Uno
Sombrío le dijo: -¿Por qué no nos casamos entonces? ¡Vos tendrías que haberte casado conmigo!
No quiso recordarle que en ese entonces tenían diferentes proyectos, que él no quería comprometerse, pues todo era (según decía repitiendo al Nano) “Transitorio y provisional”.
Quería manejarse con la libertad de establecer otros vínculos. ¿Pareja abierta?
-Pero yo sabía que sólo iba a casarme con una mujer que fuera como sos vos, agregó, enfurruñado pero como un elogio.
¿Y cómo es eso?, se preguntó.
Creo que sabía a qué se refería.
Después de muchos años y del hartazgo dio con una mujer que era como ella pero diez años más joven, rubia, espigada, y con un padre que le legó campos en la pampa como para que el ejercicio de la profesión no fuera una carga, sino una actividad placentera que da patente de intelectual.
Matrimonio tipo, hecho para durar. Hijos sanos, lindos, inteligentes.
Marido aventurero, esposa consecuente.
Pero sucedió que, con la madurez (¿y las desilusiones?) ella se sustraía y él quedaba en el infortunio de una soledad no elegida. El máximo Don Juan reducido a monje ascético, a marido confundido, a careciente libidinal!
Fue la primera vez que lo vió profundamente triste. Y ver profundamente triste a alguien que fue el más alegre era más de lo que estaba preparada para asumir.
A veces las elecciones nos meten en lugares que no son los anhelados.
Una mujer que había dado a ese hombre seguridades en cuanto a su lealtad, se ausentaba de una dimensión de la vida en común y lo dejaba en la orfandad.
El hombre más apasionado sumergido en la soledad del rechazo, y guardando las apariencias de pareja, claudicaba del encuentro que sostiene y da sentido.
Las paradojas son crueles. Para quien reivindicó para su vida una sensualidad sin límites, el desdén de la compañera elegida funcionaba como burla del destino.
¿Y para ella ?
¿Qué significaba el reencuentro con el viejo amigo de las discrepancias?
¿Qué significaba la conmoción de ese hombre, a la vuelta de tantas cosas?
La oportunidad odiosa de decir: “Yo te lo dije”.
Pero tampoco era momento.
Quien llora necesita consuelo, no que lo verdugueen.
Así que, pensando que todos nos equivocamos de alguna manera, lo dejó con su tristeza y se fue con la suya.
M.C.M.
Otro
Un encuentro
El tiene un refugio.
Y en el refugio un balcón.
Y en el balcón una paloma.
Ella hizo su nido entre las plantas y vuelve cada vez.
A fuerza de volver ya no le teme.
Y eso, el hecho de que no le tema, es hermoso.
Ella sabe que puede quedarse en ese balcón del refugio.
En esa vida que le hizo un espacio.
Y tal vez se acompañan los dos.
Porque él es un solitario.
Que aunque anhele el amor, sabe de su azaroso devenir.
Por eso, muchas veces está triste.
Aunque no se acuerda.
Ella sí, tenía memoria de aquella vez en que me confió un secreto:
Detrás de la máscara que mostraba ante los otros, pura euforia y algarabía en el vivir, él era como esos atardeceres grises, en que la garúa es apenas perceptible,
y la brisa mece las gotas minúsculas.
Y así, en el balance de la vida que va pasando, está el relato que él se va contando.
Que suma penas y alegrías, recuerdos y nostalgias.
Y que él a veces le comparte, cuando pueden hablar el mismo idioma.
Él escribe un libro, en el que una historia se despliega.
En la trama cuenta acerca de amores y de desamores, de desafíos y misterios.
Él escribe su libro, como un modo de decirse a sí mismo,
aquellas cosas que lo constituyen.
Como una manera de cantar una canción.
Una canción en la que se integra el relato de sus viajes,
de los lugares bellos que recorriera entonces.
De descubrimientos de espacios y de gentes,
que como forman parte de su historia, también forman parte de su vida.
Como también forma parte de su vida esa tristeza y ese desamparo,
con la que la conmovió entonces, cuando supo de su soledad.
Una soledad que le nubla la mirada.
Una soledad que le inunda el alma en los amaneceres.
Una soledad que lo acompaña sin consuelo.
M.C.M.
4 DE LAS PALABRAS
Hay palabras que cambiaron de significado a lo largo del tiempo. Algunas han dejado de utilizarse, y en cambio aparecieron otras que se emplean con insistencia. Las que atañen al universo de lo relacional, y más específicamente de lo amoroso, son particularmente significativas.
Para la generación de mi mamá:
-Se llamaba novio al que se recibía en la esquina y con el que se hablaba tratándolo de usted. Ella aceptaba todas las invitaciones porque el noviazgo consistía en eso. En ir a charlar a la esquina “por la tardecita”. Y además porque “si me pedían de hablar, ¿cómo les iba a decir que no?”. Algo similar a cuando la invitaban a bailar en una fiesta: “aceptar es de buena educación”, “si alguien me distingue y me homenajea con su propuesta, no puedo negarme”.
Esposo (o marido) venía a ser el hombre con el que se casó “para siempre”, por civil el jueves y el sábado por Iglesia, iniciando sexualidad y convivencia recién entonces. Lo eligió, entre otros postulantes “porque era el más serio”. (No decía nada de su condición de morocho atlético de ojos verdes, porque de eso las chicas buenas no hablaban).
Y en cuanto a la categoría de amigo, no existía, porque, se decía entonces, “no era posible la amistad entre el hombre y la mujer”
Para mi generación:
-La palabra novio ya implicaba intimidad sexual. La mayoría de mis contemporáneas se iniciaron en la sexualidad con el hombre con el que se casarían. Esposo designaba un vínculo de mayor compromiso, con convivencia acordada, y cumpliendo con las formalidades del caso. Y el vínculo de amistad fue enaltecido, cultivado y sostenido, pero diferenciando éste de los que tuvieran un sesgo de erotismo y sexualidad.
Para la generación de mis hijos:
-Los escucho y advierto que amistad implica para ellos intimidad sexual.
Noviazgo no marca una etapa preparatoria, sino que ya implica convivencia,
Y en lugar de esposo/a (el matrimonio es postergado o suspendido) se habla de pareja.
Este concepto de pareja (¿o matrimonio de prueba?) aparece en las últimas décadas y comparte alguna de las características del matrimonio, pero sin papeles y con la posibilidad de retorno a “la casita de los viejos”, a la que no vuelven “vencidos”, sino más “experimentados”. Tal la realidad de los padres maduros, de hijos jóvenes, que más que síndrome del nido vacío, a lo que aluden es al del nido superpoblado, con una adolescencia prolongada de sus hijos, que más que tardía parece retardada.
Así, resulta interesante registrar que con una misma palabra: novio/a, amigo/a se esté designando realidades tan diferentes en un mismo grupo familiar, según quién esté hablando. Porque aludirá a un modo de relación que puede no tener que ver con lo que se designa. Sobre todo si habla una abuela de ochenta y su nieta de veinte.
Hay palabras que se reiteran, como la mencionada pareja.
Y otras que suenan antiguas como amante, querida, o los fuertes macho y hembra, que tal vez designaban un lugar impregnado solo de cruda sexualidad, y decían algo cuando la unión matrimonial era monolítica y se discriminaba el vínculo clandestino y devaluado. Con la liberalización de las costumbres y el modo más fluido de vincularse, (el amor líquido diría Zigmun Bauman) esas palabras huelen a naftalina.
Pero vale preguntarse qué otros sesgos tomará el lenguaje para designar afectos, lugares y vínculos en esta evolución que nos deja sorprendidos. Y que puede ser fuente de malentendidos cuando se usan palabras que designan realidades diferentes según quién las enuncie.
Abundando en el tema:
¿No es válido hacer una recorrida sobre las formas en que se designaba la aproximación a alguien interesante, según pasan los años?
En lo verbal las propuestas seductoras tomaron distintas fórmulas: “¿Podemos encontrarnos para conversar?” era un modo. Solía contarse a las amigas como: “Me pidió de hablar…” y eso que se decía años atrás, tomaba algunos sesgos localistas como el catamarqueño: “Nosotros practicamos desde jovencitos…”
Solía usarse la expresión “arrastrar el ala” para designar el intento de seducción de los varones, y aunque ha dejado de emplearse, es ilustrativa del modo en que las aves en su comportamiento de apareamiento se conducen. Es el macho el que con movimientos envolventes respecto a la hembra y bajando las alas hasta rozar el suelo, hace su acercamiento. Ella bate sus propias alas velozmente y si se agacha y recibe el alimento que él le acerca en el pico, podemos pensar a que está aceptando la propuesta implícita.
Otra expresión más reciente para indicar el éxito en los encuentros es decir: Fulana tiene mucho “levante”. Si la frase aludo a lo que estoy pensando, podemos decir que es muy directa y pobre en metáforas.
Respecto al acercamiento físico también puede hacerse un seguimiento de lo que se llamaba “chapar” (¿proveniente del lunfardo?), que después se llamó “apretar” y que ahora se llama “transar”, que convengamos alude al emocionante contacto físico que inician los jóvenes en su descubrimiento del erotismo. Pero convengamos también en los matices y resonancias físicas del “apretar” son propioceptivos, con un registro a nivel de músculos, tendones y articulaciones. En contraste, la connotación comercial de “transar” en esta época de corruptela económica, declinación ética y materialismo a ultranza, no es una expresión muy afortunada.
En el último tiempo se utiliza la expresión : “Estuvimos…”, queda en la incógnita el sentido de la misma, pues se usa tanto para un acercamiento erótico tímido, como para la relación sexual.
Y para referirse a la concreción del encuentro sexual no existe el “copulamos” (jamás lo escuché), sino metáforas como la mencionada: “estuvimos juntos” o la romántica “hicimos el amor”. Se suman las versiones lunfardas de “garchamos” o “cogimos”, solo aptas en la confidencialidad de patota.
Otro aporte:
Además de las diferencias de léxico para describir las realidades sociales en que vivimos inmersos, también hay datos que informan sobre la peculiar subjetividad del hablante. Por ejemplo, son reveladoras de quien está hablando, las a adjetivaciones que utiliza sobre aquello de que se habla.
Hay quienes imponen a sus comentarios previamente una advertencia Así pueden decir que se va a contar “una simpática anécdota, un hecho gracioso”, para lo que se predispone al oyente de determinada manera. Otros, que con gesto y tono apesadumbrado, tal vez no dicen nada pero en su discurso aluden casi siempre a sucesos que van a ser “amargos, tristes o desdichados”. Estas advertencias predisponen al oyente avisado a prepararse a desternillarse de risa. o a que debe sacar el pañuelo y ensayar frases de consuelo. Son más simpáticos los primeros.
Hay estilos personales que reiteran cada uno de esos modos y los hacen prevalecer.
Y no es igual escuchar elogiar las cualidades positivas que se registran en sí mismo/a y los otros/as que señalar la estupidez, incapacidad o falta de talento.
Si hiciéramos un listado de las palabras más frecuentemente usadas por cada quien, de esa lista podría esbozarse un perfil que aportaría datos interesantes respecto al hablante.
Nos encontraríamos con que, si bien todos utilizamos diferentes palabras según el tema acerca del que se trate, predominarán en cada uno la reiteración de algunas (sobre todo los adjetivos), que por el tono emocional al que van asociadas, dirán tanto de lo que se cuente, como del relator que está contando. Casi como un test que registra la índole de emociones prevalecientes.
Más para pensar
¿Y cómo nos influyen las palabras? ¿Cómo llegan a nosotros las voces de agravio o de elogio? Y cuáles son las que con más frecuencia emitimos? ¿Para qué lo hacemos? ¿Qué esperamos del intercambio con nuestro prójimo próximo cuando establecemos contacto?
¿Somos receptivos a los mensajes que nos llegan inequívocos y directos?, ¿a aquellos otros que fluyen imprecisos en nuestro entorno, pero que no nos tienen como destinatarios?, ¿aún a los mensajes que nos soslayan sutiles, que registramos casi subliminalmente, como secretos mal ocultos, y cuyo susurro nos alcanza?
La experiencia de la distribución de moléculas en el agua, ante palabras elogiosas y amables, formando diseños armoniosos y bellos, por contraste ante la crispada y diferente distribución de dichas moléculas, ante maldiciones, que fue expuesta en “El mensaje del agua” de Masaru Emoto (y aludida en el film “¿Qué diablos sabemos?”), resulta asombrosa pero concluyente respecto a aquello sobre lo que propongo reflexionar: el lenguaje como consecuencia de ciertos factores y su eficiencia como causa y agente de otros efectos que promueve.
Si las moléculas del agua responden al estímulo de las palabras que se les dicen, según sean agradables o insultantes, y nosotros estamos compuestos por tan alta proporción de agua ¿qué otra cosa cabe que pensar estos datos como corroboración de lo que tratamos de describir? Reaccionamos como receptores de palabras y a la vez con las nuestras, podemos operar sobre quien nos escucha, sobre aquellos a quienes dirigimos nuestros mensajes, con más vigor del que suponemos.
Eso nos hace responsables de elegir lo más sabiamente posible que palabras integrar a nuestros decires, que tono imprimirles, y cuáles los caminos para llegar a ser comprendidos y producir el efecto anhelado. Para ello deberemos atender a “Las tres rejas” que debiera atravesar nuestro mensaje, evaluando si éste es útil, verdadero y necesario para aquel a quien va dirigido.
Pero también, este saber sobre las palabras, debe hacernos más sagaces a la hora de escuchar lo que nos dicen, para preguntarnos en caso de que el mensaje nos sobresalte, ¿quién es el que me lo está diciendo?, ¿qué lo lleva a decírmelo?, ¿por qué me lo está diciendo ahora?, ¿qué se propone con ello?
Todas estas reflexiones, para subrayar la relevancia de esta realidad que nos circunda y en la que vivimos inmersos, como vivimos inmersos en la atmósfera, sin percatarnos de ella, tal la naturaleza del lenguaje, fuente inagotable de enriquecimientos subjetivos, espejo en el que mirarnos, y al mismo tiempo, arma y herramienta en nuestros intercambios cotidianos.
2011
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