A Mabel
El santiagueño de origen arábigo hispano no había alcanzado a completar su aspiración de un hijo varón. Lo deseaba por la milonga de la preservación del apellido y esas historias. En vez, había engendrado, criado, consentido y cuidado como un guardabosque a sus cuatro hijas, que ya eran cuatro jóvenes hermosas, inteligentes y tan rebeldes como es saludable que sean las jóvenes inteligentes y hermosas.
Esa tarde las cuatro estaban cuchicheando inquietas, planteándose cómo responder a la demanda que sin duda vendría. A la demanda que sin duda sería inquisitorial. A la demanda para la que deberían tener una respuesta lista. Para llegar a esa respuesta debatieron, discutieron y finalmente consensuaron, no sin antes sopesar todos los pro y los contra. Cuando el padre las convocó, ya sabían lo que dirían sin circunloquios ni vacilaciones.
Por supuesto, el tema del honor familiar, en ese, como en todo hogar tradicional (¿sabemos de eso?) influido por la cultura patriarcal hispano-arábiga-santiagueña, pasaba por la virtud de las mujeres. Virtud entendida casi exclusivamente como castidad en las solteras (en tanto propiedad del pater familia) y fidelidad en las casadas (en tanto propiedad del esposo-amo y señor).
Y he aquí que la tradición había quedado resquebrajada en esa casa, en tanto una de las cuatro jóvenes, la muy casquivana, se estaba casando “de apuro” como dirían el vecindario, la parentela y todos los lengua larga que acertaran a enterarse.
La cuestión no lo tomó lo suficientemente preparado. Nada preparado en realidad. Porque para él, que había vivido en la convicción de que las mujeres de la familia debían actuar según sus mandatos, para eso era el hombre de la casa, lo que aconteció lo dejó descolocado.
¿Cómo su hija bien amada podía haberle hecho eso a él?. ¿Cómo había podido atentar contra tabúes y prohibiciones?. ¿Cómo se había atrevido a desafiar reglas ancestrales?. ¿cómo había tenido el atrevimiento y la insolencia de tener relaciones sexuales sin las autorizaciones legales de rigor?.
Y junto a estas preguntas una duda emergió en las atormentadas circunvoluciones del santiagueño de origen arábigo hispano ( todo el peso del Corán y de la Biblia sobre su cabeza).
La duda era: -¿Y las otras?-.
Si una había osado desobedecer y transgredir el mandato de castidad, ¿qué pasaba con sus hermanas?. ¿Podía el ejemplo de esta oveja descarriada contaminar a las otras como la manzana picada en el canasto hace peligrar la salud de las demás?.
Con el ánimo ensombrecido por amargos pensamientos, pero con premura por salvar al resto del rebaño, las convocó a una reunión de familia para ajustar las clavijas. Debía hablar con ellas, y en función de lo que le dijeran, sabría cómo sermonearlas.
Como ellas de inmediato sospecharon el motivo de la convocatoria se apresuraron a acordar una respuesta que fuera adecuada.
Así avanzaron aplomadas en la certeza de haber dado con la más exacta. Con la que pondría las cosas en su justo lugar. La que haría tronar el escarmiento para el desprevenido santiagueño. La que mostraría que ya no había señores feudales, ni dueños de vidas y haciendas, ni patrones custodios de la tradición.
Por eso, mirándose entre si con la complicidad que surge de las certezas compartidas enfrentaron al patriarca, y aunque fuera una mentira tan grande que casi les hace crecer la nariz como a Pinocho, le dijeron, poniendo cara de inimputables, que si, que las cuatro ya habían tenido relaciones, y que no se preocupara, que en adelante iban a ser más cuidadosas.
1994
3 dic 2020
La respuesta
La clase de labor
A Mariel
Ustedes saben en qué consistía la clase de labor. En bordar una servilleta en punto cruz, hacer una vainilla en un pañuelo que se regalaría al padre en su día. Tejer una bufanda.
Mientras los varones en aeromodelismo fabricaban piezas estilizadas, o en carpintería daban forma a repisas y mesitas, las niñas bordábamos o tejíamos dejando pasar el tiempo hasta que viniera la vida en serio.
Pero esta vez sucedió que una niña se negó. Y dijo: -No tejo nada.
Tenía que pasar después de siglos. Y fue este año en Rosario, en una escuela fiscal “de cuyo número no quiero acordarme”, pero que pudo ser cualquiera. Lo cierto es que los hechos que se suscitaron y que son los que contaré provocaron escándalo, sorpresa, conmoción.
En realidad la historia había empezado antes. Mariel es una niña que desde la firma se diferencia de sus compañeras. Cuando a su nombre agrega el apellido paterno, no se queda ahí, lo continúa con el materno y eso es poco frecuente en un mundo en que la mayoría de las personas se mueven como si solo fuesen hijas del Sr. Mengueche, y que la Sra. estuvo allí solo como incubadora y su nombre puede permanecer anónimo. ¡Total...da lo mismo!. Una incubadora es una incubadora.
Esquilo planteaba a sus paisanos: -No es la madre la que engendra, es el padre. Eurípides confirmaba: -Ella es solo la nodriza del germen. Más tarde Santo Tomás chismearía: -El padre debe ser más amado que la madre, atendiendo a que él es el principio activo de la generación, mientras que la madre es solo el principio pasivo.
Lo cierto es que Mariel remontando viejos mitos avalados por las firmas del Esquilo, del Eurípides y del Tomás, insiste en darle a su mamá el papel que le corresponde. Y eso no es tan común, ni siquiera ahora.
Otra oportunidad en que Mariel se diferenció de sus compañeras, fue aquella en que tenían que hacer el análisis sintáctico de una oración, señalando número y género.
Ella dibujó los signos universales en los lugares correspondientes. Ustedes saben, los signos son: un redondelito con una cruz abajo (siempre cargando cruces las mujeres) para designar el femenino, y el redondelito con la flechita para arriba (como pene en permanente erección) para designar el masculino.
La maestra la interpeló entonces: -¿Qué son estos garabatos Mariel?
- No son garabatos, son los signos de femenino y masculino.
- Eso es un invento de tu cabecita loca.
Mariel al día siguiente llevó un folleto de Naciones Unidas, sobre la Convención de Ginebra, en que estaban impresos los signos aludidos y dijo: -¿Ve señorita?. No son un invento de mi cabecita loca. Son signos universales. ¿Usted no los conocía?.
A lo que ella respondió: -Bueno, bueno...pero no me vengas con cosas raras. Cuando tengas que poner masculino, si no querés poner la palabra dibujá un pantaloncito, y si es femenino que sea una pollerita.
Ya no quedaba nada por decir.
No hay peor sordo que el que no quiere oír, ni peor ciego que el que no quiere ver, ni peor ignorante que el que no quiere aprender. Si es maestra o maestro, peor.
Esa misma maestra, en una charla de fines del año pasado, cuando las chicas hablaban de sus proyectos y Mariel dudaba entre ser científica o actriz le había sugerido: -¿Por qué no elegís una actividad más común. A las mujeres les es difícil cumplir con grandes planes y a la vez atender a la familia.
Mariel le dijo que eso sucedía porque la sociedad es injusta y se despachó con una arenga sobre la igualdad de oportunidades. Lo que decía era coherente, pero podía sonar original a esa maestra que hablaba y escuchaba desde una cierta idea previa sobre el trabajo de la mujer y sobre el lugar de la mujer. Fue entonces. en trance de verse acorralada por argumentos tan sólidos que podían llevarla a cuestionarse ¿Qué cosas? que salió del paso con la siguiente adultez: -Vos ahora decís eso, pero hay muchas cosas que no sabés, por eso te expresás así...veremos más adelante.
Mariel reflexionaba luego: -¿Será cierto que soy yo la que no se muchas cosas?.
Luego vino lo de la bufanda.
Habían pedido a las niñas de sexto grado que trajeran lanas de colores y agujas No 3, que iban a enseñarles a hacer una cosa muy bonita.
Cuando sus compañeras empezaron a trabajar y quedó en descubierto que Mariel no había llevado lana ni agujas y se negaba a trabajar, la maestra intervino para ver que pasaba. ¿Qué pasaba con qué?. ¿Con el tema del tejido como actividad escolar?. ¿Con el tema de las actividades supuestamente femeninas?. ¿Con el tema de la obediencia irrestricta a todas las órdenes?. Debió ser bastante desconcertante la negativa de Mariel a tejer, como lo hubiera sido la negativa de cualquier pibe a cualquier cosa. En las escuelas, en general, no se espera que los alumnos se nieguen a cumplir lo prescripto. No se espera que se nieguen. No se espera nada.
La maestra planteaba lo sorprendida que estaba de que una niña tan linda no estuviera dispuesta a “prepararse para ser una mujer”. (Faltó que agregara: para casarse y tener hijitos, como hubiera dicho Susanita).Allí se dio el primer choque porque Mariela contestó que pensaba que: - Tejer no era la mejor manera de prepararse para ser una mujer.
Grave ofensa. ¿Cómo se puede dudar de las implicancias de “uno arriba, uno abajo” en los cuestionamientos filosóficos, éticos, psicoevolutivos en el crecimiento de las jóvenes hacia su destino adulto?.
Entonces preguntó: -¿Cómo que tejer no era la mejor manera... Acaso tu mamá no teje, no lava, no plancha?-.
¡Pregunta imprudente!. Mariel contestó: -No, mi mamá no plancha. Mi mamá estira-. Y extendiendo las manos como si tuviera una tela entre ellas en dirección vertical y horizontal, indicó la manera en que se resolvía el tema del planchado en su casa, con lo cual tapaba la boca a su maestra, pero escrachaba públicamente a su madre.
La maestra indignada por la respuesta protestó: -¡Pero es de mujeres el atender la casa, tener la ropa en orden, cocinar, coser, tejer...! (Chorreando ideología patriarcal).
A lo que Mariel contestó: -Pero yo creo que ese es un modo de ver que depende de que vivimos en una sociedad machista...- (También chorreando ideología, pero contestataria).
Algo estalló en la maestra que barbotó: -¡Vos sos muy gurrumina, tenés que tomar mucha sopa para llegar a crecer y pensar como se debe!-
(Quién está capacitado para decir cómo es que se debe pensar?. ¿Quién puede ser tan osado o tan soberbio?)
La respuesta fue: -Cuando crezca, yo preferiría seguir pensando como pienso ahora-.
Desde allí a la dirección a firmar el libro negro, ya no medió nada.
Lo firmó en silencio y con la dignidad con que se sostienen las convicciones más firmes.
Y en las clases de labor se suela ver a una maestra entre confusa y desesperada porque no sabe qué hacer con una niña que si sabe qué pensar.
Epílogo
Cuando en Ciencias Sociales Mariel debió responder a un cuestionario en el que se le preguntaba dónde aprende sus derechos contestó: -Aprendo en diferentes lugares, en mi casa, en el barrio, en el club, en la escuela...- Y después de reflexionar corrigió: -En la escuela más o menos-.
1989
La historia de siempre
A Ilíana
Se encontraron en el bar después de días de no verse. La pregunta surgió en un tono que quería ser neutro, indiferente. (¿Había entre líneas un segundo interrogante?).
-¿Qué hiciste en este tiempo...¿saliste?.
-Sí, salí... Fui al cine...
-¿Solo al cine?. (¡Ah!. Era ese el interrogante entre líneas y vino en un tono entre apremiante y censurador).
La respuesta llegó calmada y contundente: -No, sabés que no fui solo al cine, ya lo habíamos hablado...
Como estas palabras provocaron un cambio en el tono de la charla y el ambiente se iba enrareciendo, decidió pararle la andanada de reproches. Le recordó lo sabido.
Que la cosa había empezado clara. Verse sin compromisos formales. Y además como cada cual tenía su historia, sabían que la de ellos iba a ser una relación complicada, difícil.
Pero los reproches igual empezaron a caer como cascotazos, así que el esfuerzo fue en vano. Fue allí que empezó el monólogo previsible y pesado. La historia de siempre.
-Sí, ya se que no tenemos firmado ningún contrato. Pero tu actitud no era la misma antes...(se tragó a tiempo decir: antes de conseguir lo que querías por no parecer una antigüedad). Pero siguió: -Al fin, por vos he dejado otras cosas, he puesto mucho de mi...y es más, no pude evitar hacerme ilusiones.
Tomó aliento y anunció con énfasis: -No quiero sentirme un objeto sexual, y casi me estás tratando como si fuera eso...Cuando vos querés me ves, y por un rato...¡y ni siquiera con exclusividad!.
Como las palabras no surtían el efecto esperado, el clima se iba poniendo gélido y la distancia crecía y crecía decidió cambiar de estrategia.
Suavizó el tono y con actitud conciliadora agregó, como quien reflexiona en voz alta: -Sí, ya se que tenés tantas ocupaciones corriendo de un lado para otro para cumplir con todas, y que tenés entre manos ese proyecto tan importante...Ya se que no me podés dedicar todo el tiempo que te reclamo...También se que no resignás tu libertad y esas cosas...pero es que me pone mal no verte como quisiera y además pensarte en otros espacios, en otras compañías.
Ante el silencio volvió a impacientarse: -Mirá que no podemos seguir así. No me podés tener esperando. No me podés tener pendiente... no me podés hacer esto. Porque ¡cómo quedo yo en esta historia?. En un segundo lugar... ¿y por cuánto tiempo más?. ¡O es que te vas a definir por fin?. Siento como si estuvieras jugando conmigo.
Entonces fue que vino la respuesta. Ya se había hartado de escuchar al grandulón levantador de pesas de 2 metros y 150 kilos recriminantes frente a ella. Así que le gritó: -¡Basta!. Te la hago corta, no te aguanto más. Y le cortó el monólogo.
1994
Del mismo año
A quienes trabajan en violencia
Primer tiempo
No se que decir...Fue por eso, porque éramos del mismo año.
En mucho tiempo nadie me había tratado bien. Y ella me hizo pasar me escuchó un rato, como con respeto. En la pared, a sus espaldas, en un marco de madera oscura, estaba colgando el diploma donde se leía que había nacido en tal año (el mismo año que yo) y se había recibido en tal fecha, “por lo que se le otorgaba el título de...”. Entonces teníamos la misma edad. Cuando se lo dije, sonrió un poco, pero con cansancio.
Luego traté de contarle para qué había ido, aunque ni yo misma lo sabía...Se puso más distante y como distraída cuando me fui enredando, y no me pude aguantar y me largué a llorar. Pareció que mi llanto la molestara. ¡Pero ella debía estar acostumbrada a oír de estos problemas!. Además en la tarjeta que me dieron en la vecinal decía: asesoría gratuita...Y bueno, yo quería saber que hacer ahora que él se había ido. Después de tantos años, después de tantos golpes. La última vez fue peor...Traté de contarle a ella, pero solamente pude señalar las marcas verdes, marrones, violeta en mis brazos, en el cuello, en la cara. Los hipos no me dejaban hablar y creo que ella ya no tenía ganas de escucharme.
Una vez había conocido una mujer así. Yo trabajaba en su casa que era blanca y nueva como en las películas. Y ella decía que yo era la empleada, no “la chica” o “la muchacha”, y por ahí me lo creía y hasta que éramos como amigas, porque pedía las cosas por favor...Pero cuando de veras yo necesitaba algo...o que me oyera que él había venido borracho...o que se me había hecho tarde porque tenía mi chico enfermo...se ponía como en guardia, y empezaba a ordenar en otro tono: como de patrona a sirvienta. Entonces, si ella no estaba cuando yo la necesitaba para algo, es mentira que fuera amiga y que se le pudiera pedir ayuda...
¿Y acá?. ¿Y ahora?. ¿cómo pedir ayuda?. ¿Cómo explicarle que me dolían los golpes, los últimos y todos los anteriores...Que me dolían todos esos años de trabajo y trabajo, queriendo salir de la miseria...pero que lo que más me dolía es que se fuera y me dejara como se tira un trapo viejo, después de haberlo usado...
Y si se lo hubiera dicho, ya adivinaba su mirada de desprecio. Porque seguro que a ella no le pasó, ni le va a pasar algo así. A ella no la habrían dejado, como a mí. A ella tan hermosa, tan arreglada, tan bien dispuesta con su cabello suave y su anillo de casada. Seguro que se habría casado por civil y por iglesia, con traje largo, fiesta y todo...Todo lo que yo no tuve. Lo pensaba y ella me miraba seria, pero parecía querer ir apurando la cosa, la consulta, como si se le empezara a hacer tarde.
Yo miraba su cara tersa, clara, que nadie debía haber golpeado nunca. Ni el padre primero, ni el marido después, cuando llegaban a la casa cansados y llenos de odio. Y miraba su ropa fina y prolija de quien la compra nueva y no debe usar la que le regalan, aunque le quede grande, chica o tan ridícula que parezca un disfraz.
Y mientras ella hablaba miré también sus manos blancas, de uñas esmaltadas de color pálido, no tan largas, pero todas parejitas, como yo no podría tenerlas nunca, con el detergente y la lavandina.
Y aunque hablaba en voz baja y siempre igual, me di cuenta que quería terminar y que yo me fuera. Que me fuera porque ya la estaba incomodando, con mis llantos, con mis quejas, con mis pedidos de no sabía que cosa, ni para qué estaba allí mientras ella hablaba y hablaba...
Se que dijo algo sobre la violencia y algo sobre la dignidad, y entonces fue que vi todo rojo.
Por eso fue.
Por su estudio con un escritorio tan grande, con cajones ordenados y un portalápices de cerámica y un cortapapeles de metal brillante y los sillones tapizados y el diploma colgado en la pared a sus espaldas.
Y por el pañuelo de gasa que llevaba en el cuello, de colores suaves que combinaba tan bien con ella, con su piel, sin las manchas oscuras de la mía. Y por el anillo de oro en su mano de no refregar cacharros.
Y por su pelo suave y arreglado, que no debía desarreglarse nunca, ni cuando estaba con su marido...y seguro que solo con su marido, porque no habrían abusado de ella desde los 12 años, como me sucedió a mi...Y también por sus hijos, que estarían sanos, comiendo todos los helados y chocolatines que quisieran, y tendrían remedios y escuelas y juguetes...
Y porque en el diploma decía que había nacido el mismo año que yo, aunque nadie podría creerlo, porque yo estaba vieja, fea y gastada. Y llorosa y golpeada, tanto como para que él se fuera con otra. Y ella tan hermosa, tan rica y tan sabia...no podría entenderlo. Porque a ella, seguro, no le habría pasado, ni le podía llegar a pasar...
Por eso fue.
Segundo tiempo
Quedé aturdida por el golpe.
Sorprendida de estar aún en pie.
Me vi reaccionando como una autómata y moviéndome d acuerdo a los viejos hábitos. Respirar, andar, el corazón latiendo tercamente a pesar de...
Y luego...no supe como, pero había llegado hasta allí, a mi lugar de trabajo. Tampoco sabía cuánto resistiría hasta derrumbarme.
Había sucedido a la mañana, cuando él llegó después de la larga noche, para decirme al fin lo que ya intuía, lo que de algún modo ya sabía. En el momento fue casi un alivio escucharlo...Entonces yo no estaba tan loca cuando suponía, cuando me inquietaba...
Podría haber golpeado los puños y la frente contra las paredes...demasiado cursi.
Podría haberme tirado al suelo, hecha un ovillo, muy quieta, fingiendo que el mundo no existía...demasiado trágico.
Podría haber aullado...demasiado dramático.
En vez de esa me vestí, me maquillé, elegí un pañuelo claro para el cuello. Besé a los chicos que se iban en el transporte escolar. Rutina de todos los días cumplida otra vez, puntualmente. Y salí a la calle como siempre...
Per me parecía tan extraño que hubiera sol, con tantas sombras adentro...,y que la gente caminara despreocupada, con tanta angustia estrujándome la garganta...Que las frenadas, que los bocinazos, y el olor a gasoil...Se me metía nauseabundo hasta el cerebro adormecido para avisarme que estaba aún viva, aunque me sintiera muerta.
Mi historia quedaba partida en pedazos, que llevaba conmigo, caminando por la calle, que permanecía exactamente igual a si misma, como en una burla feroz. Si alguno de los que cruzaba al pasar y me miraba distraídamente, realmente me viera, se detendría espantado.
Pero mis heridas, mi agonía no eran visibles.
El estupor las cubría piadosamente.
¿Qué podría verse de mi, desde afuera?.
Una mujer corriente. Caminando con lentitud ¿cómo quién va a su propio entierro?. Tal vez con la mirada algo velada y el gesto retraído.
Llegué. Casi no escuché los sonidos. Cerré la puerta y me refugié en mi sillón. El escritorio de todos los días. El sillón de siempre. El portalápices de cerámica. El cortapapeles de metal.
Y las imágenes volvieron.
Su expresión crispada en el esfuerzo por parecer sereno.
Y la voz, esa que yo amaba desde hacía ...¿cuántos años?. Seca, cortante al decirme que ya no, que ya nunca. Como algo gastado e inservible quedaba a un lado una historia de tanta vida, de tanta lucha, la nuestra.
Me avisaron, esperaba una mujer para una consulta.
Era morena y menuda. Le tendí la mano y estreché la suya, áspera. Cuando la invité a sentarse frente a mi, vi que se apoyaba apenas en el borde de la silla, tensa, el cuerpo encorvado, las manos de gruesos dedos nudosos retorciéndose sobre la falda.
Tenía una mirada de cachorro apaleado que huyó rápidamente cuando se cruzó con la mía.
Recordé que había visto esa mirada en el espejo y en mis ojos, cuando me cepillaba el pelo, antes de salir, mientras lo escuchaba moverse en el dormitorio reuniendo sus ropas.
La mujer hablaba, y creí oírle contar una historia triste, pero no estaba segura de escuchar demasiado, ensordecida por mis propios gritos, esos que habían quedado adentro y que atronaban mi cabeza. Gritos que podían salir desaforadamente de mi garganta si...
¿Por qué no se iba?. ¿Por qué no me dejaba a solas alejando el riesgo de exhibir el espectáculo de mi rabia y de mi pena?. La mujer señalaba las marcas azules en los brazos y en la cara, que hablaban de las otras marcas, de las huellas invisibles del desprecio, del desamor y el abandono.
Desamor y abandono. ¡Ah!, otra mujer también dolida. Las palabras me enroscaban en mi propio y lacerante dolor y descendía en espiral en medio de una náusea, mientras volvían a desplegarse ante mis ojos las escenas del drama grotesco, repetido, banal: una historia vieja como el mundo, una historia de decepción y amargura.
¿Cómo expresar que en esa pérdida se me iba la vida?. Que como en los peores folletines “el cielo se hundía y la tierra dejaba de sostenerme”.
¿Cómo aceptar que entonces yo no era tan fuerte y tan entera... y que él no era tan sincero y leal como había creído por años?. ¿Cómo asumir que aún así, no me imaginaba viviendo sin él, el compañero de siempre?.
La voz empañada de la mujer, que se extendía como telón de fondo a mis pensamientos se quebró y sus sollozos me volvieron a la habitación. Sacudí la cabeza y me moví en el sillón mientras las otras imágenes se dispersaban. Hubiera querido quedarme sola. Pero ella estaba allí y supuestamente yo podía ayudarla. ¿No era acaso la profesional eficiente, entrenada especialmente para asistir y aconsejar en este tipo de problemas?.
Recordé una frase de Anohuil: “Qué intolerable es ser dos. Dos pieles, dos envoltorios impermeables alrededor de nosotros, cada uno para sí, con su oxígeno, con su propia sangre, haga lo que haga, bien cerrado, bien solo en su bolsa de piel...Uno se aprieta contra otro para salir un poco de esta espantosa soledad...pero pronto vuelve a encontrarse solo... Entonces uno habla. También se ha encontrado eso. Un alfabeto complicado. Dos prisioneros se golpean contra el muro del fondo de su celda. Dos prisioneros que no se verán jamás. Ah!. Uno está solo...Demasiado solo”.
Pensé que no valía la pena.
Si, lo había dicho muchas veces, a otras mujeres, en otras consultas. El discurso en que se apela al propio respeto. Hoy no podía.
Si fuera fuerte, si fuera capaz de sobrevivir a esta muerte. Si tuviera la dignidad necesaria para seguir adelante con la propia vida... una vida que había sido vivida equivocadamente. A través del otro. Del que se iba llevándose todos los sentidos.
Pero, para qué engañarse?. Era tarde, no podría intentar nada. No se borra de un plumazo media vida.
La mujer lloraba ahora quedamente y sentí que no tenía mucho para decirle. Que no podía decirle nada a ella, ni a nadie. No en este momento, ni después, ni nunca.
Sin embargo... sin embargo, como cumpliendo un viejo ceremonial cuyos pasos se despliegan solos, empecé a hablarle, igual que a la mañana, cuando despedí a los chicos, me vestí como siempre y salí a la calle para hacer el camino de todos los días.
Intenté decirle del propio respeto, de la propia estima, tan vulnerada por lo que le estaba sucediendo, pero que debía cambiar ahora. Ahora que había consultado. Ahora que había salido a buscar ayuda. Tenía que pensar en recuperar el sentido de la propia dignidad.
¿Para quién estaba hablando?. Confiaba en que mis palabras le sirvieran a ella, ya que para mi no tenía esperanzas.
El esfuerzo de vivir se me hacía insostenible.
Lo que deseaba era descansar. Descansar largamente... dormir. ¿Cómo podría querer seguir viviendo?. El no me amaba.
Tercer tiempo
Y porque aunque el diploma decía que había nacido el mismo año que yo, nadie podría creerlo, porque yo estaba vieja, fea y gastada. Y llorosa y golpeada, tanto como para que él se fuera con otra. Y ella, tan hermosa, tan rica, tan sabia...no podría entenderlo. Porque a ella, seguro, no le habría pasado, ni le podía llegar a pasar.
Por eso fue.
Por eso fue que la maté.
Cuarto tiempo
El esfuerzo de vivir se me hacía insostenible.
Lo que deseaba era descansar. Descansar largamente... dormir. ¿Cómo podría querer seguir viviendo?. El no me amaba.
Cuando levanté los ojos, la vi caer sobre mi, el cortapapeles en alto, rasgando el aire con su brillo.
Y antes de la oscuridad pude pensar: ¡Qué extraño!. La calma llega por su mano... ¡Qué ironía!...Ella me da lo que no tiene, me trae lo que venía a buscar, me alcanza lo que necesito...
1987
Historia con lupines
A Ada
La intersectorial de Salud Mental de la Capital Federal hace pública su preocupación ante la grave crisis socioeconómica que vive la Argentina y ante los riesgos de deterioro que ésta implica para la salud mental de la población.
Desde nuestra perspectiva profesional, se puede afirmar que en ambas situaciones actúa como una de las bases principales la imposibilidad de acceder a un nivel de vida digno que satisfaga las necesidades más elementales. Tales carencias, sumadas a un grado creciente de incertidumbre sobre el futuro, constituyen el terreno apropiado para que surjan desbordes sociales como los ocurridos en los últimos días.
Página 12, viernes 9 de junio de 1989
(¿Reeditado en enero del 2001?)
Antes
Bar “El Correo” en peatonal, casi Buenos Aires. Café por medio, mi amiga escritora me cuenta: Su hija, la Pichi, rebelde y vindicatoria, una Santa Bárbara, “yo no se a quién sale esta chica”, espera en la cola del supermercado. Delante de ella una viejita muy humilde con aspecto resignado. Detrás de ella, un viejito delgado con saco gris.
La viejita inicia una conversación con la Pichi: -¿Vio señorita, las cosas que compra la gente?. Yo soy pensionada, y con lo que me dan, este mes solo me alcanzó para pan y leche. Estoy comiendo como comen los bebés...Claro que los viejos no necesitamos mucho más. ¡Por suerte!. Si no, no se con qué iba a comprar.-
La Pichi pega un respingo y recuerda las recomendaciones de los médicos de la clínica donde trabaja, sobre las necesidades de proteínas, calcio y vitaminas de los ancianos, y el corazón se le estruja.
La viejita continúa: -Pasé por la fiambrería...y no me llaman la atención los fiambres en las bandejas, jamón, mortadela, ni las longanizas colgadas. ¡Pero había unos lupines!. En un frasco, con agua y sal, fresquitos, grandotes...¡Ni que el vidrio fuera de aumento!. Me dieron unas ganas...
La Pichi, con el corazón encogido, casi está hipando. Piensa en la pensión de la viejita, piensa en su sueldo de administrativa y se le enciende una fogata como las de San Pedro y San Pablo en medio del pecho.
Mientras la cola hacia la caja, apenas se mueve, ordena a la viejita: -Espéreme que ya vengo.-
Camina decidida hacia la fiambrería. A la derecha están los frascos con aceitunas verdes y negras, pepinitos y lupines. Corta la bolsita de plástico del rollo y con el cucharón se sirve. Pasa por la empleada que luego de pesar, coloca la etiqueta con el precio. Mientras vuelve a la cola, arranca la etiqueta, la estruja y la tira. Abre la bolsita.
Cuando llega a su lugar en la cola, ya tiene planeada una estrategia. Comprometer al testigo de atrás (el viejito del saco gris) para que no botonee.
Se acomoda e invita a la viejita: _¡Sírvase...y disimule...!
Ella atina a preguntar: -Pero..?
La Pichi, impertérrita acerca la bolsita: -¡Sírvase, están aquí para Usted. Sírvase Usted también señor, mire que ricos lupines.- El viejito, convertido en cómplice, también come. Al principio un poco nervioso. La viejita tiene una sonrisa radiante. El trío siniestro avanza lentamente hacia la caja.
Antes de llegar, la Pichi observa la bolsita ya vacía, “con ese juguito en el fondo” y displicente la tira a un costado, “como se tira un forro”. Comentario, este último que alarma a su mamá, que es la escritora que me cuenta el suceso. Y que cuando oyó a la Pichi atinó a protestar: -¡Pero Pichi, te podrían haber encanado...! ¡Te quisiste hacer la Robin Hood!. Eso que hiciste es... (Busca en su cabeza una figura legal). Eso que hiciste es ¡pillaje individual!.
La Pichi, rebelde y vindicatoria, una verdadera Santa Bárbara, levanta el mentón, se encoge de hombros, la mira desafiante y resopla: -¿Pillaje individual?. ¡Me cago!.
Durante
Andrés llega conmovido. Está muy tenso. Tiene los nudillos lastimados y la mirada esquiva.
“Los vecinos defendieron el mercadito de don Luis, es un viejo del barrio que tiene esa granja de toda la vida...nunca tuve tanto miedo, no éramos muchos...Peleamos hasta que se fueron. ¿Sabe lo que me puso más mal...? Nosotros, los vecinos éramos menos, pero casi todos mayores, adultos. Ellos eran más, pero eran pibes.
Y no podíamos quedarnos con que lo atacaran al viejo...¡era injusto!....Pero nunca en mi vida había peleado así. Usted no sabe lo que es estar peleando y verle la cara al contrario y encontrarse con que es un chico. Un chico asustado, tan asustado como yo...”
Después
Silvia se encuentra con Ana en el Supermercado. Los gendarmes caminan entre las góndolas trabados por la gente que se apura y por sus propias armas largas. Ya retiraron de la acera los volquetes que cerraban el acceso a la vidrieras...
Dentro, la gente comenta los sucesos. Con bronca, se elige y se descarta.
Silvia llega a la cola con menos cosas que las que esperaba llevar y mucha más rabia que la que esperaba sentir. En la cola de la caja de al lado Ana también espera.
Conversan. Silvia entre el desconcierto y la furia, Ana conciliadora. – Si, tenés razón en protestar, todo está tan difícil... pero por suerte (busca afanosamente un argumento)... por suerte hoy es un lindo día. ¡Mirá, paró de llover!- Y señala a través de los vidrios la luminosidad de la calle. Cuando se da cuenta de que ciertas miradas se detienen sobre ella, decide payasear. Imita el tono de Mario Sánchez: -¡Mirá el sol, las flores, los pajaritos...!- Algunas mujeres comienzan a sonreír. Un gendarme se queda cerca, dudando. Recuerda que ayer una viejita se puso a cantar fuerte el himno cuando llegó a la caja, y se armó kilombo.
Ana sigue su discurso: -Hay sol, es un hermoso día, no dejemos de darnos cuenta.- Hay más personas que la escuchan. Una mujer mira hacia donde ella señala, más allá de la vidriera. Un hombre se lleva el dedo a la sien, en gesto inequívoco.
Silvia no sabe que hacer. Ana es tan peculiar... Trata de ver más allá, hacia donde Ana señala, pero tiene los ojos nublados. No sabe si de risa, de pena o de bronca.
Toda similitud con situaciones reales se debe a que las descriptas son rigurosamente ciertas, acontecieron en Rosario. 1989