1 dic 2020

9. CUENTO AGRIO

               Tortitas negras, medialunas, zepelines.
               Tortitas negras, medialunas, zepelines.
               Tortitas negras, medialunas, zepelines.
               Tortitas negras para Alberto, medialunas que le gustan a Anahí y zepelines de dulce de leche me pide Pablo. ¡Ah!. Y mi vieja me encargó pan integral y hoy almuerza con nosotros.
               ¡Qué complicado es ir a comprar el pan, que en vez del pan se convierte en esta catarata de nombres que tengo que recordar sin olvidarme de ninguno. Se me arma kilombo, tengo que hacer malabares para cumplir con todo. A las 11 tengo un turno. Espero no cruzarme con el paciente cuando vuelva con la bolsa de pan. Ya bastante me aguanta con vaqueros (Prenda fantástica si las hay, porque no se le notan las manchas de deditos, como comprobé cuando Anahí gateaba). Si además me ve haciendo las compras, en vez de estar estudiando  “El yo y el ello”, se va a poner a pensar en qué manos está. ¿Y en que manos está?.
              
               Malabares me hace pensar en abalorios. En “El juego de abalorios”, Herman Hesse tiene un escrito, “Existencia Hindú”, que es un cuento circular, me decía mi amigo poeta en la charla de El Cairo. En el cuento circular, el final engarza con el principio, vuelve a la misma escena, cierra el ciclo y deja la posibilidad de que todo no haya transcurrido más que en la mente del lector. ¡La puta!. Me hace pensar en el eterno retorno de Nietszche. Al que no conozco es a Proust y su “Búsqueda del tiempo perdido”. ¿Tendrá que ver?. Aunque tras el que yo ando es el tiempo encontrado...
               Tiempo circular, tiempo perdido, tiempo encontrado...Le voy a preguntar, siempre sabe de obras y autores.
               Pero... a estos intelectuales no se sabe cómo tomarlos, porque también decía que mis cuentos eran kafkianos por la cuota de absurdos. ¿Kafkianos?. Yo solo cuento lo que me pasa. Si a a veces los relatos son extraños y sarcásticos...pues ha de ser porque soy tan melancólica que si escribiera en serio, terminaría inundando las hojas que quedarían hechas una porquería húmeda y amocosada.
               ¡Kafkianos!. ¡Qué ganas de complicar las cosas y buscar segundos sentidos a lo que es diáfano y transparente!.
               Como aquel otro que decía que mis dibujos eran deliberadamente ingenuos, de línea intencionadamente infantil. Yo juro que los hice lo mejor que pude para que ilustraran mi libro. Si salieron así, fue sin premeditación. Ha de ser porque no soy Goya, ni Caloi.
 
               Tortitas negras, medialunas, zepelines. Dos de cada uno y cuatro pancitos de esos. Lo digo rápido para asegurarme que no me olvido. ¡Ah!. Y un casero. Se me escapaba lo más importante, porque es un pan gordo que dura mucho. Mañana ya tengo pan, no necesito salir a comprar porque éste aguanta.
               Once menos cuarto. ¡Llegaré a tiempo para mi paciente triste?. Tengo que pasar a buscar el cuaderno de Catecismo de María Laura para llevárselo a Anahí que faltó la última clase. Y tengo que buscar en el Eclesiastés (*) el escrito sobre el tiempo que vi en la Abadía y quiero releer.
               ¿Cómo le resultará a Anahí hacer las clases de Catecismo?. Tendría que haber venido ella a buscar el  cuaderno de su compañera, pero todavía no la dejamos cruzar calle Mendoza.
               Cuando yo era chica creía que el único pecado era decir malas palabras. Como mi mamá si las decía, me imaginaba que ella se iba a ir al infierno, mientras mi papá y yo, que no éramos mal hablados, iríamos al cielo y viviríamos eternamente juntos en el paraíso. Fantasías edípicas que le dicen. Porque decirle fantasías “eléctricas” no me suena.
               ¿Qué va a pasar con Anahí si nosotros no cumplimos los preceptos?, le pregunté a Joaquín, el párroco. Por supuesto, no sabía.
               Y qué va a pasar cuando sepan que nuestra hija va a la Iglesia, con los amigos agnósticos, escépticos e iconoclastas?.
               ¡Bah!. Me importa un huevo.
               Apenas puedo hacerme cargo de mis contradicciones, y voy a ponerme a hacerme cargo de lo que digan los demás...
               Al fin, todos estamos buscando algo a lo cual adherir. He conocido dogmáticos católicos. Pero he conocido dogmáticos marxistas, lacanianos y peronistas y todos me rompen las bolas por igual.
 
               Cuando voy a cruzar Mendoza se me tira un auto encima. Pienso que realmente no es exceso de cautela tratar que Anahí no cruce sola todavía.
               Se va a internar en los misterios de la teología y no conviene que cruce Mendoza. ¡Qué cosa más loca!.
               La pibita de la esquina de Avellaneda pide a los automovilistas aprovechando el semáforo. Se escurre entre un paragolpes y otro y se para frente a las ventanillas cerradas. La llamo, y para que me escuche le doy unas monedas. Entonces le digo, no que no cruce entre los autos (sería mucho pedir a quien está necesitada), sino le digo que tenga mucho cuidado con los autos que se lanzan como animales. Me queda por decirle, ahora tendrá 7 años, que dentro de poco deberá seguir teniendo cuidado con los autos, pero que además deberá tener cuidado con los hombres que manejan esos autos, con los otros hombres, con la cana –que está armada y anda suelta- por si acaso..., con la vida.
               Tengo que apurarme. Después del paciente, el trámite de OSPLAD para mi vieja y acordarme de que hoy Pablo tiene turno con la dentista, primera vez. Me pidió una capa hasta el suelo, con lentejuelas dice. Y guantes y botas para vestirse como Luke Skywalker en “El regreso del Jedi”. Cada vez que nos cruzamos me pregunta si ya se la terminé.
               Dejo el pan, le alcanzo el cuaderno de Catecismo a Anahí y atiendo a mi dubitativo triste que empieza: -Si le dijera que me va mal, sería fanfarrón-.
               ¡Ah perfecto!. ¡El día pinta espléndido!.
               Elena faltó, así que tuve que hacer yo las compras. A mi paciente de las once le va peor y la dentista le va a poner el torno a mi retoño de ombú, a mi único hijo  varón, que además me chantajea con que le haga pronto una capa hasta el suelo.
               Dan ganas de putear.
               ¿Qué dice el Eclesiastés que hay tiempo para todo?.
               No hay tiempo para nada. Dan ganas de putear.
               La primera mala palabra que dije fue joder (¿?). Ahora ya no me parece TAN mala palabra. Estaba en quinto año del secundario y me salió tan rara, que Ochi, mi compañera de banco dijo que parecía Nat King Cole en castellano.
               Y la ultima que aprendí a decir y que es de lo más desfachatada es coger. Todavía no me sale muy bien. La palabra digo.
               En cambio el Pablo (es “el” Pablo) putea con una fluidez, con una soltura, con una armonía, que resulta casi poético.
               No hay caso, ciertas cosas hay que aprenderla de chico. Después ya no es lo mismo.
 
               Al fin yo creo que sobre tiempos, no coincido con el Eclesiastés, y si con el Bergman de “Fanny y Alexander”, cuando sobre el final ese personaje dice: - Si nos quitan los subterfugios que nos damos para vivir perdemos la razón...Si el tiempo que va desde el nacimiento hasta que somos viejos, y que creíamos que era el tiempo más importante, pasa tan fugaz y ya tenemos la muerte encima...entonces amemos, amemos que es lo mejor que podemos hacer.
               Y también siento mío ese tiempo circular del que él hablaba, que nos trae mágicamente el pasado, o que mete el pasado en el presente y logra que no sepamos si es ayer u hoy.
               Total...seguiremos excluidos del misterio como siempre. Podremos tener una actitud más contemplativa o más activa, pero ¿quién nos garantiza que cambiamos de lugar?.
               Yo he sentido que viajaba más cuando dejaba mi cara de nada, mi cara de estar escuchando y me sumergía en mis propias reflexiones, más de lo que es capaz de trasladarme Aerolíneas o Air France.
               Hay ocasiones que facilitan eso de dejar la cara de nada y tomármela detrás del hilo de mis locos pensamientos. Son ocasiones especiales, en que una puede estar en silencio. Por ejemplo, acompañando a Misa a Anahí. O en las clases de epistemología (¿qué cuernos es eso?) de Raúl  S.. Yo pagaba en dólares cada clase para hacer como que oía, y me daba una oportunidad tramposa para poder pensar sin interrupciones las cosas que necesitaba pensar.
               Creo que las ideas más brillantes que pude acuñar, los descubrimientos más sutiles, los razonamientos más elaborados y las decisiones más inteligentes las he podido hacer surgir de mí, dejando mi cara de escuchar y tomándomelas a algún recoveco interior, en medio de un Ofertorio, cuando el ruido de la gente al moverse me indicaba que había que arrodillarse, o en medio de alguna de las clases de Raúl.
               Si, ya se. ¿Qué hubiera pasado si en ese momento me interpelaban?. ...Y, siempre hay recursos. Por ejemplo: -No tengo tomada posición al respecto...Deben sedimentarse las cosas que he pensado hasta ahora...Estuve siguiendo la exposición, pero no veo claro...
               También puedo ausentarme, irme a mi mundo de adentro cuando voy a comprar pan.
               Comprar pan es compatible, pero no si se me complica con otras cosas (Tortitas negras, medialunas, zepelines) en las que tengo que gastar atención, en vez de en mis propios  pensamientos.
               A veces esos viajes por dentro se ponen peligrosos cuando nos llevan muy lejos. No vaya a suceder lo que le pasó a Lili, que enfrascada en lo suyo, se acercó a la ventanilla de la Estación, y en vez de pedir un boleto a Perez dijo: -Deme un Particulares cortos. Y el empleado quedó con las neuronas crispadas como para que lo atendiera Matera.
 
               Y hay maneras y maneras de comprar, boletos, cigarrillos y otras cosas.
               Yo voy y compro: un casero, un pollo y una planta de lechuga.
               Y los pongo en la bolsa mientras sigo pensando en las lentejuelas de la capa, en la orden de OSPLAD y en el tiempo circular, para decidir si me gusta más el de Bergman, el del Eclesiastés o el de Herman Hesse.
               Pero hay quienes no. Mi prima por ejemplo. Nononononononó... Ella va y dice: -Un pan fresquito, no muy tostado, ni tan blanco. Ese gordo no, que tiene mucha miga. Y ese de los crostones tampoco, que no me gusta. ¡Ese!. Ese que está justo ahí (debajo de todos los otros).
               Bueno, y para llevarse un pollo toda una historia. Un pollo de dos kilos justos. No tan amarillo que trae mucha grasa ¿no tiene uno más flaco?...pero que sea tierno. ¿no estará criado con hormonas, no?. Y ya que está, los menudos, que los hago con arroz...
               Y para una lechuga, juro, elige entre las distintas plantas, como quien elige escuela para los hijos, descarta una muy arrepollada, otra muy verde, otra muy blanca. Y luego se va con su compra como quien hubiera hallado pepitas de oro. Es un martirio ir con ella al Supermercado porque además habla todo el tiempo. Y con ello, como exige que la escuche, no me deja hablar conmigo misma, es decir pensar.
 
               Y sin embargo...a veces también comprando se escuchan cosas... Como cuando esperaba mi turno junto a otros y ella (87 años, pelo blanco) hacía bromas y charlaba con todos. Hasta con los que estábamos metidos dentro de nuestras circunvoluciones cerebrales, hasta a los que se agitaban impacientes zapateando y resoplando por la espera, hasta a los que miraban de reticentes con cara de culo. Ella (87 años, ojos claros) comentaba cosas, largaba chascarrillos muy andaluces, y cuando le tocó el turno charló con la dueña mientras la atendía. Y cuando iba yéndose nos tiró una frase (87 años, voz alegre), una frase que yo conocía. Que yo había escuchado muchas veces, pero que solo esa vez oí.
               Solo dijo: -Saber vivir es la clave, que vivir cualquiera sabe.
               Y...para saber, pregunto yo ¿dónde es que dan los cursos?.
1984
 
(*)ECLESIASTES
               Hay un tiempo para cada cosa y un momento para hacerla bajo el cielo.
               Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y tiempo para arrancar lo plantado.
               Un tiempo para dar muerte y un tiempo para sanar; un tiempo para destruir y un tiempo para construir.
               Un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para los lamentos y otro para las danzas.
               Un tiempo para lanzar piedras y otro para recogerlas; un tiempo para abrazar y otro para abstenerse de hacerlo.
               Un tiempo para buscar y otro para perder; un tiempo para guardar y otro para tirar afuera.
               Un tiempo para rasgar y otro para coser; un tiempo para callarse y otro para hablar.
               Un tiempo para amar y otro para odiar; un tiempo para la guerra y otro para la paz.

8. HISTORIA DEL TRACTOR SOBRE EL PECHO

                ...Porque al fin y al cabo, si a la angustia todos la describimos más o menos de la misma forma..., y..., ha de ser porque la sentimos igual.
               Hay algo reconfortante en eso.
               Como cuando era chica y descubría que el papá de una nueva amiga también era de Huracán, o la mamá le compraba al mismo lechero. Era como estar más cerca, como conocerla mejor, como poder confiar más.
               Por eso, escuchar hablar de lo que yo llamaba el tractor sobre el pecho, para referirse a eso con otros nombres, como la viga en el corazón, o una losa que no deja respirar y que infaltablemente está allí al despertar, además de darme una sensación de complicidad reconfortante, me confirmaba en ciertas certezas, me proveía de una sabiduría a rajacincha. Más allá de los textos de psicología profunda.
               Así, charlando con la gente fui pudiendo extraer algunas conclusiones que les cuento por si sirven: 1- La angustia se siente así (viga, tractor, mole). 2- Todos pueden sentirla, independientemente de sexo, edad, credo, raza o ideología. (O sea, la angustia es esencialmente democrática, y a todos puede sacudirnos un garrotazo en cualquier momento). 3- Suele intensificarse en momentos de cambio, crisis o crecimiento varios.
 
               Algo de eso (viga, tractor, mole) creo que es lo que sentía Juanjo la mañana que salíamos de vacaciones. Juanjo es el íntimo amigo de mis hijos. El vecino que vuelve a su casa para dormir, porque todavía no se anima a quedarse. Que tiene a esa como residencia alternativa, pero que en realidad, en donde pasa sus días, peleando, jugando, comiendo y bañándose, es en nuestra casa y con mis chicos.
               Y como mis chicos se iban de vacaciones, estaba echado allí, en un sillón, envuelto en una manta, iluminado por el sol que atravesaba los vidrios color caramelo y lo envolvía en una luz rojiza, que no conseguía ni despertarlo del todo, ni quitarle la tristeza.
               Percibí esa tristeza, que era más que tristeza, porque a los 8 años los amigos empiezan a ser tan importantes, 15 días son una eternidad de tiempo, y Córdoba se puede pensar tan remota como Gobi, Katmandú o Tasmania (puesta a elegir lugares exóticos). Así que Juanjo angustiado fue lo último que  despedimos cuando salimos de vacaciones.
               Al rato nos habíamos olvidado un poco de él,  porque la mañana soleada en la ruta era nuestra,  porque las sierras, la peperina y los burritos nos esperaban. Y porque por suerte una  puede olvidar. Pero la imagen volvería varias veces.
              
               Córdoba, hermosa como siempre con sus caminos sinuosos. Y en el camping, nosotros, un poco más viejos, montando la estructura, amontonando los bolsos y haciendo la zanja, que alrededor de la carpa nos protegería de las inundaciones.
               Yo me juraba a mi misma (como todos los años), mientras le daba con el hacha primero y con la pala después, a la tierra dura de la pintoresca Córdoba: -Nunca más, nunca más. Si no me juran que vamos a un hotel cinco estrellas, conmigo no cuenten. Y seguía haciendo la zanja. Justo antes de la hernia de disco y el infarto, paraba.
               Ibamos haciendo postas, de modo que antes de morir, largábamos y otro tomaba las herramientas y seguía, hasta que todo quedó montado, zanjeado y a punto, para empezar las vacaciones.
               Una zambullida en el lago que tiene diferentes colores, según la luz se refleje en él, y pesca para los varones, que jamás consiguen más que frustraciones, pero persisten heroicos, caña en mano, como cruzados medievales, sosteniendo la espada flamígera de las reivindicaciones masculinas.
 
               Uno de los paseos fue al Torreón, que todas las veces visitamos y que ésta vez conquisté del todo, cabalmente. Porque años anteriores, yo me había metido por los pasadizos, había recorrido el laberinto y había subido a la torre hasta donde mi prudencia me permitía, que era justo, justo, un tramo antes del final. Ese tramo tenía que hacerlo en una escala de hierros empotrados en la pared, por la cual trepar como un mono.
               Los que son ágiles y diestros en el uso de su cuerpo, no entenderán tantos escrúpulos para subir por esa escala, que al fin, no es distinta de tantas otras. Los que son como yo, si entenderán. Entenderán las vacilaciones que pasan por decirse: -Si subo y me caigo, me hago percha. Si no subo y me quedo con las ganas, me voy a decir boluda por el resto de mi vida. ¿Subo o no subo?-.
               Entenderán el miedo previo, el sudor frío y la gloria de alcanzar las alturas. Porque este año si. Con mi hija. Subimos por la escala. Llegamos a la cúspide. Miramos el paisaje. Nos sacamos fotos que testimoniaran nuestra valentía.
               Una vez abajo ella me dijo: -Me temblaban las rodillas y creí que iba a caerme...¡Qué miedo tuve má...!. ¡Pero, que suerte que subimos!-.
               Yo contesté escueta: -Se puede subir cuando una es suficientemente grande. Cuando se creció-.
               Lo que no dije es que quien más había crecido, había sido yo.
               Por supuesto, cuando contábamos el hecho, bostezábamos con displicencia, nos sacudíamos una pelusita imaginaria y fingíamos indiferencia. Como si conquistar la cima del Everest fuera cosa cotidiana para nosotras.
 
               En el camping, un grupo de chicos de la carpa vecina empezaron a jugar con los nuestros.
               Tardé varios días en reconocerlos a todos.
               De los padres solo puedo decir que debían tener un gran sentido del humor. Un enorme sentido del humor. Porque los chicos eran cinco. Tres varones caballerosos y dos gentiles damitas.
               La rubiecita de ojos claros, Barbarella, se parecía a los dibujitos de las estampas de libros de cuentos. Preciosa con sus rulos suaves y la mirada tan diáfana.
               Cuando fuimos con ellos a La Cumbrecita, yo caminaba con Barbarella hacia la confitería Lizbeth, y anticipando el momento le pregunté: -Y...¿vamos a comer ricas tortas?-.
               Ella respondió: -No, porque me da cagadera-.
               De ahí en más, abrí los ojos y cerré la boca, porque advertí tardiamente que las niñitas rubias de aspecto angelical, ya no vienen como antes.
               La madre supo preguntarme, mientras la observaba de reojo, cuáles eran esas civilizaciones donde a las niñas se las podía casar a los tres años.
               La más pequeñita, Fofi, siempre se las arreglaba para estar parapetada detrás de una capa de tierra. No importaba cuan diligentemente se la hubiera bañado, peinado y perfumado segundos antes. Ella se sentaba en el suelo y entraba a hacer túneles y fortalezas y en menos que canta un gallo ¡zaz!, había un pegote polvoriento detrás del cual podía suponerse que estaba la Fofi, eso si, siempre sonriente.
               De los varones, Seba, el mayor que era tan educado y responsable se hizo amigo de Anahí, que a mi pesar también es tan educada  y responsable.
               Con la mamá de Seba coincidíamos en que ambos (él y Anahí) eran hijos como para lucirse, hijos tan bien hechos que parecían for export. Debía ser por su condición de mayores que se los veía tan sensatos.
               Yo creo tanto en el juicio de Anahí y respeto sus opiniones de tal modo que es mi consultora en todo tipo de asuntos. Es la primera que lee mis mamotretos y sugiere y corrige y apuntala. Por ahí me pregunto si no es demasiada exigencia para una niña, pero confío en ella porque es serena y reflexiva y tan adulta que parece mi madre.
               Con Pablo otro es el cantar. Cuando al mediodía almorzábamos todos juntos y lo veía recoger el puré con el hueso de la pata del pollo, en vez de usar tenedor, y chuparlo y relamerse, me sentí discretamente avergonzada.
               Me decía en ese momento: -¿Cómo, con qué cara podía haber dado yo cursos en la Escuela para Padres?. (¡Ah!. Claro, en aquel tiempo yo tenía la sabiduría de los manuales, no tenía aún hijos y por tanto la ignorancia ilustrada me hacía omnipotente!).
               Pensaba en ésto, mientras Pablo le daba lengüetazos, al mejor estilo, al puré del huesito, en el comedor pituco de Belgrano con tanta gente refinada alrededor.
 
               Bueno, los chicos se llevaban bastante bien, salvo Pablo y Barbarella, minuciosamente ocupados en pelear. Me puse en medio varias veces, tratando de explicarle a mi retoño de ombú, que a las niñitas rubias hay que tratarlas con delicadeza, mientras tanto, ellos se pateaban fervorosamenete y me empujaban a un lado para poder agarrarse mejor de los pelos.
               Fuera de estas escaramuzas, todos los integrantes de la patota hacían excursiones dentro del camping y algún paseo muy lindo a un barco hundido.
               Por primera vez mis chicos jugaban con un grupo así. Salían a caminar, se quedaban charlando hasta tarde, se sentaban a dibujar. Yo los veía andar juntos, compartiendo cosas, y a la noche, cuando ellos quedaban conversando me adormecía hasta escuchar: -Hasta mañana Anahí.- con que invariablemente Seba se despedía después de acompañarla hasta la puerta de la carpa.
 
               Pero las vacaciones tan cortas se terminaron.
               La mañana que nos despedíamos me pareció notar algo en Seba. Tenía una carita triste, triste...No nos miraba casi y le costó decirnos chau.
               Me acordé que hacía poco había vivido algo parecido. ¿Cuándo?. ¡Ah, si...!. Fue cuando salíamos de Rosario y nos despedíamos de Juanjo...
               Porque la expresión de Seba era parecida...Y claro, a los 10 años, los amigos son tan importantes, para las próximas vacaciones falta tanto, y Rosario queda tan lejos de Buenos Aires, que es como decir Gobi, Katmandú o Tasmania...
               Y ese dolor que creí adivinar en Seba me hizo pensar en eso, que los que saben llaman angustia pero que yo describo como el tractor en el pecho.
               Recordé a Janus Korzack cuando dice: “...los niños lloran más, no porque sean más llorones, sino porque sienten más hondo y sufren más”.
               Y que como escribe Benedetti: “...no seamos sectarios, la infancia es a veces el paraíso perdido, pero a veces es un infierno de mierda”. (Por ejemplo, cuando se han de perder amigos recién encontrados en una vacaciones, en Córdoba).
 
               Porque es cierto que vivir es ir ganando y perdiendo cosas...y yo que parezco adulta, que debería saber de estas cosas, me encontré preguntándome: ¿Se acostumbrará una, alguna vez al dolor de perder?. Digo...si una se hace vieja y sabia, ¿se acostumbrará una al tractor en el pecho, hasta que pese menos?.
1984

7. EN BUSCA DE LAS ALAS PERDIDAS

               Todo empezó con Luis.
               Porque yo nunca les hablé de Luis.
               Es mi primo. Y el primer hombre que durmió conmigo.
               Solo que en aquel entonces tendría unos 5 años.
               A mi no me causó mucha gracia que mi mamá lo acomodara en mi cama. Creo que desconfiaba un poco de lo que sería la estadía en mi casa de ese intruso. Luego supe que tenía razón en desconfiar. Por los efectos de lo que sería ese encuentro y los que siguieron.
               Lo habían traído porque su hermanita tenía varicela. Para evitar que se contagiara. El no se contagió de la varicela. Pero me contagió a mí. De audacia, fantasía, irreverencia y temeridad.
               Yo era una nena que jugaba con las muñecas, vestía polleritas con enagua almidonada, pedía permiso para levantarme de la mesa, decía salud si alguien estornudaba y pedía las cosas por favor.
               Además les cedía el asiento a las viejitas, me callaba cuando los grandes hablaban y jamás decía palabrotas. Un verdadero modelito. De boluda.
               Luis era un reo. Un Huckelberry Find del subdesarrollo. Vivía en el barrio del abasto. Andaba solo por la calle, desde el corralón del padre a la casa de su abuela.
               Tenía una patota que se agarraba a las pedradas con la de la otra cuadra. O en la que se combinaban para distraer al kiosquero, y así robarle los carambones Lerithier.
               El era ágil, rápido, travieso y fabulador.
               Contaba historias imaginarias como si fueran reales y hacía que la realidad pareciera un juego de imaginación.
               No conocía el respeto por la sagrada autoridad de los adultos, y siempre estaba dispuesto a correr riesgos, descubrir cosas, meterse donde debía y donde no debía por puro gusto.
               Me hizo conocer recovecos del parque independencia, subiendo a la Montañita, no por el camino principal, sino por atajos en donde nos sentíamos valerosos alpinistas.
               Me mostró las maravillas de las barrancas, donde podíamos jugar a los exploradores, en la zona del Parque de la Ancianidad.
               Me llevó a las Quebradas del Saladillo, en donde nos zambullíamos en las fosas más profundas y saltábamos al agua desde las cornisas más altas, con el delicioso placer de hacer algo peligroso.
               Con él, yo me animaba.
 
               Un 1º de Mayo, como su padre no usaba la jardinera para el reparto, me vino a buscar para dar una vuelta en el percherón. En pelo no más.
               Lo dejó atado en la puerta de calle del departamento donde yo vivía. Era en calle Córdoba al 3.900. Pasaban autos, ómnibus, tranvías, camiones y motocicletas, y ese día, doy fe, los conductores miraban el matungo atado a mi puerta, como no pudiendo creer, con los ojos abiertos como huevos fritos.
               Otra vez, años más tarde, me llevó desde mi casa hasta la mismísima Facultad, en pleno centro y que en aquel tiempo era refinada, en el caño de su bicicleta y pedaleando como un descosido. Para devolver el gesto de asombro de la gente atildada que nos veía llegar pusimos la cara de nada  más rotunda que nos salió. Confieso que me dolió el traste una semana, pero valió la pena.
               La que me parecía fantástica era su capacidad de hacer lo que se le daba la gana. El suyo además, siempre fue un mal contagioso: reírse. Yo sabía que estando con él, íbamos a encontrar de qué reírnos. Al fin, nos complementábamos: él tenía la decisión de hacer lo que a mi se me ocurría y no me atrevía.
                Al fin era como un realizador de fantasías...Los temerosos nos quedamos sentando cabeza y pavimentándonos el alma...El es la clase de loco que nos reivindica.
              
               Luego vinieron con la juventud paseos más calmos. Yo lo llevaba al Museo Estevez, para que conociera a cabecita de Venus de 300 años a. C., y los tapices, y los gobelinos, y las piezas de jade y el “Jonás saliendo del vientre de la ballena”, antes de que se lo afanaran.
               También me acuerdo que vimos juntos “El rehén”, antes de que el clan Stivel se separara, y estaban todos, Bárbara Mujica, Marilina Ross, Emilio Alfaro, Norma Aleandro...y lo más extraordinario era tal cantidad de puteadas n el escenario.
               Después fue “Nacha de noche”.
               Y hasta “Una lección de anatomía”, que nos conmovió y que charlamos después de la función. (Allí yo aprendí, desnudo colectivo de por medio, que el tamaño de los genitales de los caballeros no es proporcional a su estatura y complexión física. Esto es, que un grandote tipo ropero, podía resultar más bien modesto a la hora de la verdad, y un pequeñín enjuto en cambio, sorprender y asombrar. Claro, yo era un poco tímida, por eso, debo reconocer que salí del teatro sabiendo más de la vida).
 
               Cuando se fue a vivir a la Capital, lo visitaba algunos fines de semana. El vivía en un departamento choto de un ambiente.
               Yo ya estaba casada, porque a todo esto el tiempo había ido pasando, iba con mi amigo y nos amontonábamos todos, y nos reíamos todo el tiempo. Y este era un tiempo distinto. Un tiempo en que se rompía la rutina que me había ido metiendo en trajines ligados a un trabajo seriote, al cuidado de hijos que primero mamaban, después gateaban y por último filosofaban.
               Trajines en los que por ahí, aunque me publicaban un libro, seguía fracasando con las plantas, al punto en que hasta los helechos de plástico se me secaban.
               ¿Y Luis?. El seguía viviendo insólitas aventuras...como taxista en las violentas calles, desde Constitución a Recoleta, en Brasil como cosmetólogo de damas paulistas, a su vuelta como guía turístico, como vestuarista de desfiles para Sudantex, como líder sindical en el gremio de textiles y al fin como ejecutivo de GRAN  empresa GRAN.
               Una vez le dije: -No es por ser corrosiva y disolvente, pero creo que vamos a llegar a los 90 años, encorvaditos y desdentados, y vos me vas a decir. -¿A qué no adivinas, prima, en qué ando ahora?-. Y seguro que no voy a poder adivinar.
               Es que su disposición a cambiar de ocupación, de residencia o de estilo de vida, lo marcaban como el traste de más mal asiento que una pueda pensar.
               Siempre tenía novedades que contar y programas ingeniosos que sugerir. El Mercado d las Pulgas (que mis hijos rebautizaron La Feria de los Piojos), el Restaurante flotante del Tigre. O los carritos de la Costanera.
               Además de los amigos insólitos, como aquella modelo negra hermosísima, y además de las revistas porno, que yo miraba solo de reojo.
               La última vez nos esperó con un paseo sorpresa: -En Atlanta funciona una pista de patinaje sobre hielo-.
               ¿Atlanta?. Mi hijo abrió los ojos. El sabe que de este tío, se puede esperar cualquier cosa.
               Si, Atlanta. Y dijo o más suelto: -Podemos ir en tu Citroen...-. ¡Irresponsables!. Como cuando saltábamos en las quebradas del Saladillo a la fosa más profunda desde la cornisa más alta.
               ¿Manejar en Buenos Aires?
               -Si, dale...desde Congreso a la cancha de Atlanta es un ratito. Si pasamos por Corrientes ves el Obelisco todo empapelado...-.
               Con él me animo.
               Manejar en pleno centro. Hasta la cancha de Atlanta. Si, la de los kilombos de la interna del Justicialismo...La de la pista de patinaje.
               El marido escucha preocupado mientras finge leer el diario: - No rompan el auto!-.
 
               Busco mis llaves. ¡Vamos Mari todavía!.
               Bocinazos, veinticinco carriles de cada lado como meteoros que me pasan zumbando...¿por qué tantos coches en la calle?. ¿Adónde van, a un incendio?.
               Tengo la sensación de haberme tragado un hipopótamo que me retoza adentro y que desplazó el estómago y los ovarios hasta la garganta. Pero llegamos. Sin duda la proeza del día está cumplida.
               Triunfal pero agotada me tiro en una silla del bar.
               ¿Patinar?.
               -¡No, vamos...¿estás bromeando?. Trajimos al nene... andá vos con él, yo no me anoto-.
               (Vengo a Buenos Aires para un Congreso de Salud Mental, soy seria, soy adulta...Si me caigo en el hielo me reviento).
               Se lleva a mi hijo y se calzan los patines.
               Me muero de envidia cuando los veo deslizarse al compás de “Sobre las olas” y “Danubio azul”. Estoy verde como la acelga de ganas de estar también yo allí, patinando, volando...
               Me juro a mi misma: Voy a entrenarme, y para el próximo Congreso, en vez de sesudas sesiones voy a tener pista de hielo...
 
               Por eso, esa tarde de sábado, mientras batía una Exquisita de chocolate, que es hasta donde llega mi talento en repostrería, me acordé de la que comí en Atlanta mientras esperaba y envidiaba.
               Los chicos abrieron la puerta del horno para que pusiera la torta a cocinar.
               Les pregunté: -¿Me ayudan a patinar?. Prometan que no lo van a contar y que si me caigo de culo no se asustan-. Juraron con solemnidad.
               Me calcé los patines y me sostuvieron. Uno de cada mano. Con ellos, me animo.
 
               Despacito me llevaron deslizando. Primera vuelta.
               Mi hija dice: -Te suelto un poquito, pero estoy al lado. Si te vas a caer, te agarrás de mi. (Pienso: de estos 9 años me puedo sostener como de una grúa).
               Segunda vuelta alrededor del patio y mi hijo dice: -Dame la mano para ir más rápido- (Pienso:  de esta mano de 6 años llego patinando al Polo).
               Tercera vuelta. Ellos caminan, corretean y saltan a mi lado, mientras yo patino, patino, patino ¡y no me caigo!. ¡¡¡Atlanta nos espera!!!.
               No tendré el cinturón de volar (ese que soñé desde chica y que después usó el chanta de James Bond) pero puedo patinar in caerme. El patio es chico para mi vuelo. Me deslizo rápida, diestra y feliz.
               De pronto mi hija, siempre la más, (¿la única?) responsable grita: -¡La torta!-
               Debo convencerlos de que bien vale chamuscar una torta si es el precio de recuperar la capacidad de vuelo.
               El tío Luis lo entendería. Al fin, él siempre estuvo a favor de correr riesgos.
 
               Como Susy, mi paciente.
               Me prestó el cassette d Baglieto para que lo escuchara. Dijo que una de las canciones, El Témpano, la refleja. Es de Adrián Abonizio.
               “La lucha es de igual a igual
               contra uno mismo
y eso es ganarla.
               ...Vivo para no perder
               Voy al fuego como la mariposa
               Y no hay rima que rime con vivir...
 
               Susy es la huérfana más huérfana que conozco. Y también, tal vez por eso, la más madraza. Loca linda. Gracias Susy. No solo por El Témpano. También por eso que dijiste: -Cuando una ha vivido y se ha golpeado, puede hacer dos cosas, o ponerse en hija de puta para siempre, o volverse a arriesgar a sentir      Y agregaste: -¡Má si, yo me arriesgo!-.
               Se supone que yo la ayudo.
               Se supone que yo soy la cuerda.
Se supone que yo se.
               Se supone que ciertas cosas debería decirlas yo.
               Que contesté muy formal: -Ajá.
               Y pensé: -Y yo ¿me arriesgaré?.
               Esta noche, escuchaba a Baglieto, quería escribir esta historia, la ayudaba a mi hija con Sujeto y predicado, ordenaba un poco los papeles y me acordaba de Susy, de Luis.
               Puse el cassette y me fui a patinar.
1983

6. LAS UNAS Y LAS OTRAS

                Había escuchado los más variados comentarios.
               Como a Alberto no le atraen demasiado ni Lelouch, ni el ballet, y como además ¡oh sorpresa!, entre todas las películas prohibidas llenas de crímenes sangrientos, adulterios con el cartero y tráfico de chupetines impregnados de drogas duras, ésta era sin restricciones, la invité a la flaca, mi hija, casi 8 años y toda la armonía que puede entrar en un metro veinticinco.
               Nos sentamos juntas, acomodamos los trastes para un buen rato y miramos la película, mientras masticábamos tratando de no hacer ruido los caramelos que habíamos llevado.
               Seguimos con interés la historia. Muchos personajes, muchas situaciones y Jorge Dom bailando el Bolero de Ravel como un Dios ante la torre Eiffel, en un alarde de genio, habilidad, poesía , que nos dejó a las dos totalmente fascinadas. Salimos del cine sumergidas todavía en el clima de la escena final.
               Era la última función de la noche, de modo que el paseo se constituía en toda una aventura para las dos minas de la familia, solas y caminando el centro a tan altas horas.
               Nos fuimos a un bar a tomar café y comentar lo que habíamos visto. Y el hecho es que la danza y quien la danzaba nos había capturado. Le aseguré a mi hija: -Siempre he sido una madre muy consecuente, pero mirá que si se me cruza el Jorge Dom, ya no se...-. Ella se rió con cierta incredulidad. Me conoce como si la hubiera parido. Luego volvimos tarareando esa bellísima música.
               Y a la noche soñamos que Jorge Dom nos hacía bailar con él, y cada vez éramos más etéreas y durante uno de los saltos nos elevábamos sostenidas por sus brazos y seguíamos danzando en el aire, en un vuelo maravilloso y sin final.
               Me preguntaba ¡qué cualidades debía reunir un hombre para flechar con igual intensidad a una niña de 7 años y su madre, muy adulta y muy formal, es decir, a mí. Algo mágico debía irradiar para dejar rendidas las mujeres a su paso, y tal vez no solo a las mujeres...
               Pero además algo debía estar pasándonos a nosotras para que respondiéramos a su hechizo.
               Yo recordaba que la flaca otras veces ya se había sentido tocada por esa mezcla de admiración, interés y vergüenza que le enrojece los cachetes. Pero mi economía libidinal, diría algún amigo psicoanalista, debía estar dando un vuelco, porque a mí los hombres, en general y excepto uno, me dejan fría. ¡Qué cuernos estaba pasando esta vez?
               La respuesta quedaría pendiente. En fin, por esta vez podíamos recurrir al despertar primaveral para dar cuenta de la efervescencia desatada.
 
               En cuanto a la flaca puedo contar que al día siguiente se había olvidado de Jorge Dom, porque cuando manejaba, me puse a tararear el Bolero de Ravel, y me ordenó imperiosa: -¡Cantate algo más alegre má...!. Luego suspiró profundo y me dijo: -Este es el día más feliz de mi vida...! Porque le dije a Felipito G. que yo gustaba de él...Al fin, tenía que decírselo.si o si, así que me decidí y hoy le dije y resulta que él también y entonces nos hicimos novios...!-.
               El Felipito G está en la foto del 2do grado, y es un gordito sonriente tirando a blandito, que por supuesto, yo jamás voy a sentir que pudiera ser merecedor de mi princesita.
               Pero, si soy sincera, creo que aunque viniera un fulano con la pinta de Ricchard Geere, la guita de los Rotschild, la sabiduría de Confucio, la inteligencia de Einstein TAMPOCO tendría créditos suficientes para llevársela. Aunque se, que alguna vez un barbudo en jeans desteñidos, quizá con granitos y desgreñado la enamorará, y suponiendo que ella lo ame, yo fingiré como una dama que lo acepto, aunque esté segura que el barbudo no tenga méritos suficientes y que será mi magnificencia la que le permita estar cerca de ella.
 
               Estaba en eso cuando la flaca se puso a dar suspiros profundos y románticos para fines más prosaicos que la rememoración de su idilio con el Felipito G..
               Se puso a inflar un globo. Lo inflaba y dejaba que se le desinflara en la cara con toda la fuerza y se reía con ello. En una de esas, el globo, inflado más allá de lo que resistía le explotó en la cara. Y allí, de la explosión del globo se pasó a la explosión del llanto. Lloraba por el globo roto y por el susto y las lágrimas le caían a raudales saliendo de sus ojos inmensos (son tan grandes que una tiene la impresión de que si alguien se cae adentro de uno  de ellos se ahoga). Caían a raudales, le mojaban la cara y hacían charquitos en el suelo. Entonces la alcé y la consolé y después que se había tranquilizado le propuse pensar en algo. En algo que no combinaba: -Si sos tan grande como para que sientas que este es el día más feliz de tu vida, porque el Felipito G. y vos se hicieron novios, ¡cómo puede ser que llorés por un globo roto?. Ella tampoco sabía.
 
               Días después tuvimos otro hecho que contribuyó a la confusión. Fue en la fiesta de su cumpleaños. Había muchos nenes y nenas.
               Las nenas jugaban a la estatua o bailaban con el último cassette de Los Parchís. Los muchachos se entusiasmaban con la pelota que los hacía correr y ponerse enrojecidos y transpirados. Después jugaron juntos, nenes y nenas, pero eran juegos extraños de perseguirse y empujarse.
               Las niñas corrían por el patio, pegando grititos histéricos. De cerca las seguían los varones sin que yo pudiera enterarme bien, con qué propósitos. Al parecer tampoco ellos estaban muy enterados, porque en medio de las corridas escuché a uno que preguntaba: -Che...¿ y si las alcanzamos, qué?-.
               Otra cosa que observé en este cumpleaños, a diferencia de otros anteriores, fue que los chicos se cortaron solos, que los adultos, casi, casi, daba la impresión que fastidiábamos, y salvo para servir la naranjada y cortar la torta, no hacíamos falta. Cuando algún “grande” se acercaba, ellos se iban o se quedaban silenciosos interrumpiendo el parloteo.
               Cuando la fiesta terminó y llegamos a casa, la flaca hizo un comentario que me dejó pensando.
               Ella ordenaba sus regalos: collarcitos, hebillitas para el pelo, libros de cuentos, un juego de La Oca, un rompecabezas, un conejito vivo que le suscitaría más tarde hondas reflexiones, un camisón delicioso estampado en florcitas...De pronto, levantó la cabeza, me clavó la mirada y dijo algo que me clavaría una convicción. Dijo: -Oia,...este año no me regalaron ninguna muñeca-. La convicción  que me clavó es la de que mi niña está creciendo.
               Lo refirmó su hermano (5 años) cuando antes de dormirse me preguntó: -¿Cómo se llama esa prima...la del vestido turquesa, esa con el pelo así...-.
-        Se llama Lucrecia, ¿por..?-.
- ¡Ah1. Porque está linda esa nena...-.
Yo, con todos los celos derramándoseme por la voz y sintiéndome malvadísima traté de persuadirlo: -¡Qué va a ser linda si es flaca y tiene alambritos en los dientes!-.
               A lo que él, reflexivo contestó: -¡Si, tiene alambritos, pero igual está linda. Me gusta esa nena.
               Pensé: Esa brujita seductora ha engualichado a mi bebé. Así que opté por el silencio digno y me retiré con desdén advirtiendo algo. Que si a la flaca, con 8, la deslumbra Jorge Dom, ya no recibe muñecas y juega a empujarse con el Felipito G. y los otros chicos, y si al ciruja de 5 YA!!! Lo conmueve una pulguita con ortodoncia, más vale que vaya pensando qué hacer con mi vida.
               Tal vez en uno de los geriátricos de PAMI haya un lugarcito para mi marido y para mí.
1983

5. ENTRE GRACIELA ALFANO Y YO HAY ALGO PERSONAL

                Y no solo porque ella es hermosa y rubia. Las mujeres delgadas y morenas tenemos cierto viejo resentimiento con las rubias fuertes que traemos desde lejos. Desde aquellas   viejas experiencias infantiles de trigueña flaquita. Allí descubrimos los privilegios acordados a la odiosa prima solo por ser rubia. Descubrimiento que confirmaríamos en la adolescencia, pues en estas pampas, los rasgos de los europeos del norte son los que de entrada aseguran un lugar.
               Bueno, por todo eso y por algo más, es que entre nosotras hay una cuestión pendiente. Ese “algo más” es lo que puso Pablo y que me propongo contarles. Pero tendría que ubicarlos...
 
               Cuando nació Anahí, yo pensé que ya está.
               Que no debía esperar nada más de la vida.
               Porque esperar otra cosa sería una exageración.
               Porque ya lo tenía todo.
               Si alguien saca el premio mayor de la lotería, o acierta como único ganador al prode, tiendo a creer que tal sujeto sería muy tonto si volviera a apostar porque dos veces no se le va a dar.
               Así que cuando la tuve a Anahí y la vi crecer creí que ella era el premio gordo, la máxima aspiración cumplida, la reparación narcisística que la vida me daba. El factor que equilibraría todas las desventuras, contrariedades y tropiezos del mundillo que nos toca vivir.
               Yo salía a pasear con Anahí como quien va a una fiesta y la mostraba como quien abre las puertas de un tesoro. Perdonen la soberbia, pero por  primera vez temí la envidia de los otros.
               Para decir algo, puedo decir que han asociado su carita a la de los niños que pintara Mariette Lidys, con los grandes ojos húmedos. Tiene una gracia espontánea que la hace capaz de seguir todos los ritmos. Ha bailado todo, hasta el ruido de la licuadora y el timbre del despertador. Desde los sonidos de martillar un clavo hasta los de lijar una madera. Además se mueve por el mundo con una candidez que la hace invulnerable. Como la que le hizo responder en su tarea de lengua a la pregunta: -¿Qué animalito te gustaría tener en tu casa y sacar a pasear?- con: -¡Me gustaría tener un elefante!-.
               Por todo esto yo sentía que ya está.
               Que con Anahí estaba bien.
               ¿Qué más podía querer?.
               Y...podía querer el bis. Otro hijo.
               Y por ahí ¿quién sabe?...hasta en una de esas, varón. Para “hacer la parejita” como decían mis tías y Vicenta, mi vecina.
               Puesto que todas mis aspiraciones habían sido colmadas, pensaba que debía estar preparada, porque la cosa no podía repetirse igual, ni yo debía esperarlo. No es cuestión de abusarse, ahora me quedaba ser humilde. Yo creía que era imposible que el otro hijo llegara a equipararse en gracia, lucidez y armonía a mi nena.
               Con que fuera común y corriente estaba bien, me decía a mi misma.
               ¿O cualquier bebé normal nos parecería deslucido al lado de ella?.
 
               Vino Pablo. Todo, de entrada, fue muy diferente.
               Anahí se había desplazado dentro de mí con la suavidad de una bailarina clásica. Pablo me hizo conocer literalmente lo que son las patadas. El parto de Anahí había sido solemne y pleno de dignidad. Como correspondía a su ubicación de primogénita, al aparato conceptual de Leboyer acerca de la no violencia, que habíamos asumido con toda seriedad con el equipo de obstetricia, y al hecho de que ella ya era una dama desde entonces. El parto de Anahí estuvo rodeado de una contención emocionada de muchas cosas líricas y románticas.
               El parto de Pablo fue un show. Porque el mismo equipo de obstetricia era tres años más viejo y ya no se tomaba las teorías con respetuosa unción, porque yo ya no era una primípara inocente sino una secundípara canchera, y porque Pablo era más cabezón y más apurado de lo que había sido su hermana en su momento.
               Lo cierto es que así, medio abruptamente nació, y entre las cosas que primero me sorprendieron de él estuvo su cara inmensamente adulta, tan seria y concentrada, que esa expresión en un bebé metía miedo.
               No puedo decir que fuera hermoso, pero había en el algo de encanto inquietante  en él.
               Fue creciendo tranquilamente, más allá de mi alerta dubitativa, y, a lo sumo me dirigía una mirada sobradora mientras chupaba un pedazo de gomapluma o la cinta de su Moisés.
               Como demoraba en hablar su padre lo interpelaba: -¿Y?. ¿Cuándo vas a decir algo?-. Y me preguntaba a mi: -¿Qué pasa con éste?-.
               El nos miraba fijo, entrecerrando los ojos, sabio y enigmático, como si supiera mucho de la vida y estuviera de vuelta de muchas cosas y en tanto masticaba un trozo de malvón que se había apropiado en sus incursiones por el patio.
               Cuando empezó a decir algo entramos a sobresaltarnos. Empezábamos a advertir la que se nos venía encima.
 
Creo que fue entonces cuando recordé la profecía de mi dentista, que cuando estaba esperando a Pablo me dijo: -¿Ojalá que sea varón y que así veas como se pegotean los muchachos y sus madres!.
               Me lo dijo como respuesta y justificación al escándalo que yo le hiciera, porque por quedarse a tomar mate con su mamá, el muy irresponsable me plantó en un turno. Como yo era una embarazada respetable no podía vengarse con el torno, entonces lo hizo con esa especie de maldición gitana. Yo dije ¡bah!.. .y levanté la nariz con desprecio. No iba a tener en cuenta tales paparruchadas.
               Pero lo cierto es que cuando Pablo habló (cuando a él se le dio la gana, por supuesto) yo entré en un estado de deslumbramiento y fascinación que me remitió al pegoteo anunciado por mi dentista meses antes.
               Porque no se largó con las trivialidades comunes, sino que cuando habló fue para formular planteos filosóficos y teológicos fundamentales, con una elocuencia, precisión y fluidez dignas de un orador consumado y desde una retórica impecable.
               Lo hacía en los horarios y situaciones más insólitas. Por ejemplo, a las cuatro de la madrugada, cuando uno no logra conectar dos neuronas, él venía despabilado y exigente y nos largaba una andanada de preguntas y cuestionamientos en este estilo: -Hoy quiero saber algo de la vida...¿Por qué el mundo da vueltas?. ¿Y cómo se hacen las tormentas?. ¿Y cómo se fabrica la gomina?. ¿Y...-
               A veces se quedaba reflexionando y luego de rumiar un rato sus ideas nos apabullaba con conclusiones que eran enunciados con fuerza de dogma. Por ejemplo: -El jamón es una especie de mortadela.
La nariz es la casita del aire y de los mocos. La cabeza es una cosa redonda con pelos por fuera y pensamientos por dentro.
               Una vez preguntó: -¿El paraíso existe?-.
               Después de ingentes esfuerzos logramos hilvanar unos cuantos argumentos titubeantes, barajando los pocos datos teológicos, filosóficos y científicos de que disponíamos.
               Y cuando terminó de escucharnos agregó socarrón: -Yo pregunto si el árbol paraíso existe-.
               Cuando caímos en que se hacía el sabiondo, nos miraba desde una posición de franca pedantería y aprovechaba para burlarse de nosotros siempre que podía, empezamos a cuidarnos.
               No fuera cuestión que el mocoso nos hiciera pasar por boludos.
               Me di cuenta cabalmente una vez que se coló cuando me estaba maquillando. El miraba absorto el despliegue de potes y frasquitos a los que yo iba echando mano (y esperanzas) en la tarea de embellecerme. Miraba y miraba y me di cuenta de que estaba por decir algo.
               Pensé que iba a decir: -¡Qué linda estás!-. En vez de eso me largó: -Pareces The Kiss-.
               Pero por otro lado, cuando era cariñoso, sus argumentos más enternecedores pasaban por unos mimos que me dejaban totalmente desarmada. (¿Sería el pegoteo anunciado por mi amigo dentista?).
               Advertí pronto lo enamoradizo que era. Y Graciela Alfano empezó a gustarle desde chiquito, cuando la vio sonriendo rutilante, desde los afiches de una película musical. Afiches en los cuales se la veía con una flor roja en el cabello. Dijo: -Me gusta la chica de la flor-.
               ¡Claro!. En ese cosquilleo de descarga eléctrica que yo empezaba a sentir, debía estarse cumpliendo la profecía-maldición-advertencia de mi dentista cuando me dijo: -¡Ya vas a ver...!-.
               Porque realmente que a Pablo le gustara tanto Graciela Alfano a mí me producía ciertos efectos. Empezaba a crear una cuestión personal entre nosotras.
               Intenté decirme: -¿Qué tiene ella que no tenga yo?-. Y...si...varias curvas más y varios años menos. Pero...¿Y qué?. A mi me gusta Serrat, hasta fui a verlo al Estadio a pesar de los bastones largos y los dogos de colmillos afilados de la poli, y Pablo lo único que preguntó cuando me vio partir, fue si volvería a casa o me iría con Serrat después de la función.
 
               Bueno, pero volviendo a ese asunto personal que tengo con Graciela Alfano, puedo contarles que yo empecé a sentir que podía pisar con mi Citroen a esa pizpireta teñida y quedarme sin culpa, cuando Pablo me dijo: -¡Gracila Alfano me gusta tanto!. ¡Cómo para casarme con ella!-. Debió ver mi expresión desolada. (¿Cómo?. ¿No es que los niñitos de 5 años desean desplazar al padre y casarse con la madre?. ¿Freud estaba equivocado?).
               Se dio cuenta del efecto de sus palabras e intentó arreglarlo. Se apuró a agregar: -Pero vos también me gustás...Con vos me gusta...me gusta...-. Buscaba desesperadamente un argumento, yo casi podía ver la lucha que se libraba en el interior de su cabeza, exprimiendo dendritas y cilindroejes, para extraer la frase consoladora. Lucha que se reflejaba en su cara hasta que se iluminó, y pudo decir triunfal, porque había encontrado algo con lo cual compensarme de la afrenta de querer casarse con otra.
               Aclaró la garganta y dijo contento con una voz cantarina, seguro de sí mismo y de decir algo brillante: -¡Con vos me gusta conversar!- (Recordé a Nora Eprhon: En mis fantasías sexuales nadie me ama nunca por mi mente)
               ¡¡¡Con vos me gusta conversar!!!. Mejor se hubiera quedado callado.
               Está bien. Se ve que mi lugar no es el de Yocasta para este Edipo. ¿O los Edipitos ya no vienen como antes?. Esa vuelta me resigné al papel de consultora, interlocutora, amiga (-Con vos me gusta conversar-.) de un Pablo enamorado de Graciela Alfano.
               En otra oportunidad lo conminé a bañarse antes de entrar a la cama. Había juntado sobr sí: arena, barro, salsa blanca, chocolate y plastilina. Cuando salió de la ducha reluciente, no pude menos que comentarle: -Ahora estás tan limpito, que vas a poder acostarte donde quieras-, recordando su preferencia por ir deambulando por las de todos  hasta recalar en la cama grande.
               Pablo preguntó velocísimo: -¿Con Graciela también-. Yo, con un hilito de voz, porque ya suponía aquien se refería, me arriesgué: -¿Con qué Graciela?-. Respondió: -¡Con Graciela Alfano!-.
 
               Pero lo que hace irreductibles los términos del conflicto que tengo con ella  es lo último que pasó.
               Pablo estaba sentado en mi falda, y tal vez, para persuadirme de algo, empezó diciendo: -¡Qué linda sos!. Linda como Graciela Alfano...-
               ¿Quería seducirme para convencerme de algo?. Y luego agregó: -Tengo ganas de jugar a la casita robada-.
               ¡Ah!. Era eso. Reconozco el estilo. Su padre también recurre a seducirme para convencerme de jugar. A algo.
               Pero Pablo es el poeta en miniatura de mi cuerpo. Cuando dice: -¡Qué linda sos , yo me emociono porque recuerdo cuando comparaba mi ombligo a una cavernita donde podrían guardarse de la tormenta los hombres prehistóricos, y a mis pechos a iglús en donde se cobijarían los esquimales del frío. Y esas imágenes son tan hermosas que si me dice: -¡Qué linda sos!- yo entro a ser fácilmente seducible y puede llegar a convencerme de cualquier cosa, hasta de jugar a la casita robada.
               Esa vez me miró detenidamente y dijo: -Pero tendrías que ponerte una flor roja en el pelo-.
               Se acercó más y con actitud crítica: -Y teñirte de rubia-.
               Y luego, poniendo su cara delante de la mía, observándome minuciosamente y en un tonito levemente reprobador: -Y hacerte estirar la piel para parecer más joven-.
               Concluyó muy firme: -¡Con todo eso serías como Graciela Alfano!-.
 
               Yo sentí que podía optar por la variante rápida, tipo cicuta. O la alternativa oriental, mejor harakiri que bonzo. Porque el estilo melancólico de colgar al amanecer de un sauce será más folklórico pero no me convence porque es tan cachi...
1983