Los domingos son especiales. ¿Días de ser uno mismo?. No hay trabajo, no hay escuela, no hay compromisos formales. Me dije: 24 horas para hacer lo que se me de la gana. Pensar, leer, escribir, charlar...
¿24 horas de libertad?. ¡Vana ilusión!.
Cuando, con los ojos todavía cerrados aquel domingo busqué a tientas mis chinelas, las encontré ocupadas. Pablo las había usado como nave espacial para jugar a “La guerra de las Galaxias” y había dispuesto en ellas a todos sus muñequitos: Hans Solo, la Princesa Leila, Ben Kenobi...y también, junto a los héroes, a los malvados Silones.
Me resigné a ir descalza al baño, y en el camino tropecé con la camisa de Alberto hecha un bollo y tirada sobre el piso. La llevé a lavar, lo mismo que a las medias y el pullover regados en el dormitorio.
Recordé nostálgica que otros domingos tardaba en encontrar mi ropa interior extraviada en la noche, en quién sabe que heroicas y libidinosas gestas.
Quise arreglarme el pelo, pero Anahí se había llevado las pinzitas y los ruleros para jugar con sus muñecas, así que me lave la cara y dejé para más tarde el operativo embellecimiento.
En la cocina el espectáculo era desolador. La noche anterior, después que yo me había acostado, dejando toda la vajilla limpia y en orden, el hambre no se había suspendido y Anahí se había perpetrado (preparado no es un término que alcance para designar el hecho), digo, se había perpetrado un sándwich con salchicha, lechuga, muuucha mostaza (quedaban las miguitas) y un café con leche (quedaba la taza sucia).
El resto de te, en la otra taza, debía haberlo dejado Alberto. Y el yogurt por la mitad, debía haberlo empezado Pablo y quedó sobre la mesada.
Tener una familia independiente es una gran cosa, cuando son capaces de tomar iniciativas, algunas audaces, para calmar el hambre de cualquier cosa a cualquier hora. Lo malo es que dejan la cocina hecha un chiquero porque la iniciativa les llega hasta donde les llega la necesidad, y entre sus necesidades no está la de evitar la coexistencia con hormigas, moscas y cucarachas que llegan cuando ellos se van.
Mientras ordenaba la mesada puse a hervir agua para el desayuno con la esperanza puesta en el paseo que seguramente haríamos por ser domingo. Alberto ya estaba agarrado a su diario ¿cómo diría?, con una fuerza, con un tesón, con una entereza...entre admirables y enternecedores.
Me puse a vestir a los chicos. Vestir a Anahí es sencillo. Prácticamente consiste en supervisarla, abotonar donde ella no alcanza y tironear de los bordes para que la camiseta quede sin pliegues, las medias derechas y prolijas y los puños dispuestos como corresponde.
Pero vestir a Pablo es una empresa de envergadura. Requiere la astucia de un diplomático y la habilidad de un karateca. Requiere de la seducción para persuadir y de los mamporros para convencer.
Cuando queda razonablemente cubierto con su equipo de gimnasia y calzado con zapatillas, puedo sentir que he cumplido con mi deber y relajarme. Pretender peinarlo ya es demasiado.
Así, decía, cuando terminé de vestir a los chicos, lavar las tazas y tender las camas, me senté bufando. Me preguntaba: -¿Quién dijo que los domingos son días de descanso?. Yo me canso menos durante la semana trabajando en lo mío, que hoy, haciendo como que es feriado, pero sometida a régimen de trabajos forzados.
Miré a mi alrededor y vi sobre la mesa el suplemento de Clarín. Lo tomé y vi que en la tapa se mencionaba que en los juegos de video se gasta más que en discos y cine. ¡Generación intoxicada que no disfruta de las relaciones humanas y que vive atrapada por las máquinas!, pensé con asco. Y abrí la revista.
Alguien me la sacó de un manotazo. Era Pablo absorto contemplando la contratapa, que mostraba una propaganda con una zapatilla gigantesca y un texto que juraba que quien usara Adidas España podría volar más que correr, deslizarse como en un tobogán y lograr todos los goles que se intentaran. Además que se sentiría para siempre feliz y no volvería a tener gripe, ni aplazos, ni urticaria.
En ese momento Anahí me llamó para que le hiciera las trencitas Bo Derek, así que me levanté mientras Pablo seguía con los ojos clavados en la fotografía de esa alpargata pretenciosa. Y se me cruzó cuando lo dejaba con la revista si serían muy severas las condiciones. Digo...las condiciones para ingresar a un convento de carmelitas decalzas. De esos con voto de silencio y ABSOLUTA RECLUSION.
Cuando después de almorzar intentaba sugerir que me gustaría dar un paseo a algún lugar, Anahí ya estaba recibiendo a una amiguita que llegó a visitarla y Alberto se ponía su ropa de trabajo y se iba a la carpintería-taller de laborterapia familiar, a fabricarle una nave espacial a Pablo, así dejaba tranquilas mis chinelas.
Anahí con su amiguita, se puso a recortar vestiditos de un trozo de tela, que DESPUES descubrí que era un repasador nuevo. Como las frustré en sus actividades de alta costura, me dijeron que entonces se pondrían a hacer comiditas.
Me quedé pensando por qué justo a mí tenía que tocarme una hija TAN femenina. Días antes, había estado leyendo un artículo (Revista Mujeres No 2) en que se comentaba críticamente un libro de lectura: “Páginas para mí”, el mismo que Anahí estaba usando en su segundo grado. En el artículo se señalaba, como se actúa sobre las niñas subrepticiamente, condicionándolas para la tradicional división de tareas en femeninas y masculinas. El libro de lectura muestra a la protagonista, una nena, cosiendo, barriendo y cocinando. Y a su hermano construyendo aviones y jugando en la calle.
Decidida a buscar la nota para mostrársela a Anahí me encaminé al consultorio donde ¡horror! Mi escritorio estaba siendo usado como mesa de cocina en donde se cortaban prolijamente las verduras (pétalos de malvones, hojas de begonias y de mi hermoso potus nuevo) y se disponían en platitos.
Los caracoles con que adornaba uno de los estantes del modular habían sido desalojados para dejar lugar a las cacerolitas. Y las obras completas de Freud salieron de otro de los estantes para que entraran la licuadora en miniatura, una balancita y un puñado de frutas de plástico.
En mi psicoanalítico diván, la clientela del restaurante, una docena de muñecas, esperaban su turno para ser atendidas por las dos sofisticadas cocineras, quienes justamente sobre la revista Mujeres No2, estaban amasando empanadas de engrudo.
Pegué un grito corto y me dispuse a un trabajo largo.
Desalojadas las del gremio gastronómico, rehice el orden, como para que la habitación pareciera un serio lugar de trabajo y no un campo de experimentación de armas biológicas.
Cuando terminé con los muebles y el piso, salí, cerré cuidadosamente la puerta y me dejé caer en una silla. Llevaba en la mano algo con lo que empecé a apantallarme porque la limpieza me había acalorado. Ese algo era precisamente el Clarín revista, así que lo abrí buscando la nota que me había interesado.
Cuando me estaba acomodando, Alberto que llegaba con la nave espacial recién construida miró sobre mi hombro y dijo: -¿A ver?-. Y para ver tomó la revista y se puso a mirarla con interés. Yo estaba abriendo la boca para protestar cuando Pablo gritó en mi oreja: -¡Quiero la leche!-, al tiempo que hacía que me amenazara su robot Stormtrooper con una pistola amarilla de rayos láser. Para no ser perforada por los rayos láser me puse a preparar el te, mientras pensaba en las posibilidades de exilio. Digo...de exilio en alguna islita desierta con palmeras y playas doradas, de esas que hay en algún archipiélago perdido de los mares del sur..., si no es tan linda como la de Gauguín no importa.
Tomamos café los grandes, te con leche los chicos, lavé todo y cuando pensaba en pasar de mi limpia cocina a mi limpio consultorio con idea de hacer algo más interesante que fregar, Pablo quiso que jugara con él y su nueva nave espacial.
Alberto ya estaba escuchando con fervor ejemplar el noticioso y el mundo doméstico se le había desdibujado. Anahí jugaba con su amiguita a la telenovela Mariana. En la dramatización ambas se disputaban el amor de un imaginario Luis Enrique, entre adulterios flagrantes, secretos siniestros, abandono de hijos reencontrados 20 años después y toda la gama de situaciones que son habituales en dichas telenovelas.
Sin poder escabullirme fui a jugar con Pablo, y tuve que meterme en la piel (¿piel?) del robot Arturito, seudónimo de Artt-Detoo R2 D2, y seguir la acción que él me proponía. Cuando en la trama se le cruzó que siguiéramos el juego en el agua, fingiendo una guerra en el mar, decliné la invitación, que hubiera significado meterme con Pablo en la bañera. Como estaba entusiasmado con su idea, aceptó que lo dejara en el baño calentito y yo pude huir de las guerras intergalácticas a otros espacios y actividades más pedestres y cotidianas. Por ejemplo leer el suplemento de Clarín (así no podrían volver a reprocharme que vivía en un “mundo pequeño”).
La revista Clarín estaba sobre la mesa, abierta en la nota que me interesaba. La tomé con miedo, echando miradas furtivas a mi alrededor. No había moros en la costa. Fijé mis ojos en el papel, cuando Anahí que acababa de despedir a su amiguita irrumpió preguntando: -¿Oia, ese es el suplemento de Clarín?. ¡Dame que quiero ver la página de los chicos!- y me la quitó muy aplomada y segura y se fue. La vi desaparecer con la revista en la mano, preguntándome si no era una niñita demasiado aplomada y segura.
Como Pablo ya reclamaba que fuera a sacar a sus muñecos intergalácticos y a él de la bañera y Alberto decía que tenía hambre y: -¿Qué hay de comer?-, decidí que si con la reclusión con las carmelitas descalzas, o con el exilio en la isla desierta había problemas, siempre me quedaba el recurso de ofrecerme como voluntaria para viajes interplanetarios, pasaje de ida, por favor.
1983
1 dic 2020
4. DÍA DOMINGO
3. PASEO AL PARQUE DE DIVERSIONES
Había llegado a Rosario en esos días. Y ofrecía un paraíso de juegos, todos accesibles con una sola entrada. Me entusiasmaba la idea que con ella se pudiera ir a la calesita, al tren fantasma, a los autitos chocadores, al gusano y a todos los demás, todas las veces que quisiéramos.
Además había kioscos, equilibristas, payasos... parecía tonto resistirse a tantas tentaciones.
Cuando se lo comenté a los chicos ya sabía que no podría echarme atrás. Que IRIAMOS.
Alberto se borró con alguna excusa. Es habilísimo para las gambetas cuando se trata de paseos a zoológicos, circos, museos, plazas o afines. Nunca, por más que me esfuerce podré llegar ni de lejos a su fantástica capacidad para eludir el bulto y quedar como un duque.
De todos modos, y sinceramente, yo también quería ir. Llevar a los chicos era la excusa para colarme en alguno de los juegos, en dónde, por edad y tamaño, me dejaran. O donde pudiera subir con la mentira descarada de cuidar a los chicos.
El Don Fulgencio que habita en lo profundo de cada adulto y que yo abrigo en mi, con la esperanza de que no decline nunca, saltaba alborozado.
Hice las recomendaciones de rigor y con la promesa de diversiones a mansalva (tanto que hasta accedieron a bañarse sin que tuviera que insistir) salimos los tres emperifollados. Yo con unas sandalias nuevas, blancas y hermosas.
Ibamos radiantes a buscar la tierra prometida de los juegos sin límites: tantas vueltas como deseáramos en todos los juegos que se nos ocurrieran.
Pagué las entradas magnánima, suponía que estaba comprando la dicha sin frenos, raudales de goce, alegría al por mayor. Todo eso lo llevaba en la mano, en potencia, listo para desplegarse, junto a los tres papelitos rotosos de las entradas.
Pero Pablo me tiró de la pollera y me dijo que le comprara un poco más de dicha, dentro de una bolsita de celofán y en forma de praliné. Nos acercamos a la puerta con el praliné y ya nos salía al encuentro el vendedor de cubanitos de dulce de leche, con un dulce de leche muy sospechoso, pero Anahí insistió.
Nos encontramos en medio de luces, gente y música. Nosotros, el praliné y los cubanitos. Todo ello no evitaba que se me metieran cascotitos por entre las tiras de las sandalias y me martirizaran los pies.
Pero...¡no importa!. ¡Vamos hacia el paraíso!.
Nos pusimos en la cola, no del paraíso sino de la rueda gigante, cola que era de una media cuadra, y avanzaba muy, pero muy despacio. Tardamos una media hora en llegar, durante la cual me encontré comprando una nariz de payaso para Pablo y un Tuiti con camiseta de Rosario Central para Anahí.
Cuando nos tocó el turno el muchacho que manejaba la rueda y acomodaba la gente insistió en que los niños no podían subir solos. Yo objetaba que mis niños eran capaces de escalar montañas, cuanto más de subir a una vulgar rueda gigante. Finalmente como no lo convencía, fingí estar haciendo un gran sacrificio y subí yo también.
¡Sabia decisión!. Porque cuando estábamos en el punto más alto del recorrido, cuando miraba fascinada el espectáculo de la luces y la gente, muy lejos...allá abajo...desapegada del mundo y casi en éxtasis por la sensación de vuelo, sentí una débil aunque perentoria vocecita que a mi derecha decía: -Mami, yo aquí tengo miedo. A la que se agregó otra vocecita todavía más débil y apremiante a mi izquierda diciendo: -Yo también. Me quiero bajar.
Utilicé el resto de la vuelta en tratar de convencer a mis dos hijos de que aquel juego espectacular no era para nada peligroso, que lo disfrutaran mirando el hermoso panorama desde allí arriba, que se imaginaran que estábamos yendo en helicóptero...y que me defraudaban al descubrir que miedosos eran.
Ellos decían a todo que si, como quien habla con un loco, y se mostraron aliviados cuando la vuelta terminó y pisaron tierra firme, es decir cascotitos firmes.
Me dije: Luego de ésta debo ser más cauta. ¿Qué podría haber sucedido si los chicos hubiesen subido solos, como yo proponía y entraban a sentir ESO que sintieron allá arriba y a manijearse mutuamente en el asunto del terror?. Nunca lo sabremos, pero hubiera ido imprudente averiguarlo. A mi me quedó dando vueltas en la cabeza esa milonga sobre el filicidio de que tanto nos habla por TV Rascovsky.
Firme en el deseo de ser más cuidadosa y de que ELLOS disfrutaran de su paseo, me encaminé a la calesita. Solo que en el camino había un kiosco de copos de nieve y otro de helados Laponia, así que a la calesita llegaron más tarde y medio pringosos.
Pablo se subió sin problemas a un caballo tuerto y Anahí a un chancho discretamente pornográfico. Como la calesita no arrancaba me puse distraída a mirar a los otros chicos y a los otros padres. En eso estaba cuando Anahí llegó compungida y asustada y dijo que no iba nada a la calesita, “que había unos chicos que molestaban”.
Anahí tiene 7 años, es delgada y tiene aspecto de Falina, la novia de Bambi. En el grupo que ella me señaló y que logré identificar como la barra brava, la patota, la mafia de la calesita, había unos 5 pibes de 13 o 14 años, morrudos, sólidos, casi con bigotes y haciendo alarde de músculos, agilidad y prepotencia. Jocosos, entre risotadas saltaban de caballos a delfines, de delfines a elefantes, arrancando una rienda aquí, un estribo allá, y atropellando en su demostración circense a los más chiquitos, que, si eran rápidos eludían los empujones y si no quedaban en el tendal de los basureados.
Me dije: -Es la ley de la selva, la supervivencia del más apto, trasladada a una diversión infantil-. Y en voz alta: -Vamos hija-. Y en voz baja: -¡Grandulones aprovechados!-
Mientras buscábamos otro juego lejos de los vándalos, pasamos delante de un bar de donde salía un olorcito tentador. –Mami comprame un choripan-. –Mami , yo quiero un pancho y una coca-.
Nos ubicamos para comer y después seguimos hacia los autito chocadores.
Larga, larguísima cola y larga, larguísima espera. Lo que entretenía era el mundo que nos rodeaba, que si no era mágico, al menos era movido. Los altoparlantes vociferaban, la gente caminaba y nosotros charlábamos con nuestros vecinos de cola, apretándonos entre si, para que no se nos infiltrara alguno de los pibes que distraídamente se ponía cerca y trataba de ganar lugares para evitarse la amansadora.
Como estaba envalentonada, mandé al final de fila, con firmeza y voz muy autoritaria, a dos que querían ponérsenos delante. Mis chicos me miraron con respeto y asombro, después de la huida vergonzante de la calesita. Claro...esos infiltrados tendrían 8 años...por eso me animé. Habremos demorado cerca de otra media hora en llegar. Entre las hermosas sandalias blancas y mis pies habría una docena de cascotitos incrustados.
Llegando a los autitos, Pablo fue al volante de uno, con Anahí al lado. Yo me quedé mirando hasta que una gordita desconocida me invitó a subir con ella.
Subí y cuando los autitos empezaron a andar y a chocarse y a eludirse y a perseguirse, me olvidé de Pablo y Anahí.
Yo era Reuteman y los otros eran perversos Pickets y Fittipaldi. Con destreza de consumada volante yo avanzaba y eludía veloz los encontronazos de los adversarios. La carrera se desarrollaba en una pista resbaladiza y emocionante que permitía poner en juego toda la astucia, todo el coraje...
La gordita sufría y gozaba asustadísima con mis virajes espléndidos y yo la animaba: -¡Vamos mi brava copiloto, hacia la victoria...!-
Me volvieron a la realidad los muchachos que estaban a cargo del juego. -¿Ese nenito de pantalón amarillo es el suyo?. Porque se golpeó la boca y lo tienen en la canilla-.
Largué el autito chocador, salí de la pista y corrí adonde estaba Pablo sangrando por la nariz y Anahí asustadísima. Un caballero comedido lo estaba lavando y me decía consolador: -No se preocupe, no es nada...Lo chocaron un poquito fuerte, pero se salvó los dientes y eso es lo importante...-
Como necesitaba verificar los efectos del golpe por mi misma, me puse a revisarlo a Pablo, a Anahí y por si acaso al caballero que se retiró confuso. Me encontré pensando vertiginosamente en algún argumento con el cual calmar a los chicos después del susto. Me interrumpió Pablo, de quien yo esperaba escuchar alguna queja o algún reproche y que me espetó abruptamente: -Bueno, ¿y cuando vamos al tren fantasma?.
Tomados de la mano salimos los tres. Pablo con hielo en la nariz, prestado por la gente del bar y envuelto en un minúsculo pañuelo que fue el único que encontré en mi cartera. Después de comprarles chocolatines (las culpas se pagan...) nos pusimos en la cola del tren fantasma. Cola que como todas las de los juegos importantes era larguísima.
A nuestra izquierda los puestos de tiro al blanco ofrecían muñecos, saleros y cuadros de la difunta Correa, para los habilidosos con buena puntería. Esos si pude eludirlos.
Ya los cascotitos los tenía incorporados a mis pies como si formaran parte de mi anatomía. Pero cuando pudimos sentarnos en el vagoncito que nos tocó en suerte, respiré aliviada.
Me preguntaba como se sentiría mi hija a quien esos juegos no la seducen sino que la aterran. Como una dama y en silencio se sentó a mi lado. Del otro, Pablo, entusiasta, ya olvidado del accidente y lleno de expectativas.
Mientras nos deslizábamos por las vías y girábamos violentamente en cada curva, palmoteó, gritó y se rió a carcajadas con los degollados, cajones de muertos que se abrían, arañas peludas que se venían encima, esqueletos bamboleantes y cabezudos horribles.
Yo recordaba, mirándolo a Pablo, que en mi tiempo todos los niños éramos temerosos y nos angustiaba lo macabro. ¡pero estos muchachos de hoy...!. Irreverentes, desafiantes, para nada asustados de los monstruos y esperpentos. Creo que si Drácula se tropezara con Pablo, debería retirarse ofendido al ver que lo toman en solfa.
En cambio Anahí es distinta, impresionable, aprensiva...Por eso lo primero que hice cuando bajamos (y Pablo pedía otra vuelta) fue preguntarle como estaba. Me respondió: -Bien, yo no vi nada porque estuve con los ojos cerrados todo el tiempo. Como el tren fantasma me da miedo no miré. Pero en cambio me gustaría un globo de esos...-
Me señaló un lugar en donde además de los globos había molinetes, yo-yos y otros chiches.
Ya se había hecho muy tarde. La gente se había ido raleando, las luces declinaban, la música languidecía.
Todavía quisieron dar una vuelta en unos carritos insólitos, que parecían sulkys mecánicos, con toldos de colores y adonde el encargado me autorizó a subir, porque era tarde, había poca gente y vio las ganas en mi cara.
Después, con toda la carga de experiencias, nos fuimos del parque.
Alberto nos esperaba despierto.
Habíamos demorado bastante.
Mientras me descalzaba, lo primero que hice al llegar, Pablo y Anahí le contaron nuestra aventura. Y yo me preguntaba cuándo, ¿cuándo?, ¡cuándo!, acabaríamos de crecer.
1982
2. CRONICA DE UN REGRESO
Debí suponer que la tragedia se nos venía encima. Con la tormenta que empezó a levantarse.
Las nubes parecían inocentes. Se fueron cargando y subiendo cada vez más oscuras.
Entonces él sugirió distraído: -¿Y si nos vamos hoy?-.
Era el último día de vacaciones.
Y no había sido precisamente un día de playa: fresco, ventoso, nublado.
Así empezamos a barajar posibilidades: si nos íbamos ya, perdíamos un poco de la holganza de ese último día de veraneo. Si nos quedábamos corríamos un riesgo, el de que, en caso de desatarse la tormenta deberíamos desarmar la carpa bajo la lluvia y guardarla húmeda con todos los inconvenientes que eso supone.
Analizamos, deliberamos y sopesamos las ventajas y desventajas de las decisiones posibles y como no llegábamos a resolver alguien propuso: -Votemos-. Mi familia cree en las tradiciones democráticas de nuestra patria bienamada.
Las opciones eran: preparar todo e irnos esa tarde o esperar hasta la mañana siguiente. Serían las tres de la tarde. Pablo y yo votamos por quedarnos. Alberto y Anahí por irnos. Así pues empezamos a guardar las cosas. (Olvidé decir que mi familia cree pero no respeta demasiado las firmes tradiciones democráticas).
Sacando a relucir mi espíritu científico, mi criterio analítico, mi riguroso sentido del orden y mis componentes obsesivos dije:- Voy a hacer las valijas muy prolijas.
Eso presuponía separar la ropa limpia de la ropa sucia. La que deberíamos usar para viajar, y otra de abrigo que llevaríamos a mano, por si acaso.
Además debía guardar en cajas las provisiones que quedaron sin usar y que podíamos llevar de vuelta (galletitas, te, café, aceite, fideos, sal, latas, azúcar) y tirar lo que no habíamos usado pero era descartable.
Guardar la caja de herramientas, el botiquín y el costurero.
Las toallas, el detergente, los palitos de la ropa.
Los caracoles que habíamos comprado, las piñas que los chicos habían recogido. Los libros que habíamos llevado y no habíamos leído y las revistas que siempre se acumulan en los viajes.
Los libros de pintar, las ceritas y acuarelas de los chicos.
El autito nuevo de Pablo, el collarcito de Anahí, el osito de peluche y la manta de conejitos.
Los artículos de tocador: jabones, peines, dentífrico, desodorante, champú, crema de enjuague, bronceador y perfume. Y mis cosméticos, entiéndase sombras, rimmmel, delineador, rubor, lápiz corrector.
Debía además verificar que en el bolso de playa estuvieran los trajes de baño. Dos bikinis mías, dos de Anahí, más una enteriza, el pantaloncito de baño de Pablo y el de Alberto. Los gorros que cada uno había usado para protegerse, la salida de baño de Anahí y la de Pablo. La lona de playa con barquitos estampados, la toalla y el toallón de cada uno.
Además las ojotas, zapatos y zapatillas de cada uno.
¡Ah!. Y el equipo: colchonetas, mantas, mesita de camping, banquitos, sol de noche, hachas y pala, linterna, garrafa con hornalla, perchas.
Y la carpa. Estructura de caños metálicos, sobretecho de lona y dormitorio.
Todo tenía su lugar en valijas, bolsos de mano y cajas, cajitas y fundas de plástico.
Me dije: - Es cuestión de organizarme al hacer las cosas y avanzar paso a paso y armoniosamente. (¿Dónde escuché antes esto?).
Empecé con firmeza: -Ropa limpia aquí, ropa usada allá. Anahí sacá la muñeca que te la piso al doblar la colchoneta. ¡Pablo, dejá esa botella que no es Seven –Up, es detergente!. ¡Alberto!. No podés doblar el piso de lona de la antecarpa sin guardar el cajón de artículos de limpieza, la espadita de Pablo y las ojotas de Anahí. No, dentro de la conservadora no van las ojotas...
No me empujés Anahí, ya se que querés el Billiken, pero no me acuerdo dónde está en medio de este lío...¡Pablo!, no entierres mis pulseras y el collar de mostacillas que se van a perder.
Este corpiño va acá, en la valija roja. ¿Qué hacen estos caracoles dentro del termo?.
¡No!. La esponjita de acero no va con el short de Alberto, ni las pinturitas en la pelela de Pablo...¿Y que hacen los palitos de la ropa con el libro de Humberto Eco?..
¡¡¡UFA!!!. Yo pongo todo junto en donde quepa...
Mi riguroso sentido del orden, mi criterio analítico y mi espíritu científico languidecían entre la arena de adentro y afuera de la carpa que aumentaba, como aumentaba la oscuridad de los nubarrones en el cielo.
Así empecé a meter cosas en cajas y valijas y cajas y valijas en el Citroen abollado que estaba estacionado estratégicamente frente a la carpa y estúpidamente al lado de un árbol de raíces insolentes. Si no me las tropezaba al poner algo dentro del auto, me las tropezaba cuando salía de él o para volver a la carpa.
Resultado: magullones y puteadas.
Resultado: las medias con el champú, el osito de felpa con mis bikinis y el detergente con los fideos.
Cuando hubo que desarmar la carpa puse cara de entendida.
Cepillamos y doblamos el sobretecho.
Me puse a desmontar los caños de la estructura, articulados y unidos por resortes. Había que encontrar un botoncito, apretarlo y deslizar uno de los caños sobre el otro hasta separarlos.
Había que poner bastante fuerza, me pellizqué tres dedos y se me cayeron sobre el pie izquierdo dos de los caños que había logrado prolijamente desarticular.
Cuando terminamos de meter a presión en el auto todo nuestro equipaje (obviamente equipaje es un modo de decir) estaba sucia y transpirada, cansada y de mal humor.
Fuimos con Anahí a los baños, con jabón y toallas y ¡claro!, la bolsita de los cosméticos.
Una vez allí, confieso que tuve la tentación de zamparme en una ducha y dejar correr el agua sobre mí durante media hora. Pero no había tiempo. La consigna era precisa: salir pronto, lo antes posible para aprovechar en el viaje, todo lo que quedara de luz de día.
Así, me lave como los gatos, me pasé el peine sin insistir en desenredar y ¡eso si! Me pinté un poco para disfrazar la tarde de trabajos forzados.
Supervisé a mi hija cuando se lavaba con la punta de los dedos los dos ojos y salimos apuradas para el auto, donde suponíamos, nos esperaban impacientes Alberto y Pablo.
Suponíamos mal.
No nos esperaban. En realidad esperamos nosotras.
Un buen rato. Digamos media hora.
Al cabo de la cual los irresponsables aparecieron fresquitos, con el pelo aún húmedo, recién bañados y perfumados, listos para iniciar el viaje de retorno.
A las 8 del anochecer gessellino salíamos para Rosario. Salíamos junto ala tormenta de copiosa lluvia, truenos y relámpagos que nos acompañaría la mayor parte del trayecto.
Se acentuó a medida que anochecía se tornó temporal sobre las 11 de la noche. Nos detuvimos a cenar y seguimos.
Cada vez con más viento. Cada vez con lluvia más cerrada.
¿Qué podía suceder?. ¡Lo que sucedió!. ¡Se rompió el limpiaparabrisas...!
Eran las tres de la madrugada.
Pablo dormía sobre los bultos del asiento trasero.
Alberto y yo, con Anahí en medio mirábamos la tormenta.
Al dejar de funcionar el limpiaparabrisas, el agua (diría chorros de manguera, o baldazos, o cortina, o todas esas cosas juntas), caían con la mayor y la más fanática de las fuerzas.
Cuando un vehículo venía en sentido contrario, la luz de los faros nos encandilaba al difundirse en el agua acumulada en el parabrisas, y quedábamos totalmente enceguecidos. Era riesgoso seguir. Pensaba en lo prudente de buscar un refugio y esperar a que amaneciera o a que pasara la lluvia.
Tenía sueño.
Alberto coincidía en lo de buscar un refugio, pero lúcido y despabilado como estaba tenía otros planes: confiaba en arreglar el limpiaparabrisas.
Tengo que aceptar que Alberto tiene talento para las reparaciones. Pero yo era un tanto escéptica respecto al infernal aparatito. No tuve en cuenta su persistencia.
Nos acomodamos en una estación de servicio bajo un alto techo de chapas que crujía con los golpes del viento. Me dije: -No todo es malo, dentro del auto se está confortable y calentita. Me arrebujé para dormir un rato.
Pero Alberto y Anahí estaban exaltados, despiertísimos y además insólitamente alegres. Como disfrutando de una aventura que los mantenía pendientes e interesados. Alberto contó: -Uno, dos, tres...once tornillos. Si saco estos once tornillos queda descubierto el motorcito del limpiaparabrisas y veo qué es lo que anda mal. Cazó entusiasta la valija de herramientas, con lo cual Anahí se corrió y al correrse me incrustó el codo derecho en las costillas y se puso a mirar fascinada las maniobras de su padre. Por supuesto, con su codo en mis costillas. Yo rezongué y me removí en el asiento.
Entonces Alberto que lo percibió, al igual que mi cara de mufa, dijo admonitorio pero cómplice: -No la toqués a mami que está nerviosa y pueden saltarle los tapones.
Ante la afrenta, y pese a estar muerta de sueño decidí reaccionar con dignidad. Abrí parsimoniosamente la puerta, los miré a los dos con profunda reprobación mezclada con asco y salí como una reina ofendida del Citroen abollado.
Me estremeció una ráfaga de viento. Caminé entre los autos y camiones estacionados y encontré un lugar más reparado donde dormían una ovejera gris con su cachorro color canela tendido sobre ella, y el presunto consorte (digo, porque era de color canela) que me miraron silenciosos cuando llegué.
En eso estábamos los cuatro, los perros y yo, pensando en los avatares de la vida, lo contingente de nuestras circunstancias que nos habían unido bajo el techo sacudido de aquella estación de servicio, cuando Alberto empezó a hacer funcionar el arranque ruidosamente, como parte de sus maniobras para reparar el limpiaparabrisas. Hacía un ruido infernal, un estruendo que podía, si no resucitar a un muerto, por lo menos si, despertar violentamente a cualquiera que intentara dormir en varios kilómetros a la redonda. Y había gente que dormía mucho más cerca que eso. Precisamente al ladito. En el interior de la cabina de los camiones que también se habían guarecido de la tormenta en ese galpón.
Me di cuenta cuando vi bajar de un salto, del camión más grandote, a un urso de mirada asesina, feo, peludo y en camiseta. Debía medir dos metros y pesar 200 kilos. Furioso, con una mano se rascaba frenético y en la otra blandía amenazador una llave inglesa.
Cuando estuve convencida de que existía un peligro, bajo forma de rudo camionero perturbado en su descanso, me acerqué displicente al auto y dije con voz estudiadamente neutra: -Hay camioneros enojados porque los despertaste.
Entonces nos fuimos.
Con tormenta y sin limpiaparabrisas.
Avanzando muy despacio. Casi una carreta. Dando bandazos entre lluvia y frío.
Me fui quedando dormida.
Cuando me desperté miré con mi único ojo abierto un espectáculo singular.
Alberto manejaba con una mano y con la otra, con una pinza de mango plástico hacía girar una piecita, que ponía en marcha las escobitas del limpiaparabrisas. Anahí iluminaba con una linterna el lugar preciso donde Alberto insertaba la pinza. Y aprovechando que yo me había despertado, me dieron a sostener un piolín que salía por la ventanilla y en su otro extremo estaba amarrado a una de las escobitas, piolín del cual debía tirar cuando amenazaban detenerse las escobitas.
Así a fuerza de piolín, pinza y linterna avanzamos un trecho más.
Llegamos a otra estación de servicio donde volvía a dormirme.
Al cabo de un rato Alberto me despertó triunfante: -¡Lo arreglé!. ¡Conseguí un alambrito y ya funciona!-. La lluvia había cesado y era de día.
Me dijo: -Voy a tomar un café con leche calentito, ¿vos querés?.
No alcancé a responderle porque volví a dormirme. Pero cuando él volvía ya desayunado me desperté y me di cuenta de que si quería café con leche. Entonces me trajo una taza humeante.
Cuando ya la terminaba, Anahí se despertó, me miró de reojo mientras preguntaba: -¿Qué tomas?. Yo también quiero.
Alberto se quedó en el auto con Pablo dormido y yo bajé a pedir algo para Anahí. Te con leche y galletitas. Cuando Anahí había tomado su te con leche, entró al bar Alberto con Pablo en brazos que también se había despertado.
La señora detrás del mostrador, que nos había visto aparecer y nos había atendido por turnos, preparó una taza. Nos habíamos hecho tan familiares, que cuando sirvió el te con leche de Pablo se lo enfrió soplando y agitando la cucharita en círculos. Casi nos damos un abrazo al despedirnos.
En un mundo tan poco hospitalario fue reconfortante encontrar a alguien con tanta paciencia que no cuestionara nuestra entrada por turnos anárquicos y desorganizados.
Como había amanecido nos dedicamos a mirar por la ventanilla las maravillas del campo.
Miraba distraída cuando recordé que no llevaba los consabidos alfajores de regalo. Este año lo había olvidado. Pensé en subsanar mi olvido comprando en uno de los puestos sobre la ruta alguna cosa que sirviera de recuerdo de vacaciones.
Bajé con Pablo y examinamos con aire prudente y sabio los frascos de mermeladas, dulces y jaleas que exhibía un puesto sobre la ruta. Bueno, casi sobre la ruta. Para llegar debimos saltar dos charcos y meternos en un zanjón. Elegimos en función de criterios astutos e inteligentes: los de más lindo color.
Con la conciencia tranquila y los pies embarrados seguimos camino.
Escuchaba las meditaciones teológicas de Pablo: -¿Quién hizo las vacas?. ¿Quién le dio forma a esa nube?. Y las reflexiones de Alberto: -¿Vieron ese gaucho tomando mate al lado del caballo?. Vestido de gaucho. Si va al galope seguro lleva el termo. Termo con piquito para seguir con la mateada. Los otros termos son incómodos y extranjerizantes. (¡?¡?¡?)
La mañana avanzaba. Si no nos fallaban los cálculos a mediodía estaríamos en casa.
No nos fallaron. A las 12 estábamos en la puerta.
¡Hogar, dulce hogar!. ¡Al fin en casa!.
Después de 16 horas de viaje: un baño, un sandwich y a la cama.
La paz del propio lugar. La calma del sitio al que se pertenece. La serenidad de la casa vacía y solitaria, extrañada en los últimos días, más en las últimas horas, casi hasta la desesperación en los últimos minutos.
Cuando puse la llave, ésta encontró un obstáculo. Otra llave colocada desde adentro.
Entonces llamé timidamente. Digamos al borde del desfallecimiento.
Salió a atendernos mi hermano, alegre, con todas las maripositas y para nada culpable como hubiera debido.
Mi hermano tenía la llave y la consigna de venir a regar las plantas. Y ese día además, y ya que estaba, había venido a hacerse un asadito con toda la familia. Dijo: - Pasen, pasen...¡pero qué sorpresa!. No los esperábamos hasta mañana...Acomódense donde quieran...Hagan como que están en su casa-
La sobremesa fue larga.
No teníamos electricidad, la tormenta a había cortado.
Y no estaban terminados los trabajos de albañilería que habíamos dejado encargados al irnos. Deberíamos ocuparnos de eso.
Pero estábamos en casa.
1982.
1. CUENTO DE UN CUMPLEAÑOS
Tal vez porque marcan el inexorable paso del tiempo transcurrido. Tiempo que llenamos con cosas (tener hijos, escribir libros, plantar malvones). O tiempo que se nos desliza subrepticio y silencioso como una cucaracha, yéndose para no volver jamás.
Lo cierto es que el cumpleaños de mis dos-hijos-dos (nacidos en 12 y 14 de octubre) y la fiesta con que los celebramos, me había llevado a estas reflexiones.
Habíamos invitado a los amiguitos del barrio, compañeros de la escuela y a hijos de nuestros amigos. Un buen número de niños y niñas: pequeñitos deambulando curiosos por las cornisas y explorando incansables desde los resquicios de las paredes a las matas de pasto del jardín, pasando por la minuciosa exploración de los juguetes de la mesa de regalos, las galletitas y saladitos de los platos y la de sus propias orejas, dedos, cabellos y demás.
Niños y niñas medianos, desplegando más actividad que la imaginable. (Al menos más que la imaginable para esos candidatos de Pami que venimos a ser los adultos).
Y niños y niñas casi adolescentes, requetesabiondos, un poco pedantes, muy, pero muy de vuelta de lo que son las fiestitas infantiles.
Recordando las fiestas anteriores y dejándome llevar, me remontaba a años atrás, momento de los respectivos nacimientos, cuando sentí que podía llegar a ponerme muy, muy nostálgica.
Presentí un grave riesgo. Era como una tormenta que se iba preparando. Veía formarse los nubarrones negros, cargadas panzas de agua, subiendo desde el horizonte y copando el cielo.
¡Lo que se venía!
Si mis reflexiones avanzaban y mi nostalgia también la cosa podía llegar a ser muy dura.
Entonces cuando ya estaba en el borde, un poco moqueando por tantas cosas, tantos recuerdos, tantos anhelos, él, que llega al dormitorio y me pregunta: -¿Te pasa algo?.
¿Cómo explicar?. ¿Cómo explicar lo que una no se explica fácilmente ni a sí misma?. Entonces encontré una salida digna y le respondí: - Es el dolor de garganta - Que siempre viene bien para no sentirse ridícula en esos casos.
Así pues, me senté en la cama, me sacudí la nostalgia y me puse a escribir. Es lo que hice en vez de llorar por dos meses seguidos por el paso del tiempo, los bebés que se hacen grandes y el tiempo que pasa. Y salió ésto.
Había estado preparando la fiesta los últimos días. Muchas corridas, muchos detalles, mucho cansancio. Esa mañana completamos lo que faltaba: el arreglo final de las dos tortas. La de Anahí: el cuento de Hansel y Gretel con los personajes junto a la casita de chocolate. La de Pablo: dos gusanitos en medio de un jardín de flores y confites coloridos.
Cuando llegó el momento vestí y peiné a los chicos, cargamos las cosas en el auto y fuimos al club donde se haría la fiesta.
Anahí estaba radiante. Pablo más que emocionado.
Yo recordaba mis cumpleaños y que de niña, cada uno era ocasión de angustia. Yo no quería cumplir años porque no quería crecer. Eso y hasta ahí, era lo que podía decir. Había otra razón que nunca pude poner en palabras. Yo no quería crecer porque no quería que pasara el tiempo. No aceptaba las pérdidas que podía suponer, sobrevendrían.
Pero ese era mi secreto, y cuando me preguntaban la razón por la cual no deseaba cumplir años, pese a lo seductor de fiestas y regalos, al ocultar mi secreto, claro, los argumentos que daba resultaban un tanto pobres.
Me consolaban prometiéndome pesarme en una balanza con sal. Según el mito, a los niños a los que se pesaba en una balanza con sal, no crecían. Yo fingía creerlo y hasta el año siguiente escondía la angustia.
Recordé todo esto cuando Pablo desapareció de la sala que acabábamos de adornar. Lo habíamos descolgado de una rama en la que se balanceaba como un mono. Luego lo perdimos de vista. Buscamos por todos lados. En uno de los patios había un gran cartel: Prohibido jugar al fútbol. Pablo no estaba.
En otro de los patios, el de los árboles y la tierra removida. Pablo no estaba.
Apareció escondido en el baño, agarrado a su pelota nueva y con cara de pocos amigos. Dijo que era porque lo habíamos descolgado del árbol en el que jugaba a ser Tarzán. ¿Habrá sido por eso?. ¡Quién sabe...!
Los chicos empezaron a llegar. Uno, dos... después todos juntos, en malón. No faltaron ni los aullidos con que, según las crónicas, entraban al galope, espantando a los cristianos, mientras arrasaban casas y haciendas. Impacto psicológico que le dicen.
¿Pueden imaginarse como pueden jugar y relacionarse unos 50 chicos de entre 2 y 14 años en ocasión de una fiesta de cumpleaños?
Los chicos más grandes se organizaron en un partido de pelota debajo del cartel que decía: Prohibido jugar al fútbol.
Las nenas, adorables con sus vestidos de moños y alforcitas entraron a empujarse y atropellarse hasta que decidieron jugar a revolear a la mía, tomándola de brazos y piernas. Anahí, primorosa en su vestidito celeste estampado con flores, sandalias al tono y un lacito en el cabello, que juro que estaba perfectamente desenredado, liso y brillante cuando llegamos, iba y venía por los aires en manos de sus compañeras. Ya se había sacado los zapatos, su pelo caía desmadejado y suelto, el lacito olvidado en algún recóndito rincón.
Pablo, por su lado, jugaba en la tierra removida del otro patio, a que era un astronauta como los de Galáctica, llegando a otro planeta, y recogía muestras del suelo que guardaba cuidadosamente en los bolsillos de su camisa inmaculada. Como llegaba un marciano debía tirarse de panza al suelo y deslizarse así para no ser descubierto.
Dos de los varones medianos jugaban a Kung-Fu y se repartían tortazos y puntapiés mientras otro les tiraba nísperos de una rama a su alcance.
Un grupo de madres observaban impávidas, más bien acostumbradas. Un grupúsculo mínimo de padres ponía cara de circunstancias, que en este caso viene a ser cara de sacrificados.
Una niñita muy dulce, de apenas unos 2 años hacía pis encima del zapato de un padre (no del suyo, de otro padre) que cuando se dio cuenta, me miró ¿¡a mi ¡? con profunda reprobación, como si yo tuviera algo que ver.
Los chicos derramaban jugo, se tiraban maníes y preguntaban cuando íbamos a cortar la torta.
En eso estábamos cuando llegó la animadora.
Yo la había contratado por teléfono y así, por teléfono, ella me había explicado que haría una función de títeres y luego organizaría juegos con música.
La animadora era una rubia tipo Bo Derek pero más opulenta.
Bueno, la Bo Derek era hermosa. Y alta. Y rubia.
El sueño erótico de cada uno de los varones presentes.
¡Era la mina!.
Es muy posible que tuviera 15 kilos más que yo. Pero es seguro que además tenía 15 años menos.
Dió una función de títeres en que todos los chiquitos se engancharon viendo las alternativas de un payasito que durante todo el tiempo estuvo por ser atacado por un león. Cuando el león aparecía se inquietaban y gritaban avisando al héroe para prevenirlo y salvarlo.
Los chicos más grandes, que formaban una patota que estaba en la pesada, le indicaban sobradores al león: “-¡Comételo, reventalo, hacelo pomada!-“
Después que el héroe y el león desaparecieron tras la cortinita apareció Bo Derek. Se había vestido de nena con una pollerita muy corta, que apenas cubría las puntillas de su ropa interior. Se había hecho dos colitas con el pelo, puesto dos grandes moños y pintado pecas.
Su sorpresiva aparición provocó impacto. La mirada de los padres presentes brilló. Conozco ese brillo. Creí ver que los colmillos de algunos crecieron levemente.
Después vinieron los juegos, en que una zorra corría a los pollitos. A la voz de mando, los angelitos se largaban a la carrera por el patio. Las madres desprevenidas que quedaban en el camino, caían en la estampida y eran cruelmente pisoteadas. Yo tuve la precaución de pegarme aterrada a las paredes, mientras miraba pasar despavorida a la horda, por lugares en los que jamás volvería a crecer el pasto.
Luego de un rato de corridas se sentaron a cantar bajo uno de los árboles: “_ Pulgarcito, Pulgarcito ¿dónde estás?, ¡dónde estás?... Una de las madres dijo arrobada: “- ¡Hija escuchá!. ¡Nuestra canción!- ”.
Otra vino a preguntarme de dónde había sacado esa cara (se refería a mi cara de cansancio). Y de dónde había sacado esa descarada de pollerita corta. Que podía recomendarme para el próximo cumpleaños otra animadora fea y narigona, que aunque aburriera a los chicos no tuviera TAN entretenidos a los padres.
Bueno, llego la hora de cortar la torta.
Bo Derek me ayudó a distribuir los trozos de la torta y a repartir los globos, y luego se fue a cambiar.
Uno de los padres me felicitaba por mi gusto en elegir tal animadora. Otro me decía que tenía intenciones de contratarla para su propio cumpleaños, pero que, eso si, no invitaría a nadie. Sería un cumpleaños muy privado.
La animadora salió cambiada y preguntó quién podía acercarla a su zona. Mi marido dijo con aire inocente que él podía llevarla. No registró mi mirada de odio y los dos partieron.
Los niños, en su mayoría, habían desaparecido tan rápidamente como habían llegado, dejando desolados los campos verdes.
Quedaban unos pocos que jugaban a tirarse puñados de tierra y a saltar por las ventanas.
Dos se organizaron en un juego de ping-pong y los más chiquitos armaban rompecabezas.
Cuando mi esposo volvió quiso jugar al ping-pong con otro de los padres, y para poder hacerlo, sacaron a los chicos de la mesa a empujones. Yo protesté enérgicamente por el atropello, pero los niños ya se habían ido al sector del patio con tierra removida, donde jugaban a hacer cavernas en las que se escondían.
La madre de uno de ellos me decía comprensiva: “- La infancia es la infancia...Que jueguen si quieren, que el tiempo pasa pronto...-” con voz profunda y sabia, mientras un cascote nos pasaba cerca y otro de los nenes ensartaba un sándwich de choclo en el picaporte.
Finalmente, muy finalmente, el ambiente se fue apagando y pudimos volver. El color de la camisa de Pablo era de un simpático pero indefinido marrón sucio.
Anahí había perdido su señorío, su dignidad inicial y la cinta del pelo.
Estábamos cansados, pero no puedo decir que descontentos. Además traíamos una caja colmada de juguetes. Muñecas, autitos, libros de cuentos, jueguitos de cocina, también de tocador. Un Ludo, un camión de bomberos, dos rompecabezas y mil cosas más. Todas hermosas.
Lo que yo hubiera deseado en ese momento: echar a mi marido y a los chicos y sentarme en el suelo a jugar con todos esos chiches nuevos.
1981
CUENTOS CON CHICOS PARA GRANDES
PRESENTACION
Los menudos horrores “kafkianos” de la vida familiar cotidiana en los “Cuentos con chicos, para grandes”, de María del Carmen Marini.