Las relaciones de amor y desamor nos implican cada día y cada segundo. Engarzan con la idea de cómo habrá de ser nuestra vida, por cuáles reglas habrá de regirse y qué ética la habrá de guiar.
Pero entendamos que estas relaciones de amor y desamor nos atañen en tanto subjetivados en un tiempo y en un lugar particulares, singularizados en función de ciertos valores y encaminados en proyectos en los que precisamente lo afectivo puede llevar la voz cantante.
Y esto nos lleva a conectar con éticas que a veces son complementarias y otras veces contrastantes entre sí. Allí surge el doloroso conflicto.
Además cada uno de nosotros/as padece alguna discapacidad (en algún área obvia o soterrada), arrastra alguna obsesión, está capturado por alguna adicción y no puede renunciar a alguna perversión. (“Visto de cerca nadie es normal” supo decir Eduardo Galeano). Todo ello configura el modo y la forma que damos a nuestros amores y desamores
En función de esto, los valores con que armamos nuestra tabla tienen diferente prioridad.
Para algunos de nosotros/as es la lealtad, o al menos la sinceridad.
Hay quienes siente como su falla ética más grave, ésta de no sostener la transparencia que un vínculo amoroso reclama como condición ineludible.
Otros sienten grave caída el no sobreponerse al resentimiento que suscita una mentira y abrigar ideas de venganza.
Otros que en no dominar la ira, y dejarse llevar por ella, colocan la más grave de las fallas éticas.
Y quienes en la soberbia y en la arrogancia encuentran el quiebre más profundo.
Están los que evalúan la pereza y reticencia en el cultivo del amor de quienes se dejan amar, el mayor mal.
Y algunos para quienes son peores la mezquindad y el egoísmo de los que primero se aman, segundo se aman y después... también.
Para otros la ambición y la envidia son incompatibles con una ética de las relaciones amorosas, pues hacen mella en la imprescindible solidaridad.
Cuando la escala de valores sustentada por los integrantes de una pareja coincide, hay acuerdo respecto a como evaluar una conducta.
Cuando discrepan puede sobrevenir el drama.
Si alguien piensa que la deslealtad es la peor entre las afrentas, agravios y injurias a la relación amorosa, la posición que se asume, es el reclamo de justicia y que este anhelo se comprenda.
Si ese anhelo de justicia entra en colisión con otra norma ética que pone en alto la comprensión y el perdón, y en el resentimiento de quien reclama la falla ética más severa, entonces estamos frente a un conflicto de muy difícil tramitación.
Uno de los ejes de la ética en el amor tiene que ver con el respeto a la libertad del otro. Y hay tanto avasallamiento en incluir al amado en situaciones para las que no ha dado su acuerdo, como en impedirle que opte según su sentir.
Con respecto a lo primero: se afrenta la libertad, incluyéndolo en situaciones para las que no ha dado su acuerdo, forzando artificialmente la permanencia dentro del vínculo amoroso. Si se ocultan cuestiones que eventualmente llevarían a la ruptura o al menos a la puesta entre paréntesis de la pareja inicial, se está agraviando la libertad de quien no consintió en permanecer en esas circunstancias. Se lo afrenta si se obstaculiza su conocimiento de lo que podría determinar su salida de la relación, si ese fuera el caso.
Con respecto a lo segundo: también se avasalla la libertad cuando se obtura el deseo de disponer de la propia vida en la exploración de nuevas posibilidades, cuando se presiona al otro de la pareja a permanecer en el vínculo forzando la continuidad de la relación.
Cuando con ruegos, amenazas o promesas se evita o se posterga la clausura de una historia.
En función del amor y sus destinos nos contamos versiones de nuestra propia vida, que no nos hagan sentir humillados. Como si el relato pudiera ajustarse a los deseos y al anhelo de reciprocidad que nos ponen en camino hacia alguien.
Cuando el amor nos devuelve en la mirada del otro, una imagen enaltecida de nosotros, podemos cantarle loas, sentirlo poniéndole alas a nuestro deseo.
Pero contrariamente a esto, para quien sintió como escuché una vez: “Ya fui hasta lo más bajo que se puede ir por amor, así que ya no sigo más”, el amor fue algo que redujo a servidumbre, restó libertad, expropió energías y trajo desánimo y amargura. Allí el amor fue la encerrona, cadena, condena y sumisión a una cruel tiranía.
Y tal vez sea paradigmático del amor el poder vestirse de modos tan contrapuestos.
Porque es en función del amor que existen agravios irreparables , esperas interminables. Porque es en función del amor que ofensas, exclusiones y desprecios irredimibles nos abaten cuando somos desdeñados ¿Y quién no lo fue alguna vez?.
En ocasiones, a partir de una historia trágica se entiende de qué se trata el odio, tan denso que se puede cortar con un cuchillo, como una fuerza imprevisible del averno.
Y lo cierto es, que después de estas hecatombes, de estas tormentas desatadas, nuestra vida no puede recomenzar si no recuperamos la dignidad perdida.
Surgirá una pregunta ¿qué hacer con la propia vida?. Con lo que queda de ella. Quien ha sobrevivido deberá articular la cotidianidad con aquellos principios éticos de los que no puede prescindir.
Todo queda en cuestión y debe ser replanteado: qué hacer, cómo vivir, qué caminos transitar.
Cuando el amor es, como puede ser, fuente de desvalimiento y dependencia, existe la perturbadora posibilidad de que dicho amor se use al servicio de manipular al otro o de permitir ser manipulado. Esto ofrece una cara de la moneda. La que quedará impresa con el signo de la desconfianza. Esta cara se contrapone a otra: la de su capacidad de poner el alma en paz.
Pues si toda vida es un proceso de demolición, como dijera Scott Fitzgerald, y toda historia es historia de un fracaso, aún quedará resonando, inacabado, incompleto el reclamo de amor que encuentra en eso, en volver a clamar una y mil veces, su núcleo de verdad.
16 dic 2020
Nuevas viejas éticas
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