Y además de toda esa información que me hizo saber de tantas cosas, al modo tangencial en que nos llega en esta circunstancia, pude saber acerca de muchos de los recursos que espontáneamente podemos poner en marcha para afrontar conflictos y aliviar angustias, desde una sabiduría que me dejó pasmada más de una vez. Esta fue una de esas ocasiones:
-¿En que mundo vivimos?- preguntó ella, si para que me escuchen tengo que pedir una consulta y para que me toquen una sesión de reiki...?- Pensé al oirla, cuánto de humorístico y cuanto de verdadero se jugaba en su pregunta.
Y eso me trajo a otra cuestión: en esa consulta cuál sería el rol que yo debería asumir? Convocada a qué tarea? Si, ya se, a permanecer en ese lugar permitiendo el despliegue de lo que fuera surgiendo, a orientar la búsqueda, a ayudar a proseguir la interrogación incesante...A sostener las preguntas hasta que emergieran algunas respuestas: las que pueden-deben ser oídas para suturar, para completar, siempre de manera imperfecta los huecos de la historia.Y también para que se despejara el camino a nuevas incógnitas.
Seguir sosteniendo. Seguir sosteniendo al que quiere vivir? Al que quiere dar otro sesgo a su vida?
Y en esa tarea encontrarme, a veces, supliendo desamparos. Acompañando la búsqueda de razones, indagando la causa de soledades. Prestando recursos. Colocándome en el punto de vista del que hablaba y que a mí no se me hubiera ocurrido...Sintiéndome de distinta manera cada vez. Intentando la interpretación que pueda abrir a más preguntas.Y flaqueando a veces hasta sentirme vampirizada por esas preguntas y mis propias preguntas en sintonía. Cambiando el rumbo buscando saber qué es lo que cabe en cada momento. En difícil incondicionalidad a una tarea que circula y no es la misma puesto que va del silencio a la palabra. De la intervención que se busca penetrante a la espera paciente acompañando la perplejidad del que quedó trabado.
Ella llamaba a lo que sentía angustia química, él decía para lo mismo jaqueca existencial. Me regalaron esos nombres para designar ese desasosiego, primer motivo para acercarse a la consulta.Y en esta tarea de abordar la angustia tuve maestros, dentro y fuera del consultorio. Muchos fueron ellos, los/las que llegaban con sus preguntas y sus reflexiones. Otros fueron colegas, como Lila, cuando para recibir a sus pacientes elegía cuidadosamente la ropa, el perfume, los gestos, la mirada y la sonrisa. Si, también la sonrisa a pesar de tanta recomendación de asepsia e inexpresividad que nos impregnó por años. Y también Lila me enseñó el valor del ambiente siempre apacible, cálido y acogedor. O cómo Eduardo de quien aprendí una primera pregunta, esa, capaz de abrir todos los diques : -¿En qué puedo ayudarla?-. Y qué miedo le tuvimos a esa palabra los que fuimos formados en años de ordoxia de signo diverso e igual dogmatismo. Ya no le tengo miedo.
Aunque haya debido ajustar el modo de iniciación de las consultas, según pasan los años y las experiencias. Durante los años de formación, con fuerte influencia del psicoanálisis, era regla que la primera sesión debía aportarnos datos que registraríamos observando y escuchando con un mínimo de intervención. Así fue que como alumna obediente a las lecciones, con mi lapicera en mano y bastante timidez fue que recibí a mi primer paciente, en la sala de Clínica del Hospital del Centenario, derivado por un gastroenterólogo que estaba investigando la incidencia de factores emocionales en las úlceras pépticas. El paciente era un hombre jóven, aproximadamente de mi edad. Se sentó frente a mi. Me miró. Yo lo miré mientras esperaba que empezara a contar lo que le sucedía
Estuvimos así durante un momento que a mí me pareció larguísimo. Yo sabía que tenía que esperar, ¿pero cuánto?. En eso estaba cuando él con voz grave y profunda dijo: "La escucho". ¡El me escuchaba a mí! El piso se abrió. Eso no estaba en ninguno de los aprendizajes previos, se suponía de acuerdo a lo leído y estudiado en clase, que el hablaría y yo tomaría notas de lo que él planteara, más tarde las leería cuidadosamente y las llevaría a supervisión, para poder después, dentro de un mes o dentro de un año decir algo sabio y contundente, como quien deja caer el elixir lentamente madurado. Pero allí estábamos y no solo él no decía nada de sí, sino que además esperaba que yo dijera algo para escucharme.
Me dí cuenta que ese paciente que no conocía nada respecto a como comportarse en su consulta, no estaba bien enseñado, no era lo que hubiera deseado en mi primera experiencia, en suma, que yo había tenido muy mala suerte, y que él era casi, casi, un fraude como paciente de una psicóloga primeriza.
Algo menos insólita fue mi primera experiencia en coterapia con un colega con quienes habíamos combinado trabajar en conjunto recibiendo consultas de pareja.
Eramos egresados de la misma época y teníamos la misma formación, además compartíamos una serie de criterios lo que prometía que nuestro trabajo en común fuera armonioso. Nos habíamos comprometido, la primera vez, en atender a un matrimonio (derivado por una colega que tenía en tratamiento al hijo de ambos). Me preocupé de preparar el ambiente del consultorio con cuidado. Cuando llegaron los consultantes los saludé con toda formalidad y los hice pasar e instalarse, manejándome con un trato que intentaba ser cortés pero profesional, usando el usted y el señor y señora para dirigirme a ellos. Al momento llegó mi compañero que se desparramó en la silla y empezó el diálogo con algo así como: -"¡ Que tránsito pibe, casi no llego!"- Y dirigiéndose al marido: - "¿Cómo te llamás? ¿Y que te anda pasando?"-
Obviamente pese a nuestras muchas afinidades no habíamos acordado el tema del estilo a imprimir a nuestro trabajo y debimos ajustarlo para las futuras tareas en las otras consultas.
Nunca terminé de aprender. Aún cuando haya incorporado recursos y adquirido una mayor fluidez para emplearlos, suceden cosas que siguen desconcertándome, que exigen nuevos ajustes. Así una consulta cuya apertura (esa que mencionaba, tardíamente descubierta): "-¿En que puedo ayudarlo?-" que a mí me parecía genial, pudo dar lugar, una vez, a una respuesta que me dejo muda y perturbada: "- Usted verá, tengo eyaculación precoz-"
Con todo ya no le tengo miedo a lo que significa ir vinculándonos con el dolor psíquico. He podido hacer mías las escalas de melancolía que aquella supo plantear, ( y me dejó la enseñanza ) según necesitara para su dolor unos Carilina, los discretos pañuelitos de papel que emergían de su bosillo, el rollo de papel sanitario que salía de su cartera o necesitara de manera contundente un abultado y nuevo Rollisec que sacaba de su bolso. Al fin, quien en la consulta acusa dolor es quien está en mejores condiciones de evaluar su intensidad, y saber con qué será preciso enjugar las lágrimas.
Y vale pensar que está prisionero del mismo. Puede pensarse que el enfermo está en una especie de cárcel. Como quien está en la cárcel está también sumergido en el dolor. ¿Acaso dolor y cárcel encierren con la misma eficacia?
Quienes llegaban lo hacían a veces trayéndome también el dolor de su cuerpo sufriente. No dejaba de asombrarme. Lesiones orgánicas, cicatrices, expectativas de atenuar el malestar. Otras veces era la tristeza, la confusión, el sentimiento de fracaso.
3 dic 2020
LOS SABERES. LOS QUEHACERES
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