como es saludable que sean las jóvenes inteligentes y hermosas.
Esa tarde las cuatro estaban cuchicheando inquietas, planteándose cómo responder a la demanda que sin duda vendría. A la demanda que sin duda sería inquisitorial. A la demanda para la que deberían tener una respuesta lista. Para llegar a esa respuesta debatieron, discutieron y finalmente consensuaron, no sin antes sopesar todos los pro y los contra. Cuando el padre las convocó, ya sabían lo que dirían sin circunloquios ni vacilaciones.
Por supuesto, el tema del honor familiar, en ese, como en todo hogar tradicional (¿sabemos de eso?) influido por la cultura patriarcal hispano-arábiga-santiagueña, pasaba por la virtud de las mujeres. Virtud entendida casi exclusivamente como castidad en las solteras (en tanto propiedad del pater familia) y fidelidad en las casadas (en tanto propiedad del esposo-amo y señor).
Y he aquí que la tradición había quedado resquebrajada en esa casa, en tanto una de las cuatro jóvenes, la muy casquivana, se estaba casando “de apuro” como dirían el vecindario, la parentela y todos los lengua larga que acertaran a enterarse.
La cuestión no lo tomó lo suficientemente preparado. Nada preparado en realidad. Porque para él, que había vivido en la convicción de que las mujeres de la familia debían actuar según sus mandatos, para eso era el hombre de la casa, lo que aconteció lo dejó descolocado.
¿Cómo su hija bien amada podía haberle hecho eso a él?. ¿Cómo había podido atentar contra tabúes y prohibiciones?. ¿Cómo se había atrevido a desafiar reglas ancestrales?. ¿cómo había tenido el atrevimiento y la insolencia de tener relaciones sexuales sin las autorizaciones legales de rigor?.
Y junto a estas preguntas una duda emergió en las atormentadas circunvoluciones del santiagueño de origen arábigo hispano ( todo el peso del Corán y de la Biblia sobre su cabeza).
La duda era: -¿Y las otras?-.
Si una había osado desobedecer y transgredir el mandato de castidad, ¿qué pasaba con sus hermanas?. ¿Podía el ejemplo de esta oveja descarriada contaminar a las otras como la manzana picada en el canasto hace peligrar la salud de las demás?.
Con el ánimo ensombrecido por amargos pensamientos, pero con premura por salvar al resto del rebaño, las convocó a una reunión de familia para ajustar las clavijas. Debía hablar con ellas, y en función de lo que le dijeran, sabría cómo sermonearlas.
Como ellas de inmediato sospecharon el motivo de la convocatoria se apresuraron a acordar una respuesta que fuera adecuada.
Así avanzaron aplomadas en la certeza de haber dado con la más exacta. Con la que pondría las cosas en su justo lugar. La que haría tronar el escarmiento para el desprevenido santiagueño. La que mostraría que ya no había señores feudales, ni dueños de vidas y haciendas, ni patrones custodios de la tradición.
Por eso, mirándose entre si con la complicidad que surge de las certezas compartidas enfrentaron al patriarca, y aunque fuera una mentira tan grande que casi les hace crecer la nariz como a Pinocho, le dijeron, poniendo cara de inimputables, que si, que las cuatro ya habían tenido relaciones, y que no se preocupara, que en adelante iban a ser más cuidadosas.
1994
3 dic 2020
La respuesta
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