24 dic 2020

Mujeres del 2004

 Me dieron ganas de contar de estas mujeres. Las del 2004. Las que conocí o reencontré en algún momento del año.
¿Y por qué? Porque me enseñaron cosas, sin duda es por eso.

Paola

A Paola la conocí en Indeso. Coordinando un taller sobre identidad, acompañándome, como otras veces con Noelia. Me gusta trabajar con ella porque es fresca, joven, creativa, afectuosa, inteligente y leal. De Noelia también escribí, cuando en su cumple le di una carta diciéndole como la veía. Pero esa es otra historia.
Y en ese grupo de veintipico mujeres, que coordinabamos Noelia y yo, Paola enseguida se destacó. Un poco por presencia (Alta, imponente, con su cabello blanco y la mirada atenta), otro poco por actitud (Le costaba entrar en los trabajos que proponíamos), pero sobre todo por lo que dijo y por como lo dijo, cuando al fin se abrió.
Paola había atravesado una historia triste, de abandonos, orfandades y despojos. Pudo contar la falta de protección padecida y atribuirla a la manipulación de una madre que no la amó.
Pero una vez tuvo un encuentro. Ella era una joven de unos veinte años y él apenas un chico de quince o diez y seis. Y sin embargo en ese encuentro Paola dio un rumbo a su vida que venía a los barquinazos.
Y lo que ella dijo de ese, el gran amor, fue que aunque él hubiera muerto, seguía en ella. De algún modo se había quedado. Porque él le había enseñado tantas cosas que había transformado su vida. Lo que textualmente dijo (y yo reproduzco con su autorización) fue: “El me enseñó a leer, me enseñó a escribir, me enseñó a comprender y me enseñó a perdonar”.
Era un joven lleno de ideales.
Vivieron juntos, y se amaron hasta que a él lo mataron durante la dictadura.
Habían adoptado a los hijos de compañeros caídos que habían quedado huérfanos, que son los que hoy completan la vida de Paola.
Lo que ella trajo, fue que las resonancias de ese amor eran tales, que no había momento en que no lo sintiera a su lado, compartiéndolo todo. Ese hombre, (apenas un niño cuando se conocieran) había producido tal vuelco en su vida, y se había instaurado de tal suerte, que ni aún la muerte había podido separarlos.
No supe mucho más de ella. En la despedida de fin de año, tuvimos un momento, cuando volvíamos del patio, en que me dijo que estaba tranquila. Que había podido dejar atrás los dolores referidos a su niñez y se sentía libre.
 

Lila

 A Lila la conocí hace años. En un Congreso. Y Lina (ex alumna y amiga de ambas) me la presentó y me dijo que se especializaba en ginecología en adolescentes.
Como mi hija estaba entrando en esa etapa, me pareció un buen dato para tener en cuenta.
Un par de años después empezó a atenderla, y en otra oportunidad, en una situación de angustia (previo consentimiento de Anahí) también empezó a verme.
Lo que me sorprendió siempre de Lila fue su enorme vitalidad, la entrega a la tarea en la que no medía ni tiempo, ni esfuerzo.
De ella aprendí que es un modo de expresarle amor al paciente cuidar todo el entorno de la consulta y no solo poner en juego los conocimientos dentro de la misma.
Para ella, ser una buena médica no consistía sólo en saber sobre la especialidad sino también otras cosas: consistía en la sala de espera cálida y no intimidante, en el consultorio claro y alegre, en el trato afectuoso y delicado y hasta en el cuidado en sí misma. Ella me enseñó cosas importantes: La elección del guardapolvo, los accesorios, el perfume. El conjunto armonioso que hacía que se estuviera bien con ella.
¿Cómo aprendió todo eso? Tal vez porque tuvo una vida más difícil y tuvo que realizar más esfuerzos. Tal vez porque naturalmente ese “amor al prójimo” que se da en algunos seres luminosos la habilita para ello.
Lo cierto es que fuimos conversando más y también compartiendo otras actividades. Una vez la escuché decirme: “Como tuve que luchar mucho, tuve que transgredir mucho”. Y creo que yo la entendí.
Estuvo presente cuando Anahí debió ir a cirugía, y estuvo presente cuando a mí me efectuaron una biopsia. Y era su presencia la que aportaba la tranquilidad para esperar y las garantías para soportar la inquietud. Si ella estaba allí, allí estaba una amiga y todo iba a salir bien. Y ese es el tipo de gesto que no se olvida.
También supe de las cosas importantes que le sucedían: la enfermedad de su madre, y el desgaste que implicó, sus dudas e intranquilidad cuando debía viajar a su trabajo fuera de Rosario y dejarla. Lugo supe de la muerte de su hermano.
Y, sobre todo, supe un día de su encuentro con Jorge.
Ella venía de un lejano divorcio.
Estaba sola desde hacía tiempo cuando un hombre trajo al consultorio a su hija de quince años. Necesitaban los dos las palabras de alguien que supiera
como ayudarla a continuar creciendo. La madre había muerto.
Era un hombre cordial y le hizo comentarios sobre la música que ella tenía en la sala de espera. Entonces ella le ofreció prestarle el cassette.
Luego me relataba: “Me interesó un padre con esa actitud. Que trajera a su hija...Con el préstamo había una  posibilidad de llegar a conocerlo, si él no volvía solo perdía ese cassette”, pero si venía...
Siempre me asombró esa sagacidad de algunas personas para abrirle una puerta a lo bueno.
Porque él volvió. Muchas veces.
Y sucedieron cosas corrientes, como que estableció relación con sus hijos, con la hija que había traído y con el hermano de ella, y con los dos hubo afinidades. Y restauraron la casa...
Y sucedieron cosas previsibles, como tener que terminar de criar a esos adolescentes.
Ella, asomándose al amor. El muchacho, fanático de la computación y de Internet, cuando eran una novedad poco difundida. En una oportunidad invitó a la casa a un matrimonio que conociera chateando y Lila se preocupó. Alojarían a gente que no habían visto nunca, ni de la que tenían referencias.
Sus escrúpulos pasaban por pensar:  ¿No era imprudente?,¿cómo serían?, ¿quiénes serían?
Los que llegaron eran un matrimonio de gordos afables y sus dos hijos gorditos. Los padres pasaron concentradísimos, el fin de semana en la computadora con su anfitrión, olvidados del mundo no cibernético y Lila y Jorge se tuvieron que ocupar de los  dos gorditos niños.
Y sucedieron cosas hermosas entre Lila, Jorge y los chicos, como que fueron creciendo la confianza y el afecto.
 Y sucedieron cosas desopilantes, como que el hijo de Jorge tuviera que rescatarlos una siesta en que la pasión les había llevado a quebrar en dos la cama donde retozaban, y en la habían quedado aprisionados bajo el respaldar.
Y cuando se casaron, en la iglesia griega y con la participación del patriarca, la entrada de los novios estuvo precedida por la de los padrinos que era el sobrino y la sobrina  de ella y el hijo y la hija de él. Jóvenes, bellos, conmovidos.
Los padrinos apenas llegaban a los veinte. Los novios rondaban los cuarenta y pico.
Y la celebración fue tan alegre como puede serlo para quienes en la vida tienen “una segunda oportunidad”, como leyó en una carta la hermana de él. Una verdadera fiesta, Con la música de “Zorba, el griego”, el ballet de la Sociedad Helénica y la rotura de platos, en la danza, según la tradición.
En mi consulta de este año, charlando como siempre del significado de las cosas en la vida, y de nuestros afanes y logros, de nuestras dificultades y proyectos, Lila me comentó de su disposición para afrontar las cosas, en tanto lo esencial estaba bien. Lo esencial: su relación con Jorge, los chicos, el trabajo, los amigos. El hecho de sentirse acompañados al fin les da la fuerza para seguir. Le contesté, pensando en los tiempos en que estaban solos los dos: “Tu relación con Jorge, después de lo vivido, es como un premio para vos, y para él ”.
Asintió: Si, él es mi premio.
 

Marta

Marta se define como optimista crónica. Y yo le creo. ¿Cómo si no hubiese soportado cárcel, exilio y desarraigo?
¿Cómo se hubiera sobrepuesto a la angustia y la incertidumbre de su detención en los años de plomo, gestar a su niño en lo incierto y parirlo en el desasosiego, y no obstante seguir adelante con su vida sin declinar? ¿Cómo pudo conservar intacta su capacidad para luchar por las cosas en que cree, y además para disfrutar lo que la vida le acerca?
Tal vez esa vitalidad que le permitió resistir entonces es la que la lleva a valorar los tiempos actuales. Y celebrar los colores, y la primavera, y los encuentros que la amistad provee.
Tal vez la misma que le permitió encontrar fuerzas entonces, en el sótano, y luego, en Devoto, separada de su hijo. Y más tarde en Bélgica cuando la añoranza del país lejano.
Tal vez la misma que contagia cuando imagina motivos  (¿o excusas?) para hacer de todo ocasión de una fiesta.

Ema

Y Marta me presentó a Ema, Ema, una santafesina radicada en París desde hace veintisiete años.
De la que conocí poco, pero que me dejó su marca.
Vivió la zozobra de los años oscuros y el terror.
Huyó con su hija, luego que mataran a su esposo y a sus dos hermanos.
¿Qué fuerza se necesitó para arrancarse a sí misma de su vida, y empezar otra?
Allá estudió, tuvo una segunda hija de un nuevo matrimonio, se separó y siguió adelante.
En este viaje, en el que vería amigos y reencontraría lugares, también se estaba alejando de alguien.
Lo que dijo fue: Me quedaré seis meses, y esperemos que sea suficiente...
En este momento de mi vida la prioridad no es la compañía, sino la tranquilidad. Y allá estaba con un hombre, al lado del cual nunca tendría la tranquilidad que necesito. Y tengo que optar por mí misma.
Es que él, esté donde esté, no puede dejar de seducir, el típico macho sudamericano...y eso había convertido mi vida en otra cosa. En un oscilar permanente entre el cielo y el infierno. Nos dejamos y volvimos muchas veces. Espero que esta sea la ruptura definitiva. Me debo a mí misma esta oportunidad.

Teresa

Y hay personas, que transitan la vida serenas, sin deslealtades ni agachadas, que aún en los momentos más difíciles se mantienen enteras. Dignas y sabias.
 Cuando Teresa ingresó al Normal, en cuarto año, el curso ya llevaba tres años compartiendo clases y recreos.. Había cursado el ciclo básico en una escuela nocturna, y como quería ser maestra hizo el pase al Normal. Ella era algo mayor que nosotras y aunque la diferencia de edad no era muy significativa, la diferencia de actitud sí lo era. Teresa era notablemente más madura que el resto. Parecía irradiar una fuerza que al resto de nosotras le faltaba.
Luego, al egresar, elegimos la misma carrera y empezamos juntas en la Facultad. En ese tiempo ella conoció a Eugenio. Vivían en el mismo barrio, pero él ya era periodista, y Teresa empezó a recortar sus notas y guardarlas en un álbum. Tenía el prestigio que otorga la publicación de la propia palabra y el brillo de los logros académicos.
Ella hablaba de él con admiración. Solo se conocían pero sobre mediados de año le preguntó si podía ayudarla a pasar unos apuntes que le habían prestado. Él tenía máquina de escribir y práctica en hacerlo. Para hacer más rápido, propuso, ella le dictaba y él escribía. El aceptó y trabajaron juntos en eso. Lo que Teresa no dijo, fue que no necesitaba nada, que los apuntes en cuestión eran de ella, pero la excusa de pasarlos creaba la posibilidad que esperaba para lograr un acercamiento.
Escribiendo esto advierto que varias cuestiones cambiaron desde entonces: los apuntes se pasaban a máquina con carbónico, pues todavía no existía el fotocopiado. La computadora con impresora no estaba ni en las imaginaciones más fértiles. Y las chicas, si quería acercarse a un joven, tenían que encontrar una excusa aceptable, cuanto más creíble mejor. No estaba bien visto expresar interés por establecer una relación. Cosas que cambiaron y que hacían a los modos de acercamiento entonces. ¡Cuánta energía gastada en estas maniobras!
La estrategia resultó. Eugenio, terminada la tarea, la invitó a una función de cine, en donde él debía hacer el comentario de la película para el diario, y le interesaba cotejar puntos de vista.
A partir de allí, cada vez que he encontrado a Teresa en estos cuarenta y pico años le pregunté, si ya le había confesado a Eugenio, (y nunca lo hizo) que aquel primer acercamiento, en donde ella fingió necesitar que pasara  a máquina los apuntes fue el modo de iniciar el romance. (La utilizo y me digo ¡qué palabra más antigua!)
Cuando se casaron, las compañeras participamos de la alegría de ambos.
Luego, aunque seguimos por rumbos diversos, siempre nos mantuvimos en contacto. Por eso supe de su entereza cuando, aún joven debió afrontar cirugía y radioterapia.
Llevó adelante esa etapa. Y creo que Eugenio estuvo a su lado, y eso la sostuvo. Como en la adolescencia, recursos genuinos la ponían frente al dolor y la incertidumbre, plantada con fuerza.
Màs tarde llegó su niño, y fue la plenitud.
Pero había de sobrevenir otra tormenta.
La enfermedad de su hijo. Eso fue lo único en su historia, que logró quebrarla.
Y aunque el niño se fue restableciendo hasta curar por completo, ella cayó abatida.
(Suele suceder que nos mantenemos íntegros mientras es necesario sostener la lucha, pero que una vez terminada nos derrumbamos. Creo que eso sucedió entonces.)
Lo cierto fue que Teresa, siempre antes serena y fuerte, se había convertido en una madeja de inquietud y angustia. Y aquí, sí, valga mi tardía confesión de lo que me sucedió entonces..
Porque ella me preguntó: “¿Esto pasará?”. Y yo que nunca había mentido, esa vez lo hice y dije con absoluta convicción (y a contrapelo de mis dudas): “Sí, seguramente”.
Ella me contó después que en los momentos más oscuros se decía a sí misma, que puesto que yo, que nunca mentía, le había asegurado que iba a salir, y la angustia se iba a terminar, encontraba que eso le daba ánimo para seguir esperando el final del túnel. Allí aprendí el valor relativo de algunas verdades, cuando lo que está en juego es preservar la esperanza. Y eso es lo màs importante.
Al fin se restableció y volvió a ser la que era, pero más sabia. En algunas personas sucede que las adversidades, en vez de envenenar, aumentan la comprensión, la paciencia, la tolerancia.
Las había necesitado antes para cuidar de su suegra. Las necesitó luego para cuidar de su madre, de sus hermanos. Ella estuvo allí con la serenidad que la habitaba. Finalmente las necesitó cuando Eugenio enfermó.
Lo acompañó rogando dos cosas: tener resistencia para poder cuidar de él hasta el final, y que éste final fuera sin las humillaciones del deterioro.
Se cumplieron sus ruegos.
Lo que pudo contarme es que esa mañana, él la abrazó y le dijo: “Te quiero mucho”. A la tarde, dando una clase, se inclinó sobre la mesa y murió.
Cuando Teresa me contaba esto atiné a formularle una pregunta: ¿Vos sabés que por haber vivido toda esta historia de amor, sos una privilegiada? Y me respondió: Sí, lo se.
 
He contado sobre lo que estas mujeres que conocí o reencontré me suscitaron: Creo que en cada una de ellas hallé potenciadas capacidades, para el amor que restaura.(Paola)
Para la perseverancia que permite volver a construir (Lila), para el optimismo que sostiene (Marta), para la lucidez que indica cuando decir basta (Ema). Para la serenidad que permite afrontar con dignidad, aún las pérdidas más dolorosas (Teresa).

No hay comentarios:

Publicar un comentario