Me critica porque unto mucho paté en el pan, pero eso tiene que ver con que mi mamá que era hija de inmigrante pobres siempre me ponía menos de lo que yo quería.
Además protesta porque tomo sol cerca de mediodía y me alerta sobre el ozono, el cáncer y esas cosas. Las últimas vacaciones me recomendó que llevara el toallón grande de “Frutillitas” porque es más esponjoso, y me enseñó a usar el aparatito para calentar agua: -No se enchufa nunca fuera del agua, se lo coloca en el recipiente y después se enchufa, y no se toca el agua, ni el recipiente mientras está enchufado. Acá esta la yerba, el mate y la bombilla. El termo te conviene tenerlo en este bolso.- Me dio todas las recomendaciones como si yo fuera opa y después se fue.
A veces se sabe poner pesada como cuando le comenté que había un conjunto gris acero de remera y buzo de hermoso hilado que tenía impreso al demonio de Tasmania y dijo como desaprobando la elección: -¿Y si te compraras en ese color gris acero un traje chaqueta fino y sobrio?.
Y lo que colmó la medida fue lo que pasó el otro día. Habíamos quedado en encontrarnos a las cinco, pero como yo venía de una reunión y la reunión se había alargado llegué un poco tarde.
Ibamos a ir a la función del Planetario. Me miraron llegar con el ceño fruncido. Mi mamá no tanto, pero ella tenía ese gesto de institutríz inglesa que le conozco.
Yo entraba jadeante y despeinada. Les dije:- En un momento estoy.- mientras me bajaba el cierre del jean y tironeaba de los botones de la camisa para ir ganando tiempo. Ellas ya estaban cambiadas e impecables, con las carteras en la mano y me siguieron con la mirada.
Cuando me saqué el pantalón y vieron la tanga mínima que tenía debajo, mi mamá comentó: -¿No tenés frío con esa bombacha tan chiquitita?. Ella se apuró a responder: -Ya le dije que la tire y use ropa interior como la gente...-
-¡A mi marido le gustan!-protesté. Si a él le viene bien ¿a ustedes qué les importa?-
Y de puro rebelde encendí un pucho, mientras me terminaba de vestir, para que vieran que yo hacía lo que quería. ¡Siempre tengo que desafiarlas! ¡Siempre!
Yo había dejado en el camino las zapatillas, mientras buscaba los zapatos, y ella ostentosamente las sacó del medio, tomándolas por las puntitas de los cordones, entre los dedos pulgar e índice.
Mientras terminaba de acomodarme la polera torcida, me pase el peine y dije: -Ya estoy.- con un poco de remordimientos porque habían tenido que esperarme.
Ellas estaban cuidadosamente arregladas y lucían tan bien...
Cuando subimos al ómnibus, yo no encontraba cambio, así que ella se dispuso a sacar los boletos, con gesto de acentuada resignación, como diciendo: -¡Ya sabía!
Ella siempre tiene cambio. En realidad porque siempre tiene plata. Mi mamá dice que es porque es organizada y no como yo.
Quien la viera con el cabello limpísimo cayendo grácil, el conjunto celeste pálido tan de su estilo, la mirada digna y la voz mesurada...y me viera a mi a las corridas, y con gesto de culpable crónica, nadie diría que es mi hija.
1987
1 dic 2020
24. REBELDIAS Y ADOLESCENCIAS (a distintas edades)
23. EL LABERINTO DEL TERROR
Funcionaba en el Italpark, desde las 8 de la noche. Cuando mi hijo vió de que se trataba ya supo que quería ir. Y yo supe que sería difícil disuadirlo. Alberto y Anahí se borraron olímpicamente, tienen clase para la gambeta. Quedaba yo como eventual compañera para el recorrido. Delante de la puerta un cartel anunciaba: “Por las situaciones de extrema tensión a que se verán expuestas, se recomienda a las personas sensibles e impresionables abstenerse”.
Para él ese cartel puso la pizca de estímulo que faltaba. Para mí puso la espina de la duda. ¿Ir o no ir? Que en ese momento venía a significar ser o no ser. En caso de ir ¿cómo atravesar con dignidad las instancias del miedo? De no ir ¿cuál excusa podría permitirme zafar sin que se notara el verdadero motivo?
Mi hijo debió adivinar mis reflexiones porque preguntó: -¿Vos sos sensible e impresionable? ¿Te late fuerte el corazón cuando te asustás?- ¿Yo qué podía hacer? Puse cara de profundo desprecio como queriendo decir ¡Por favor...! La suerte estaba echada.
No podría eludir el túnel con sus monstruos, oscuridades, alaridos, rechinar de féretros y arrastrar de cadenas. Tendría que sobrellevar las palpitaciones, la agitación de la respiración, la sequedad de la boca, la contractura del estómago, el temblor de las rodillas y el castañetear de los dientes sin decir ni mus.
El tema era ¿cómo disimular el miedo ante mi hijo para no perder prestigio ya que bastante desprestigiada estoy pues solo soy su madre y él es un niño de diez años muy representativo de lo que son los niños de diez años. Ustedes sabrán entender.
Además como les decía yo solo soy una madre, es decir alguien que lo único que puede es gestar, parir, amamantar y criar, lo cual significa limpiar colas, secar lágrimas y mocos, ayudar con la tabla del 8, la composición de la vaca y el dibujo de la casita de Tucumán. Pero que fuera de esos no tiene otros méritos.
En fin...creo que hablo de resentida, porque a esta altura y después de jugar al Terminator, al Come-cocos y al Scrabel que son unos juegos para intelectuales en los que siempre pierdo, ya me miran con desdén y me dicen en la cara: -¿Y vos qué sabés? ¿A quién le ganaste?
Volviendo al asunto del laberinto, estaba la alternativa de que no fuera tan terrorífico después de todo, y que haciéndole pata a Pablo para recorrerlo, eso me hiciera ganar brillo ante sus ojos y además de compartir la noche con él charlando y paseando, él pudiera sentir: -¡Qué piola es mi vieja...me acompaña dónde otras se borran.- Y así levantar algunos puntos en su estima. Es decir que lo que yo planeaba era seducirlo desvergonzadamente.
Cuando vi la gente que esperaba haciendo cola, chicos, chicas, familias pensé: -Si todos estos puntos, algunos con cara de opas, se aguantan el terror del laberinto...¿cómo no me lo voy a aguantar yo que soy adulta, tengo experiencia, leo a Lacán, parezco sensata y hago linda letra?
Al final de la cola, dos muchachos con actitud sobradora nos miraron con curiosidad cuando nos colocamos detrás de ellos. Me marcaron solo un momento, antes de que la mirada se les perdiese detrás de unas adolescentes espléndidas. Luego llegaron otros cuatro chicos y se acomodaron en su lugar. Uno de ellos ya conocía y comentaba que la cuestión era así: había que ir caminando por túneles oscuros en los que se nos aparecían personajes siniestros, fantasma, monstruos y otras yerbas.
Cuando nos íbamos acercando y ya llegaba nuestro turno, mi hijo se iba entusiasmando y yo me iba inquietando. El recorrido se iniciaba en un pasadizo oscurecido con nichos a ambos lados y féretros que se abrían sigilosamente mientras íbamos pasando. Solo miré de reojo.
En la primera curva nos salió al paso un encapuchado con túnica oscura que agitó los brazos, pegó un grito estridente y se fue blandiendo su garrote de tergopol a asustar a otro grupo.
Los cuatro muchachos del grupo de atrás me habían propuesto abrir camino, de lo más protectores. Me recordaron a aquel taxista que después de llevarme una medianoche ordenó: -Usted vaya tranquila, que yo espero que entre en su casa-. Tal vez supuso que tenía miedo o que debería tenerlo siendo mujer en medio de la noche hostíl. Yo obedecí docilmente en vez de mandarlo al carajo, reivindicando mi derecho a cuidarme sola, porque estoy segura que lo guiaban buenas intenciones y un espíritu caballeresco. Y soy una convencida de que las buenas intenciones aunque sean quijotescas valen.
Bueno, esta vez los chicos de atrás asumieron la tarea de cuidarnos dirigiendo la osada expedición y yo los dejé. Venía bien a mis fines de disimular el susto. Seguimos entre hombres lobos, vampiros, esqueletos y bestias peludas que se agitaban detrás de los barrotes de sus celdas y golpeaban con estruendo. Mi hijo ya se había hecho compinche de los muchachos, así que estaba medio olvidado de mí.
En un momento del recorrido el pasadizo se abría en un recinto amplio que figuraba un templo egipcio con una escultura de Ramsés o alguno de los tipos esos, y a continuación había un corredor con una docena de sarcófagos abiertos que mostraban sus momias inmóviles, hasta que ¡claro!... una de las momias entró a menearse, salió del sarcófago y se nos vino al humo. Huimos atravesando un pasillo y subimos una rampa que nos metió en otro tramo: un cementerio con algunas cruces ladeadas. Frente a nosotros, una mano esqueletizada salía de entre la tierra floja, lo que hacía pensar en zombies a punto de emerger, o en el ingenio e la mecánica al servicio de la recreación. Algún talento había detrás del diseño de ese aparato que tenía en movimiento perpetuo a mano y brazo difuntos.
Salimos del cementerio entre urnas chirriantes y en un par de vueltas desembocamos ante un cilindro giratorio, atravesado por un precario puente, que deberíamos recorrer, metiéndonos en el cilindro para caminarlo a lo largo. Entrar en ese cilindro era tentar a los dioses.
Mi sentido de orientación y equilibrio es el de una paloma mensajera... pero sin cerebelo y con los canales semicirculares atrofiados, es decir: mi sentido de la orientación y equilibrio es muy deficiente. Algunos lo llaman cretinismo topográfico, otros: oligofrenia espacial. Consiste en confundirme derechas con izquierdas y perder el rumbo con demasiada facilidad.
Y aunque el puentecito que caminábamos estuviera quieto, el cilindro que nos rodeaba por completo, por arriba, por abajo y por los costados, al girar daba tal sensación de movimiento que parecía que girábamos con él.
El mareo me hizo pensar seriamente en vomitar y eso podía ser el colmo del deshonor.Allí en medio de ese cilindro anaranjado con manchas de colores que daba vueltas, vacilando sobre el puentecito, mi miedo a los fantasmas se transformó en miedo al papelón. Llegué al otro extremo agarrada a la baranda como un náufrago a su tabla de salvación. Ya del otro lado y superado el trance, me acosó un esperpento con máscara de calavera y capa negra, al que miré fríamente, ya repuesta e mi temor de vomitar. Me fui y él se quedó desalentado agitándole la capa a los que venían más atrás.
De allí desembocamos en una habitación más amplia. En una mesa como una camilla había un muñeco cuadrado y macizo, con zapatones con plataforma y cabezota sobre cuello con tuercas. Si, era Frankestein, que al llegar nosotros se levantó y nos entró a perseguir con pasos demasiado rápidos para lo que se espera del mito.
Lo que yo quería a estas alturas era terminar de recorrer el laberinto, lo antes posible y dejar de tropezarme en la oscuridad, de escuchar golpes atronadores, y que enmascarados con caretas de gomas se me aparecieran a la vuelta de cada curva haciéndome ¡buhh...!
Ya estaba un poco cansada, así que cuando uno se acercó sigilosamente fingí no verlo para seguir más rápido. Pero él esperó y levantó los brazos para asustarme. Fue entonces que pensé que le debía el homenaje de un pequeño sobresalto. Mostrarme indiferente hubiera sido ofensivo. Al fin , los enmascarados estaban allí muertos de calor bajo caretas y trapos, golpeando por todos lados con sus garrotes y cadenas, toda la tarde pegando gritos como boludos para ganarse unos mangos. Al menos merecían un gesto de reconocimiento. No hubiera podido seguir de largo y hacerlo sentir un inútil. ¿Cómo ser tan desalmada con un cristiano que se estaba ganando la vida como se puede? Así que dije: -¡Oh1- pegué un salto y seguí con la conciencia en paz.
Pablo a esta altura se los tomaba en solfa, les tironeaba la ropa y les manoteaba el garrote, porque es más irrespetuoso que yo.
Cuando salíamos, lo que pensé fue que la misión había sido exitosa. Pablo podría jactarse con sus amigos de que había estado en el laberinto del terror. Y yo podría jactarme ante él que no había tenido que sacarme rígida de espanto.
Pero toda la aventura creo que me sirvió para convencerme de que no hay caso...se hable de lo que se hable, lo que insiste es el tema de si conviene disimular lo que se siente, o simular o que no se siente.
Yo había tratado de disimular ante mi hijo un miedo que si sentía para tratar de ganar su respeto, pero terminé simulando un sobresalto que no estaba, pero que debería haber estado, para cumplir con los que trabajaban allí tratando de aterrorizarnos.
Como siempre, en este asunto de andar en el mundo, el drama es: ¿cuáles sentimientos ocultar? ¿Cuáles mostrar?
Otoño 1988
22. CARTA A GLADIS
Hace tiempo te dejé un nene de 6 años, preguntón, menudo y castaño, sin señas particulares, que respondía al nombre de Pablo. No Pablo Picasso, ni Casals, ni Neruda.
Pero más importante para mí que todos ellos, aunque ellos hayan sido genios, porque se trataba de Pablo, mi hijo.
Y vos sabés que “La maternidad es un extraño compromiso de narcisismo y altruismo, sueños, sinceridad, fe, devoción y cinismo”, todo junto como en el tango Cambalache, que hace que cuando debemos dejar a nuestros hijos, las madres sintamos que nos jugamos enteras. Al dejar a un hijo, una parte de si misma va a quedar separada y expuesta.
Tal vez aceptar el crecimiento de los hijos sea entrenarse en ir dejándolos cada vez más tiempo en distintos espacios. La escuela fue uno de los primeros espacios en que lo dejé a Pablo, de tu mano hace cuatro años. Y lo dejé un poco aprehensiva y un poco celosa porque ¿quién era esa maestra?, ¿tendría experiencia?, ¿tendría paciencia?, sabría entenderlo?. Hoy me lo devolvés más grande, más fuerte, más bueno. Y todas esas preguntas tuvieron respuestas.
Cuando te conocí aquel primer día de clase del primer grado, la inquietud nos invadía a todos quienes esperábamos en ese patio. Los chicos expectantes, las madres especulando qué hacer, para parecer menos nerviosas, y las maestras preguntándose quiénes les darían más trabajo, si los chicos o sus madres.
Vos agrupaste a los chicos a tu alrededor y los llevaste a conocer la escuela y nosotras respiramos más tranquilas cuando los vimos seguirte confiados y alegres.
Después vinieron estos años en los que te fuiste dando cada día, en cada clase. Se te llegó a ver con bastante vanidad (te hacía falta un babero) cuando hablabas de los progresos de “tus chicos”, que habían sido “nuestros chicos” y que desde entonces y para siempre serían tuyos y nuestros. Pero eso fue algo que se iría dando en este tiempo. Y las madres pudimos entenderlo, a pesar de que, como te decía, el grupo “madres” categorizado dentro de la especie humana, género femenino, número singular, o peor, plural... es bastante peculiar. Especialmente en lo referido a los hijos, territorio compartido con el grupo maestras.
Este grupo “maestras” dentro de la citada especie humana, tiene como principal característica la de padecer distintos y agobiantes fardos.
Padecen el trabajo demoledor, porque aunque sean tan simpáticos como los nuestros, reconozcamos que 30 pibes son muchos. Padecen las presiones de la jerarquía, de los supervisores pidiendo la ejercitación, de los directivos exigiendo el cumplimiento del papeleo, y los gritos de los porteros que no dejan pasar cuando están con el lampazo. Padecen lo magro de las asignaciones, que siguen pareciendo un chiste. Maestras que a veces tropiezan con la indiferencia de la comunidad que les demanda más y más en aras de una mistificada vocación, llamándola apostolado para encubrir que se trata de un trabajo: creativo, enriquecedor y complejo, pero trabajo al fin. Y que sea un trabajo no requiere que se dejen afuera los sentimientos. Así que con dichos sentimientos puestos y a cuestas retoman cada día la tarea de formar personas . Y padecen también (en este recuento parcial e incompleto) la intrusiva presencias del grupo “madres”, especialmente demandante y absorbente. Es que las maestras son para las madres y las madres para las maestras muy especiales. Hay maestras que pasan a ser, como vos, una presencia importante para la familia. Sobre todo a través de los comentarios de los chicos que nos azuzan a la competencia cuando afirman: -Mi maestra me lo dijo.- Y entre líneas puede leerse: -Entonces vos callate.
Y a esa maestra que sos, es a la que hablo saliéndome del lugar solemne de discursos rimbombantes donde se habla de lauros sagrados, de epopeyas heroicas, de prístinas vidas y de prohombre ilustres como se suele hablar en el día del maestro. Al fin los patriotas que hicieron posible la educación del pueblo ya tienen sus historiadores y a mí me interesa más hablarle a una maestra como vos, maestra de estos chicos que son los nuestros. Chicos, que debo confesarlo no siempre miraron con simpatía a Sarmiento, ese señor ceñudo que “se inventó la escuela”, como decía aquel niñito de primer grado. Pero chicos que, también debo confesarlo, siempre amaron fervorosamente a su primera maestra. Maestra que se convirtió en aliada cuando logró de nuestros hijos aquello en lo que a veces fracasamos: convencerlo de que las orejas limpias, los cordones atados y el pelo cepillado no son una antigüedad. Chicos que a veces nos vieron como cómplices y secuaces en el delito de amargarles el fin de semana con tareas difíciles.
Al fin las concepciones sobre educación han variado desde aquellas que situaban al maestro en el lugar del saber y definían al niño como tabla rasa. Hubo otras impregnadas con algo de verdad y algo de cinismo que definieron la educación como la represión sistemática de la personalidad infantil en la que intervienen padres, escuela y programas televisivos para niños.
Una posición más ecuánime nos llevaría a plantear que el mejor sentido que podemos darle a la propia vida es el de un aprendizaje y una enseñanza permanentes en que damos y recibimos -dentro y fuera de la escuela- todo lo que consideramos valioso para vivir. Proceso en el que todos estamos involucrados pero en que debemos respetar el derecho de cada uno de equivocarse por cuenta propia.
Creo que más allá de ironías podemos luchar por una educación que sea un encuentro entre personas en el que se buscan sentidos en un mundo caótico, en una realidad contradictoria que la hizo decir a Mafalda: -Al fin uno no sabe si lleva su vida adelante, o si la vida lo lleva por delante a uno...- y también reflexionar:- Si para manejarse en la vida a uno mismo, hubiera que rendir examen ¿quién sería el machito que tendría carnet?.-
Así pues, me gusta pensar la educación como espacio de intercambio en donde a veces se alternan los papeles y el que está enseñando aprende y el que aprende puede decir una palabra de sensatez y cordura. Nuestros niños pudieron pronunciarla muchas veces. Y yo creo que la maestra que, como vos, pudo escucharla, la maestra que, como vos, encuentra que los chicos la alegran, la divierten, la entusiasman, tiene suerte. Son las maestras que pueden llevar adelante a tarea con espíritu de libertad.
Supe que podría escribir esta carta porque sos una maestra muy querida por los chicos y les cuesta mucho dejarte. Y si sucede esto es porque pudieron hablar con vos y vos con ellos, más allá de operatorias, germinaciones, divisores y dividendos, ecosistemas...y todas esas cosas horriblemente difíciles e imprescindiblemente curriculares. Y todo esto, el que pudieran hablarse y escucharse, en ese ámbito de afecto y alegres descubrimientos, me hizo pensar que mi hijo también había tenido mucha suerte, y que había estado en buenas manos.
Maestras y madres hemos coincidido en el interés por los chicos y nos hemos invertido a nosotras mismas en esa creación artesanal que es la custodia y guía de los que vienen y también tienen mucho para enseñarnos.
Y lo cierto es que vos entraste a formar parte de sus vidas mientras enseñabas el abecedario, las tablas, el valor de la solidaridad y les hablabas de las cosas que los chicos escuchaban fascinados. Así nos fuiste ganando también a las familias, que te incorporamos como a alguien que entra en las realidades cotidianas. Y no te voy a decir más, porque nos emocionaríamos como sonsas y se supone que vos y yo somos muy serias, formales y responsables y no perdemos tiempo en pavadas. Y se supone también que las dos somos adultas que piensan que no es cuestión de andar haciendo papelones porque deben despedirse.
Valga ésta como despedida, de quién cobardemente pone papel en medio, para eludir el riesgo del chubasco de otro modo de homenaje y de saludo.
1987
21. HISTORIA CON GATOS (versión doméstica de las dos últimas historias)
Siempre quise tener un jacarandá, y uno creció solo en el patio, en un verano generoso. También quise que alguno de mis hijos tuviera los ojos azules del padre. Por algo había elegido tal padre para mis hijos. Pero en vez de eso tengo un gato que cuando era bebé tuvo los ojos azules. Algo es algo.
Las historias con gatos empezaron hace tiempo. Primero llegó Malandrín, ( ver “Acerca de lealtades y traiciones”) un gato atorrante de ojos amarillos. Después Ornella (como la Mutti en “El futuro es mujer”) con rutilantes ojos verdes, y como ella embarazada.( ver “La Intrusa”). Yo me inquietaba, vagamente censuradora, y le hablaba acerca del embarazo que portaba, siendo madre soltera, sin atreverme a usar el termino deshonor –tan anticuado- pero en verdad algo recriminadora. Ella me miraba indiferente y después me daba la espalda y me dejaba hablando sola. Y como este asunto de las madres solteras es tan controvertido, yo terminaba callándome y ella seguía impasible y digna.
En realidad Ornella parece una gata, pero tengo la sospecha de que se trata de una princesa rusa sobreviviente de las masacres de octubre, que alcanzó a escapar, junto con Anastasia y otras damas de la nobleza.
Por último llegó su hijo, el bebé (ver “Mefistófeles”) nacido en el placard de Pablo, primogénito y único de madre aristocrática. Sus veleidades tal vez se deban a su condición de sobreprotegido de dos madres ansiosas, Ornella y yo. A consecuencia de tantos cuidados maternales ha tenido un desarrollo peculiar para un gato, al punto de que las malas lenguas lo catalogan como ambiguo, demasiado delicado...Yo me indigno porque lo que creo es que está confuso en cuanto a su identidad. Y no es para menos, entre Ornella y yo cuidándolo con tanto esmero y siguiéndolo con mirada aprensiva en sus correrías. Y si está confundido es entre si es gato o chico, entre su filiación felina o humana.. Nos sucede de echarnos a temblar sólo de saberlo allí, amenazante y silencioso, tanto más amenazante cuanto más silencioso.
He admirado los ojos azules desde siempre. Y abrigaba la esperanza de que alguno de mis hijos los heredaran, pero los dos tienen ojos castaños. En cambio, este bebé gato, cuando abrió los suyos, tuvo los de color más azul que yo hubiera visto, y aunque luego viraran al verde y más tarde al amarillo, me brindó en ese momento la satisfacción de un deseo largamente acariciado. Fue como si se realizara, en forma tardía, temporaria y por un sendero no tradicional un viejo anhelo.
Su madre, su otra madre digo, le habla en distintos tonos y la he visto tomarlo con las manos para ponerlo a la teta. Y también sostenerlo firmemente, como yo lo sostengo a Pablo para peinarlo, cuando él, como Pablo, se quiere borrar. La he visto protestar airada una vez que la dejamos inadvertidamente afuera y separada de su hijo. También avergonzarse con mirada culposa cuando lo retábamos porque había hecho pis en el felpudo. En una oportunidad en que lo retamos más fuerte porque había roto unos papeles lo llevó al patio para lamerlo consoladora y como desautorizándonos.
Y el bebé, por su parte, ha tenido respuestas conmovedoras. Una vez se alteró visiblemente cuando en un programa de televisión escuchó llorar a un niño. Pero cuando me metió del todo en el bolsillo fue cuando se inquietó por Pablo, que lloriqueaba en una silla con dolor de panza. La daba vueltas alrededor, se subía a su falda, le tocaba a cara y parecía querer abrazarlo, como si advirtiera lo difícil de la situación y se angustiara y solidarizara como un hermano preocupado.
Ahora ya se comporta como un adolescente desmañado e indolente. Tras su primera escapada volvió a las cuatro de la madrugada, pero está tan mal acostumbrado, que en lugar de volver con expresión contrita o al menos ser cauteloso y tratar de pasar desapercibido, se creyó con derecho a ser atendido ¡a esas deshoras!. Y maullaba plañidero al lado de la cama grande, hasta que mi marido se hartó y lo fue a atender.
Yo me quedé furiosa por su desconsideración, porque si se va de joda, que después se aguante, al fin, él elige. Para colmo, ahora me mira con los ojos entrecerrados, desde su experiencia de haber ido a correr aventuras, misterioso y en silencio. Medio despectivo, porque al fin, yo solo soy una madre burguesa que no sabe casi nada de la vida. Su otra madre lo deja correr, sin hacerse grandes problemas, se ve que es más sensata que yo.
En cuanto a Malandrín, el gato adulto, al verse desplazado por la aparición de Ornella y el nacimiento del bebé, se dejó de cuidar y acicalar como lo hacía, como si se hubiera echado al abandono. De sus correrías volvía herido y maltrecho. Lo atendíamos con algo de culpa, pero volvió a irse otras veces, tal vez resintiendo que ya no era el único. Para colmo Ornella parecía no considerarlo digno de su alcurnia y hasta el bebé arqueaba el lomo y le mostraba las uñas.
Un anochecer, con expresión que tal vez reflejaba su decepción de vivir, nos hizo pis encima de los pies a cada uno y se fue para siempre. No entendimos su conducta irracional...pero...¿quién sabe lo que piensa un gato?
1987
20. MEFISTÓFELES (versión sofisticada)
El gato absolutamente negro, de expresión inmutable, nos mira desafiante. El gesto alerta, los movimientos pausados, contenidos, como deslizándose siempre al borde de la tragedia. Concentrado en una vigilancia tensa.
Su color como de noche cerrada y lo siniestro de su actitud han hecho que alguien lo comparara al gato de Poe, mensajero de lo demoníaco.
Extático, mirándonos con fijeza deja que crezca y crezca la pregunta: -¿Cuándo, cuándo saltará para enterrarnos garras y colmillos desgarrando con saña?
Y la espera es más angustiosa por su inmovilidad de estatua.
Pasamos cautelosos y sólo cuando es imprescindible, a prudente distancia. Apenas levanta la cabeza y clava en nosotros el resplandor amarillo de sus ojos.
¿Cómo anticipar, cómo prevenir el momento dramático en que la violencia de su ataque estalle y llegue para abatirnos?
Enigmático y feroz, con una crueldad impasible, indiferente a la tensión de esta espera interminable que él promueve con su vigilancia, solo dale de ella pocas veces.
Cuando se despereza, de un salto se instala en nuestro regazo, ronronea y después de hacerse un ovillo se queda a dormir la siesta.
1987