Silenciosa sombra sometida
sierva subyugada
sobre suelos cenagosos
sobre salinas blancas
sobre selvas densas,
sombra silenciosa siempre.
Sugestiva sirena
y serpiente sibilante
solitaria habitante de mundos subterráneos
sobreviviente sigilosa
de sismos salvajes,
sacerdotisa sacrílega
sabia sin significados propios,
sombra silenciosa siempre.
Sofisticada o soez
sonriente o sollozante
sincera o solapada
sórdida o sublime,
sed sin sosiego
y surtidor sosegado
suplicante y soberbia,
sombra silenciosa siempre.
Sumergida, sujetada siempre a ser una sombra
susurrando en salmos
sustancia de siglos,
sepultada siempre
al fin subversiva
ya nunca más sola
sangrará senderos
surcará suplicios
romperá simbiosis
segará su siembra y al fin gritará.
1984
3 dic 2020
Mujer
Historias de vida
Escribir es no claudicar.
Liliana Mizrahi
Escribir es resistir.
Rodrigo Fresán
Soy culpable de amar e inocente de todo el resto.
Enrique Medina
El amor tiene cosas insoportables, incorregibles, injustificables y exasperantes.
Anónimo
Soy una batalla que camina.
Adriana Steiger
El incidente
A Guadalupe
La casona es antigua y suntuosa. Está construida en medio de un parque y separada de la vereda por altas verjas que protegen el césped y las flores. Da sobre el boulevard más tradicional de la ciudad.
El edificio es lindo, pero el jardín es precioso. En el edificio funciona de día un secundario y a la noche un terciario. Hay dos directoras, una para cada sección. La fanática del jardín es la del secundario. ¿Y cómo lograr que un jardín se preserve en una escuela donde transitan, potrean y retozan adolescentes urbanas entre los 13 y 18 años?. Se logra con prohibiciones estrictas. A las flores se las mira de lejos. Ni pensar en acercarse. Y las alumnas están domesticadas, ni las miran. En todo caso, nada más que de reojo.
El terciario es otra cosa, vienen alumnas más grandes que no están en la efervescencia de la edad difícil.
Y justamente en el terciario pasó esto. Casi a fin de año, una noche calurosa.
Lupe y Ana, profesora y alumna terminaron la tarea, era una evaluación con la que Ana establecía su regularidad en la materia que dictaba Lupe y ganaba el derecho al examen final. Bajaron del aula y las sorprendió el silencio y la quietud de la casa. Era el último viernes de noviembre. Comúnmente los cursos se retiraban a las 10 de la noche y la gente de secretaría también. Quedaban un rato más los porteros encargados de ordenar todo y cerrar con llave.
Pero ese viernes a la noche, justo ese viernes a la noche, serían las diez y media, pasó algo inusual. Pasó que en esos últimos días de clase previos a los exámenes y ya instalada la primavera, con los alumnos alborotados por el fin de curso, los administrativos cansados por la tarea del año, la Directora anhelando el término de las actividades y las porteras planeando su fin de semana, la urgencia por irse era mayor. Y sucedió, sí, sucedió que todos se habían ido.
Sin verificar la planta alta, y por tanto sin advertir que en un aula del primer piso quedaban sumergidas en los recónditos secretos de la geografía una profesora y su alumna.
La luz de la sala de la entrada estaba encendida, tal como era rutina que estuviese. Todas las demás apagadas. Las puertas de secretaría cerradas con llave. El teléfono en la mesa de recepción con candado. La puerta de calle herméticamente cerrada.
Profesora y alumna, adultas las dos, responsables las dos, incrédulas las dos, se miraron. Estaban encerradas en el edificio sin poder dar crédito a lo que les estaba pasando. Las habían dejado olvidadas allí, ese viernes a la noche y hasta donde podían ver, aisladas del mundo exterior.
Sin acceso al teléfono, con la puerta cerrada, pudiendo mirar a través de los vidrios fijos, pero sin poder hacerse oír hasta la calle, por esos mismos vidrios que les permitían ver hacia fuera pero que no dejaban que se escucharan sus llamadas. Volvieron a revisar puertas, ventanas y cerraduras en la esperanza de encontrar alguna posibilidad de salida. Todo clausurado, con candados y cerrojos prolijamente instalados asegurando que allí no podrían entrar eventuales invasores. Ni tampoco salir ellas.
Volvieron a la sala iluminada y tras los vidrios de la puerta, nunca más sólida, trataron por señas de llamar la atención de quienes pasaban allá lejos, más allá del parque, por las aceras de una calle que parecía estar en la lontananza.
Lupe se preguntaba que posibilidades habría de que sus hijas se sorprendieran por su demora, de allí pasaran a preocuparse e intentaran rastrearla. Siendo viernes a la noche y contando con que habitualmente tenían programas para salir, era difícil que hasta la mañana siguiente pudieran advertir la situación y hacer algo.
Ana se intranquilizaba por las especulaciones en que estaría su marido ante su demora y además porque esa noche sin falta debía confeccionar el disfraz de conejito a su nene, que debía actuar al día siguiente en la fiesta de fin de año de su jardín.
Las dos hacían señas desde atrás del vidrio de la sala a los que pasaban por el boulevard. Pero claro, nadie miraba. ¿Qué tiene de particular un edificio antiguo, para colmo, escolar, para que puedan querer mirarlo quienes en un viernes a la noche pasan por allí.
Hasta que dos chicas que caminaban por la vereda, si se quedaron mirando porque el edificio era significativo para ellas. Eran alumnas del mismo, que egresaban del secundario en el turno vespertino y volvían de festejar el fin de las clases.
Primero miraron azoradas. Luego parecieron comprender, y tras vacilar saltaron la reja en la parte más accesible, que daba precisamente al cuidado jardín. Desde allí se acercaron a la entrada.
Ana y Lupe se sintieron revivir. A los gritos y a través de los vidrios, les dieron instrucciones para localizar a la Directora de la noche por teléfono y avisarle que estaban encerradas, para que viniera a abrirles. Pero las chicas volvieron al rato con la noticia de que en el teléfono respondía el contestador automático, por tanto no había esperanza de conseguir la llave. Pero tenían una sugerencia, que era que la Directora del Secundario vivía cerca y ellas podían ir a plantearle el problema.
En tanto, se habían acercado vecinos a la reja y las chicas que eran las que saltaban al interior, iban y venían transmitiendo la noticia y recogiendo opiniones. Algún comedido avisó a la policía y al rato llegó un móvil que pudo comprobar lo eficientes que eran las medidas de seguridad que protegían al edificio, que se mostraba como una verdadera fortaleza, un búnker. La Directora del Secundario, mienta sucedía esto, había sido localizada, pero se negaba a venir a abrir, o proveer la llave argumentando que era responsabilidad de la autoridad en el turno de la noche resolver el problema. La escena iba tomando ribetes de teatro del absurdo.
Lupe tenía hambre. Por la abertura rectangular del buzón las chicas le alcanzaron un triple y sugirieron que con una pajita podía tomar una coca, si se la sostenían desde afuera. Ana se lamentaba por el disfraz de conejito que no llegaría a terminar si no las rescataban pronto. Los policías después de haber fracasado con puertas y ventanas se dedicaron a esperar con ellas y tratar de tranquilizarlas. Insistieron en reclamar la presencia de la Directora esquiva, que tal vez por eso consintió en ir a llevarles la llave. Llegó rauda en un automóvil imponente, y con ademanes airados de reina magnánima o molesta, abrió primero la reja y luego la puerta de la casona y las cautivas pudieron salir entre vítores.
También habían llamado a las familias y en el ínterin las hijas de Lupe habían llegado en un taxi, así que, cuando ya pasada la media noche, Lupe y Ana estuvieron afuera, las aclamaciones se escucharon en toda la manzana y las llevaron prácticamente en andas.
Después que la Directora abriera la reja y luego la puerta con gesto de perdonavidas, recién se volvió y su mirada recayó en el jardín al lado del cual había pasado con la llave en la mano y la nariz levantada. Y fue allí que tomó contacto con la realidad, antes de que las prisioneras salieran y la multitud la empujara, y el alegre bullicio marcara el fin de la aventura. Y la realidad era que las chicas en las idas y venidas desde la calle a la casa, al saltar las rejas, recordaban las prohibiciones que habían regido durante todos sus años escolares respecto al parque, de uso prácticamente vedado: ese jardín del que la alumnas habían sido espantadas como cachorras imprudentes. Ese paraíso prohibido que no habían podido transitar ni para oler una rosa. Así que, en esta oportunidad, mientras entraban y salían escalando la reja y atravesando el parque, lo que cantaban gozosamente consagrando su venganza era: -¡Pisamos las prímulas, pisamos las petunias, pisamos las margaritas, pisamos, pisamos, pisamos...
Desde esa noche la Directora de Secundario está más irritable e intolerante de lo que ya sabía ser.
A Lupe, las hijas la gastan, llamándola “la encerradita”.
Ana se consagró como confeccionista de disfraces infantiles en tiempo récord.
Y al jardín se lo ve medio deteriorado, como un poco deprimido.
1994
Otras dos mujeres
A Olga
Rosa y la Pepi crecieron juntas. Rosa era la niña de la casa y Pepi la muchacha que ayudaba en los quehaceres, pero que estaba en la familia desde siempre. En aquel tiempo era frecuente tener trabajando cama adentro a chicas del interior. De chiquilina y a medio criar, pues se decía que era huérfana, la había traído el padre de Rosa, y quedó con la familia y se acostumbró a la casa y nunca volvió al campo.
Cuando los padres de Rosa murieron, la Pepi se quedó con Rosa que ya se había casado. Se había casado, pero como trabajaba como dentista tenía necesidad de alguien en la casa. Por eso cuando nació Rosita la criaron entre las dos.
A Rosita el prestigio de su mamá dentista y de su papá médico la envalentonaba con las chicas del barrio. Además tenía las carpetas más lindas y el delantal mejor planchado. En las carpetas la ayudaba la mamá y el el delantal estaba Pepi atenta y diligente y era como tener dos mamás.
Pero cuando Rosita creció empezó a tener un secreto que no se atrevía a hablar con nadie. Un secreto que le roía el corazón, que le ensombrecía el carácter y enturbiaba sus proyectos. Porque ella iba a las mejores escuelas, y tenía entonces amigas de familias prestigiosas y ricas que la incluían en sus fiestas, tenía una mamá que era toda una señora y que además tenía el reconocimiento de las otras mamás por el trabajo que realizaba. Pero en ella crecía cada vez más una duda. No se veía parecida a su mamá. Se veía parecida a la Pepi. La misma cara redonda. Los mismos ojos negros. Sólidas y robustas las dos.
En cambio Rosa tenía la frente alta y las manos finas y la piel más clara.
Se sentía avergonzada de pensarse hija de la sirvienta, cuando su lugar en el mundo parecía garantizado por el prestigio de esa otra mamá especial, de la que cualquiera se enorgullecería.
Desde la adolescencia la duda se fue haciendo certidumbre porque al crecer el parecido de Rosita con la Pepi se acentuó. Y así creció partida entre dos lealtades hacia esas dos mujeres que la amaban y desde ese amor adivinaban su sufrimiento.
Creció desconforme con su destino que le había permitido situarse en un lugar que tal vez no era el suyo, que le había permitido acceder a privilegios, pero que la confundía y la llenaba de resentimiento. Sospechaba un fraude en toda esa realidad que constituía su vida. Se sentía ella misma un fraude.
Rosa y la Pepi la miraban con amor y sin palabras.
El tiempo pasó. Rosa primero y la Pepi después murieron.
Cuando nació su primera hija una circunstancia la deslumbró: la beba era el calco de Rosa. La misma frente alta. Las mismas manos finas.
Parecía una réplica en miniatura de esa dama tan distinguida, de esa señora afable pero con algo de inaccesible que se había dicho su mamá y le había garantizado un lugar en el mundo. La bebita era su pasaporte a la legitimidad. Se decía que casi no parecía su hija pues Rosita se había visto a si misma con algo de tosquedad. Sin embargo...buscó las fotos de cuando ella era beba. Había algunas en que estaba con Rosa y la Pepì y las dos sonreían mirándola.
Se comparó a si misma en sus fotos de niñita con esa hija que nacía para dar vuelta sus mitos y su mundo. Buscó fotos más antiguas aún. Allí estaban: Rosa y la Pepi en la adolescencia. Una fotografía en el parque. Las dos de pie, tomadas de la cintura. No recordaba esta foto. La acercó para mirarla mejor. Eran las dos parecidas, recién lo advertía. La misma cara redondeada, los mismos ojos negros. Hasta la misma estatura. Cualquiera lo hubiera notado Era este, un parecido muy evidente. Como el que se da algunas veces entre hermanas.
Pero ya no estaban para preguntarles.
1994
Dos mujeres
Inspirado en una crónica policial
Ella salió temprano hacia su trabajo. No había podido dormir, tal vez por eso sus movimientos eran lentos y sentía la boca amarga. Tomó un colectivo. Pensaba en que era sorprendente que coincidiera la forma en que distintas persona contaban como sentían la angustia. Decían por ejemplo: “Es un peso en el pecho que no deja respirar”. Decían: “Es como una garra muy fuerte en la garganta”. Decían: “Es como una losa que te aplasta el corazón hasta partirlo”. Ahora ella podía decir que todos esos relatos eran verdaderos porque los estaba viviendo. Hasta las canciones decían de ese dolor. Recordó la de Silvio Rodríguez que tanto se ajustaba a lo que estaba sintiendo:
“Ojalá pase algo, que te borre de pronto
una luz cegadora, un disparo de nieve
ojalá por lo menos, que me lleve la muerte.”
Sí, se dijo: “Ojalá por lo menos, me llevara la muerte”. Miró por la ventanilla y se preparó para bajar. Ya estaba llegando.
La otra también salió temprano. Mientras esperaba en la parada se dijo: -Si conseguía el crédito que iba a tramitar podrían construir la otra pieza, y entonces si, organizarse mejor. Con los chicos en su propio lugar estarían más cómodos. Porque no estaban bien las cosas. No era vida esa, todos amontonados con los tres pibes, se hacía difícil que el esfuerzo rindiera, que se vieran los resultados de tanto y tanto trabajar. En verdad, se hacía difícil vivir se dijo, pero desechó pronto la idea porque le pareció un sacrilegio cuestionar la vida mientras estuvieran sanos y tuvieran trabajo su compañero y ella. Y trabajo no le faltaba, dentro de la casa, cocinando, lavando, cuidando a todos y afuera con esas changas que eran bienvenidas, pero que sumaban más cansancio y más dolor en la cintura y en los brazos.
Ella se dijo que había tenido indicios antes, no era como para sorprenderse. Señales de un alejamiento, de un desamor que le costaba aceptar. Pero, si ya no la quería, si ya estaba en otra historia, ¿para qué insistir?, ¿para qué volver sobre lo mismo?.
La desgarraba pensar que habían terminado, se había puesto con todo y se sentía estafada, pero además ridícula en sus reclamos y reproches.
La otra se dijo: Si me dan ese dinero, ahora que podemos hacer frente a una cuota, les construimos una pieza, acomodamos sus cosas, pongo una cortina hasta comprar la puerta y todos nos vamos a sentir bien. El que va a remolonear es el chiquito. A él le gusta estar en medio, en la cama grande, está lleno de mimos. Pero cuando vea a sus hermanos también le va a gustar. Pongo la cuna de él más cerca y la cama marinera de los mayores al lado de la ventana. Y en una repisa los autillos. Hasta el triciclo con el que se tropieza a cada rato se sacaría de encima.
Entró al Banco con esperanza.
Ella bajó del colectivo y caminó el par de cuadras que todos los días hacía hasta llegar a su trabajo como agente de vigilancia. Ya el sol estaba calentando el aire y el cielo se veía límpido. Pero ella pensaba que nunca se había sentido tan en sombras, tan en medio de nubarrones, tan como flotando en el vacío, sin proyectos, ni ilusiones, ni esperanzas.
Nada, no le interesaba nada si él no la quería. Lo único que deseaba era aliviar esa opresión, ese dolor sobre el pecho.
Se vistió con su uniforme y verificó que el arma reglamentaria estuviese en su funda.
La otra se sentó a esperar a que la llamaran por número, para presentar la solicitud del crédito. No estaba muy acostumbrada a hacer trámites y la asustaba un poco, pero se dijo que valía la pena, por lo que significaría conseguir ese préstamo.
Ella sintió que le costaba y la agobiaba empezar la rutina. Se quiso ver en el espejo pero éste le devolvió una imagen nublada porque se miraba a través de las lágrimas.
Hizo un último esfuerzo para entrar en el amplio salón. La gente hacía cola delante de las ventanillas. Algunos pedían información, otros pagaban impuestos. Había quienes esperaban a ser atendidos. Caminó despacio entre la gente.
Debía de haber alguna manera de aplacar ese dolor. Debía de haber una forma para no seguir sufriendo tanto.
La otra, sentada en medio de la sala tan amplia, en medio de quienes se movían haciendo diligencias de un lado a otro, vio pasar a esa agente que caminaba despacio con las manos en la espalda. Se miraron un momento.
Ella se detuvo. Se apoyó en una columna. El dolor era tal que le cortaba la respiración. Tanteó el arma, con cuidado la sacó y la miró un momento. La apoyó en su pecho, allí donde dolía tanto, tanto, que no podía doler más.
La otra se acomodó en su asiento. Las manos ásperas sobre la falda. Ya faltaba poco para que la llamaran. Escuchó un estampido, y curiosamente, todo empezó a oscurecerse a su alrededor, cada vez más y más oscuro.
Esta historia fue imaginada a partir de una noticia periodística aparecida en Página 12, en diciembre de 1993. El encabezado dice: Suicidio en el Banco Nacional Hipotecario. Un disparo y dos muertes. Una agente de vigilancia se disparó un tiro en medio del Banco . La bala atravesó su pecho e impactó a otra mujer que esperaba frente a una ventanilla. Las dos murieron en el acto.
El texto describe: Cuando la agente desenfundó su pistola, los clientes que a esa hora estaban en el Banco Nacional Hipotecario contuvieron por unos segundos su respiración. La mujer, una agente de custodia, apoyó la boca del arma contra su pecho y presionó el gatillo. Al estampido le siguieron gritos y después del estupor del público al descubrir que detrás de la suicida había otra víctima: una cliente había sido alcanzada por la misma bala que atravesó el pecho de la mujer policía y la mató en el acto. El hecho se suma a la seguidilla de episodios que parecen coronar las crisis anímicas o angustias de índole económica: solo en la provincia de Buenos Aires, la policía registró 530 casos en lo que va del año.
1994