24 dic 2020

No me acuerdo de su nombre

Lo recordé cuando Laura mencionó que entre las condiciones para brindar asistencia psicológica a un homicida, había una insoslayable, y es que primero y  además cumpliera con el castigo que la justicia hubiera determinado.
Lo conocí hace treinta y cuatro años. Se pudo llamar Juan, o Pedro, o Antonio. Alguno de esos nombres fuertes y sencillos.
Y llegò a consulta enviado por el padre Guillermo, el capellán de la cárcel. Como faltaba poco para que cumpliera su condena, tenía un permiso especial para salir a trabajar en una carpintería, y además para buscar ayuda en un tratamiento, en el que hablar de su historia. Recomponer lo que se pudiera y prepararse para la vida afuera.
Estaba allí por homicidio, cometido hacía muchos años, cuando era muy joven.
Cuando quise referir su historia, me confundí y dije: “Había sido un huérfano”. Y me equivoqué porque en realidad había sido abandonado por la madre y creció junto a un padre que a veces estaba. Algunas veces.
Lo que pudo contar de sus recuerdos es que quedó viviendo en el pueblo, en las calles del pueblo, yendo poco y de vez en cuando a la escuela, y creció como el crotito que yira sin obligaciones ni destino.
Su recuerdo infantil más fuerte era el de jugar todas las tardes a la pelota en la calle con los otros pibes, y allí eran todos iguales. Pero que había una hora cada tarde, en que cada madre salía a la puerta a llamar a su hijo. A él nadie lo llamaba para “tomar la leche”, y quedaba pateando la pelota, solo en la calle.
De muy joven entró como aprendiz y como era hábil, empezó a valerse trabajando. El trabajo era mucho y la paga escasa. Empezó a sentirse explotado y a juntar rabia. Por eso un día después de inútiles reclamos vio todo rojo y mató. Cuántos años tenía? Diez y ocho tal vez?
Fueron muchos años  preso. Faltaba muy poco para cumplir la condena y alcanzar la libertad condicional. Había venido sobreviviendo el infierno por años, a pesar de las provocaciones. A pesar de las reyertas entre los internos y los verdugueos de los guardias: “¿Estás mal? ¿Querés una yilette? ¿O pastillas?”
Había aprendido a defenderse de ellos con una ironía: “¿Usted cuántos años hace que trabaja aquí? ¿Quince? Ah! Entonces tiene cinco años preso…”  Se cumplía allí  amargamente, el verso “Estamos prisioneros carcelero…”
No obstante muchas veces, cuando se despedía comentaba: “Bueno, me voy a casa”. Podía sentirla así, a pesar de…
Como era inteligente, alto, rubio, con ojos azules (condiciones necesarias dirían nuestros sabios autóctonos) pudo más que otros compañeros. Compañeros pobres como él, pero además con menos recursos “de los que se tienen puestos adentro  para sobrevivir ” como escribía Mauricio Rosencof.
Además tuvo el apoyo de quienes estuvieron cerca, el capellán que lo derivara a mi consulta y la trabajadora social que pudo acompañarlo en ese período peligroso por los traspiés que pudiera tener en ese último tiempo de reclusión.
Se  interesaba por la literatura y la psicología y confeccionó para mi un glosario con los términos propios del lunfardo carcelario. Me lo trajo como un reconocimiento y lo recibí agradecida.
Pero sucedió algo: cuando el embarazo de mi hijo empezó a ser visible, dejó de venir. Pensé que el huérfano (abandonado)  que lo habitaba no pudo soportar la prueba.
Creo que había podido conectarse conmigo y le fue posible establecer una relación hasta ese momento, en el que mi maternidad me ponía en un lugar diferente. ¿Qué fantasmas se activaron? ¿Qué heridas volvieron a sangrar? ¿Qué nueva –vieja desprotección saltó a la escena, para que interrumpiera entonces?  No dejó que lo pudiéramos llegar a saber.
Había funcionado como una interlocutora para él, mientras mi maternidad no enturbió el vínculo. Qué imagen de madre lo habitaba? La que lo abandonó cuando era niño? Las que llamaban a sus hijos a “Tomar la leche” cuando jugaba a la pelota en la calle, y él quedaba solo, sin madre y sin merienda?
No pude, no supe, no encontré el camino para que pudiéramos seguir la tarea. Quedó trunca. Algo se había logrado con su intención de iniciar el diálogo. Si no hubiera partido, tal vez la orfandad pudiera haber sido jaqueada. Si me hubiera permitido seguir escuchándolo, más herramientas habría de llevar consigo. Pero, el competidor que crecía dentro de mí, me ponía en otro lugar. Y creo que eso no pudo soportarlo.
 María del Carmen Marini-septiembre 2010
 
Epílogo
 
Había llegado a escribir entonces para mí, un cuadernillo con un glosario con los términos de la cárcel, una especie de diccionario de lunfardo tumbero que me   obsequió y yo valoré.
Cuando hoy conté esta historia, me preguntaron: ¿Y qué fue de él?
Entonces recordé que lo crucé años más tarde una vez en la calle, en el centro. Iba con una mujer  y se detuvo a presentarnos, con alegría. Supuse que era la trabajadora social de la que me hablaba. Habían establecido un vínculo en aquel tiempo, muy significativo e importante para él. Supuse también que ya estaba libre. Nunca  volví a saber más.
 
(Gracias Mariano por pedirme esta historia)   2 de abril de 2014

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